El secreto de la asistenta (La asistenta 2)

Freida McFadden

Fragmento

Prólogo

Esta noche me van a asesinar.

Los relámpagos destellan en torno a mí, iluminando el salón de la pequeña cabaña en la que estoy pasando la noche y donde mi vida pronto llegará a un final abrupto. Apenas alcanzo a vislumbrar las tablas del suelo y, por unos instantes, me asalta la imagen de mi cuerpo despatarrado sobre ellas, encima de un charco de sangre que se extiende formando un círculo irregular que cala en la madera. Me imagino con los ojos abiertos, mirando al vacío, la boca ligeramente entreabierta y un hilillo rojo resbalándome por el mentón.

No. NO.

Esta noche no.

En cuanto la cabaña vuelve a sumirse en la oscuridad, me alejo de la comodidad del sofá, a ciegas, con los brazos extendidos ante mí. Es una tempestad violenta, pero no tanto como para provocar un corte de corriente. No, eso ha sido obra de otra persona. Una persona que ya ha arrebatado una vida esta noche y cuenta con que la mía sea la siguiente.

Todo empezó con un simple trabajo de limpieza y ahora podría acabar con alguien fregando el suelo de la cabaña para limpiar mi sangre.

Aguardo a que otro relámpago me ilumine el camino y luego me dirijo con cautela hacia la cocina. Aunque no tengo un plan concreto, la cocina contiene varias armas potenciales. Hay un taco entero de cuchillos ahí dentro, y, a falta de eso, hasta un tenedor podría venirme bien. Con las manos desnudas estoy perdida. Un cuchillo tal vez mejoraría ligeramente mis posibilidades.

Gracias a sus grandes ventanales, en la cocina hay un poco más de claridad que en el resto de la cabaña. Las pupilas se me dilatan en su esfuerzo por absorber toda la luz posible. Me acerco trastabillando a la encimera, pero, tras avanzar tres pasos sobre el linóleo, me patinan los pies, me pego un batacazo y me golpeo el codo con tanta fuerza que se me arrasan los ojos en lágrimas.

Aunque, a decir verdad, ya tenía lágrimas en los ojos desde antes.

Mientras me esfuerzo por levantarme, me percato de que el suelo de la cocina está mojado. Cuando relumbra otro rayo, bajo la vista hacia mis manos. Ambas palmas están manchadas de rojo. No he resbalado sobre agua o leche derramada.

He resbalado sobre sangre.

Me quedo un rato sentada, haciendo inventario de las partes de mi cuerpo. No me duele nada. Sigo intacta, lo que significa que la sangre no es mía.

Al menos por el momento.

«Mueve el culo. Espabila. Es tu única oportunidad».

Esta vez consigo ponerme de pie. Llego frente a la encimera y exhalo un suspiro de alivio cuando mis dedos entran en contacto con la superficie dura y fría. Busco a tientas el taco de cuchillos, pero no lo encuentro. ¿Dónde estará?

Y entonces oigo las pisadas que se acercan. Como está tan oscuro, no estoy del todo segura, pero diría que ahora hay alguien en la cocina conmigo. Se me eriza el vello de la nuca cuando un par de ojos se clava en mí.

Ya no estoy sola.

El corazón se me cae al estómago. He cometido un error de cálculo fatal. He subestimado a una persona extremadamente peligrosa.

Y ahora pagaré el precio más alto por ello.

PRIMERA PARTE

1

MILLIE

Tres meses antes

Después de pasarme tres horas fregando, la cocina de Amber Degraw está como una patena.

Teniendo en cuenta que, por lo que he visto, Amber sale a comer siempre por los restaurantes de la zona, todo este esfuerzo parece innecesario. Si tuviera que jugarme dinero, apostaría a que ella ni siquiera sabe cómo encender su horno de lujo. Tiene una cocina enorme y preciosa repleta de electrodomésticos que estoy bastante segura de que no ha usado ni una vez. Entre ellos hay una olla multifunción, una arrocera, una freidora de aire y una cosa que se llama «deshidratador de alimentos». Parece algo contradictorio que alguien que tiene ocho tipos de hidratantes en el baño disponga también de un deshidratador, pero no seré yo quien la juzgue.

Bueno, sí, la juzgo un poquito.

A pesar de todo, he restregado con cuidado todos y cada uno de estos aparatos sin estrenar, limpiado la nevera, guardado varias decenas de platos y fregado el suelo hasta dejarlo tan brillante que casi me reflejo en él. Solo me falta guardar la última tanda de ropa para que el ático de los Degraw quede como los chorros del oro.

—¡Millie! —La voz jadeante de Amber me llega desde fuera de la cocina, y me enjugo el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Millie, ¿dónde estás?

—¡Aquí! —grito, aunque es bastante obvio. El apartamento (formado por dos viviendas adyacentes integradas en un superpiso) es grande, pero no tanto. Si no estoy en el salón, lo más seguro es que esté en la cocina.

Amber entra flotando en la cocina, tan elegante e impecable como de costumbre, con uno de sus muchísimos vestidos de diseño. Este tiene un estampado de cebra con un vertiginoso escote en V y unas mangas que se estrechan hacia las delgadas muñecas. Lleva unas botas con rayas blancas y negras a juego y, aunque está tan despampanante como siempre, una parte de mí no sabe si dirigirle un cumplido o cazarla en un safari.

—¡Aquí estás! —dice con un deje acusador en la voz, como si yo no estuviera exactamente donde debería.

—Estaba terminando —contesto—. En cuanto saque la ropa de la lavadora, me…

—De hecho —me interrumpe Amber—, voy a necesitar que te quedes.

Me retuerzo por dentro. Además de limpiarle la casa a Amber dos veces por semana, realizo otras labores para ella, como hacer de canguro de Olive, su hija de nueve meses. Trato de ser flexible porque me paga estupendamente, pero no se le da demasiado bien avisarme con antelación. Tengo la sensación de que aquí solo se me informa sobre mis funciones de canguro cuando resulta estrictamente necesario. Y al parecer no lo es hasta veinte minutos antes.

—Tengo que ir a hacerme la pedicura —dice con la misma gravedad que si estuviera comunicándome que se va al hospital para realizar una operación a corazón abierto—. Necesito que cuides de Olive hasta que vuelva.

Olive es una niña muy dulce. No me molesta en absoluto ocuparme de ella… normalmente. Es más, por lo general aprovecharía sin dudar la oportunidad de añadir un dinerito al exorbitante salario por hora que me paga Amber y que me permite tener un techo y comer cosas que no he encontrado en la basura. Sin embargo, ahora no puedo.

—Tengo clase dentro de una hora.

—Ah. —Amber frunce el ceño, pero enseguida recupera su semblante inexpresivo. El último día que estuve aquí me contó que había leído en un artículo que sonreír y fruncir el ceño eran las principales causas de las arrugas, de modo que intenta mantener la expresión más neutra posible—. ¿No podrías saltártela? ¿No graban las clases? Podrías pedirle los apuntes a alguien…

Pues no. De hecho, ya he faltado dos veces a clase en las dos semanas previas por los encargos de última hora de Amber. He estado intentando acabar la carrera y necesito sacar una nota decente en esta asignatura. Además, me gusta. La psicología social me parece divertida e interesante. Y es esencial que la apruebe para obtener el título.

—No te lo pediría si no fuera importante —afirma Amber.

Quizá su definición de «importante» no coincide con la mía. Para mí, importante es conseguir mi grado en trabajo social. No entiendo que una pedicura pueda tener tanta importancia. A ver, estamos a finales de invierno. ¿Quién va a verle los pies?

—Amber… —empiezo a replicar.

Justo en ese momento suena un berrido agudo procedente del salón. Aunque ahora mismo no estoy oficialmente al cargo de Olive, suelo echarle un ojo cuando ando por aquí. Amber la lleva tres veces por semana a un grupo de juego con sus amigas, pero el resto del tiempo parece urdir planes para quitársela de encima. Se me ha quejado de que el señor Degraw no la deja contratar a una niñera a tiempo completo porque ella no trabaja, así que, para resolver el problema del cuidado de la niña, se vale de una serie de canguros… y casi siempre de mí. En cualquier caso, Olive estaba en su parque infantil cuando he empezado a limpiar, y me he quedado en el salón con ella hasta que se ha dormido, arrullada por el rumor de la aspiradora.

—Millie —dice Amber con retranca.

Suspirando, dejo a un lado la esponja; siento como si llevara días con ella pegada a la mano. Tras lavármelas en el fregadero, las froto en los vaqueros para secármelas.

—¡Ya voy, Olive! —grito.

Cuando llego al salón, descubro que Olive se ha puesto de pie contra una pared del parque y llora con tal desesperación que la redonda carita se le ha teñido de un rojo intenso. Olive es como una de esas criaturas que aparecen en las portadas de las revistas de bebés. Rezuma una belleza angelical perfecta que incluye unos suaves rizos rubios que ahora tiene apelmazados contra el lado izquierdo de la cabeza por la siesta de la que acaba de despertar. Aunque en este momento su aspecto no resulta tan angelical, en cuanto me ve levanta las manos y sus sollozos se apagan.

Me inclino sobre su parque y la cojo en brazos. Me hunde el rostro húmedo en el hombro, y ya no me sabe tan mal perderme la clase en caso necesario. No sé qué me pasa, pero, en el instante en que cumplí los treinta, fue como si dentro de mí se accionara un interruptor que hace que los bebés me parezcan los seres más adorables del universo. Me encanta estar con Olive, aunque no es mi bebé.

—Te lo agradezco, Millie. —Amber ya está poniéndose el abrigo y descolgando el bolso de Gucci del perchero que está junto a la puerta—. Y créeme, mis pies te lo agradecen también.

Sí, ya.

—¿A qué hora vuelves?

—No tardaré mucho —me asegura, aunque ambas sabemos que es una mentira como una casa—. ¡Al fin y al cabo, sé que mi princesita me echará de menos!

— Claro —murmuro.

Mientras Amber hurga en el bolso en busca de sus llaves, su teléfono o su polvera, Olive se acurruca contra mí. Alza la redonda carita y me sonríe, mostrándome sus cuatro dientes diminutos y blancos.

—Ma-má —declara.

Amber se queda paralizada, con la mano aún dentro del bolso. El tiempo parece detenerse.

—¿Qué ha dicho?

Ay, madre.

—Ha dicho… ¿Millie?

Olive, ajena a la tensión que está generando, me dedica otra gran sonrisa.

—¡Mamá! —balbucea, esta vez más fuerte.

Amber se sonroja por debajo de la base de maquillaje.

—¿Te ha llamado «mamá»?

—No…

—¡Mamá! —chilla Olive con entusiasmo. «¡Por Dios santo, cállate ya, niña!».

Amber tira el bolso sobre la mesa de centro con el rostro crispado en un gesto de rabia que sin duda le dejará arrugas.

—¿Has estado diciéndole a Olive que eres su madre?

—¡No! —exclamo—. Le digo que me llamo Millie. Millie. Seguro que se confunde, más que nada porque yo soy quien…

Se le desorbitan los ojos.

—¿Porque pasas más tiempo con ella que yo? ¿Era eso lo que ibas a decir?

—¡No! ¡Claro que no!

—¿Insinúas que soy una mala madre? —Amber da un paso hacia mí, lo que parece alarmar a Olive—. ¿Crees que ejerces más como madre de mi niña que yo?

—¡No! Yo nunca…

—Entonces ¿¡por qué le dices que eres su madre!?

—¡No se lo digo! —Mis exorbitantes honorarios de niñera penden de un hilo—. Te lo juro. «Millie»: eso es lo que le digo. Lo que pasa es que suena parecido a «mamá». Empieza por la misma letra.

Amber respira hondo para calmarse antes de dar otro paso hacia mí.

—Dame a mi bebé.

—Claro…

Pero Olive no facilita las cosas. Al ver a su madre acercarse con los brazos abiertos, se agarra a mí con más fuerza.

—¡Mamá! —solloza contra mi cuello.

—Olive —mascullo—, no soy tu mamá. Esta es tu mamá. —«Y está a punto de despedirme si no me sueltas».

—¡Qué injusticia! —gime Amber—. ¡Le di el pecho durante más de una semana! ¿Es que eso no vale nada?

—Lo siento mucho…

Por fin me arranca a Olive de los brazos, mientras la chiquilla berrea a pleno pulmón.

—¡Mamá! —grita, extendiendo hacia mí sus bracitos rechonchos.

—¡Ella no es tu mamá! —la reprende Amber—. Soy yo. ¿Quieres ver las estrías? Esa mujer no es tu madre.

—¡Mamá! —gimotea la criatura.

—Millie —la corrijo—. Mi-llie.

Pero ¿qué más da? Ya no hace falta que sepa cómo me llamo. Y es que, a partir de hoy, tendré vetada la entrada en esta casa para siempre. Ya puedo despedirme de este trabajo.

2

Durante el trayecto a pie desde la estación de tren hasta mi apartamento de una habitación en South Bronx, mantengo el bolso bien sujeto bajo el brazo y la otra mano en el bolsillo, aferrando el espray de pimienta, pese a que es pleno día. Toda precaución es poca en esta zona.

Hoy me siento afortunada hasta de tener ese pisito en medio de uno de los barrios más peligrosos de Nueva York. Si no encuentro pronto otro trabajo para reponer los ingresos que he perdido ahora que Amber Degraw me ha despedido (sin ofrecerse a dar referencias sobre mí), lo mejor a lo que puedo aspirar es a dormir en una caja de cartón en la calle delante del destartalado edificio de ladrillo en el que vivo por el momento.

Si no hubiera decidido matricularme en la universidad, tal vez tendría algo de dinero ahorrado a estas alturas. Pero en vez de ello, idiota de mí, opté por intentar formarme.

Cuando me falta solo una manzana para llegar a casa y mis zapatillas chapotean sobre la nieve sucia y medio derretida en la acera, me asalta la sensación de que alguien me sigue. Como es lógico, siempre estoy muy alerta cuando ando por aquí. Sin embargo, en ocasiones tengo la viva impresión de que he atraído la atención de quien no debía.

Por ejemplo, ahora mismo, además de un hormigueo en la nuca, percibo pasos a mi espalda. Unos pasos que suenan cada vez más fuertes a medida que avanzo. Quienquiera que viene detrás de mí se está acercando.

Pero, en vez de darme la vuelta, me arrebujo bien en mi práctico anorak negro y acelero. Paso junto a un Mazda negro con el faro derecho roto, dejo atrás una boca de incendios roja que pierde agua y moja toda la calle, y subo los cinco irregulares escalones de cemento que conducen al portal de mi edificio.

Tengo las llaves preparadas. A diferencia de lo que ocurre en el edificio pijo del Upper West Side donde viven los Degraw, aquí el único portero que hay es el automático. Cuando la señora Randall, mi casera, me alquiló el apartamento, me advirtió con severidad que no dejara a nadie entrar detrás de mí. «Es una invitación a que te roben o te violen».

Cuando introduzco la llave en la cerradura que siempre se traba, los pasos vuelven a aumentar de volumen. Un segundo después, se cierne sobre mí una sombra que no puedo pasar por alto. Cuando alzo la mirada, veo a un hombre de veintitantos años con una gabardina negra y el cabello oscuro ligeramente húmedo. Me resulta vagamente familiar, sobre todo por la cicatriz que tiene sobre la ceja izquierda.

—Vivo en el primer piso —me recuerda al reparar en mi expresión de duda—. En el primero C.

—Ah —digo, aunque sigue sin entusiasmarme la idea de franquearle la entrada.

Se saca unas llaves del bolsillo y las agita delante de mis narices. Una de ellas tiene la misma forma que la mía.

—Primero C —repite—. Justo debajo de ti.

Al final, cedo y cruzo el umbral para dejar entrar al hombre de la cicatriz sobre la ceja izquierda, dado que no le costaría mucho abrirse paso por la fuerza si quisiera. Subo penosamente la escalera delante de él mientras me pregunto cómo demonios me las apañaré para pagar el alquiler del mes que viene. Necesito encontrar un nuevo empleo… ya mismo. Durante un tiempo me saqué un sobresueldo atendiendo la barra de un bar, pero cometí la tontería de dejarlo porque ganaba mucho más como niñera de Olive y los encargos de último momento me dificultaban bastante compaginar los dos empleos. Y buscar trabajo no es sencillo para alguien con un historial como el mío.

—Está haciendo buen tiempo —comenta el hombre de la cicatriz, ascendiendo los escalones un paso por detrás de mí.

—Ajá —respondo. Lo que menos me interesa en estos momentos es charlar sobre el tiempo.

—Dicen que va a volver a nevar la semana que viene —añade.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Veinte centímetros, según el pronóstico.

Ya ni siquiera me quedan fuerzas para fingir interés. Cuando llegamos al primer piso, el hombre me sonríe.

—Bueno, que pases un buen día —dice.

—Tú también —farfullo.

Mientras se aleja por el pasillo en dirección a su puerta, no puedo evitar pensar en lo que me ha dicho cuando lo he dejado entrar. «Primero C. Justo debajo de ti».

¿Cómo sabe que vivo en el segundo C?

Torciendo el gesto, acelero un poco para subir hasta mi piso. Vuelvo a tener las llaves preparadas y, en cuanto entro en casa, cierro de un portazo, echo el pestillo y luego corro el cerrojo. Seguramente estoy dándole demasiada importancia a su comentario, pero nunca está de más ser precavida, sobre todo cuando una vive en South Bronx.

Aunque me rugen las tripas, estoy más ansiosa por ducharme que por comer algo. Después de asegurarme de que las persianas estén cerradas, me desvisto y me meto en la ducha. Sé por experiencia que hay una línea muy fina entre que el chorro salga hirviendo o helado. Durante el tiempo que llevo aquí, me he convertido en una experta en regular la temperatura. Aun así, la temperatura puede subir o bajar diez grados en una fracción de segundo, así que procuro no tardar mucho. Solo necesito quitarme un poco la mugre del cuerpo. Después de pasarme un día pateándome las calles de la ciudad, siempre acabo cubierta de una capa de hollín negro. No quiero ni imaginar la pinta que deben de tener mis pulmones.

Aún no acabo de creerme que me hayan echado de ese trabajo. Amber dependía tanto de mí que supuse que lo tenía garantizado por lo menos hasta que Olive fuera al jardín de infancia, tal vez un poco más. Casi empezaba a sentirme cómoda, como si contara con un empleo estable y unos ingresos asegurados.

Ahora no me queda más remedio que buscar otra cosa. Tal vez necesite varios empleos para compensar el que he perdido. Y yo lo tengo más complicado que la mayoría de la gente. No puedo anunciarme en las aplicaciones más populares de cuidado de niños, pues todas llevan a cabo una comprobación de antecedentes y, si esto ocurriera, mis posibilidades de conseguir trabajo se irían al garete. Nadie quiere meter en su casa a alguien como yo.

Por el momento, ando un poco escasa de referencias porque, durante un tiempo, mi trabajo como limpiadora no se reducía a labores de limpieza. Solía prestar otro servicio a varias de las familias para las que trabajé. Pero ya no me dedico a eso desde hace años.

Bueno, es inútil obsesionarse con el pasado, sobre todo cuando el futuro pinta tan negro.

«Deja de compadecerte de ti misma, Millie. De peores situaciones has salido».

De pronto, la temperatura del agua cae en picado, y se me escapa un chillido. Llevo la mano a la llave de la ducha y la cierro. He estado diez minutos largos aquí dentro. Más de lo que esperaba.

Me pongo el albornoz de felpa sin molestarme en calzarme unas zapatillas. Voy dejando un rastro de agua en el suelo de la cocina, que en realidad es una prolongación del salón. En el superpiso de los Degraw, la cocina, el salón y el comedor eran espacios separados. En cambio, en este apartamento, están todos fusionados en un solo cuarto multiusos que, irónicamente, es mucho más pequeño que cualquiera de las habitaciones de la residencia de los Degraw. Hasta su baño es más grande que toda la superficie habitable de mi piso.

Pongo una olla de agua a hervir en el fogón. No sé qué voy a preparar para la cena, pero seguramente haré algún tipo de pasta, ya sea ramen, espaguetis o espirales. Mientras barajo mis opciones, oigo unos golpes en la puerta.

Me aprieto el cinturón del albornoz, vacilante. Saco una caja de espaguetis del armario.

—¡Millie! —grita una voz amortiguada al otro lado de la puerta—. ¡Millie, déjame entrar!

Contraigo el rostro en un gesto de contrariedad. Lo que faltaba.

—¡Sé que estás ahí dentro! —añade.

3

No puedo pasar del hombre que aporrea la puerta.

Mis pies dejan huellas de agua cuando recorro los pocos metros que me separan de la entrada. Acercó el ojo a la mirilla. Hay un hombre de pie frente a mi puerta, con los brazos cruzados sobre los bolsillos delanteros de su traje de Brooks Brothers.

—Millie. —La voz se ha reducido a un gruñido bajo—. Ábreme ahora mismo.

Retrocedo un paso. Me aprieto las sienes con la yema de los dedos por unos instantes. Pero es inevitable: tengo que dejarlo entrar, así que alargo la mano, giro el pestillo y entreabro la puerta con cautela.

—Millie. —Él la empuja para abrirla del todo y se cuela en mi casa. Sus dedos se cierran sobre mi muñeca—. ¿De qué vas?

Encorvo la espalda.

—Lo siento, Brock.

Brock Cunningham, con el que llevo saliendo seis meses, clava en mí sus ojos.

—Habíamos quedado en cenar juntos hoy. No te has presentado. Ni siquiera respondes a los mensajes o contestas las llamadas.

Todo eso es cierto. No cabe duda de que soy la peor novia del mundo. Se suponía que debía verme esta tarde con Brock en un restaurante de Chelsea cuando saliera de la facultad, pero, después de que Amber me despidiera, apenas podía concentrarme en las clases, así que me he venido directa a casa. Sin embargo, sabía que, si lo llamaba para decirle que no me apetecía ir, él se sentiría obligado a convencerme… y, como buen abogado, resulta de lo más persuasivo. Así que había planeado mandarle un mensaje de texto para cancelar la cena, pero lo he ido posponiendo y luego estaba tan ocupada autocompadeciéndome que se me ha olvidado por completo.

Repito: soy la peor novia del mundo.

—Lo siento —digo otra vez.

—Estaba preocupado por ti —responde—. Creía que te había pasado alguna desgracia.

—¿Por qué?

Una sirena ensordecedora pasa justo por debajo de la ventana, y Brock me mira como si mi pregunta fuera una soberana tontería. Siento una punzada de culpabilidad. Seguramente Brock tenía un montón de cosas que hacer, y yo no solo lo he tenido esperándome en el restaurante como un idiota, sino que ha desperdiciado el resto de la tarde desplazándose hasta South Bronx para cerciorarse de que estoy bien.

Como mínimo le debo una explicación.

—Amber Degraw me ha echado a la calle —digo—. Así que, en pocas palabras, estoy jodida.

—¿En serio? —Sus cejas se elevan de golpe. Brock tiene las cejas más perfectas que he visto en un hombre, y estoy convencida de que se las depila un profesional, aunque él nunca lo reconocería—. ¿Por qué te ha echado? Creía que me habías dicho que no era capaz de arreglárselas sin ti. Que a todos los efectos estabas criando tú a su hija.

—Exacto —digo—. La niña no paraba de llamarme mamá, y Amber se ha puesto histérica.

Brock se queda mirándome un momento hasta que, de improviso, estalla en carcajadas. Al principio me ofendo. Acabo de perder mi empleo. ¿No se da cuenta de lo chungo que es eso?

Pero, al cabo de unos segundos, se me contagia la risa. Echo la cabeza hacia atrás y me río de lo ridículo que ha sido el episodio. Me viene a la mente la imagen de Olive tendiendo los bracitos hacia mí y llamándome «mamá» entre sollozos mientras Amber se cabreaba cada vez más. He llegado a temer de verdad que a Amber se le reventara una vena en el cerebro.

Poco después, los dos nos secamos las lágrimas de los ojos. Brock me abraza y me estrecha contra sí. Ya no está enfadado conmigo por haberle dado plantón. No es una persona que pierda los estribos con facilidad. Aunque la mayoría de la gente consideraría esto un rasgo positivo, a mí hay veces que me gustaría que fuera un poco más vehemente.

Por lo demás, nuestra relación atraviesa una etapa dulce. Seis meses. ¿Existe un momento mejor en una relación? La verdad es que no lo sé, pues es solo la segunda vez que alcanzo ese hito. Sin embargo, parece que a los seis meses se llega a esa situación ideal en la que uno se desprende de la vergüenza inicial pero sigue mostrando al otro su mejor cara.

Por ejemplo, Brock es un apuesto abogado de treinta y dos años que viene de buena familia. Parece prácticamente perfecto. Estoy segura de que tendrá sus cosas malas, pero aún no las conozco. A lo mejor se saca la cera de las orejas con el dedo y luego se lo limpia en la encimera de la cocina o en el sofá. O a lo mejor se la come. Lo que quiero decir es que quizá adolezca de unos cuantos vicios de los que no sé nada, y que tal vez ni siquiera estén relacionados con la cera de las orejas.

Bueno, una imperfección tiene. Pese a ser un joven fornido de rostro lozano y rebosante de buena salud, padece una afección cardiaca que contrajo cuando era niño. Sin embargo, no parece afectarle en absoluto, salvo porque tiene que tomarse una pastilla al día. Por otro lado, este detalle resulta lo bastante importante como para que mantenga un frasco de ese fármaco guardado en mi botiquín. Además, debido a su dolencia y a la incertidumbre sobre su esperanza de vida, está más ansioso por sentar la cabeza que la mayoría de los tíos.

—Deja que te lleve a cenar —dice—. Quiero que te animes.

Niego con un gesto.

—Solo me apetece quedarme en casa lamiéndome las heridas. Y luego tal vez buscar trabajo en internet.

—¿Ahora? Si solo hace unas horas que has perdido el que tenías. ¿No podrías esperar a mañana, por lo menos?

Alzo los ojos para fulminarlo con la mirada.

—Algunos necesitamos dinero para pagar el alquiler.

Asiente despacio.

—Vale, pero ¿y si no tuvieras que preocuparte por el alquiler?

Tengo el mal presentimiento de que sé por dónde va.

—Venga, ¿por qué no quieres irte a vivir conmigo, Millie? —Frunce el ceño—. Tengo un piso de dos habitaciones con vistas a Central Park, en un edificio donde no hay peligro de que te degüellen en plena noche. Además, ya pasas mucho tiempo ahí…

No es la primera vez que me propone que me mude con él, y mentiría si dijera que no esgrime argumentos convincentes. Si me instalara en su casa, viviría rodeada de lujos sin tener que pagar un centavo. No me dejaría colaborar en los gastos aunque quisiera. Podría concentrarme en acabar la carrera para convertirme en trabajadora social y contribuir a hacer del mundo un lugar mejor. Aceptar su oferta parecería la decisión más obvia del mundo.

Pero, cada vez que me planteo esa posibilidad, una voz en un rincón de mi mente me grita: «¡Ni se te ocurra!».

Es tan persuasiva como Brock. Hay muchas buenas razones para que me vaya a vivir con él, pero hay una buena razón para que no lo haga. Él no tiene idea de quién soy en realidad. Aunque fuera cierto que se come la cera de las orejas, mis secretos son mucho peores.

Así que heme aquí, en la relación más normal y sana que he tenido en mi vida adulta, y se diría que estoy empeñada en mandarlo todo a la mierda. Pero me encuentro en un dilema peliagudo. Si le digo la verdad sobre mi pasado, tal vez me deje, y no quiero que eso pase. Por otra parte, si no se lo digo…

Tarde o temprano se acabará enterando de todo. No estoy preparada para eso.

—Lo siento —respondo—. Como ya te he dicho, ahora mismo necesito mi propio espacio.

Brock abre la boca para protestar, pero cambia de idea. Me conoce lo suficiente para saber lo cabezota que soy. Tal como me temía, ya está descubriendo algunas de mis peores cualidades.

—Al menos prométeme que te lo pensarás.

—Me lo pensaré —miento.

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