La mañana del último día del último mes del verano era siempre la peor, por razones que de inmediato aclararemos (igual no de inmediato, pero pronto). Baldomero no regentaba un hotel de pueblo, ni era un estudiante de Farmacia recién enamorado de una de San Sebastián, ni hacía pulseras de cuero en una playa llena de rocas, ni vivía junto al mar siquiera. Baldomero vivía en la montaña, en una montaña sin montañeros ni excursionistas, en una montaña normal, ni muy alta ni muy baja, pero del todo inaccesible (o casi) por ser una montaña simbólica; perfectamente tangible, eso sí, aunque casi imposible de encontrar. Baldomero era mago.
Hay muchos tipos de mago.
Están los magos de verdad, que son los que hacen desaparecer cartas y sacan palomas del sombrero, y están los magos de mentira, que hacen invocaciones, fuerzan el amor de los cobardes y se aparecen en los dormitorios, casi siempre de noche, para llevarse algo de valor o que consideren propio, o para lanzar advertencias al tuntún.
Hay que tener en cuenta que hacer desaparecer cartas es muy difícil.
Para hacer desaparecer una carta hace falta, en primer lugar, la carta (cada vez más rara de encontrar en un mundo que desprecia el azar), como hace falta el poder de desmaterializar el cartón y la habilidad de enviar los pedazos a otro plano. Lo mismo sucede con las palomas, que sólo pueden salir del sombrero si el mago sabe dar y quitar vida, formar materia de la nada e insuflarla, por el mismo precio, de aliento. Todo dentro de un sombrero. Y no hablemos de lo que hace falta para serrar a una dama sin que deje en ningún momento de expresar opiniones originales, a menudo sobre el propio mago.
Entre un mago de verdad y un nigromante no hay, por tanto, color (aunque ambos prefieran el negro), por eso los magos de verdad no se molestan por casi nada, y por eso no hay manera de que un nigromante se gane la vida en Las Vegas.
Baldomero era un mago de verdad, de los de mesa y tapete, de los que se sientan en cualquier lado, también en las cimas nevadas, y se ponen a adivinar fechas, a restaurar billetes y a cruzar aros con aros para asombro de los gavilanes y los vientos del noroeste.
Baldomero vivía en un monte hecho de recuerdos concretos que apenas sobresalía de un paisaje cuajado de picos muy parecidos entre sí; al gráfico de la marcha de una empresa, se parecía el paisaje; a una maza para ablandar carne, se parecía. Cuando un racimo de recuerdos forma un monte, los recuerdos cristalizan en forma de roca y enebro; nada en el monte difiere, por tanto, de un monte normal, pero ahí queda la memoria, bien escondida, vibrando en el paisaje y retumbando en las cañadas y en las grietas que se forman entre los riscos.
Los recuerdos del monte de Baldomero —elegido por el mago al descuido, por sus precios más que por sus vistas— eran todos recuerdos estivales, Baldomero no sabía por qué. Recuerdos formados en capitales europeas y en rutas de monasterios, en mareas altas y en mareas bajas, y en casas rurales, y en rincones de Guadalajara con granjas ecológicas y quesos ecológicos en las granjas y dos rutas de senderismo: una para allá y otra para acá. Recuerdos normales. Por eso —por su relativa estulticia— el monte simbólico de Baldomero era tan difícil de ver de lejos, aunque verse se veía.
Baldomero (Baldomero el Magnífico) usaba los recuerdos del monte para sus ensayos y pruebas. Metía, por ejemplo, la mano bajo una piedra y extraía el eco de una canción de campamento. Tomaba el estribillo de la canción, lo apretaba bien con el puño hasta que sacaba agua y empapaba un pañuelo cien por cien algodón, que anudaba a otro pañuelo.
Si la canción era larga y variada, el pañuelo cambiaba de color a cada tramo y se hacía casi interminable, perfecto para esconder en la boca y tirar luego de un cabo, con los dedos. Si la canción era corta y monótona, hacía falta anudar tres o más canciones.
O Baldomero atravesaba una cascada y, en la gruta de detrás, donde suelen amarse los monjes, rascaba de las paredes los líquenes que había formado la gesta de un socorrista, que se había tirado al agua en la piscina municipal de Ribadesella y había salvado por los pelos a un niño de caer por el tubo de cemento que la unía al mar (un poco por abaratar el llenado, un poco por ensanchar el Cantábrico).
Los recuerdos que enredan a niños forman unos líquenes fantásticos, y con ellos Baldomero se hacía, después de secarlos, unos cuchillos verdes que se clavaban muy bien junto a las axilas de su ayudante (a quien, por su reciente deserción, tenía que inventarse con una tiza).
Una vez, por un presentimiento, se subió a un pino con tal rapidez que llegó a la copa con las manos peladas y la cara tachonada de agujas, matando de un susto a las ardillas, y allá arriba, con la fresca, sangrando sin dolor (por la adrenalina), inspiró tan profundamente el aire del monte que se le llenaron los pulmones de amores adolescentes y de paseos en barca, y de promesas rotas, y de una llegada al esprint en el Tour de Francia, y de un concurso en la tele con gente en traje de baño, y de un montón de sustituciones en la radio, y de un piso en Gandía que compartían tres amigas de la facultad que sólo se acordaban de sus novios los jueves a las ocho, cuando los tenían que llamar, en fila india, desde la misma cabina, y de una verbena con olor a sangría y polen, y de una charla entre franceses —en bermudas— en el casco viejo de Cáceres, donde a veces da la impresión de que va a aparecerse alguien a caballo, el comendador mismo, o un soldado con un mensaje enrollado, o dos inquisidores cargados de razones, así que Baldomero se llenaba bien los pulmones y fabricaba esa clase de energía que hace falta para levitar un poco, o para hacer flotar una esfera de cristal, o para clavar un naipe en la frente de un espectador, o para adivinar un nombre.
Así pasaba agosto Baldomero, de memoria ajena en memoria ajena, en su montaña estival mediana, tan bien sincronizada con las vacaciones generales, que Baldomero, en realidad, solía pedirse en septiembre.
Y por eso la mañana del último día del último mes del verano se le hacía tan cuesta arriba a Baldomero (el Magnífico); no tanto porque fuera a echar nada de menos, y mucho menos a nadie, ni porque se anticipara a la morriña que les sobreviene a los gallegos en cuanto pisan el portal —a veces ya en el ascensor— y al resto del mundo cuando se acaba una serie, sino porque eso significaba que tendría que abandonar la montaña durante al menos quince días (los de sus vacaciones, por si no se entiende), para pasearse, por ejemplo, por Cambrils en temporada baja, junto a alguna pareja madura, traductor él, maestra ella, y algún jubilado con aire de marinero, con muchos restaurantes ya cerrados —a contrapié, por tanto—, lo que no tenía nada de malo pero significaba que se acercaba octubre, el temido mes de octubre, cuando reabren los teatros y la concurrencia exige a los autores que estrenen sus mejores dramas, todos nuevos, y a los cantautores que canten sus mejores temas sobre el desamor y los inmigrantes y la guerra, todos nuevos, y a los bailarines que bailen sin romperse sus mejores bailes, todos nuevos, y a los monologuistas que hagan sus mejores chistes sobre el tapón del champú y sobre la tolerancia al gluten y sobre los mismos desamores a los que cantan los cantautores, todos nuevos, y a los magos que estrenen, claro está, sus mejores números, nuevos todos, o casi todos, porque todo el mundo sabe que es más fácil perdonarle una mentira a un mago que un número repetido, o uno robado (los magos se roban mucho entre sí, sobre todo si son de otra ciudad), por eso los magos se esfuerzan mucho en el verano, especialmente en el verano, cada uno en su monte simbólico, y tratan de inventar rutinas de desmembramiento con música de flauta, y de desdoblamiento con música de arpa, y de escapismo sin música, sabedores de que los trucos están, por ley, prohibidos y no cabe más ilusión que la del niño fascinado, que exige resultados concretos, porque un mago de verdad no recurre ni por casualidad al ilusionismo, y flota, corta, clava, descifra, acierta, rebana o resucita de verdad o, si no, no resucita, pues el código del mago es sagrado y no deja lugar a más magia que la de lo inexplicable, especialmente difícil de domar —y se dice poco— en la magia de cerca.
Así que aquella mañana que remataba agosto y devolvía al país a su perplejidad diaria, Baldomero se levantó antes que el sol para encontrarse de golpe, frente a la cueva donde dormía, con aquel niño negro vestido de sheriff que le señalaba con un revólver de plástico.
—Tú, Baldomero —le dijo el niño negro—. Tú a mí no me la das. Tú no tienes número para este año.
Y era verdad, no tenía. Porque los números se le ocurrían a Baldomero casi siempre el último día, por eso la última mañana era tan mala para él. Tan estresante.
—A ti lo que te pasa, Baldomero, es que vas de chulo.
Baldomero no entendía por qué un niño negro le decía tales cosas, aunque un niño blanco, o aun chino, no lo habría dejado más conforme.
—A ti, Baldomero, lo que te pasa —insistía el niño, apuntándolo con la pistola— es que el verano no te gusta, y por eso no te vienen bien los montes de verano, pero aquí estás, Baldomero, en un monte de verano, el mismo cada año, por pura cabezonería, porque ahí mismo, a menos de un kilómetro —el niño no señalaba ningún lugar concreto, o señalaba un raro hueco entre montes, o señalaba una cuesta que sólo él podía ver—, hay un monte bien bueno de primavera, que son los que te vienen bien a ti, pero, como eres un chulo, Baldomero, vienes cada año a este, como si fuera tuyo, y resulta que no es tuyo, Baldomero —el niño tuteaba al mago sin la menor vacilación—, sino de cien o doscientas personas, a lo mejor quinientas, que ignoran, te lo concedo, que es suyo, pero que lo han formado, sin saberlo, con recuerdos propios, recuerdos de verano, recuerdos particulares, recuerdos que han extraviado y que ya no recuperarán nunca, recuerdos que han venido aquí y que aquí se quedan, Baldomero, almacenados entre los arbustos y las escobas, y en los salientes de granito, Baldomero, y en las conejeras, recuerdos con los que estás haciéndote cada año, Baldomero el Magnífico, unos numeritos de lo más banal que ofenden a un montón de veraneantes que han hecho lo que han podido cada año, Baldomero, para olvidarse de sus trabajos, pero, como eres un chulo, Baldomero, ahí estás, mirándome como los jabalíes, dudando entre quedarte quieto y salir corriendo. Y por eso, Baldomero, me atrevo, si te parece bien, a darte el siguiente consejo…
Y, en ese mismo instante, Baldomero —a quien aquello no debía de parecerle bien, después de todo— le dio tal bofetón al niño que lo dejó bien sentado en el suelo, con la estrella de sheriff medio doblada y el sombrero aplastado contra un lado de la cara, que se le habría incendiado en rojo de no haber sido él tan negro. Y tuvo en un instante —quién sabe si iluminado— una idea genial, salvaje y definitiva, una idea que no sólo mejoraba los mejores números de su viejo repertorio, sino que habría de reescribir para siempre la historia de la magia, una idea muy secreta (que no pensaba compartir con nadie, y mucho menos con este narrador, en absoluto omnisciente) que ridiculizaría durante años la mucha o poca fama que les quedara a los taumaturgos y labraría en piedra la hegemonía de los prestidigitadores sobre los brujos en el Parnaso de la verdadera magia, que queda muy cerca de Teruel, más cerca todavía desde que han hecho la autovía.
Así que allá se fue Baldomero, hacia el horizonte boscoso, cuesta abajo, tan contento, dando —como cada año— unos saltos muy bien dados delante del sol matutino, dejándose la sombra olvidada en cualquier sitio, muy confiado, la verdad, en sí mismo. Agradecido de corazón al niño, que se frotaba la cara, sonriente, porque sabía que, una vez más —cada verano de forma distinta—, había ayudado a dar sentido a las vivencias descuidadas de un montón de veraneantes, que, de otro modo, habrían cruzado agosto sin dejar más rastro en él que el del amor confuso y algún empacho.
Y el monte creció en un segundo tres centímetros. Catacroc.
Y el aire cambió de sitio.
Y el empresario del teatro donde, en un mes exacto, habría Baldomero de inaugurar su temporada mágica, se estremecía sin saber por qué en un resort de Cancún, alcanzado en la nuca por un presentimiento que, transmutado en gustito por un sorbo de margarita, le hizo dejar al camarero un propinón de los de antes. De los de quitar el hipo. De los de arrepentirse luego.
Un propinón, la verdad, de los buenos buenos.
NIÑO SOBRE FONDO AZUL RADIANTE
Niño cavaba la arena de la playa con su pala amarilla bajo la atenta mirada de Madre, que descansaba bajo una sombrilla en su silla plegable y floreada, y desconfiaba, como era su deber, de cualquiera que se divirtiera.
Padre hablaba, mientras tanto, con un marroquí de pantalones huecos y le entregaba unas monedas a cambio de una lata de cerveza que se abrió allí mismo, chsss… Luego Padre miró al mar, y luego alrededor, a nada en concreto, mientras la brisa le revolvía el pelo negro, y miró de nuevo al mar, con el ceño fruncido esta vez, por el sol. No parecía tener muchas ganas de regresar a la sombrilla, Padre.
Madre llevaba un biquini de un rojo gastado, casi rosa, que nunca en la vida, que se supiera, había tocado el mar, ni siquiera sin querer, bien pegado a su piel de apache, y el pelo muy corto, y unas gafas muy grandes, como de plástico, que parecían aclararse un poco cuando miraba a Padre con la misma desconfianza con la que miraba a todo el mundo.
Hermana, un año mayor que Niño, leía, lejos de la sombra, un libro de enigmas en un internado de chicas, con el rostro enfadado y fruncido de siempre. A veces enroscaba los dedos en la tela blanca de la camiseta y la estiraba un poco, y luego la soltaba, y luego pasaba una página, resoplando como si tuviera mejores cosas que hacer, sólo que por lo visto no, y volvía a enredar los dedos en la tela, y así todo el rato.
Niño miraba, aburrido. Lo miraba todo. No quería estar allí ni quería estar en ninguna parte, así que miraba también el mar, por si a una ballena furiosa le daba por emerger del agua para merendarse un patín o una lancha. O miraba al sol haciendo visera con la mano, por si una nave bajaba del cielo y aterrizaba en la playa y, entre disparos raudos y ofertas de paz, hacía más corta la mañana.
Niño excavaba un poco, sin mucha convicción; una palada o dos cada vez, haciendo agujeros que luego rellenaba. Madre lo había untado en Nivea, así que la arena se le pegaba a las piernas y a la espalda, bien mezclada con el sudor, sobre todo en esos sitios donde la piel se dobla.
A su lado pasó corriendo otro niño aún más pequeño, con camiseta y sin bañador, con la pirula al viento, tan contento; chapoteó un rato junto al agua con la conciencia de un ratón y regresó por donde había venido, con igual discernimiento y al mismo ritmo. Los niños no saben andar, y mucho menos en la playa; los niños corren o se están quietos, no tienen más posiciones: un niño se levanta y echa a correr, hacia donde sea, y, si ve a otro niño, se echa a correr hacia él, y, si se hacen amigos, se sabe porque van los dos corriendo al agua y se tiran con la tripa por delante sobre la arena húmeda, que parece un espejo, y se ríen como si tuvieran un televisor por dentro, y regresan, también a la carrera, al mar, cada vez más desnortados, hasta que sus padres los separan como si fueran gallos para que puedan seguir con sus vidas familiares, en las que no caben intrusos. Entonces los niños se miran en la distancia desde sus jaulas, mientras sus madres les dan un yogur o un plátano, y se prometen un mañana mejor, todo carreras, al otro lado de la infancia.
Niño, decía, hacía como que cavaba, alisaba los bordes del agujero mientras la arena se escurría por las paredes como la de un reloj. Hasta que clavó con decisión, a saber en qué ángulo, la pala en el fondo del hoyo, y ¡clac! Tocó algo que no tenía que tocar.
Y el suelo empezó a temblar.
Niño había oído hablar de un punto exacto que tienen algunos sitios que es como el botón del pánico, un botón muy difícil de encontrar, según le había explicado un mayor: «Hay uno por provincia, macho, y a veces se mueve, nunca está en el mismo sitio, y a veces está muy profundo y, si pasa eso, pues nada, com