Capítulo 1
Aitor Iglesias era un mujeriego empedernido. Era abogado por vocación y siempre vestía de punta en blanco. Las mujeres se giraban por la calle al ver a ese hombre tan bien plantado y elegante. Tenía una sonrisa seductora que achicharraba las bragas a más de una. Lo sabía y la exprimía al máximo.
Trabajaba de abogado de Rennes, la capital del distrito de Bretaña, y le habían ofrecido dirigir la sucursal de Londres del mismo bufete. Por supuesto, aceptó encantado, era un gran salto en su carrera, y de la noche a la mañana estaba preparando las maletas para mudarse a la capital de Inglaterra.
Su familia estaba feliz por él, a pesar de que lo echarían de menos.
—Nos visitarás, ¿verdad? —decía su madre, Sonia, mientras le doblaba la ropa.
—Claro que sí, y también podéis venir vosotros cuando queráis. No queda tan lejos. Si papá no quiere conducir los setecientos kilómetros, cogéis un avión.
—Ya veo que tendremos que ser nosotros los que vayamos.
—Mamá, siempre has dicho que te gustaría viajar con papá. Te lo estoy poniendo a huevo.
—Eso si no me pone la excusa de siempre, que tiene mucho trabajo.
—Entonces te vienes tú —afirmó guiñándole un ojo—. Si lo haces, ya verás que pronto va a buscarte.
Sonia se rio. Su hijo tenía razón, su marido no aguantaría solo ni dos días.
—Tal vez lo haga.
—No le digas que yo te he dado la idea —le habló su hijo bromeando—. No quieras meterme en medio de ninguna trifulca.
—Si tu padre es un cacho pan, ya lo conoces.
Era cierto. Eduardo, su padre, siempre había sido un buen ejemplo para sus hijos: era cariñoso con su familia, les había enseñado a respetar a todo el mundo. Era de carácter tranquilo y muy pocas veces levantaba la voz.
Los dos oyeron a Maya, que llegaba acompañada de Philip y su padre. Los tres reían al entrar en la casa, y Aitor imaginó que su amigo habría hecho alguna payasada; desde que estaba con su hermana, había cambiado, vivía para hacerla feliz.
—Ya estamos en casa.
La voz de Eduardo se oyó por toda la vivienda.
—Ahora bajamos —anunció Sonia.
Un rato más tarde, estaban todos sentados alrededor de la mesa del comedor. Se habían reunido para despedir a Aitor, que se marcharía al día siguiente. A pesar de que la empresa había puesto el jet privado a su disposición, él se había rehusado, se llevaría su coche. Le encantaba conducir y pretendía recorrer todo lo que pudiera del país vecino. No tener que depender de los transportes públicos le daba esa libertad que a él tanto le gustaba.
Además, estaba Diane, esa mujer que le había presentado Philip en París y con la cual había mantenido contacto telefónico muy a menudo. Pretendía que esa amistad se convirtiera en algo más una vez que se instalara en Londres, donde ella vivía.
—Eduardo, ahora tendremos la excusa perfecta para viajar a Inglaterra —dijo Sonia a su marido.
—Cariño, no creo que a Aitor le guste demasiado tenernos por allí, ya sabes como es.
—¿Qué quieres decir con eso, papá? Nunca os dejaría en la calle.
—Claro que no —lo apoyó su madre con una sonrisa bobalicona.
—Lo que es posible es que os dé las llaves de su casa y él se vaya de parrandeo —soltó Maya, su hermana, con una risa pícara.
—Eso seguro —la apoyó Philip guiñándole un ojo—. En la oficina hay dos tipos que le enseñarán todo lo que debe conocer de Londres.
—O sea, que están todos cortados por el mismo patrón que vosotros. —Maya miró a Philip con una ceja alzada—. ¿También te lo enseñaron a ti?
—Lo intentaron, y créeme que quería seguirles la corriente, pero tenía a cierta bretona que no se me iba de la cabeza —afirmó él mientras la cogía de la nuca y le daba un suave beso en los labios.
—No sé si creerte.
—Puedes hacerlo. Me llevaban a lugares donde no me habría sido difícil llevarme a alguien al huerto, pero te tenía tan metida en mi sangre que habría hecho el ridículo más grande de mi vida si llego a hacerlo.
El comentario sacó carcajadas a todos, que sabían que estaba profundamente enamorado de Maya, y tuvo que alejarse para darse cuenta.
—A mí no me va a hacer falta ningún guía, se apañármelas solo.
—De eso no me cabe ninguna duda —afirmó Eduardo, conocía bien las andanzas de su hijo.
—Parece que, en lugar de ir a dirigir la oficina, te vayas de ligoteo —intervino su madre.
—No, mamá, pero el día tiene horas para todo.
—Nunca cambiarás —asintió su madre.