Prólogo
Dicen que el corazón es como la nieve.
Audaz, silencioso, capaz de deshacerse con un poco de calor.
En el lugar del que yo vengo, muchos creen en ello. Es un proverbio que está en boca de los ancianos, de los niños pequeños y de aquellos que brindan por la felicidad.
Todos tenemos un corazón de nieve, porque la pureza de los sentimientos lo vuelve terso e inmaculado.
Pero yo nunca me lo creí.
Aunque había crecido allí, aunque llevásemos el frío incrustado en los huesos, nunca había estado entre quienes creen en según qué chismes. La nieve se adapta, es considerada, respeta hasta el mínimo recoveco. Cubre sin deformar, pero el corazón no, el corazón exige, el corazón grita, rechina y se encabrita.
Un día lo entendí.
Lo entendí igual que se entiende que el sol es una estrella o que el diamante no es más que una roca.
No importa lo distintos que parezcan. Lo que cuenta es hasta qué punto son similares.
No importa si uno es frío y el otro caliente.
No importa si uno chirría y el otro se adapta.
Yo había dejado de notar la diferencia.
Habría preferido no tener que comprenderlo.
Habría preferido seguir equivocándome.
Pero nada haría retroceder el tiempo.
Nada me restituiría lo que había perdido.
Así que quizá sea verdad lo que dicen.
Tal vez tengan razón.
El corazón es como la nieve.
Con un poco de oscuridad, se convierte en hielo.
1
La canadiense
—¿Ivy?
Aparté la mirada del mantel blanco. El mundo volvió a llenarme los oídos. Percibí de nuevo el zumbido, el tintineo de los cubiertos contra la loza.
La mujer que había a mi lado me miraba con expresión cortés. Sin embargo, entre los minúsculos pliegues de su sonrisa impostada, logré discernir que le resultaba difícil ocultar su incomodidad.
—¿Va todo bien?
Yo tenía los dedos apretados. La servilleta apenas era un pedazo de tela arrugada entre las blancas palmas de mis manos. Volví a dejarla sobre la mesa y le pasé la mano por encima para alisarla.
—Llegará de un momento a otro. No te preocupes.
No estaba preocupada. A decir verdad, eran muy pocas las emociones que sentía.
La acompañante que me habían asignado parecía turbada ante mi falta de sentimientos. Incluso cuando llegamos al aeropuerto y percibí el desagradable olor del café y del plástico del envase, me observó como si esperase ver cómo pasaba mi esfera emocional por la cinta de equipajes.
Aparté la silla y me puse en pie.
—¿Vas al baño? Vale, claro… Bien… Te espero aquí…
Hubiera querido decir que estaba contenta de encontrarme allí. Que la certeza de que no estaba sola compensaba aquel larguísimo viaje; que en la grisura de mi existencia veía una oportunidad de empezar de nuevo. Sin embargo, mientras observaba mi reflejo en el espejo del aseo con los dedos aferrados al lavabo, tuve la impresión de hallarme ante una muñeca cosida con distintos retales, que a duras penas lograba mantenerse de una pieza.
«Soporta, Ivy. Soporta».
Cerré los ojos y mi respiración se estrelló contra el cristal. Solo quería dormir. Y tal vez, no despertarme nunca, porque en el sueño encontraba la paz que tanto buscaba cuando estaba despierta, y la realidad se convertía en un universo lejano al que yo no pertenecía. Alcé los párpados y mis iris atravesaron el halo que había creado mi aliento. Abrí el grifo, me mojé las manos y las muñecas, y por fin salí del baño.
Mientras pasaba entre las mesas, ignoré las cabezas que se alzaban aquí y allá para seguirme con la mirada.
Sabía que mi aspecto nunca pasaba desapercibido. Pero solo el cielo sabía cuánto odiaba que la gente se fijase en mí.
Había nacido con una piel sorprendentemente pálida. Siempre había tenido tan poca melanina que solo una albina podría tener una tez más clara que la mía.
Y no era que eso me hubiera supuesto nunca un problema. Crecí cerca de Dawson City, en Canadá. Allí nevaba las tres cuartas partes del año y en invierno las temperaturas rozaban los treinta grados bajo cero. Para quienes, como yo, vivían en los confines de Alaska, estar bronceado no resultaba nada habitual.
Aun así, era objeto de las burlas de los otros niños. Decían que parecía el fantasma de un ahogado, porque tenía el pelo de un rubio clarísimo, fino como una telaraña, y los ojos del color de un lago helado.
Tal vez por eso mismo siempre había pasado más tiempo en los bosques que en el pueblo. Allí, entre líquenes y abetos que rozaban el cielo, no había nadie dispuesto a juzgarme.
Cuando regresé a la mesa, mi acompañante ya no estaba sentada.
—Oh, ya has vuelto —dijo sonriente al verme—. El señor Crane acaba de llegar.
Se hizo a un lado, y entonces lo vi.
Era exactamente como lo recordaba.
El rostro cuadrado, el pelo castaño ligeramente entrecano, barba de pocos días bien cuidada. Y unos ojos de mirada amigable, vivarachos, alrededor de los cuales siempre surgía alguna arruga de expresión.
—Ivy.
Su voz hizo que de improviso todo pareciera terriblemente confuso.
No la había olvidado: siempre cálida, casi paternal, suya. Con todo, aquel timbre familiar logró romper la apatía en la que andaba sumida y me enfrentó a la realidad.
Estaba realmente allí, y aquello no era una pesadilla.
Era real.
—Cuánto has crecido, Ivy.
Habían pasado más de dos años. A veces, al mirar fuera a través del cristal empañado, me preguntaba cuándo lo vería aparecer de nuevo al fondo de la calle; las botas hundiéndose en el manto de nieve, el sombrero nudoso de lana roja en la cabeza. Siempre con un paquete bajo el brazo, atado con un cordel.
—Hola, John.
Se le frunció la sonrisa en un pliegue amargo. Antes de que pudiera apartar la mirada, se acercó y me rodeó con sus brazos. Su olor me impregnó la nariz, e identifiqué la leve fragancia a tabaco que siempre lo acompañaba.
—Oh, te has convertido en una chica muy guapa —murmuró mientras yo permanecía inerme como un pelele, sin responder a aquel abrazo con el que parecía querer mantenerme en pie—. Demasiado. Te dije que no crecieras.
Bajé el rostro, y él esbozó una sonrisa a la que no fui capaz de corresponder.
Simulé que no había notado que se sorbía la nariz mientras se separaba de mí y me acariciaba el pelo.
Enderezó los hombros, adoptó una expresión más adulta y se dirigió a la asistente social:
—Discúlpeme, aún no me he presentado —empezó a decir, tendiéndole la mano—. Soy John Crane, el padrino de Ivy.
Siempre estábamos papá y yo.
Poco antes de que muriera mamá, él había dejado el trabajo y se habían mudado juntos a Canadá, al pequeño pueblo de Dawson City. Ella se fue antes de que pudiera conservar ningún recuerdo suyo, así que papá me crio él solo: compró una cabaña en el límite del bosque y se consagró a mí y a la naturaleza del lugar.
Me enseñó el esplendor de los bosques nevados: la exuberante vegetación, las ramas engalanadas de hielo, que brillaban como piedras preciosas en el crepúsculo. Aprendí a reconocer las huellas de los animales en la nieve, a contar los años de un árbol observando el tronco recién cortado. Y a cazar. Sobre todo, a cazar.
Papá siempre me había llevado con él, desde que era todavía demasiado pequeña para empuñar un rifle. Con el tiempo, me familiaricé hasta tal punto con la caza que unos años antes ninguno de los dos habría dado crédito, especialmente él.
Me acordaba de cuando me llevaba a practicar el tiro al pichón, en la explanada. Esperábamos entre la hierba, y con los años fui capaz de no errar un solo tiro.
Cuando pensaba en Canadá me venían a la mente lagos de cristal y bosques que caían en vertical sobre los fiordos cubiertos de niebla.
En ese momento, en cambio, al mirar por la ventanilla del coche, solo veía las copas de las palmeras y las estelas de los aviones de pasajeros.
—Ya no falta mucho —me tranquilizó John.
Observé con desgana las casitas desfilando una tras otra, como una hilera de corrales blancos. Al fondo, el océano centelleaba bajo el abrazo de un sol incandescente.
Mientras miraba a los chicos con sus monopatines y las tiendas de tablas de surf, me pregunté cómo me las apañaría para vivir en semejante lugar.
Era California.
Allí ni siquiera sabían qué era la nieve, y dudaba de que pudieran distinguir un oso de un glotón, si es que alguna vez llegaban a cruzarse con uno.
Hacía un calor infernal y el asfalto apestaba terriblemente.
Nunca lograría integrarme.
John debió de percatarse de lo que estaba pensando, porque apartó un par de veces la vista de la calzada para mirarme.
—Ya sé que todo es muy distinto —empezó a decir, poniendo voz a mis pensamientos—. Pero estoy seguro de que con un poco de paciencia acabarás acostumbrándote. No hay prisa, concédete un tiempo.
Estreché mi colgante entre los dedos. Apoyé la cabeza en la mano y él esbozó una sonrisa.
—Al fin podrás ver con tus propios ojos todas las cosas de las que te he hablado —murmuró en un tono casi tierno.
Recordé cuando venía a visitarnos, cada vez me traía postales de Santa Bárbara.
«Aquí es donde yo vivo», me decía mientras le daba un sorbo a su chocolate caliente y yo observaba las playas, los palmerales perfectos, aquella mancha azul oscuro que se divisaba en el horizonte, cuya inmensidad apenas lograba imaginarme.
«Cabalgamos las olas subidos en largas tablas», contaba, y yo me preguntaba si domar un caballo equivaldría a domar las olas de las que hablaba. Y le decía que sí, que el océano también podía ser grande, pero que nosotros teníamos lagos en los que no se alcanzaba a ver el fondo, donde podíamos pescar en verano y patinar en invierno.
Entonces papá se reía y sacaba el globo terráqueo. Y, guiando mi dedo, me hacía ver cuán pequeños éramos en aquella esfera de papel maché.
Recordaba sus manos cálidas. Si cerraba los ojos, aún podía sentirlas apretando las mías, con una delicadeza que no parecía corresponder a unas palmas tan callosas como las suyas.
—Ivy —dijo John mientras bajaba los párpados y a mí me embargaba de nuevo aquella sensación de ahogo que me pellizcaba la garganta—. Ivy, todo irá bien.
«Todo irá bien», escuché de nuevo, y veía una luz clara y tenue, unos tubos de plástico suspendidos en el aire. Sentí de nuevo el olor a desinfectante, a medicamentos, y volví a ver aquella sonrisa tranquilizadora que nunca se apagaba al mirarme.
«Todo irá bien, Ivy. Te lo prometo».
Y me quedé dormida, apoyada en la ventanilla, entre recuerdos hechos de niebla y brazos de los que nunca habría querido separarme.
—Eh.
Algo me tocó el hombro.
—Ivy, despierta. Ya hemos llegado.
Alcé la cabeza, amodorrada. La cadenita del colgante se me despegó de la mejilla y parpadeé.
John ya había bajado y estaba trasteando en el maletero. Me desabroché el cinturón y me eché el pelo hacia atrás, ajustándome la visera de la gorra.
En cuanto salí del coche me quedé boquiabierta. Lo que tenía ante mí no era un chalecito adosado como los que había visto por el camino: era una gran casa de estilo liberty, o, mejor dicho, una villa. El amplio jardín, en el que no me había dado cuenta de que me encontraba hasta ese preciso momento, resplandecía con un verdor de una exuberancia deslumbrante, y el sendero de grava parecía un riachuelo que conectaba la verja exterior con la entrada. El porche estaba sustentado por unas columnas blancas alrededor de las cuales trepaban pequeñas flores de jazmín, y un gran balcón de mármol blanquísimo coronaba la fachada, confiriéndole un aire elegante y refinado a todo el conjunto.
—¿Tú vives aquí? —pregunté con un matiz de escepticismo que incluso me sorprendió a mí misma.
John dejó las maletas en el suelo y se pasó el dorso de la mano por la frente.
—No está mal, ¿eh? —soltó mientras le echaba un vistazo a la villa—. Es verdad que no está hecha con troncos y la chimenea aún está por estrenar, pero estoy seguro de que llegarás a encontrarla confortable.
Me sonrió y me colocó un petate de tela entre los brazos.
Lo miré de reojo.
—Tal como lo dices, parece que me haya criado en un iglú.
Yo era consciente de que el estilo de vida que había llevado todos aquellos años podía parecer… extravagante. Venía de un rincón del mundo donde, antes que a vivir, te enseñaban a sobrevivir. Pero para mí, lo extraño era todo lo que tenía delante, no al contrario.
John se rio. Me observó un instante con afecto, alzó la mano y me desplazó la visera de la gorra hacia atrás.
—Estoy contento de tenerte aquí.
Quizá tendría que haberle dicho «yo también». O, al menos, «gracias», porque estaba haciendo por mí más de lo que habría podido imaginar. Se lo debía por no haberme dejado sola.
Sin embargo, lo único que fui capaz de hacer fue exhalar un suspiro y tensar la comisura de los labios en algo que pretendía parecerse a una sonrisa.
Tras haber dejado todo el equipaje en el porche, John sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.
—Oh, ya ha regresado —comentó mientras entraba en la casa—. ¡Bien! Así podréis conoceros enseguida. ¡Ven, Ivy!
«¿Quién ha regresado?», pensé, siguiéndolo hacia el interior. Un agradable frescor me recorrió la piel del rostro.
Dejé la mochila en el suelo y miré a mi alrededor. El techo era alto, estaba enlucido, y en el centro colgaba una hermosa lámpara de araña con lágrimas de cristal ricamente talladas.
El amplio espacio se abría en un elegante vestíbulo iluminado por grandes ventanas y por las vetas nacaradas del suelo de mármol. Un poco más adelante, a la izquierda, se accedía al salón a través de dos monumentales puertas, mientras que, a la derecha, una ecléctica barra de bar con taburetes de llamativos acolchados daba a la parte más corta de la cocina, acentuando su estilo moderno y refinado.
Al fondo, justo delante de donde yo me encontraba, una suntuosa escalera con una gran baranda de hierro forjado cautivaba la vista con sus ensortijados arabescos.
Nada que ver con la cabaña a la que estaba acostumbrada.
—¿John? ¿Dónde…?
—¡Mason! ¡Ya estamos en casa!
Se me bloqueó el cerebro. Me quedé allí, en el centro del atrio, como un mapache disecado.
No.
No podía ser verdad.
Me había olvidado del hijo de John.
Me di una palmada en la frente y tuve la absoluta certeza de que era una idiota rematada.
No, no quería creerlo…
¿Cómo había podido olvidarme de él?
Durante todo el viaje no había hecho otra cosa que pensar en cómo había cambiado mi vida. Me había atrincherado en mí misma, aferrándome a la idea de que había alguien dispuesto a hacerse cargo de mí.
Ese alguien era John, y mi mente había suprimido todo lo demás.
Pero John tenía un hijo, y yo lo sabía, ¡maldita sea!
Cuando era pequeña, me enseñó con orgullo la foto que llevaba en la cartera, y me dijo que teníamos la misma edad.
«Mason es un terremoto», me había revelado mientras yo observaba a aquel niño de sonrisa desdentada que aparecía junto a una bicicleta con los mangos de plástico. Tenía dos guantes de boxeo colgando del cuello, y los exhibía casi con orgullo. Y mientras yo preparaba el chocolate caliente, me decía «ya es tan alto como yo» o «odia las matemáticas» o «ha entrado en el club de boxeo»; y luego me contaba con detalle todos los combates a los que asistía, aliviado porque su hijo había encontrado un deporte capaz de mantenerlo a raya.
—Ivy.
John asomó la cabeza desde detrás de la pared y yo volví a la realidad.
—Ven. Deja aquí el equipaje.
Eché un vistazo a mi alrededor, algo descolocada; dejé las maletas donde estaban y me dispuse a seguirlo.
En ese momento caí en la cuenta de que papá tampoco llegó a conocer nunca al hijo de John en persona. Y yo estaba a punto de verlo por primera vez. Sin él…
—¡Mason! —exclamó John mientras abría una ventana. Parecía esforzarse en hacer que la casa resultase lo más agradable posible, probablemente por mí.
—Espera aquí —me indicó antes de adentrarse en un pasillo y desaparecer.
La inmensidad que me rodeaba era casi imponente. Dejé vagar la mirada por los cuadros de arte moderno y por las numerosas fotos enmarcadas que había por todas partes, en las que aparecían retazos de su vida cotidiana.
Estaba observando el enorme televisor de plasma cuando una voz rompió el silencio de la casa:
—¡Hey!
Me volví hacia las escaleras que conducían al primer piso.
Un chico las estaba bajando. Me fijé enseguida en la camiseta color teja y en su pelo, tan corto que parecía rasurado.
Era tan fornido que los músculos de sus brazos parecían a punto de estallar; su rostro, ancho y un poco rudo, no se parecía en nada al de John.
Lo observé atentamente, tratando de captar gestos que me recordasen al hombre que conocía de toda la vida. Bajó el último peldaño, haciendo bastante ruido con las chanclas, y solo entonces me percaté de que lucía un vistoso tatuaje en la pantorrilla.
—Hola. —Sonrió, y pensé que al menos en cuanto al carácter debía de haber salido a mi padrino.
—Hola.
Socializar no era mi fuerte, y es que cuando vives entre osos y caribús, resulta difícil desarrollar actitudes que favorezcan las relaciones humanas. Sin embargo, cuando noté que no dejaba de estudiarme con insistencia, añadí:
—John me ha hablado mucho de ti.
Una luz divertida iluminó sus ojos.
—Ah, ¿sí? —preguntó, como si estuviera esforzándose por no reír—. ¿Te ha hablado de mí?
—Sí —respondí con voz inexpresiva—. Eres Mason.
Y en aquel instante, no pudo seguir conteniéndose y se echó a reír. Me quedé mirándolo, sin exteriorizar la menor expresión, mientras aquel sonido se propagaba por toda la casa.
—Oh, perdona —logró decir entre una carcajada y otra—, pero es que no me lo puedo creer.
Me fijé en que, bajo la camiseta de tirantes, su piel tenía una coloración totalmente antinatural. Parecía brandi quemado. Había visto alces menos bruñidos que él.
Tardó un poco antes de poder pronunciar dos palabras sin troncharse de risa en mi cara. Cuando por fin se recompuso, en sus ojos aún brillaba aquel destello de hilaridad.
—Creo que aquí ha habido un malentendido —dijo—, yo me llamo Travis.
Me lo quedé mirando desconcertada, y entonces él se aclaró la voz y añadió:
—Verás…
—Mason soy yo.
Me volví de nuevo hacia la escalera.
Antes de que mis ojos se posaran en el verdadero hijo de John no sabía qué esperaba ver. Probablemente, a un chico corpulento, con el cuello ligeramente taurino, la frente cuadrada y la nariz rota en varios puntos. Pero, a decir verdad, quien estaba bajando las escaleras no tenía el aspecto de alguien que practicase el boxeo.
Siempre había creído que los californianos eran rubios, grandes y bronceados, con los músculos relucientes de crema solar y la piel quemada por el exceso de surf.
Mason, en cambio, no era nada de eso. Tenía un abundante pelo castaño y unos ojos igual de normales, de un más que común color avellana. La camiseta de manga corta le delineaba el pecho fuerte y tonificado, y no tenía la piel como Travis, lo suyo era simplemente… piel. Ni rastro de coloración antinatural, solo el tono propio de una persona acostumbrada a vivir en un clima soleado.
Era un chico normal. Posiblemente más normal que yo, que parecía salida del cuento La reina de las nieves, de Andersen. Sin embargo…, cuando se detuvo en el último peldaño y me miró desde arriba, me percaté de que «banal» era el último adjetivo que se le podría atribuir.
No sabría decir por qué, pero en cuanto lo vi me vino a la mente Canadá.
Y no era solo por los bosques, ni por la nieve, las montañas y el cielo. No. Era porque tenía algo que lo hacía más atractivo que cualquier otro lugar del mundo, con sus senderos impracticables, con sus increíbles auroras y sus amaneceres emergiendo entre picos helados.
Y Mason también era así. La belleza violenta de sus rasgos, con aquellos labios carnosos y la mandíbula bien delineada, hacía que todo lo demás pareciera superfluo. Tenía la nariz recta, con la punta tan bien definida que nadie diría que se pasaba el día recibiendo puñetazos en la cara.
Pero sobre todo llamaban la atención sus ojos: profundos y almendrados, resaltaban bajo las cejas mientras me miraban directamente a la cara.
—¡Ah, por fin estáis aquí!
John se nos unió, sonrió a su hijo y apoyó una mano en mi hombro.
—Voy a presentarte, Ivy. —Se volvió e inclinó el rostro hacia mí—. Ivy, él es Mason. ¿Lo recuerdas?
Hubiera querido decirle a John que era un pelín distinto de aquel niño desdentado que me había mostrado en fotos, y que la verdad era que no, hasta hacía apenas unos instantes ni siquiera me acordaba de su existencia; sin embargo, guardé silencio.
—¿Ivy? —inquirió Travis, intrigado por aquel nombre tan inusual, y me pareció que John no había advertido su presencia hasta ese momento.
Empezaron a hablar, pero yo apenas reparé en ello.
Los ojos de Mason descendieron por la camisa de cuadros que yo llevaba puesta, varias tallas más grandes que la mía, y volvieron a ascender lentamente hasta mi rostro. Se detuvieron en mis mejillas, y entonces pensé que seguramente aún debía de verse la marca del colgante estampada en mi piel. Finalmente se centraron en la gorra, una de las pocas cosas por las que sentía afición, con la cabeza de alce bordada en la parte delantera. Por el modo en que lo miraba, deduje que aquella primera toma de contacto no estaba yendo exactamente como yo me había imaginado.
John volvió a prestarnos atención, y entonces Mason alzó apenas la comisura de los labios y me sonrió.
—Hola.
Con todo, estaba segura de haber visto su mirada puesta en mi hombro. Justamente allí donde su padre había posado la mano.
Cuando el otro chico se hubo marchado, acabé de entrar las maletas.
—Hay habitaciones de sobra —dijo John mientras resoplaba, dejando en el suelo un par de cajas de cartón—. Puedes empezar a llevar las cosas arriba. Yo vuelvo enseguida.
Sacó las llaves del coche, probablemente para retirarlo del sendero, y señaló hacia la escalera.
—¡Mason, ayúdala, por favor! Enséñale su habitación, la del fondo del pasillo —dijo, dedicándome una sonrisa—. Era la habitación de los invitados, pero ahora es tuya.
Le lancé una mirada rápida a Mason mientras me agachaba para coger un par de bolsas de tela. Lo vi levantar una gran caja que yo ni siquiera habría sido capaz de despegar del suelo: allí dentro estaba mi material de pintura, y solo los colores ya pesaban un quintal.
Mientras lo seguía al piso superior observé su ancha espalda y sus movimientos seguros; se detuvo frente a una habitación y me dejó pasar a mí primero.
Era grande y luminosa. Las paredes estaban pintadas de un delicado color azul, y el suelo revestido con una moqueta de color marfil daba la sensación de estar caminando por una nube de algodón. Había un armario empotrado y la ventana daba a la parte trasera del jardín, donde John estaba dando marcha atrás con el coche.
Era simple. Nada de elementos pretenciosos, nada de espejos enmarcados con bombillitas ni otras florituras por el estilo. Aunque, con todo, no podría ser más distinta de mi vieja habitación.
De pronto me sobresaltó un estruendo. Me volví de golpe y la maleta se me escurrió de las manos, aterrizando sobre mis zapatillas de gimnasia.
Un tarro de pintura rodó perezosamente por la moqueta. Los pinceles sobresalían de la caja volcada en el suelo, a los pies de Mason.
Me lo quedé mirando. Seguía con las manos abiertas, pero no apartaba de mí sus ojos carentes de expresión.
«Huy».
Y a continuación oí sus pasos resonando al otro lado de la puerta mientras se marchaba.
Más tarde, John pasó para ver si todo iba bien. Me preguntó si me gustaba la habitación o si quizá quería cambiar de lugar alguna cosa; se quedó un poco allí, observando cómo vaciaba lentamente las maletas, y al final se marchó, para que pudiera instalarme a mis anchas.
Mientras colocaba la ropa en los cajones, me di cuenta de que lo más ligero que tenía eran unos vaqueros desgastados y algunas viejas camisetas de mi padre.
Saqué la cámara fotográfica, unos cuantos libros de los que no había querido separarme y mi peluche en forma de alce. También saqué una escarapela triangular con la bandera de Canadá y por un instante se me ocurrió colgarla en el cabecero de la cama, como en casa. Pero entonces me di cuenta de que fijar algo con clavos tenía algo de espantosamente definitivo, y desestimé la idea.
Cuando terminé, en el exterior el sol ya se estaba poniendo. Tenía muchísimas ganas de darme una ducha. La verdad era que hacía un calor tremendo, y no estaba acostumbrada a aquellas temperaturas, así que cogí lo necesario y salí al pasillo.
Tardé un poco en dar con el baño, pero en cuanto encontré la puerta correcta me metí dentro y fui a echar el pestillo, pero no había cerradura. Entonces opté por quitarme la camiseta y refrescarme antes de que se hiciera más tarde.
El agua se llevó el sudor, la fatiga, el olor del avión y del viaje, me envolví en mi toalla de felpa y me puse ropa limpia.
Cuando salí del baño percibí un apetecible olor flotando en el aire.
En la cocina me encontré a John, que trajinaba entre sartenes chisporroteantes y aromas de pescado asado.
—¡Ah, estás aquí! —exclamó al verme en el umbral—. Estaba a punto de avisarte. Ya está casi listo. —Salteó las verduras y se estiró para alcanzar unas especias—. Espero que tengas apetito. ¡He preparado tu plato favorito!
El olor me resultaba tan familiar que me suscitó sentimientos encontrados. Me asomé por la puerta y observé la mesa, que estaba puesta para tres.
John fue hasta la nevera y sacó el agua, pero cuando cerró la puerta se quedó inmóvil de golpe.
—Eh, ¿adónde te crees que vas?
Mason estaba pasando por delante de la cocina y se dirigía directamente al vestíbulo. Llevaba una mochila de tela al hombro e iba vestido con una camiseta de deporte y unos pantalones grises. Se volvió y le lanzó una mirada indescifrable a su padre, sin detenerse.
—Tengo entreno.
—¿No te quedas a cenar?
—No. Llego tarde.
—No creo que sea una tragedia por una vez —trató de persuadirlo su padre, pero Mason sacudió la cabeza y se ajustó la correa de la mochila—. ¿No puedes quedarte al menos un poco? —insistió, siguiéndolo con la mirada—. ¡Al menos muéstrale a Ivy la casa! El tiempo justo para enseñarle dónde está el baño y el resto de las cosas.
—No pasa nada, John —intervine—. No hace falta, ya lo he encontrado.
Se volvió hacia donde yo estaba, y entonces Mason se detuvo a su espalda. En la penumbra del salón, vi cómo se giraba. Me lanzó una mirada tan fulminante que casi me dio miedo. Y a continuación se marchó sin decir una sola palabra.
—Bueno… —oí que decía John—, así habrá más para nosotros.
Me invitó a sentarme, y tras echar un último vistazo a la entrada, me acerqué.
La cena era muy apetitosa. Me sirvió un generoso filete de salmón humeante y comimos en silencio.
Estaba rico. Rico de verdad. Sin embargo, pese a que John lo había cocinado exactamente como a mí me gustaba, parecía tener un sabor distinto, sin el vibrante aire de las noches canadienses.
—Ya he arreglado el tema del instituto.
Deslicé un trozo de brócoli por el plato antes de llevármelo a la boca.
No tienes que preocuparte por nada —continuó mientras cortaba un pedazo de salmón con el borde del tenedor—. Me he encargado de todo. Creo que mañana sería demasiado pronto para empezar, pero el miércoles ya podrías comenzar las clases.
Alcé la vista y noté su mirada alentadora.
—¿Qué te parece?
Asentí sin demasiada convicción. La verdad era que no me gustaba nada la idea de tener que empezar en un nuevo instituto. Era como si ya notase las miradas de los demás puestas en mí, los cuchicheos a mis espaldas.
—Y puede que tengamos que comprarte ropa —prosiguió John—. Vamos, algo con lo que no te mueras de calor.
Volví a asentir distraídamente.
—Y encargaré unas llaves para ti —le oí decir mientras la realidad se esfumaba de nuevo, engullida por mis pensamientos—. Así podrás entrar y salir cuando quieras.
Hubiera querido darle las gracias por todas aquellas atenciones. O al menos ofrecerle una sonrisa, por mucho que me costase, para corresponderle por el modo en que lo había previsto todo para que yo no tuviera que preocuparme. Pero la verdad era que nada de aquello me interesaba.
Ni el instituto, ni la ropa, ni la comodidad de contar con unas llaves. Y mientras el enésimo bocado me traía incesantes recuerdos que aún me hacían demasiado daño, John me miró y me sonrió afectuosamente.
—¿Te gusta el salmón?
—Está muy bueno.
Después de cenar fui a mi habitación, me senté en la cama y me rodeé las rodillas con los brazos. Al observar el cuarto de nuevo, aún me sentí más fuera de lugar que cuando lo había pisado por primera vez. Pensé en ponerme a dibujar, pero la idea de hojear el cuaderno me traería recuerdos que no quería revivir.
Al apoyar la cabeza en la almohada me sorprendió lo increíblemente mullida que era, y antes de apagar la luz alargué la mano y estreché el colgante que me había regalado papá.
Sin embargo, al cabo de varias horas seguía dando vueltas en la cama. El calor no me daba tregua, y ni siquiera a oscuras era capaz de conciliar el sueño.
Me incorporé y aparté las sábanas. Tal vez un vaso de agua ayudaría…
Me levanté y salí de la habitación.
Traté de hacer el menor ruido posible mientras me dirigía hacia las escaleras. Bajé al piso inferior orientándome en la penumbra y traté de recordar dónde estaba la cocina. Pero cuando alcancé la puerta y encendí la luz, me llevé un susto de muerte.
Mason estaba allí.
Apoyado en el fregadero, con los brazos cruzados y un vaso en la mano. Mechones de pelo castaño le caían alrededor de los ojos, confiriéndole un aire casi salvaje, y tenía el rostro ladeado, en una pose indolente.
Me había asustado. ¿Qué estaba haciendo allí, a oscuras, como un ladrón?
Pero cuando me fijé en la expresión de su rostro, todos aquellos pensamientos se desvanecieron. En ese instante tuve la confirmación de algo que ya había intuido, algo que había captado desde el primer momento en que había puesto los pies en aquella casa. No importaba lo que yo hiciera. Aquella mirada no cambiaría.
Mason vació el vaso y lo dejó a su lado. Y entonces, sin apresurarse, se apartó del fregadero y avanzó hacia donde yo estaba. Se detuvo a un palmo de mi hombro, lo bastante cerca como para que pudiera sentir su imponente presencia cerniéndose sobre mí.
—Que te quede claro —me dijo exactamente con estas palabras—, no te quiero aquí.
Siguió avanzando y desapareció en la oscuridad, dejándome sola en el umbral de la cocina.
Ya. Lo había pillado.
2
Donde no estás
Aquella noche no pegué ojo.
Echaba de menos mi cama, mi habitación, la naturaleza que reposaba en su gélida quietud más allá de la ventana.
No solo mi cuerpo se sentía en el lugar equivocado, también mi mente, mi corazón, mi espíritu, todo: me hallaba totalmente fuera de lugar, como una pieza encajada a la fuerza en un molde que no es el suyo.
Cuando la luz penetró a través de las cortinas, me di por vencida y me levanté. Desperecé el cuello, que había estado buscando el frescor de la almohada toda la noche, y me pasé los dedos por el pelo fino y alborotado. Me puse los vaqueros y una vieja camiseta de papá y me remangué la cintura y las mangas. Me puse los zapatos y bajé.
En el piso de abajo reinaba el silencio.
No sé qué esperaba encontrarme. Tal vez a John en la cocina preparando el desayuno. O tal vez las ventanas abiertas y a él absorto en la lectura del periódico, como hacía cuando venía a nuestra casa.
Pero no se oía un solo ruido. Todo estaba inmóvil, congelado, carente de vida o de familiaridad. Solo estaba yo.
Y antes de que pudiera impedirlo, los recuerdos volvieron a desenfocar la realidad. Al instante se me apareció una isla de cocina de roble, el escorzo de una espalda en los fogones. Un hilo de viento entraba por la ventana abierta, trayendo consigo el olor de los troncos y de la tierra mojada.
Y él estaba allí, silbando canciones que nunca había oído. Llevaba puesta su camiseta azul, y una sonrisa dibujada en los labios, a punto a darme los buenos días…
Retrocedí, tragando saliva. Me sacudí de encima aquellos recuerdos y crucé el salón tan deprisa que cuando cogí las llaves del cuenco que había en el recibidor ya tenía un pie fuera.
La puerta se cerró a mis espaldas como un sepulcro. El aire pareció cambiar de pronto, resultaba más fácil de respirar. Parpadeé varias veces para ahuyentar aquellos pensamientos lo más deprisa posible.
—Estoy bien —me obligué a decirme a mí misma en un susurro—. Estoy bien.
Lo veía en todas partes.
Por la calle.
En casa.
Entre los desconocidos del aeropuerto.
En los reflejos de los escaparates o dentro de las tiendas, en la esquina de algún edificio o por la acera.
Todos tenían algo de él.
Todos mostraban siempre algún detalle que me impactaba en el corazón, lo paralizaba y lo hundía.
Me presioné el puente de la nariz, cerré los ojos y traté de recuperar la compostura, de impedir que las sienes empezaran a palpitar o que la garganta se me cerrara como una trampa. Tragué saliva, inspiré profundamente, fijé la mirada en el jardín y me dirigí hacia la verja.
La casa de John estaba situada en un barrio tranquilo, algo elevado, con vallas blancas y buzones de poste que bordeaban la calle en suave pendiente.
Miré a lo lejos, hacia el océano: el alba empezaba a surgir y los tejados de las casas refulgían como corales bajo los primeros rayos de sol.
No había casi nadie por la calle. Solo me crucé con el cartero y con un hombre bien peinado haciendo jogging que me lanzó una mirada furtiva.
En Canadá, a las seis, los comercios ya habían subido las persianas y tenían los letreros luminosos encendidos.
Allí los amaneceres eran espléndidos. El río parecía una lámina de plomo fundido, y la niebla en el fiordo era tan densa que se asemejaba a un valle de algodón. Era muy bonito…
Para mi sorpresa, a lo lejos divisé un comercio que ya había abierto. Y en cuanto estuve más cerca, la sorpresa aún fue mayor.
Era una tienda de bellas artes. El escaparate estaba lleno de útiles de dibujo y pintura: lápices, gomas, difuminos, una magnífica colección de pinceles con las virolas relucientes. Me quedé mirando aquella maravilla y dirigí la vista hacia el interior, con ganas de ver qué más atesoraba la tienda. Era pequeña y estrecha. Pero me sentí muy bien acogida en cuanto entré.
Un viejecito me sonrió tras sus anteojos.
—¡Buenos días!
Era tan menudo que cuando se me acercó era yo quien tenía que mirarlo desde arriba.
—¿En qué puedo ayudarte? —me preguntó amablemente.
Aquel lugar tenía tal cantidad de colores, plumillas y carboncillos que me quedé bloqueada, sin saber por qué opción decantarme.
Donde yo vivía no había establecimientos como ese. En Dawson solo había una pequeña papelería, y buena parte del material que poseía me lo había conseguido papá en alguna ciudad grande.
—Quisiera un lápiz —dije cuando por fin recuperé la voz—. Una sanguina.
—¡Ah! —Se le iluminaron los ojos con admiración—. ¡Tenemos a una tradicionalista! —Se inclinó para abrir un cajón y se puso a trastear con las cajas—. ¿Sabías que todos los verdaderos artistas tienen una sanguina?
No, no lo sabía, pero siempre había querido una. Durante un tiempo probé a hacer esbozos con un lápiz de color rojo, pero no era lo mismo. La sanguina tenía una suavidad particular, que permitía difuminar con extrema facilidad y crear efectos maravillosos.
—Aquí está —anunció.
Pagué, me devolvió el cambio y puso el lápiz en un sobrecito de papel.
—¡Pruébala sobre un papel de grano grueso! —me aconsejó cuando yo ya estaba en la puerta—. La sanguina rinde mejor en papeles con textura.
Le agradecí el consejo con un gesto y salí.
Miré la hora: no quería que John se despertase y no me encontrara en casa. Podría pensar lo peor y, desde luego, lo último que yo quería era que le diese un infarto. Así que retrocedí volviendo sobre mis pasos.
Cuando crucé el umbral, todo seguía en silencio. Dejé las llaves en el cuenco y me dirigí a la cocina, movida por una especie de languidez. Era refinada y de estilo contemporáneo, con tonos oscuros y geometrías lineales. Los fogones resplandecientes y el compacto frigorífico rebosante de imanes causaban un fuerte impacto estético, y al mismo tiempo transmitían una gran sensación de hospitalidad. Me acerqué y abrí la puerta cromada. En el compartimento lateral encontré tres botellas de leche: una con sabor a fresa, otra con gusto a vainilla y la tercera, con el tapón marrón, a caramelo. Fruncí los labios ante aquella insólita variedad. Cogí la de vainilla, supuse que sería la menos mala, busqué en el aparador, y tras un pequeño esfuerzo logré encontrar un cazo; mientras lo llenaba de leche, un pensamiento cruzó mi mente.
Tal vez debería decirle a John que yo no le gustaba a Mason.
A lo largo de mi vida había aprendido a no preocuparme de lo que la gente pudiera decir de mí, pero esta vez era distinto. Mason no era una persona cualquiera, era el hijo de John. Además, era el ahijado de mi padre, aunque no llegaran a conocerse.
Y en cualquier caso tendría que convivir con él, tanto si me gustaba como si no. Y a la parte de mi alma que se sentía más ligada a ellos le dolía la mera idea de que pudiera despreciarme.
«Le he dado tu dibujo a Mason», me había contado John hacía mucho tiempo, cuando yo aún era tan pequeña que trepaba por sus piernas. «Los osos le encantan. Se puso contento, ¿sabes?».
¿Qué había hecho mal?
—¡Oh, buenos días!
El rostro de mi padrino apareció por la puerta. Se notaba que el hecho de encontrarme allí, en su cocina, preparándome yo sola la leche, le producía un placer auténtico y luminoso.
—Hola —respondí mientras él se me acercaba con el pijama aún puesto.
—¿Llevas mucho rato despierta?
—Un poco.
Nunca había sido una chica muy habladora. Me expresaba mejor con la mirada que mediante las palabras. Pero hacía tiempo que John había aprendido a conocerme y a comprenderme. Me dejó un tarro de miel en la encimera, porque sabía que me gustaba, y se estiró para alcanzar la cafetera.
—Esta mañana he salido.
Se quedó inmóvil. Se volvió hacia mí con el bote del café entre los dedos.
—He ido a dar una vuelta fuera, mientras salía el sol.
—¿Sola?
El tono de su voz me hizo arrugar la frente. Lo miré directamente a la cara y él debió de intuir lo que estaba pensando, porque se humedeció los labios y desvió la vista.
—Dijiste que me darías unas llaves —le recordé, incapaz de comprender dónde estaba el problema—. Para que pudiera entrar y salir cuando quisiera.
—Es verdad —convino, pero con una voz titubeante que jamás le había oído.
No entendía qué le pasaba. Nunca había convivido con él, pero lo conocía lo bastante como para saber que no era un padre aprensivo y controlador. ¿Por qué parecía echarse atrás de sus propias palabras?
John sacudió la cabeza.
—No, todo está en orden. Has hecho bien —dijo con una sonrisa incierta—. De verdad, Ivy, lo que pasa es que solo hace un día que llegaste… y no estoy habituado.
Lo observé con atención. Mientras se alejaba hacia la nevera, me pregunté qué era lo que lo preocupaba. John siempre había sido una persona muy diplomática. Siempre intercedía por mí cuando papá le explicaba por qué en un momento dado él y yo andábamos a la greña, y yo prefería sentarme a su lado. ¿Por qué ahora se mostraba distinto?
—Vuelvo enseguida —me informó—. Voy a buscar el periódico.
Salió de la cocina mientras yo acababa de prepararme la leche. Usé una de las tazas que había dejado sobre la mesa, la que tenía una aleta de tiburón pintada en la cerámica, y tras añadir dos cucharaditas de miel me la acerqué a los labios para soplar.
Cuando alcé la vista, mis ojos se quedaron petrificados al ver a Mason.
Estaba inmóvil en el umbral, y su pelo alborotado casi rozaba la parte superior de la jamba. Su imponente aspecto me impresionó en mayor medida que el día anterior. Las pestañas proyectaban largas sombras sobre sus pronunciados pómulos, y tenía el labio superior fruncido, componiendo una mueca de contrariedad.
Me sentí desfallecer cuando se apartó de la puerta y avanzó en mi dirección. Incluso yo, que siempre me había considerado alta, apenas le llegaba a la garganta.
Se acercó hasta mí andando con la desenvoltura propia de un depredador y se detuvo a una distancia que parecía calculada a propósito para intimidarme. Y entonces cerró la mano alrededor de la taza que yo sostenía. Traté de retenerla en vano, me la arrebató con tanta firmeza que me vi obligada a soltarla. Giró el brazo y vertió mi leche en el fregadero.
—Esta es mía.
Recalcó la palabra «mía», y tuve la sensación de que no solo se refería a lo que tenía en la mano, sino a mucho más.
¿Qué narices le pasaba?
—¿Te puedes creer que el repartidor de periódicos no lo ha traído entero? —se lamentó John mientras Mason se apartaba de mí.
—¡Ah, hola! —dijo, y pareció recuperar un atisbo de alegría—. ¡Bien, veo que estamos todos!
Si por «todos» se refería a él, a Mason y a mí, entonces para mi gusto éramos demasiados.
Y probablemente Mason también debió de pensarlo, a juzgar por la mirada hostil que me lanzó desde detrás de la puerta de la despensa sin que su padre lo viera.
Si en un principio creí que mi problema sería habituarme a un nuevo estilo de vida, desde luego no había tenido en cuenta un par de cosas.
La primera, aquel chico tan fornido y antipático que acababa de fulminarme con la mirada.
La segunda, el modo en que cada centímetro de su ser parecía gritarme: «Tú no deberías estar aquí».
Tras el desayuno, Mason se fue a clase y yo subí a mi habitación. Había cometido el error de dejar la ventana abierta y me percaté demasiado tarde de que hacía un calor terrible.
John me encontró tendida como una piel de oso sobre la moqueta, con el pelo aún mojado de la ducha y una camiseta que solo me cubría hasta los muslos.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
Iba muy bien vestido. Lo miré de arriba abajo, echando la cabeza hacia atrás.
—Me muero de calor.
Él me miró a su vez, sorprendido.
—Ivy, pero… si tenemos aire acondicionado. ¿No has visto el mando a distancia?
¿Aire acondicionado?
Aparte de que yo no tenía ni idea de cómo era un aire acondicionado, y de que había sudado más durante aquellas veinticuatro horas que en toda mi vida, ¿no había podido decírmelo hasta ese preciso instante?
—No, John —respondí tratando de contenerme—. En efecto, no lo he visto.
—Está aquí, mira —dijo la mar de tranquilo, entrando con el maletín en la mano—. Te lo enseñaré.
Cogió un pequeño mando del escritorio, me explicó cómo regular la temperatura y me hizo probarlo. Apunté hacia una especie de cajón que había encima del armario y oí un «bip». Al cabo de un instante, el cajón empezó a propagar aire frío, emitiendo un ronquido casi imperceptible.
—¿Mejor así?
Asentí lentamente.
—Muy bien. Y ahora me voy corriendo, que ya llego tarde. Hay algunas cosas en las que puedo trabajar desde aquí, así que volveré esta tarde, ¿vale? Si quieres prepararte algo de comer, la nevera está llena.
Vaciló un instante, y sus ojos volvieron a reflejar la preocupación que no podía dejar de sentir cada vez que me miraba.
—Acuérdate de comer. Y llámame en cualquier momento si lo necesitas.
Cuando se hubo marchado, pasé el resto del tiempo dibujando.
Me gustaba perderme entre las hojas de papel, crear escenarios únicos. Para mí no era una mera distracción. Era una necesidad, una forma íntima y silenciosa de sellar el mundo exterior y de acallar el caos que generaba. Me permitía «sentirme». En Canadá me pertrechaba con mi cuaderno y un lápiz, y esbozaba todo cuanto veía: hojas, montañas, bosques escarlatas y tormentas. Una casa recortada en la nieve y dos ojos claros, idénticos a los míos…
Tragué saliva. Parpadeé, y mi respiración se atenuó, como a través de un cristal. Sujeté la sanguina entre los dedos y durante un peligroso instante sentí cómo la oscuridad vibraba en mi interior. Me olfateó, trató de acariciarme, pero yo permanecí inmóvil como si estuviera muerta y no le permitiera apoderarse de mí. Al cabo de un instante, impulsada por una fuerza invisible, arranqué un par de hojas y les di la vuelta.
Allí estaba su rostro, impreso en el papel. Lo observé en silencio, incapaz de acariciarlo siquiera.
Así me sentía siempre.
Incapaz de sonreír, de interesarme por nada; a veces, incluso de respirar. Incapaz de ver más allá de su ausencia, porque acababa buscándolo en todas partes, pero solo era en mis sueños cuando volvía a verlo de verdad.
Él me decía: «Soporta, Ivy», y el dolor que sentía era tan real que me hacía desear estar de verdad allí, con él, en un mundo donde podíamos estar juntos de nuevo.
Y entonces podía aferrarlo. Solo por un instante, antes de que la oscuridad lo engullera y yo me despertara con la respiración henchida de pánico, tendía la mano y sentía aquel calor que ya no habría de acariciar nunca más.
John volvió a casa a primera hora de la tarde.
Cuando subió a saludarme, se había aflojado la corbata y llevaba algunos botones de la camisa desabrochados.
—Ivy, ya estoy de vuel… ¡Dios mío! —exclamó abriendo mucho los ojos—. ¡Aquí dentro uno se queda congelado!
Alcé la vista de mi cuaderno y me lo quedé mirando. Por fin estaba gozando de mi clima ideal.
—Hola.
John se estremeció y miró desconcertado el aparato de aire acondicionado, que seguía disparando aire a todo trapo.
—¡Es como si estuviéramos entre pingüinos! ¿A cuántos grados lo has puesto?
—A diez —respondí inocentemente.
Él me miró pasmado. Sin embargo, yo no veía dónde estaba el problema. Se estaba tan bien que tuve que ponerme una camiseta de manga larga, precisamente porque se me empezaba a poner la piel de gallina.
—¿Y no crees que así tendrás frío?
—Lo que creo es que así no tendré calor.
—¡Cielo santo! ¿No pretenderás tenerlo encendido toda la noche?
Yo tenía clarísimo que iba a tenerlo encendido toda la noche, pero decidí que no hacía falta que lo supiera. Así que no respondí y continué con mis dibujos.
—¿Al menos has comido algo? —me preguntó desalentado cuando vio que no pensaba responderle.
—Sí.
—Vale —asintió, y tras echarle una última mirada de derrota al aire acondicionado, fue a cambiarse.
Mason no apareció en todo el día. Llamó a John para decirle que cenaría en casa de unos amigos con los que estaba estudiando y aún no habían terminado. Los oyó discutir un buen rato por teléfono, y por primera vez me pregunté algo que no me había planteado hasta ese momento.
¿Dónde estaba la madre de Mason?
¿Y por qué John nunca había hablado de ella?
Sabía que era un padre soltero, pero en aquella casa enorme se percibía una ausencia que no se me había pasado por alto. Parecía como si hubieran borrado algo con una goma, una tachadura que había dejado una marca distorsionada y desvaída.
—Esta noche estaremos tú y yo solos de nuevo —me informó finalmente cuando apareció por la puerta.
Estudié su rostro y él me sonrió, pero en sus labios distinguí una expresión de disgusto que no fue capaz de disimular.
Me pregunté si estaba acostumbrado a que Mason lo desilusionase.
Me pregunté si solía esperarlo en casa, por las noches, con la esperanza de pasar un rato juntos.
Me pregunté si se sentía solo.
Esperaba de todo corazón que la respuesta fuera «no».
—Entonces ¿lo tienes todo? —me preguntó John a la mañana siguiente.
Asentí sin mirarlo mientras prendía la gorra en la correa de la mochila.
Como mínimo habría podido intentar compartir su entusiasmo, si hubiera sido capaz de expresar algo.
—Mason te enseñará dónde están las clases —siguió diciendo, optimista, aunque yo dudaba mucho de que eso sucediera—. El trayecto es un poco largo, pero no te preocupes, iréis juntos en el coche…
De repente alcé la mirada.
¿Juntos?
—Gracias —respondí—, pero prefiero ir a pie.
John frunció el ceño.
—Está lejos para ir a pie, Ivy. No te compliques la vida. Mason va al instituto en coche todas las mañanas. Es mejor, hazme caso. Y además… prefiero que vayas con él —añadió, como si me pidiera de forma tácita que me mostrase comprensiva—. No quiero que vayas sola.
Arrugué la frente.
—¿Por qué? No te preocupes, no pienso perderme —repuse, procurando no sonar arrogante. Sabía que yo era muy buena orientándome, incluso en lugares que apenas conocía, pero no pareció oírme.
—Ahí viene Mason —anunció, dejando mis preguntas sin respuesta. Un ruido de pasos a mi espalda me advirtió de la presencia de su hijo—. Ya verás como no es tan terrible. Estoy seguro de que harás amigos.
Aunque sonaron falsas, sus últimas palabras pretendían infundirme confianza. Lo miré una vez más antes de salir y me dirigí hacia el coche que me estaba esperando en el camino de grava.
Entré en el coche de Mason con la vista baja, procurando mirarlo lo menos posible; la idea de compartir el trayecto con él no me entusiasmaba en absoluto, pero me abroché el cinturón y me acomodé la mochila junto a los pies, dispuesta a ignorarlo.
La grava crujió bajo las ruedas mientras llegábamos a la verja, y antes de salir a la calle vi por el retrovisor cómo John se despedía de nosotros desde el porche.
Me concentré en lo que sucedía fuera de la ventanilla. Vi grupos de chicos y chicas en bici, un puesto de comidas atestado de gente dispuesta a desayunar. Algunos caminaban con un parasol bajo el brazo, y de vez en cuando veía retazos de océano al fondo, tras las siluetas de los edificios. En Santa Bárbara, todos parecían estar muy relajados. Puede que el calor y la luz del sol volvieran afables a las personas, lo cual se me hacía extraño.
Cuando el coche se paró, tuve la sensación de que apenas acabábamos de partir. Entonces distinguí la tienda de bellas artes al otro lado de la calle, y comprendí que no se trataba de una mera impresión.
Acabábamos de partir, literalmente.
—Baja.
Parpadeé y me volví hacia Mason. Él tenía la vista puesta en la calle.
—¿Qué? —pregunté, convencida de que no lo había entendido bien.
—Te he dicho que bajes —repitió tajante, taladrándome con la mirada.
Yo me lo quedé mirando, desconcertada, pero me lanzó otra mirada tan fulminante que comprendí que, si no me bajaba por mi propia voluntad, me obligaría a hacerlo él, y no me apetec