Escribir un silencio

Fragmento

Escribir un silencio

Escribir un silencio1

Sospecho que lo que escribo nace del silencio. Porque así fue desde mi niñez, del silencio a la escritura. De la resistencia a hablar, al placer de construir un texto. Ese proceso recién se hizo consciente cuando empecé mi análisis a los 23 años. Harta de verme en estado deplorable sin motivo aparente, una compañera de trabajo me puso en la mano el número de teléfono de la analista de una amiga de una amiga a la que yo no conocía. Y si el refrán popular pregona que los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos, por qué, presa de un estado deplorable, no iba a aceptar la propiedad transitiva en el caso de un terapeuta. Por suerte la cosa salió bastante bien, o eso creo.

Lo de “sin motivo aparente”, visto con la perspectiva de los años que pasaron, resulta banal y apresurado: motivos sobraban. Pero en aquel entonces, esos muchos motivos estaban mezclados, anudados, entreverados. Algo que me recuerda mucho a la imagen disparadora con la que empiezo a escribir una novela: todo está allí, en ese origen, pero cuesta entenderlo, como una maneja de lana enredada que hay que desanudar para luego ovillar. Claro que los tiempos de escritura de una novela y los del análisis son otros y de distinto precio, así que enfrentada a la situación de tener que decirle a mi analista por qué estaba sentada delante de ella armé un argumento coherente, la supuesta razón que me llevaba a aquella primera consulta: “Vengo porque le tengo miedo a mis palabras”. Un argumento no sólo abstracto sino pretencioso, pero que no dejaba de ser sincero y que, con el tiempo, cobró otros sentidos.

Pretencioso o no, ese asunto me estaba trayendo algunos inconvenientes. Funcionaba así: ante cualquier circunstancia yo podía responder con astucia e ironía, asertivamente, pero detrás de lo dicho se percibía cierta agresividad. Luego de una discusión de cualquier tipo, mi propia queja nunca era “por qué no le habré dicho tal o cual cosa”, sino, “por qué no me habré callado a tiempo”. Para mí, la palabra era (es) un arma siempre lista, y si pasaba un límite, que no podía ver hasta después de haber hablado, el otro salía lastimado. Yo también. Así empezó todo: por temor a que mis palabras hicieran daño. Y ese temor no me conducía a otra manera de decir, sino al silencio. Así fue que, coherente con el motivo que me había llevado a terapia, mis primeras sesiones fueron de silencio absoluto. No recuerdo cuánto duró el período de “análisis silencioso”, pero sí que fue largo y penoso. El silencio no siempre es un refugio agradable.

Una vez por semana, entraba al consultorio de mi analista y después de decir: “Hola, buenos días”, podía pasarme la sesión entera sin emitir un solo sonido. Tocaba los distintos objetos que ella tenía sobre su escritorio y los examinaba de frente, de costado, arriba, abajo: un sapo verde de madera, una caja con caramelos, un paquete de pañuelos de papel. Al principio me incomodaba por la persona que tenía delante —mi analista—, pensaba que si yo no le hablaba se sentiría mal, me compadecía de esa mujer que había elegido una profesión que la obligaba a estar cincuenta minutos frente a otra mujer callada. Unas semanas después, empecé a incomodarme por mí misma, a hacer cuentas multiplicando las horas que yo pasaba allí por sus honorarios, y el resultado aumentaba mi molestia: era muy caro el valor que pagaba por no decir una palabra. Pero nada podía hacer por el momento más que seguir callada, como si una hermética mordaza de metal sellara mis mandíbulas al estilo Leonardo DiCaprio en El hombre de la máscara de hierro.

Con el tiempo, la cosa fue evolucionando. Mis sesiones de silencio seguían imperturbables pero yo ya no sentía pena o incomodidad o molestia ni por mi analista ni por mí, sino todo lo contrario. Habíamos pasado a otra etapa, la del brutal enojo. Lo nuestro era ahora un combate que se sostenía en la espera de la palabra, un duelo donde se medían fuerzas. La compasión y la culpa de las primeras sesiones se habían trasformado en bronca, casi odio. Si mi analista me hubiera obligado a hablar en aquel momento me habría levantado y no habría vuelto nunca más. Mi objetivo no era hablar, todavía, sino resistir en silencio. La frase que venía a mi cabeza era: “Sé que estás esperando que hable, turra, pero mejor que esperes sentada”. Debía haber empezado lo que ellos —los psi— llaman transferencia.

Por fin, de aquel silencio salí, aunque no hablando sino escribiendo. Lo que recuerdo de la etapa que siguió fue que un día, harta de permanecer callada, empecé a llevar un texto literario que yo intentaba producir en el tiempo que me dejaba libre un trabajo agotador como economista, de bastante más de ocho horas diarias. Cada sesión compartía con ella un capítulo. Después del “buenos días”, ahora me sentaba y leía. No hablaba, leía. Pedí una licencia en mi trabajo para escribir, y esos textos primitivos se convirtieron en una novela que presenté en el concurso La sonrisa vertical, de Tusquets. Suerte de principiante, mi borrador fue uno de los diez finalistas de ese año, un hecho que reconozco fundacional en el camino que recorrí hasta convertirme en escritora, porque fue la primera vez que un espejo externo me devolvió una imagen que decía que si me esforzaba, si seguía leyendo, si intentaba formarme en literatura, tal vez, algún día sería escritora. Pero más importante aún que esa revelación fue el hecho de que esa novela trazó el camino del silencio a la palabra escrita, escribí para contar una historia. No se trataba de ir a leer un diario íntimo sino ficción, un trabajo de escritura que no intentaba ser catártico sino al que le estaba poniendo todo el esfuerzo posible para que fuera literatura. En aquellas sesiones no leía mi vida, leía la de otra mujer a la que la atravesaba un dolor y un enojo que yo conocía muy bien. Una mujer inventada, una historia inventada, unas circunstancias inventadas, pero un dolor propio, un sentimiento que no me era ajeno. Mientras yo leía, mi analista me miraba imperturbable; o eso supongo, porque yo no la miraba a ella sino a la hoja llena de palabras que tenía frente a mí. Recién después de escribir y leer en sesión aquella primera novela, pude empezar a hablar.

El tema del silencio y las palabras me persigue desde entonces. Pero sé que me ha perseguido desde mucho antes, sin que lo tuviera consciente. A lo largo de los años, el silencio se instaló en muchos otros períodos de mi análisis, pero sólo por momentos breves, como un recuerdo de aquel tiempo en el que creía que las palabras pronunciadas sin control podían ser un arma que lastimara. Por fin, pude encontrarles otro destino. La escritura me ayudó a salir del silencio sin correr el riesgo de la palabra pronunciada, de lo dicho sin control. Y, mejor aún, sin asumir los riesgos del silencio. También se paga un precio por el silencio. Lo que no se debe, no se puede o no se quiere decir, se esconde en una zona oscura, indeterminada, donde poco a poco se hace callo. Y el callo crece hasta convertirse en un volcán que un día, irremediablemente, entra en erupción.

Escribo para encontrar palabras que cuenten esos silencios, silencios anteriores, los que duelen, los que pueden convertirse en volcán. Escribo las historias que se esconden debajo de él.

1. Publicado en La mujer de mi vida y revisado para esta edición.

Escribir un silencio

Límites2

El cuerpo es un límite. Determina un espacio, una posibilidad, un tiempo. Condiciona, también, qué cosas puedo hacer y qué cosas no.

Tengo una jaqueca invalidante, siento una espada que atraviesa mi cabeza de derecha a izquierda. Tomo un analgésico. Debería suspender las actividades de hoy, pero no lo hago. Trabajo todo el día hasta la noche, hasta muy tarde: presento un libro, doy una entrevista, participo de un panel en la Feria del libro de Buenos Aires. Lloro. La espada se clava un poco más a pesar del segundo analgésico. Y del tercero. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: Siempre me duele la cabeza, ya pasará.

El marco de una puerta es un límite. Determina el espacio por el que podré pasar. Si no respeto ese límite, el marco me lo hará saber.

Avanzo por el pasillo, voy cargada de papeles y de libros, la puerta está abierta, tengo apuro, me duele la cabeza, arremeto, el hombro derecho golpea contra el marco de la puerta. Se me cae lo que llevo, las hojas se desparraman por el piso. Me duele el hombro, lo froto. Maldigo mi torpeza. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: Fui atolondrada.

Un cesto de papeles es un límite. Su boca delimita el adentro y el afuera.

Abollo un papel que quiero descartar; lo arrojo dentro, pero cae fuera. Me duele la cabeza. El desvío de la trayectoria que describió el papel abollado al caer fue de apenas unos pocos milímetros con respecto a la ruta correcta. No lo lancé a la distancia, estaba parada junto al cesto; el papel debía viajar en línea recta. Pero cayó fuera. Rueda por el piso, se detiene. Lo busco, lo recojo, lo vuelvo a tirar en el cesto. Otra vez cae fuera. Repito, lo recojo, pero esta vez me acerco, me agacho, no lanzo el papel en el aire sino que lo meto dentro del cesto. Me aseguro de que entre. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: La boca del tacho es demasiado pequeña.

Un sendero es un límite. Marca el camino dentro del cual debo moverme. A los costados, fuera de lo que delimita, puede haber banquina, pasto, ripio, barro o precipicio.

Llego a mi casa manejando mi auto. La espada sigue clavada en la cabeza, de derecha a izquierda. Entro por el sendero que me lleva al garaje, una rueda gira en el aire, fuera del camino trazado, haciendo malabarismo sobre la zanja. Me asusto, me sorprendo, es la primera vez que me pasa. Logro avanzar gracias a la tracción de las otras ruedas. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: No debo manejar cansada.

Una tecla es un límite. Delimita el espacio que debo tocar para escribir una letra en mi computadora. Cada tecla es una letra y no otra. Aunque tipeo con dos dedos, lo hago con mucha rapidez, aprendí siendo muy joven, estoy entrenada.

Me despierto temprano, quiero seguir con mi novela. Me duele la cabeza, pero quiero escribir de todos modos. Tomo un analgésico. Llega a mi consciencia la idea con la que anoche me dormí rumiando. Necesito tipearla antes de que me olvide. Me levanto, voy hasta la computadora, escribo. Quedo conforme con la frase evocada. Miro la pantalla; leo lo que veo, es ininteligible. Una sucesión alocada de letras sin sentido. Ni el corrector automático llega a compensar la serie de errores encadenados, no puede sugerir alternativa, se rinde. No encuentro una respuesta a lo que pasa. A pesar del analgésico, la espada sigue clavada en mi cabeza y hace que me cueste pensar con claridad. Supongo, como primera hipótesis posible, que la computadora está averiada, que algo le pasa al teclado. Vuelvo a intentar, tipeo, miro la pantalla, letras que no dicen nada. Cambio el Word por otro programa de escritura, para definir si el problema está allí. Elijo Pages, y la pantalla me devuelve otra serie de letras inconexas. Lo intento una vez más en Word. Me concentro en lo que hago. Voy letra por letra. Intento apretar la e pero aprieto la w, la s pero aprieto la a, la t pero aprieto la r, la e y otra vez aparece la w. “Este” se convierte en “warw”. No conozco ese idioma. La extrañeza me paraliza, la espada se hunde en mi cabeza un poco más. Intento, una última vez, escribir “este” para detectar el patrón de error. En cada ocasión, en lugar de tocar la letra que quiero, toco la que está a su izquierda. Es un desvío de apenas unos milímetros, no llega al centímetro. Lo intento ahora atenta al recorrido de mi dedo, sigo la yema que se desplaza en el aire y debe apretar la l pero se posa en la k. Pruebo con distintas letras, cualquier letra, ya no intento escribir una palabra sino saber si mi dedo puede ejecutar una orden. Siempre toco la letra de al lado, la que está junto a la elegida. Mi cerebro ordena, mi dedo ejecuta con un leve corrimiento. Como fue con el marco de la puerta, como fue con el cesto de papeles, como fue con el sendero de entrada a mi casa. Corrimientos de la motricidad fina. Pero sólo lo veo ahora, cuando no puedo escribir. El límite emite una señal que esta vez veo porque afecta lo que me constituye, la escritura, entonces digo: No puedo escribir, debo ir al hospital.

La medicina es un límite. Los hospitales y clínicas son un límite. El sistema médico es un límite.

Me atiende en la guardia una médica joven. Le cuento lo que me pasa, le hablo del corrimiento, y en especial de que no logro apretar la tecla correcta en mi computadora. Me dice que a mi edad es normal, que le pasa a muchas mujeres, que en el teléfono es aún peor. Me enojo, pero trato de disimularlo porque sé que el prejuicio también es un límite. Le digo que soy escritora, además de mujer de más de cincuenta. Que siempre le emboco a las teclas, que no es normal lo que está pasando hoy. Me hace algunas pruebas. Levanto los brazos, los bajo; levanto una pierna, la bajo; me toco la punta de la nariz, me toco las orejas. Hago lo que me pide pero no me pide lo que no hago, lo que no puedo hacer. La médica no me indica que escriba en un teclado. No me cree o no le importa. Dice que no es nada, o que es stress, o una contractura de las cervicales. Prescribe descanso. Me manda de regreso con un relajante muscular y un tranquilizante.

Llego a mi casa igual que como me fui. Almuerzo con mi hijo. Los hijos también son un límite. En medio del almuerzo mi brazo derecho empieza a girar hacia atrás en el aire. Incontrolado. Yo no le estoy ordenando que gire, yo le estoy ordenando que agarre el tenedor y lleve la comida a la boca. Pero el brazo derecho describe vueltas hacia atrás en el aire sin parar. Mi hijo se levanta preocupado por lo que ve. Los padres también somos un límite. Lo veo arriba mío, me mira desde lo alto mientras yo voy cayendo hacia un costado, del otro lado de la mesa. Mi hijo está asustado. El susto de los hijos es un límite. Mi hijo mide dos metros. Desde allá arriba me dice: ¡No, mami, no!, ¡No, mami, no! Quiero decirle que se calme, que no se preocupe, que no es nada, que voy a estar bien, que enseguida se me pasa. Pero aunque mi cerebro da esa orden, mi boca no obedece. El límite, mi cuerpo, emite una señal, pero esta vez no espera que la vea. Y me desmayo.

Me hacen estudios en otro hospital, una clínica especializada en neurología. Me acompaña mi pareja. El amor también es un límite, pero no debería serlo. Hace poco tiempo que estamos juntos, pienso en la mala suerte que le tocó de tener que pasar por esto. Le digo que si después del episodio me quedan secuelas se sienta en libertad de hacer su vida, que no está preso, que el hecho de estar juntos no tiene que ser una condena. Se ríe. Me llevan al quirófano. Me inyectan anestesia general. Sé que voy a dormirme completamente. Mientras la anestesia me hace efecto me pregunto si volveré a despertarme alguna vez. Me duermo.

Estoy en una cama angosta, me acaban de traer del quirófano a terapia intensiva. Me dicen que tuve una trombosis cerebral, que un coágulo no dejaba que llegara sangre al cerebro, que en el quirófano empujaron el coágulo con éxito, sin que se rompiera nada. Que parece que no quedaron secuelas, pero hay que esperar. El coágulo se formó por el uso de anticonceptivos con estrógenos que me indicó mi médico ginecólogo. El neurólogo me dice que el 90 por ciento de las mujeres que entran a esa clínica con trombosis cerebrales o ACV es por ingesta de anticonceptivos con estrógenos. Anticonceptivos que también le recetaron sus médicos. Mujeres con trombofilias de distintos tipos no diagnosticadas. Como sólo un bajo porcentaje de mujeres tienen trombofilias, las obras sociales no pagan el estudio que debería hacerse antes de recetarlos, y los médicos indican anticonceptivos a prueba y error: si aparecen síntomas, los suspenden. El problema es cuando el síntoma produce daño irreversible. El sistema médico es un límite, las obras sociales son un límite, los laboratorios son un límite. Y nuestro cuerpo el terreno que se reparten para alambrar.

Tengo una trombofilia, la tuve siempre, no debí nunca tomar anticonceptivos con estrógenos, no me lo habían advertido antes. Mi cuerpo mandó señales que no vi. Se cansó de mandar señales. Hasta que, con astucia, envió una que, sabía, yo no iba a ignorar: no poder escribir.

Esa señal fue la que, por fin, pude ver. Mi propio límite.

La finitud de la vida es un límite.

Escribir es apostar a la fantasía de que, muertos, seguiremos vivos.

2. Presentado en el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (FILBA), 2019.

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Los que me vieron llorar3

Algunos escritores dicen tener muchos amigos entre sus colegas. Otros no nombran jamás a nadie. Hay quienes se arrogaban amistades que no son correspondidas, de las que siempre tienen a mano una foto que avala sus dichos. Y hay quienes niegan relaciones de años que, aunque en otras épocas los enorgullecían, hoy les complican la existencia porque no parecen tener relación con el personaje en que se convirtieron ellos mismos. En la amistad, incluso entre escritores, hay de todo. Borges y Bioy, García Márquez y Vargas Llosa, Harper Lee y Truman Capote. Sinceras e insinceras, sufridas o disfrutadas, duraderas o que acaban a los tortazos.

En cualquier caso, nuestro oficio de escritores nos obliga a hacer un esfuerzo por lograr la precisión de las palabras que elegimos, y así debería suceder también con la palabra amistad. Escribir es una tarea solitaria, pero después de que el libro está editado no termina la tarea, porque desde hace años debemos salir al ruedo con ellos. Allí es donde más nos encontramos con otros colegas: en entrevistas, en presentaciones de libros, en conferencias, en ferias, festivales o eventos a los que vamos en dulce montón. En estas situaciones, a veces brota una camaradería que se parece a la de la estudiantina: estamos varios días juntos, comemos, charlamos, tomamos tragos, recorremos una ciudad, quizás vamos a ver algún espectáculo, quizás cantamos en un restaurante o en un karaoke, quizás bailamos, con algunas copas de más alabamos a los organizadores o los criticamos, y todo eso produce una sensación de cercanía que mientras dura se siente real. Si eso luego se convierte en amistad o no, ya se verá.

Desde que publiqué mi primer libro hasta hoy, he conocido muchos escritores y escritoras que me alegro haber encontrado. Tengo entre mis colegas grandes amigos, relaciones intermitentes y conocidos. Los intermitentes y los conocidos no terminan de entrar en la categoría amistad. Los grandes son los que me vieron llorar. O a los que vi llorar. Reírse uno se ríe con mucha gente, pero para llorar se tienen que dar otras condiciones. Es clave confiar en qué hombro caerán nuestras lágrimas. Rosa Montero, Guillermo Martínez, Sergio Olguín, me vieron llorar. Guillermo Saccomanno también, pero antes que amigo es maestro y esa admiración convierte la amistad en otra cosa. Cynthia Edul y Débora Mundani son las que mejor conocen mis lágrimas. Alguna vez tuvieron que hacerme respirar acompasadamente hasta recuperar el aliento, en un lugar lleno de gente, porque estaba ahogada en llanto. En una ocasión, en una estación de tren en un pueblo pequeño de Francia, a donde me habían llevado de “gira literaria”, me vio llorar una escritora de la que no recuerdo el nombre, pero sí que compartimos penas. Aunque no volví a verla, en ese instante la sentí amiga. Juan Cruz Ruiz me vio llorar, antes de entrevistarme en Madrid; lo esperaba en el lugar acordado a pesar de que la noche anterior el mundo se había venido abajo. Nos saludamos, cambiamos algunas bromas y cuando pasamos a las preguntas traté de contestar como si nada hubiera pasado. Pero pasaba, y ni bien empecé a hablar me puse a llorar. Él dejó de tomar apuntes, cerró la libreta, cruzó el lápiz arriba de ella y preguntó qué pasaba, sin ánimo periodístico. A partir de entonces, cada vez que me ve, me pregunta cómo sigue aquel asunto.

Con Samanta Schweblin creo que no lloré a lágrima tendida, pero caminé largas horas por Berlín, y durante la pandemia me mandó audios contenedores y profundos que me llenaron los ojos de lágrimas. Con Dolores Reyes tampoco llegué a llorar, pero compartimos situaciones que no terminaron en lágrimas sólo porque logramos reírnos a tiempo de nosotras mismas: mientras otros tomaban champán o tequila, nos apartamos juntas en una glamorosa feria para ayudarlos con la tarea y mandarles un delivery de pizza a nuestros hijos.

Las lágrimas más sentidas que consolé de amigas escritoras siempre tuvieron que ver con situaciones relacionadas con sus hijos y sus hijas. Esas lágrimas siempre me resultaron más hondas, verdaderas y desgarradoras que las que arranca ningún amor. No nombro a esas amigas porque confesiones de ese tipo se guardan en cofres de siete llaves. Incluso las lágrimas que compartimos cuando pasa la tormenta y lloramos de alivio y felicidad.

3. Publicado en el diario La Nación y revisado para esta edición.

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De dónde vengo

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Todos los mares4

“Así se debía ver el mar que miró tu padre por última vez”. Con esa frase me recibió aquella tarde José Vázquez Lijo, encargado del Museo Marea de Porto do Son. Y me extendió una foto panorámica de ese puerto, de fines de la década del 20. Allí empezó la reconstrucción de mi historia familiar, una historia que conocía de a retazos, con algunos datos que creía precisos, pero llena de huecos. La imagen de ese mar fue apenas el comienzo. De inmediato, me mostró unos libros y golpeando sobre el lomo, dijo: “Aquí los vamos a buscar”. No entendí. José los dejó a un lado y siguió con los obsequios. Un ejemplar de Lembranzas de Porto do Son, de Manuel Mariño del Río, Os adeuses, de Alberto Martí, más fotos: los niños del pueblo haciendo una ronda, las mujeres trenzando las redes de los pescadores, una barca, la playa. Y otro mar. O el mismo mar. “Éste es el mar del año en que naciste, 1960”, me dijo. Si uno mira, cierra los ojos y vuelve a mirar, ¿ve el mismo mar?

Había llegado a Porto do Son en medio de la gira que me llevó a España a presentar la que era mi última novela, Una suerte pequeña. Pero ese sábado estaba dedicado al pueblo de mi padre, Portosín. “Acá están registrados todos los censos del Municipio”, dijo José cuando tomó los libros otra vez. Yo no sabía con exactitud la fecha en que había emigrado mi familia. Sacamos cuentas juntos: entre el año 28 y el 30. Partimos la diferencia y buscamos en el censo del 29. Me dejé llevar por él y por su entusiasmo. “Va a ser fácil, no había muchas casas por aquel tiempo. ¿Cómo se llamaba tu padre?”. “Gumersindo, como mi abuelo”, contesté. “Creo que vi un Gumersindo”, dijo, “seguramente van a aparecer con una A mayúscula a la derecha”. “¿Y eso qué significa?”, pregunté. “Ausente”, me respondió.

Ausente. Alguien que no está. Alguien que puede volver. O no. Personas censadas en ausencia, aunque la casa estuviera vacía. Un vecino daba sus nombres. O estaban apuntados de años anteriores. Ellos y ellas se habían ido. El libro no decía dónde. Ni si seguían vivos o no. Entendí, por primera vez, la otra cara de la diáspora. En Argentina, los gallegos que me rodearon toda mi vida eran los presentes, los que sí estaban, los que trasladaron sus vidas al otro lado del océano, los que ocuparon nuevas casas en las que también yo habité. En cambio aquí, frente al mar que mi padre no volvió a mirar, ellos eran sólo sus nombres en una casa vacía marcada por la ausencia.

Buscamos renglón por renglón. Aparecieron, uno debajo del otro, en la casa número 17 de Portosín. Gumersindo —mi abuelo—, Benigna —mi abuela—, un tal José —a quien nunca oí mencionar—, Eladia —mi tía—, Gumersindo (hijo), mi padre. Y la A de ausente, a la derecha de todos ellos. Leer sus nombres en ese libro viejo, con letra cursiva de trazo perfecto, fue conmovedor. Me produjo el efecto que produce una verdad que se manifiesta como una revelación. No eran letras sobre un papel sino ellos mismos en la casa número 17. Casi un siglo después, yo estaba en esa casa con ellos, comiendo alrededor de la mesa, comentando dónde iría ese tal José cuando se marcharan a América, soñando con un mejor futuro, mientras mi padre —con apenas cuatro años— escuchaba hablar de cuestiones que no comprendía, de lugares que no sabía que existían, de sueños de futuro que otros soñaban para él.

La memoria es un acto de voluntad. Para que haya memoria hay que querer recordar, individualmente o como sociedad. Registrar esa memoria es el recurso con el que contamos para evitar sus traiciones. Gracias a ese libro recordé que mi abuela se llamaba Benigna. ¿Cómo pude olvidarme su nombre? En mi libro Un comunista en calzoncillos la llamé María. No llegué a conocerla, pero recordaba su imagen tal como la vi en algunas pocas fotografías. Y su cuerpo agachado justo antes de morir, según el relato del accidente que me contaron tantas veces y que la memoria evocaba y evoca como si yo hubiese estado ahí: al cruzar la avenida mi abuela se detuvo a juntar un volante de publicidad que habían tirado desde algún auto, y un colectivo le pasó por encima. Estaba convencida de que esa mujer de final trágico se llamaba María y, cuando escribí Un comunista en calzoncillos, ya no quedaba en mi familia paterna quien pudiera contradecirme. Sin embargo, ni bien vi escrito “Benigna” recordé que ése era su nombre y María el de mi bisabuela materna. Si no me hubiera cruzado con ese registro, no lo habría recordado nunca.

A la tarde fuimos a pasear por Portosín. Intenté que mi memoria me guiara a la casa que había sido de mi padre. La casa que, ahora sabía, era la número 17. Yo había estado allí unos treinta años atrás —siendo aún demasiado joven para reflexionar acerca de las traiciones de la memoria—. La había encontrado gracias a las referencias de una tía que había pasado por el pueblo unos años antes. Aquella vez, yo había ido de viaje con unas amigas. Caminamos siguiendo las imprecisiones de mi recuerdo pero no dábamos con el sitio. Recordaba, sí, que muy cerca había un supermercado que llevaba mi apellido: Piñeiro. Que estaba sobre la ruta, en una esquina. Y muy poco más. Una mujer mayor que caminaba hacia la playa se detuvo a saludar a José. La mujer se dio cuenta de que no éramos de allí y le preguntó si necesitábamos algo. Le explicamos lo que buscábamos. Entonces ella, que hasta ese momento parecía muy apurada, abandonó su camino y se nos sumó. Mientras anduvo con nosotros preguntaba, ataba cabos, se esforzaba por deducir cuáles de los muchos Piñeiro de la zona podrían haber sido mis parientes. Y cada tanto se detenía y se golpeaba la frente con las yemas de los dedos mientras decía: “Ésta tiene que funcionar, ésta tiene que funcionar”. Se refería a su cabeza, o a su memoria. “Por Dios, si sólo quedamos en el pueblo dos personas de mi edad; el día que no funcione más, ¿quién va a poder ayudar?”. Me conmovió su compromiso con una memoria que no consideraba sólo suya, sino de su pueblo. De los presentes y de los ausentes. Como antes me había conmovido el entusiasmo de José para buscar en sus registros hasta encontrar el nombre de mi padre.

El esfuerzo funcionó, porque después de preguntar en una tienda, de llamar a una familia Piñeiro que vivía en Castro, de localizar a la “chica” Piñeiro que tiene una tienda de artesanías donde antes estaba el supermercado de su padre, logramos llegar a la esquina en la que estuvo alguna vez la casa 17. Esa casa ya no está. Aquella que encontré hace treinta años, sin real conciencia de qué significaba, hoy es un edificio. Desde la esquina ya no se puede ver el mar que vio mi padre, ni el de la fecha en que nací, ni el que vi hace treinta años con la soberbia de la juventud. Ni siquiera el mar de aquella tarde.

Si quiero buscar hoy la casa de mi padre tengo que hacerlo en el libro del censo del año 29. Y en el de los años posteriores, acompañado siempre por esa A. Allí sigue en pie, intacta, en la memoria registrada.

Allí está también el mar, todos los mares de mi historia.

4. Publicado en El País (2015) y revisado para esta edición.

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Mi padre y la Wilson Jack Kramer5

Mi papá jugaba al tenis cuando en Argentina practicar ese deporte era cosa de ricos. Él no era rico, apenas si se aferraba como podía al escalón más bajo de la clase media para no caerse. Jugar al tenis era un lujo al que accedía a base de deseo y esfuerzo. Por eso en los setenta se hizo fanático de Guillermo Vilas, no sólo porque era el mejor jugador que haya visto sino porque fue quien llevó ese deporte, hasta entonces reservado para unos pocos, a otras clases sociales.

Una de las obsesiones de mi padre era que, además de él, jugáramos al tenis todos los miembros de la familia. Como yo era la menos dotada para el deporte, se tomaba mucho tiempo en mostrarme cómo debía pararme en la cancha, cómo había que agarrar la empuñadura según el golpe, cómo esperar antes de pegar un smash o una volea. Intentaba mejorar mi velocidad para llegar a la pelota haciéndome correr en un circuito improvisado que se correspondía con dar la vuelta a la manzana de mi casa, mientras él me tomaba el tiempo con un reloj despertador.

Éramos socios de un club de barrio, el Social de Burzaco, con dos canchas de polvo de ladrillo que regaba y alisaba todas las tardes un hombre al que llamábamos “el canchero”, y al que le faltaba un brazo. Una de las canchas no alcanzaba las medidas reglamentarias y sólo se usaba para entrenar. La otra había que compartirla entre todos los socios del club. Los que más y mejor jugaban tenían una prioridad de uso que no estaba escrita en ninguna parte pero todos respetaban, algo así como una “teniscracia”. Y mi padre era uno de los que mejor jugaban.

El bien a preservar era la raqueta. Lo más caro, lo que debía cuidarse porque sólo podía ser reemplazado con un gran esfuerzo. Mi papá tenía una Wilson Jack Kramer, raqueta que llevaba ese nombre porque era la que usaba el jugador norteamericano en los años cuarenta como amateur y en los cincuenta como profesional. Nosotros la llamábamos simplemente “la Wilson”. Había otras marcas: Slazenger (Manolo Santana usaba la Slazenger Challenge Nº 1), Dunlop (la preferida del español Andrés Gimeno, el jugador más viejo que ganó Roland Garros, con 34 años), Spalding (la que usaba Pancho González, quien le dio nombre a varios de sus modelos), etc. Pero para mi padre la Wilson era la mejor. Y si mi padre creía eso, es que lo era.

En aquellos años, sólo existían las raquetas de marco de madera y cuerdas de tripa. Y más allá de que cada tanto saltara una cuerda o hubiera que llevar la raqueta a la casa de deportes a ajustar el encordado completo, el verdadero peligro era el agua o la humedad. Por eso mi padre suspendía el partido que fuera apenas caían dos gotas y se apuraba por cubrir la raqueta con la funda o una toalla, incluso con su misma remera: “Preferible agarrar una neumonía que arruinar la Wilson”. Lo cierto es que aunque no se mojara por culpa de una lluvia imprevista, la humedad propia de ciertas estaciones en el conurbano bonaerense podía hacer que el marco de madera se curvara como un volado. Por eso, cuando no la usaba, mi papá la ponía dentro de una prensa, también de madera, una especie de trapecio con cuatro tuercas mariposas en cada vértice que había que aflojar para que entrara la Wilson y luego apretar para garantizar que la humedad no le hiciera perder su forma. A veces, cuando estaba de buen humor, mi papá me dejaba poner la Wilson en la prensa. Para mí era un halago, como si con ese gesto me estuviera diciendo: “Te tengo confianza”. Con el tiempo me di cuenta de que cuando no lo veía, mi padre verificaba que yo hubiera apretado las tuercas mariposas lo suficiente y que la Wilson estuviera a buen resguardo.

El rito cambió a fines de los años sesenta cuando René Lacoste presentó en sociedad la primera raqueta metálica. Mi padre resistió cuanto pudo. Pero unos años después Wilson compró la patente de Lacoste y ese fue el final: el gran Jimmy Connors empezó a usar la Wilson T-2000 y ya nada fue como era antes. La pelota viajaba a otra velocidad. Era casi imposible competir en igualdad de condiciones. En la Argentina apareció una imitación local: la Cóndor. Por fin un día mi padre apareció con una Wilson T-2000, la sacó de la funda y nos dijo: “Es muy fea”. Y lo era, sobre todo comparada con la elegancia de la Jack Kramer. Las cuerdas parecían cosidas al marco con un grueso hilo de alambre, era más redonda, y su funda roja llamaba la atención a la distancia en un deporte en el que, todavía, el único color aceptado era el blanco.

Así, de a poco, un día, un día cualquiera, nos olvidamos de la Wilson de madera que quedó arrumbada arriba de un placar. Un día alguien le sacó la prensa, vaya a saber por qué. Un día descubrimos que el marco se había ondeado como un volado. Un día empezamos a usar la Jack Kramer en nuestros juegos infantiles: a veces era una espada, a veces una bandeja, a veces una pala para sacar el pan del horno de una panadería inventada. Un día mi padre se quedó sin aire en medio de un partido y se tuvo que agarrar del alambrado para no caerse redondo al piso. Un día, poco después, tuvo un infarto.

Mi hermano heredó su habilidad para este deporte.

Yo, la admiración por la belleza elegante de las raquetas de madera.

5. Publicado en Clarín (2012) y revisado para esta edición.

Escribir un silencio

De látex o de goma6

Que para entrar a una pileta sólo a las mujeres se nos exigiera que usáramos gorra de baño fue la primera discriminación de género con que me enfrenté en la vida. No importaba el largo de nuestra cabellera, la cabeza femenina debía sumergirse enfundada en látex o goma. Los hombres, en cambio, no tenían la misma obligación; tampoco importaba el largo del pelo en el caso de ellos. “Es una cuestión higiénica”, me contestaba mi mamá cuando yo le preguntaba por qué había que ponerse gorra para zambullirse en la pileta del Club de Burzaco al que íbamos cada verano. “Si no, el agua se llenaría de pelos y se taparían los filtros”. Me extrañaba que mi mamá, tan combativa para otras causas y con una melena muy corta, no entendiera la verdadera cuestión a la que aludía mi pregunta. El problema era sólo con el pelo de las mujeres. O con la cabeza de las mujeres. Los pelos de hombres, durante mi infancia y mi adolescencia, no eran sospechosos de causar ningún daño al agua clorada que debía mantenerse lo más traslúcida posible hasta el cambio semanal de todos los lunes.

Una vez que llegábamos al club, nos duchábamos —exigencia reglamentaria que cumplíamos a medias—, nos poníamos el traje de baño y, antes del salir del vestuario, nos calzábamos la gorra frente al espejo. Había dos técnicas distintas: inclinar la cabeza hacia adelante, recoger el pelo en un rodete alto, sostenerlo con una mano y calzar la gorra con la otra; o calzar la gorra y luego ir empujando los mechones que habían quedado afuera, por el borde y hacia adentro. Pero una vez que enfundábamos nuestra cabeza, ya no nos sacábamos la gorra hasta dejar el natatorio, cuando sonaba el silbato del guardavidas, a las 17,30 en punto. O mejor, un rato después, al subir al vestuario a cambiarnos: las de pelo largo sabíamos que la maraña de enredos húmedos era mejor manejarla en forma privada.

Las gorras de baño las comprábamos en lo de “Chichita”, una casa de deportes que si tenía otra razón social yo nunca me enteré. En mi casa se la llamaba por el sobrenombre de su dueña: Chichita. Había dos grupos bien diferenciados de gorras: las de látex y las de goma. Las de látex eran más blandas, más cómodas, se adaptaban mejor a la forma de la cabeza, eran de colores pasteles —blancas, amarillo patito, rosa o celeste bebé— y también las más caras. Para que duraran había que secarlas bien antes de guardarlas y, si era posible, desparramar talco por toda su superficie. Si la humedad lograba afectarlas, el deterioro incipiente se manifestaba en algún sector que de un día para otro aparecía pegoteado. Y ese proceso, lo sabíamos, era irreversible. A partir de ahí, la gorra de látex podía durar días más, días menos, pero en su agonía se pegaba a mechones de pelo que al quitarla se iban con ella. Mi mamá, asesorada por Chichita, me compraba las de goma porque eran más baratas y duraban más. Las que a mí menos me gustaban. Eran duras, se mojaba más el pelo porque no se adherían a la cabeza como las de látex, la tira que la sostenía por el cuello era difícil de ajustar y, por los colores de la goma, se veían venir a la distancia.

Esther Williams y sus chicas no usaban ese tipo de gorras. Se recogían el pelo en rodetes que adornaban con flores y, hasta a veces, lucían una especie de tocado o cofia. Pero fuera lo que fuera, lo que usaban en su cabeza no parecía ni de látex ni de goma. No era un engendro agregado, sino una parte de su atuendo que combinaba perfectamente con el traje de baño y con las flores que solían flotar en el agua en la que desplegaban sus coreografías. Mi papá era fanático de sus películas de la Metro Goldwyn Mayer, me hacía mirarlas cada vez que las pasaban en la televisión. Yo estaba convencida de que él estaba enamorado secretamente de Esther Williams. Una Navidad en la que todavía no nos habíamos peleado con mi familia paterna y todos compartíamos la mesa de Nochebuena, una de mis tías me puso en el árbol una gorra de baño. Abrí el paquete y quedé muda. No podía fingir, ni siquiera balbucear un gracias. “La compré en la Capital”, dijo, y con esa declaración dejaba en claro la supuesta calidad del producto. La gorra de mi tía no era ni de las de látex ni de las de goma. Hoy se podría decir que era “una gorra de diseño”. Para mí, en aquellos años setenta, era la gorra más espantosa del universo. No tenía tira de ajuste, porque supuestamente se adaptaba perfectamente a la cabeza. Pero eso no era lo peor, sino que toda la superficie blanca estaba cubierta por flores aplicadas, hechas de un material parecido al hule. Los pétalos de distintos colores se agitaban en el aire mientras mi mamá se la mostraba a los parientes y decía: “Qué belleza, nunca vi nada igual. En lo de Chichita no hay”. Yo tampoco había visto

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