Querido comemierda

Virginie Despentes

Fragmento

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OSCAR

Crónicas del desastre

Me crucé en París con Rebecca Latté. Me vinieron a la mente los personajes extraordinarios que ha llegado a interpretar: mujer peligrosa, venenosa, vulnerable, conmovedora o heroica, dependiendo de la ocasión; cuántas veces no me habré enamorado de ella, cuántas fotos suyas habré llegado a colgar, en cuántos departamentos, encima de cuántas camas, y siempre me hicieron soñar. Trágica metáfora de toda una época que se está yendo a la mierda: una mujer sublime que, cuando estaba en su apogeo, inició a tantos adolescentes en el hechizo de la seducción femenina, convertida ahora en ese adefesio. No solo vieja. Sino burda, descuidada, de piel repulsiva, metida en ese personaje de mujer sucia, bulliciosa. Una vergüenza. Me dijeron que se ha convertido en musa de las jóvenes feministas. La Internacional de las Pordioseras ataca de nuevo. Nivel de sorpresa: cero. Me acuesto en el sofá en posición lateral de seguridad y me pongo a escuchar una y otra vez «Hypnotize», de Biggie.

REBECCA

Querido comemierda:

Leí lo que publicaste en tu cuenta de Insta. Eres como si una paloma me cagara en el hombro: una inmundicia asquerosa. Buáá buáá buáá soy una mierdecilla que no le interesa a nadie y berreo como un chihuahua para ver si me hago notar. Vivan las redes sociales: has logrado tus quince minutos de gloria. La prueba: te estoy escribiendo. Apuesto que tienes hijos. Los tipos como tú tienen que reproducirse, imagina que el linaje se truncara. Cuanto más estúpidos y siniestramente inútiles son, más obligados se sienten a continuar con su estirpe. Así que espero que a tus hijos los atropelle un camión y que se mueran y que los veas agonizar sin poder hacer nada y que los ojos se les salgan chorreando de las cuencas y que sus gritos de dolor te martiricen noche tras noche. Ese es todo el bien que te deseo. Y deja en paz a Biggie, payaso.

OSCAR

Qué bestia. Yo me lo busqué. Mi única excusa es que no pensaba que iba usted a leerme. O quizá en el fondo sí lo esperaba, pero sin llegar a creérmelo. Lo siento. Borré el post y los comentarios.

Pero aun así, qué bestia. Primero me sorprendió. Luego, lo confieso, me hizo reír mucho.

Me gustaría explicarme. Estaba sentado en una terraza de la calle de Bretagne, a unas mesas de la suya, no me atreví a decirle nada pero sí la estuve mirando insistentemente. Debí de sentirme humillado al ver que mi cara no le decía nada, y también porque soy tímido. De lo contrario, nunca habría escrito algo tan abyecto sobre usted.

Lo que quería decirle ese día es que soy el hermano pequeño de Corinne, no sé si eso le suena, en los ochenta eran amigas. Jayack es un seudónimo. Éramos la familia Jocard. Vivíamos adelante de la plaza Maurice Barrès. Usted recuerdo que era de la Cali, su edificio se llamaba el Danubio. En aquella época solía venir a casa. Yo era el hermano pequeño, las espiaba de lejos, casi nunca hablaban conmigo. Pero las recuerdo delante de mi Scalextric, su única preocupación era enseñarme cómo descarrilarlo todo.

Tenía usted una bicicleta verde, una bicicleta de carreras, una bicicleta de chico. Con mi hermana robaban muchísimos discos en el Hall du Livre, y un día me regaló Station to Station de David Bowie porque lo tenía repetido. Gracias a usted escuché a Bowie a los nueve años. Aún conservo ese disco.

Mientras tanto, me convertí en novelista; sin llegar a su nivel de fama, no me ha ido del todo mal. Tengo su mail desde hace mucho. Lo conseguí porque quería escribir para usted un monólogo para el teatro. Nunca reuní el valor para contactarla.

Atentamente.

REBECCA

Guárdate tus disculpas, niñito, guárdate tu monólogo y guárdatelo todo: no me interesa nada de ti. Si te sirve de consuelo, más que contigo estoy enojada con el imbécil que me envió el link a tu declaración, como si tuviera que estar al tanto de cada insulto que me dedican. Tu vida mediocre me importa un carajo. Tus libros me dan lo mismo. Todo lo que tiene que ver contigo me da igual, salvo tu hermana.

A Corinne claro que la ubico. No había vuelto a pensar en ella en años, pero bastó con leer su nombre para recordarla como si la tuviera delante. Jugábamos a las cartas en su habitación, encima de un trineo que nos servía de mesa. Abríamos las persianas y fumábamos los cigarros que yo le robaba a mi madre. En tu familia tuvieron un microondas antes que nadie, lo usábamos para derretir queso y untarlo en galletas. También recuerdo cuando fui a visitarla a los Vosgos, trabajaba como instructora en una especie de casa de campo con caballos. La primera vez que entré en un bar fue con ella, nos pusimos a jugar al pinball como si nada, como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Corinne tenía una moto, a aquella edad debía de ser una Mobylette restaurada. Fumaba Dunhill rojos y bebía claras. A veces hablaba de Alemania del Este y de la política de Thatcher, temas que por aquel entonces no le interesaban a nadie de mi entorno.

Yo odiaba Nancy, casi nunca pienso en esa ciudad y de la infancia no tengo ninguna nostalgia. Me sorprendió rescatar algo agradable de aquellos tiempos.

Dile a tu hermana que busqué su nombre en internet y no encontré nada. Supongo que se habrá casado y se habrá cambiado de apellido. Dale un beso de mi parte. En cuanto a ti: muérete.

OSCAR

Corinne nunca ha abierto un perfil en redes sociales. No es tecnófoba, sino sociópata. Recuerdo cuando venías a casa. Luego te convertiste en una estrella de cine y yo no podía creer que una persona que había estado sentada en nuestra cocina pudiera llegar a tener sus quince minutos en los Óscar. En ese momento, la fama no estaba al alcance de cualquiera, no era cosa más que de muy pocas personas. Que pudiera llegarle a alguien de nuestro vecindario me parecía una locura. De no haberte conocido, no sé si me hubiera atrevido a buscar un editor para mi primera novela. Tú eras la prueba viviente de que mi entorno familiar se equivocaba: también yo tenía derecho a soñar. Me siento como un auténtico idiota por escribir algo tan malo sobre ti. Tienes razón, fue una forma patética de llamar tu atención.

Mi hermana y tú no iban al mismo colegio, no sé cómo llegaron a hacerse amigas. Cuando estaban en primaria, su pasatiempo preferido era construir viviendas de interés social para las muñecas con grandes cajas de cartón. Era todo un reto, e incluso mi madre, que no tenía la menor imaginación, las dejaba hacerlo sin quejarse del desastre que armaban en la habitación de Corinne. Un miércoles, trajiste una hielera y dentro apilaron cajas de zapatos para hacer departamentos. A las Barbies les quedaban pequeños, así que agarraron las muñecas de colección que tenía mi madre expuestas en un estante de la estancia. Cuando descubrió a sus bretonitas, sevillanitas y alsacianitas decorando sus viviendas de interés social, yo me esperaba una bonita explosión de ira. Ese recuerdo lo tengo grabado en la memoria porque mi madre no pudo fingir que se enfadaba. Una especie de alegría le ganaba la mano a la severidad. Dijo «es que ya fue suficiente», pero antes de dar la orden de devolver las muñecas a sus cilindros de plástico y ordenar la habitación, se agachó delante de aquel montaje meneando la cabeza «Virgen santa, no es posible». Solo las regañó porque tocaba, y eso se le notó. A mi madre nosotros, sus hijos, no solíamos hacerla reír. Tú habías vencido su mal humor. Después, cada vez que te veía aparecer en la pequeña pantalla del televisor, hacía la misma reflexión: «La vez que ella y Coco me bajaron todas las muñequitas folclóricas de la estantería para decorar la torre de cartón… ya tenía mucho potencial, aquella niñita. Qué guapa era ya entonces».

Cuando aún no tenía ni la edad para jugar a los Mil Hitos, ya sabía lo guapa que eras. Aunque cuando me quedó del todo claro fue al final de un verano. Unos días antes de que empezaran las clases, viniste a casa y dijiste «¿tomamos un café?». A partir de ese día se acabaron las muñecas. Te habías hecho mayor. Estabas irreconocible.

REBECCA

Supongo que ya te imaginarás, corazón, que no eres el primero en decirme lo buena que estoy, ni en advertir que soy famosa…

Pero lo confieso, eres el primero que tiene la audacia de insultarme como a una perra y, acto seguido, venirme con la cancioncita de «venimos del mismo barrio, tenemos recuerdos en común».

Llegados a este punto, tu nivel de estupidez merece un cierto respeto. Lo cual, esencialmente, no cambia nada: me importan una mierda tus tonterías. Todo mi afecto a tu hermana, que fue una amiga genial.

OSCAR

No sé si te diste cuenta de que a mi hermana le gustaban las chicas. Entonces no hablaba del tema. Yo veía perfectamente que era una bruta, más tosca que sus amigas, y me daba vergüenza que no hiciera el menor esfuerzo por mejorar, pero no saqué conclusiones. Años más tarde, un mes de agosto mis padres se fueron a España y yo fui a su casa a cuidarles al gato. Hubo una ola de calor y Corinne, que ya vivía en París, se vino conmigo porque quería disfrutar del jardincito. Extendía una toalla a la sombra del melocotonero y se pasaba la tarde leyendo o escuchando cedés en su discman. A veces íbamos en coche a la piscina. Nunca habíamos compartido la intimidad de unas vacaciones. Íbamos todo el día cada uno en lo suyo, hasta que un día, en el estacionamiento, encontró las cintas VHS de la trilogía de Mad Max metidas en una caja. Nos acomodamos en la estancia, cerramos las persianas y nos pusimos a ver a Mel Gibson bebiendo cervezas fresquitas. Entre una película y otra, ya un poquito borrachos, le hablé de la chica con la que estaba saliendo y le dije que ya estaba harto pero no me atrevía a dejarla. Corinne me escuchó sin meterse, como solía hacer. Le dije me fuerzo a llamarla por teléfono porque si no lo hago sé que me hará un escándalo, pero en el fondo me alegro de que trabaje porque con ella me ahogo, me aburro, es un poco triste. No lograba entender por qué, pero me daba miedo decirle que se había acabado. Total, no vivíamos juntos. En el fondo, temía que si la dejaba me estaría condenando al celibato de por vida, supongo que pensaba que era mejor tener una novia que te agobia que estar solo para siempre. Pero eso no me atrevía a decirlo en voz alta, así que le pregunté a mi hermana cómo le iba a ella con los chicos. Ella nunca tenía novio. A mí no me extrañaba. No era muy guapa, vivir con ella no era fácil. Como a mí me daba miedo, pensé que a los otros chicos les pasaría lo mismo.

Ella respondió sin titubear: tengo relaciones con chicas. Así es como salió del armario. Vivía en París desde hacía tres años. Pensé «mi hermana es homosexual», pero eso no se correspondía con ninguna realidad que yo conociera. En mi vocabulario, bollera ni siquiera era un insulto. Para referirme a mi hermana, disponía de toda una gama de términos peyorativos, pero «bollera» ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Nunca me había preguntado si esas mujeres existían de verdad, yo no conocía a ninguna. Corinne me advirtió que si se lo contaba a alguien, me partiría la cara. Yo le dije que nunca había sido un soplón y ella dijo es verdad, sabes cerrar el pico, yo te lo enseñé. Y se echó a reír. Yo no. De pequeño, cada vez que me acercaba a ella me llovían los golpes, hubiera preferido que me hablara de su sincero remordimiento, y no que tratara el asunto con esos aires de suficiencia.

Nos pusimos la tercera de Mad Max y yo estaba incómodo. Que una desgracia como esa cayera precisamente sobre nosotros me pareció una putada. Una cosa era ser una mujer gorda, fea y sin encanto, y otra ser lesbiana. Me sentí mal por ella, imaginé su vida en París, la gente tirándole piedras en la calle, las chicas riéndose de ella y llamándola sucia, los jefes echándola asqueados del trabajo. Unos días después, tomó el tren de vuelta a París y no volvimos a tocar el tema.

Yo había asumido que aquel iba a ser un secreto vergonzoso que guardaríamos para siempre. Pero un año y medio más tarde, en Navidad, nos reunimos en familia en los Vosgos. Habíamos comido y bebido demasiado, nos fuimos los dos a caminar por el bosque. Todavía puedo verla, con unos guantes naranja de mi tía, la nariz roja de tanto frío, sonriendo en medio de los abetos, feliz de su atrevimiento, hablando con un desprecio infinito de los heteros, que son «unos ordinarios». Hoy en día esa palabra se ha convertido en algo cotidiano, pero aquella fue la primera vez que se la oía a alguien. Su época coming-out, digna y furtiva, había quedado atrás. Ahora era una butch, un «sujeto político». Yo me había escondido en el abrigo una botella de champán y veía cómo se la bebía directo de la botella, su regodeo me tenía alucinado. Debería haberse arrodillado entre los árboles y rogarles a los dioses que volvieran a hacerla normal: tener hijos con un hombre de bien, pedir un crédito para el coche en el contexto de un matrimonio que nuestra familia pudiera respetar. Le di yo también un trago a la botella y reuní el coraje para arriesgarme a preguntarle: «¿Y no será solo una fase de tu vida, esa cosa con las chicas?». Ella se metió las manos en los bolsillos: «Espero que no. Como hetero soy un cero a la izquierda, mientras que en el mercado lésbico soy el equivalente de Sharon Stone». Su respuesta me dejó helado. Desde niños, en tema seducción, los dos habíamos sido unos losers. Ese día fue como si me soltara la mano para abandonarme en la oscuridad, solo, mientras ella se largaba a disfrutar de playas soleadas. Ella había encontrado algo, y yo nada.

A la vuelta nos perdimos. No paraba de hablar de lo contenta que estaba de ser lesbiana. Acabé entendiendo una parte de su discurso: tampoco yo tenía muchas ganas de parecerme a los miembros de nuestra familia. En esos tiempos yo soñaba con ser periodista, pero en la mesa no lo habría confesado nunca. No me costaba imaginar cuál iba a ser su reacción, las risas y las miradas burlonas «claro, claro, seguro que te están esperando», o bien «siempre ha querido cagar más alto de lo que el culo le da», toda esa letanía de la clase media condenada al salario, al trabajo que uno hace por dinero y nunca por vocación. Saber quedarse en el lugar de uno era lo más importante. Andando el tiempo, tuve la intuición de que, para mi hermana, renunciar a seguir el camino de las mujeres de la familia y del vecindario tenía algo que ver con ese mismo deseo de emancipación.

Más adelante, reconstruí su evolución. De adolescente tuvo algunas novias que vivían con ella historias a escondidas, pero que a la mínima oportunidad empezaban a salir con tipos. Ella se escondió en su rincón, purgando secretamente unos males de amor asquerosos. Yo a las mujeres las conozco, y con las perdedoras no tienen piedad. Ahora bien, por aquel entonces las lesbianas eran peores que las perdedoras: no tenían razón de ser. En el ring de la feminidad convencional, ni siquiera podían ponerse los guantes.

En cuanto acabó el instituto, Corinne se fue a París, se inscribió en la universidad y estuvo viviendo de pequeños trabajos, pero pronto encontró un puesto de tiempo completo en la recepción de un gimnasio y dejó las clases. En el trabajo se enamoró de una chica, era su primera historia seria, hacían muchas cosas juntas, exposiciones y cines y conciertos y fines de semana en Normandía. Hasta que un día la chica le dijo que iba a casarse. Corinne fue su testigo de boda. La besó por última vez con su vestido blanco. Si aceptamos la hipótesis de que mi hermana tiene corazón, creo que aquel día se lo rompieron. Luego todo cambió, el gimnasio cerró, se quedó desempleada unos meses y se dedicó a ir de bar en bar. Allí conoció a la que iba a cambiarlo todo, la que iba a decirle «mis padres saben que, les guste o no les guste, soy lesbiana, que se jodan y que jodan a todos a los que no les guste». Se fueron a vivir juntas. Iban a bares de chicas. Corinne se politizó. Cambió de aspecto, se deshizo de cualquier signo exterior de feminidad, ni pelo largo ni joyas ni zapatos finos ni maquillaje. Ese tipo de cosas que le tocaba tomar prestadas torpemente del repertorio común y que no cuadraban con su fisonomía. Como unos pequeños injertos que acabó rechazando.

Nuestra relación cambió al nacer mi hija. Por mucho que mi hermana le grite a quien quiera escucharla que ella no piensa reproducir ese campo de concentración que es la unidad familiar, la asquerosa neurosis que comporta, y que la superioridad de la lesbiana sobre la mujer heterosexual reside en que ella no se siente obligada a parir para existir, el papel de tía se lo ha tomado con una seriedad rayana con la obsesión.

Puedes contar con ella en cualquier momento. Mi hija se llama Clémentine y no puede decirse que sea de carácter fácil, más bien es campeona en berrinches. Pero cuando le decimos que se va dos semanas a casa de mi hermana nunca protesta. Léonore, la madre de mi hija, que no confía en nadie, la deja con ella sin dudarlo.

Mi hermana vive por Toulouse, en una casa ruinosa pero grande donde la niña tiene su habitación en la buhardilla. Recuerdo la primera vez que la dejamos allí sola unos días, cuando nos alejamos en coche yo estaba convencido de que nos iba a tocar dar media vuelta enseguida para recogerla. Pero Léonore no exigió que anuláramos el fin de semana que teníamos planeado. Confía plenamente en Corinne. Tiene razón. Le diré a mi hermana que le mandas un beso, le gustará.

REBECCA

¿No tienes amigos con los que hablar? Apenas te pregunto cómo está tu hermana y me das toda su biografía. Menos mal que me interesa. Leer tu mail me ha llevado toda la tarde.

No, no capté que a Corinne le gustaban las chicas, pero ahora que lo dices no entiendo cómo no me di cuenta. La recuerdo en la Casa de los Jóvenes y de la Cultura en short, con su raqueta de ping-pong apalizando a todo el mundo, y está claro que era una especie de caricatura de lesbiana. Pero en esas cosas no pensábamos. A nuestro alrededor había algunos maricas. Pero las chicas, para mí, en los ochenta, éramos heteros y ya.

Ahora que lo veo desde ese punto de vista, podría haberme gustado. Tenía algo, no me hubiera reído de ella. Pero la situación nunca me pareció ambigua. Visto ahora, me doy cuenta de que lo era. Me trataba como a una princesa. Por aquel entonces yo a eso lo llamaba una muy buena amiga. Puede que alguna vez fuera poco delicada con ella. Si es así, pídele disculpas de mi parte. Le hablaba mucho de los chicos que me gustaban.

Nuestras madres trabajaban juntas en Geiger. La mía no aguantó mucho la vida en la fábrica, pero así es como nos conocimos Corinne y yo. Es gracioso que te haya ignorado hasta tal punto, Oscar no es un nombre común. A ti te he olvidado, pero tu casa sí la recuerdo bien, con la pequeña cocina a la izquierda al entrar, la sala de estar enfrente, y la habitación de Corinne al fondo del pasillo a la derecha. Adelante de la plaza Maurice Barrès. En aquellos tiempos, al bautizar los barrios, humor no les faltaba. Nosotros vivíamos en California, imagina. Tú dirás si no estaban bromeando. Yo de la infancia no tengo ninguna nostalgia, pero no era un mal barrio para crecer. En casa me faltaba espacio, eso sí. Tenía dos hermanos mayores, había peleas todo el rato, desarrollaban una energía animal que hacía que nuestro departamento se convirtiera en una jaula. Me gustaba ir a tu casa. Corinne tenía su propia habitación. Sus padres no estaban nunca. Había calma. Me gustaba el barrio. Nunca se me ocurrió pensar que era feo, el lugar donde vivíamos.

Pero ahora, cuando vuelvo para ver a la familia, veo las casas de nuestra infancia a través de la mirada de los demás. No es miseria. Es otra cosa. Aquello está abandonado. Es haber crecido en un lugar que a nadie le importa.

Cuando pasé al instituto en Nancy, algunos de mis nuevos amigos vivían en departamentos más amplios en el centro de la ciudad, o en casas coquetas en urbanizaciones de nuev

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