Nota preliminar
Cualquier reportaje me vuelve infiel a mí misma.
S.O.
Silvina Ocampo siempre se mostró reacia a ofrecerse a la curiosidad pública. Esa proverbial renuencia a prodigar revelaciones acerca de su vida y de su obra acabó por volverse, inevitablemente, uno de los rasgos esenciales de su figura de escritora. Sin embargo, no es menos cierto que a lo largo de los años fue dejando, infiel a sí misma, un conjunto de artículos, reportajes y comentarios diseminados en libros, diarios y revistas que, una vez reunidos, sorprenden por su cantidad y por su riqueza como fuente de información directa acerca de su autora. Compilados por primera vez en este volumen, que incluye treinta y siete entrevistas y cuestionarios, una serie de prólogos éditos e inéditos y algunas prosas autobiográficas nunca publicadas, esos textos fugitivos se iluminan recíprocamente y componen una suerte de autorretrato disperso que Silvina Ocampo destinó a sus lectores, con discreta tenacidad, entre 1936 y 1989.
Hemos dividido el contenido del libro en cuatro categorías. La primera consiste en un reducido grupo de «cuentos autobiográficos» inéditos, en los cuales la autora evoca diversos episodios de su infancia. Los más antiguos, escritos a principios de la década de 1960, parecen haber formado parte de una temprana versión en prosa de Invenciones del recuerdo (2006), como lo indica el título del texto que abre el volumen. Los más recientes, en cambio, fueron escritos a mediados de la década de 1980 e integraron la versión preliminar de Cornelia frente al espejo (1988), última obra publicada en vida por la autora.
La segunda sección la forman prólogos éditos e inéditos, entre los que se cuenta el «Estudio preliminar» a la antología Poetas líricos ingleses (1949), único texto crítico extenso y de argumentación sostenida escrito por Silvina Ocampo y en el que resplandecen, entremezcladas en las vidas breves de los poetas y en juicios personales sobre la tradición lírica inglesa, las premisas de su propia poética. Completan la serie la presentación para una colección de libros para niños; el prefacio para una antología de poetas de Las Flores (localidad de la provincia de Buenos Aires donde se encuentra la estancia de la familia Bioy); una suerte de manual de instrucciones para la lectura de Amarillo celeste (1972); varios textos concebidos en la década de 1980 para acompañar, tentativamente, sus versiones de los poemas de Emily Dickinson y la introducción, escrita en inglés, para Leopoldina’s Dream, antología de sus relatos publicada en Canadá en 1988.
La tercera parte reúne una miscelánea de notas breves —una reseña cinematográfica de 1936; reflexiones sobre el género policial, sobre la muerte de Julio Cortázar y de Manuel Mujica Lainez, sobre su Árboles de Buenos Aires (1979)—, a las que se suman el discurso inédito de agradecimiento por el Premio Nacional de Poesía otorgado a Lo amargo por dulce (1962) y el largo artículo incluido en el número de los Cahiers de L’Herne dedicado a Borges en 1964.
Cabe señalar que, en el caso de los textos escritos originariamente en inglés o en francés por Silvina Ocampo, optamos por reproducirlos tal como fueron publicados, acompañados de su correspondiente traducción al español. Sólo uno de ellos cuenta con una versión en español de la propia autora.
En la cuarta sección, que es también la más extensa del libro, reunimos las encuestas y entrevistas, algunas de ellas inéditas, que pudieron hallarse hasta ahora. Asimismo, reproducimos en apéndice el único reportaje, realizado por Hugo Beccacece en 1983, al que aceptaron someterse juntos Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
Por último, en las «Notas a los textos» que cierran el volumen se proporcionan datos sobre los materiales con que contamos para preparar la edición, al tiempo que se identifican las citas incorporadas en los textos y los proyectos literarios mencionados por la autora.
E. M.
Nota bene
Hemos añadido, en esta reedición del volumen, cinco textos que no habían sido previamente compilados: se trata de una segunda serie de declaraciones recogidas por Marcelo Pichon Rivière; una extensa entrevista de Raúl Gálvez; un breve testimonio sobre Witold Gombrowicz; y un cuestionario y un reportaje de Noemí Ulla, que no forman parte de su libro Encuentros con Silvina Ocampo (1982).
TEXTOS AUTOBIOGRÁFICOS
Invenciones del recuerdo
Por un camino bordeado de personas en vez de árboles, en el recuerdo llego a mi infancia. Pero no sólo las personas son importantes: hay casas, jardines, objetos, paisajes, sabores, fragancias y músicas que son como esas plantas que crecen debajo de los árboles y que miramos más que a los propios árboles.
Catalina Iparaguirre, con sombrero y guantes negros puestos, se mira en el espejo. Su pelo es la parte más impersonal de su cuerpo, la más engañosa, la más importante, la que más le gusta; tiene vetas amarillas, verdes y marrones oscuras. Hace más de treinta años que se lo tiñe y más de setenta que brilla sobre su frente manchada, sin perder ese vigor que le permite enroscarlo sobre su cabeza sin batirlo y sin rellenarlo. Con la falda larga de lustrina y la escoba, Catalina Iparaguirre barre el piso como nadie. Ni una hilacha ni una basura quedan. Sus prendas más preciadas son para ella el estuche de sus anteojos y el paraguas del cual no puede separarse porque sirve tanto para la lluvia como para el sol, tanto para alcanzar objetos que están colocados sobre el armario como para abrir las banderolas, tanto para castigar a un gato como para sostenerse cuando camina, tanto para acariciar una alfombra como para matar a un hombre obsceno, si pudiera.
En la calle, cuando sale a hacer compras o a pasear, detrás de los árboles, en los zaguanes de las casas, en los jardines, ve siempre enamorados o exhibicionistas. Exclama: «¡Chanchos!», al mirarlos de soslayo. ¿Algunos merecen el insulto? ¿Otros no? Pero en su vehemencia no hay justicia. Nada le indigna tanto como el amor, ni siquiera las estafas, ni siquiera las injusticias, ni siquiera la mala suerte. Catalina Iparaguirre es ama de llaves. Un ama de leche y un ama de casa no valen tanto ni se hacen respetar tanto. Esos objetos de metal, mágicos para los niños, infernales a veces para los grandes, que abren y cierran armarios, cofres, cajones, puertas, candados, cuelgan de su cintura con sonido litúrgico. De ella dependen el orden, la riqueza y la limpieza de la casa. Es odiada y querida, tal vez menos querida que odiada. Sus dedos enrulados por el reumatismo saben remendar, como los dedos de un hada remilgada, multicolores medias sobre un huevo de madera.
Frente al espejo, de pie, como un maniquí, ¿qué hace y qué piensa Catalina Iparaguirre? Se quita el sombrero que está recubierto, como un postre, de tul; deja el paraguas sobre una silla, junto con los guantes, se acerca a la ventana para poner en hora el reloj que cuelga de una larga cadena de su cuello y piensa en Sultana, la perra de los vecinos, que en varias oportunidades orinó y defecó en el zaguán. Seguramente piensa después en mí: yo tengo siete años, cara de muñeca que abre y cierra los ojos, pelo largo caído sobre las orejas, mejillas rosadas, boca grande. «¿Dónde estará?», piensa Catalina. No le importa que me pongan en penitencia, ni que me manden a acostar sin postre. Ya tengo toda la malicia de las personas grandes. Miento, me burlo de la gente. Le digo: «Usted se tiñe el pelo» a ella, a Catalina Iparaguirre, que nunca se puso nada en el pelo. La malicia no lleva a nada bueno. Sé cómo nacen los niños. Es una vergüenza. Con esa cara de angelito, le dije a Lucía: «Yo sé cómo nacemos. No venimos de París, salimos del ombligo de la barriga». Lucía contestó: «Es muy feo lo que estás diciendo» y me reprendió: «No se dice ombligo de la barriga, se dice ombligo del vientre».
«¿Dónde estará?», piensa Catalina. Mi nombre rima con el de ella. Ella no se acuerda de su infancia. Su infancia no ha existido. ¿Cómo puede comprenderme y yo comprenderla a ella? Me quiere, eso sí, porque es su obligación, pero por ningún otro motivo. Yo le ocasiono molestias: si me lleva a pasear es para cansarla, si me cuida es para hacerle pasar malos ratos, si me baña por las mañanas y me jabona la espalda y las orejas, que siempre están sucias, es para recibir lluvias de agua y de jabón en su bata nueva de lustrina. Nunca le gustaron los niños, porque son ladinos y misteriosos, siempre tienen los dedos llenos de dulce, los zapatos embarrados y la nariz mojada. Los niños le gustan tal vez menos que los padres que los producen. Cuando cumplió doce años un hombre pretendió conquistarla con caramelos especiales para seducir, se llamaban Seducirol. No olvidaría nunca al seductor: tenía bigotes, el pelo ondulado y fumaba todo el tiempo. Se llamaba Rufo Gudiño y era portugués. La madre de ella, Remigia Iparaguirre, consentía que el hombre festejara a su hija con golosinas. Rufo Gudiño tenía grandes plantaciones de olivos, regalaba damajuanas de aceite, era el hombre más rico del pueblo. Tenía cuatro dientes, un anillo y dos relojes de oro. Cuando llegó el día del compromiso, Catalina se escondió debajo de una parva: no apareció durante la fiesta. Cuando llegó el día del casamiento, Catalina se había embarcado con una prima que iba a tomar los hábitos en Buenos Aires.
Era lo único que rememoraba de su infancia y de los hombres. Todos los hombres eran Rufo Gudiño para ella, y todos los niños, su infancia que no recordaba.
El metrónomo
El metrónomo, dentro de la cajita en forma de pirámide, late como un corazón. Antonio Tabaco lo oye cuando lustra los pisos o encera los muebles. El brillo de su cabeza calva compite con el piso de madera y con los mosaicos rojos de la escalera. Le gusta el vino: beberlo, olerlo, sentirlo en los labios. Catalina sabe que Antonio Tabaco es borracho; peor hubiera sido que fuera exhibicionista o ladrón, pero es borracho. Guardaron con llave las botellas de vino; asimismo, él siempre lo obtuvo. ¿No pidió vino para el canario enfermo? ¿Dónde se ha visto que un canario tome vino? Habría que dárselo en un dedal, pero ¿quién presta su dedal para eso? Yo le pedí a mi madre la botella y mi madre me la dio. Le di una cucharadita de vino al canario, que murió en poco tiempo, pero él, Antonio Tabaco, bebió tanto que no podía caminar. La botella quedó vacía. El canto del canario se oyó por la noche y al día siguiente. ¿Los canarios se atreven a ser fantasmas?
Antonio Tabaco respira haciendo ruido. Dicen que era malo. Pero ¿qué culpa tiene él de tener esa cara colorada de asesino?
Hay personas con cara de ángeles, que son malas. Él vive para una botella de vino tinto. Que lo dejen tranquilo y no molestará a nadie. El metrónomo late como un corazón. «¿Dónde estará la niña?», piensa Antonio Tabaco. La tapa del piano está abierta; algunas teclas estaban pringosas todavía. Me había escapado como un gato. Él me protegía: yo era para él lo mejor de la casa. Un niño es mejor que un adulto: no tiene mañas; cuando tiene centavos, los regala o los tira al suelo. Para ellos todo está bien. Si ensucian, que ensucien; si gritan, que griten; si se lastiman, que se lastimen. Antonio Tabaco era sordo, colorado, mudo y sabio.
[Cartas perdidas para siempre]
La víspera de Navidad, como de costumbre, escribí al Niño Jesús pidiéndole un caballo de madera y un juego de muebles para la muñeca; la maestra de castellano, la señorita Mariquirena, cuyas manos tenían en la punta de los dedos gomas de borronear y cuya cabeza testaruda tenía una peluca de un color incierto, con raya cosida a máquina, estaba junto a mí con sonrisa enigmática. Me dijo:
—B’hijita, ¿para qué le escribe usted al Niño Jesús? ¿Do sabe que son sus tías, sus hermanas mayores o su mamá quienes le traen los juguetes? Usted está muy grande para creer en esas cosas, ya va a cumplir ocho años. ¿No los cumplió? Es como si los tuviera. A su edad yo dirigía la casa de bi madre, cuidaba a bis hermanitos. Resolvía problemas buy difíciles.
—Señorita —protesté con desesperación—. Cuando me porto muy bien ¿no cree usted que el Niño Jesús me trae juguetes y lee mis cartas cuando se las escribo? —ladeé mi cabeza, suplicante.
Pero la maestra, implacable, me respondió:
—Do, b’hijita.
La señorita Mariquirena, que tenía siempre la nariz tapada, pronunció esta frase, «Do, b’hijita», dando más énfasis a la frase que si la hubiera dicho cualquier otra persona.
Sentí que el Niño Jesús había muerto. Los muertos esta vez no tenían alas, como mi hermana que había muerto o como los niños que salían fotografiados en las noticias necrológicas, y no quise aceptarlo.
—Señorita, no creo lo que usted me dice; el Niño Jesús be trae a mí juguetes, lee bis cartas aunque no me las conteste. Usted no lo ha visto. Yo, sí.
Esto es lo que yo creí contestar a la señorita Mariquirena, con la nariz tapada como ella, pero tal vez pronuncié unas interjecciones que ella supo interpretar.
—¿Usted lo ha visto, b’hijita? Esta bandarina que usted va a comer dentro de unos binutos, la está viendo de verdad, pero el Niño Jesús… ¿usted lo vio? Reflexione.
La señorita Mariquirena tomó en sus manos una de las hermosas mandarinas que me daban después del desayuno.
—Yo, sí —respondí, sintiendo que mi voz resonaba con bastante firmeza.
—¿Cómo es? ¿Be lo podría describir, b’hijita?
—Es todo enrulado y rubio, con un trajecito blanco, tiene los pies desnudos y los ojos buy brillantes.
Trataba de salvar a mi Niño Jesús que me traería entre sus manos juguetes, aquella noche, pero sentía que algo había muerto.
La señorita Mariquirena se enderezó la peluca y suspirando optó por el silencio. Ya estaba cansada de aquella casa, donde venía todos los días a darme lecciones. La maestra de francés tenía más suerte, porque le daban una taza de leche con miel o pastillas Valda para interrumpir sus accesos de tos. Ella, en cambio, la señorita Mariquirena, no tenía siquiera tos, tenía pólipos en la nariz (la palabra pólipos resultaba ridícula).
Una inmensa nostalgia con sombras de alas caía sobre la tarde. Ángeles mutilados debían de estar volando sobre la Tierra, cada ángel traía un recuerdo en los brazos, rotos, envueltos en otros recuerdos.
Yo tengo una valija colorada donde guardo cartas que no mandé; desenvuelvo las cintas, abro los paquetes, y en mis brazos puedo mecer durante horas mis recuerdos como a recién nacidos. ¡Pero ninguna carta dirigida al Niño Jesús! Sólo a personas que ya no quiero.
Busco siempre sobre la mesa del hall una carta que nunca llega. Cartas que cuando se queman vuelan como mariposas negras por la chimenea, porque les crecen alas. ¡Pero ninguna del Niño Jesús!
Las cartas valen ese dolor de la ausencia, aunque sean cartas que después de diez años no se pueden leer porque las personas que las han escrito no existen más, y la que las ha recibido tampoco. Cartas perdidas para siempre, como las fotografías de lo que fuimos y no volveremos a ser. No había cartas en el sitio habitual, había cuentas sobre esa oscura mesa del hall, cuentas y avisos y sobres que nunca se abren y viajan de mesa en mesa, hasta que llegan a los cajones de los dormitorios donde se quedan definitivamente.
Mis tías tejían siempre, tenían tanta habilidad y aplicación en criticar como en tejer. Cada vez que yo había pensado en suicidarme me ponía a tejer: como una mosca dentro de una telaraña, me inmovilizaba dentro del tejido de la araña.
Era una cosa mortal.
«Mi alma está hecha de jirones, tengo fiebre adentro del alma, mamá», pensaba yo mirando a mi madre. Ella también tejía. «Estoy enferma. Dejate de tejer. No estoy acostada en una cama de hospital, pero estoy enferma. Por favor, lavame en una palangana floreada, con agua fresca, con un jabón rosado (color de mármol rosado, veteado de verde), como cuando era chiquita y me acariciabas la frente.» Ese perfume rosado del jabón, me lavaba el cansancio y el alma entera.
«Mamá, si pudieras leer adentro de mi alma me quemarías como quemas esos libros que escondo de noche debajo del colchón. Soy inmoral como un libro inmoral. Y, sin embargo, cuando abrimos las ventanas que dan sobre el campo y volvemos a ver temblar las hojas de los árboles, vuelvo a ser un infante en tus brazos, un infante liso y redondo con las dos manos tendidas al cielo.»
Nunca supe ser chica ni grande. A los doce años me consumía de amor y me retaban diciéndome:
—Andá, jugá con las chicas.
Después de los veinte años me dijeron:
—¿Creés que tenés diez años?
Y jugaba a las muñecas con mis sueños.
Blanchette
Los animales viven en mi corazón, pues los quise en la infancia. Aún hoy los admiro como si fueran amigos. A los cinco años me regalaron una cabrita blanca. Se llamaba Blanchette, personaje de un cuento de Alphonse Daudet. Vivíamos en San Isidro, la vi llegar por el camino de piedras del bajo, atada por una cuerda suave al collar, que era brillante, como un regalo. Corrí a verla. Era toda blanca, con ojos un poquito rosados. ¿Cómo la eduqué? No recuerdo, ni comprendo cómo, si yo misma no estaba educada. Le enseñé a subir las escaleras de la casa, que eran de mármol y muy empinadas, a comer pan de mi bolsillo y a seguirme