La Cataluña populista

Enric Ucelay-Da Cal

Fragmento

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ORIGINAL DE 1982

 

 

 

 

 

Esta obra ha sobrevivido más de cuatro décadas. Puedo decir con sinceridad que ha sido durante mucho tiempo un libro muy buscado en libreros de viejo. Todavía, a pesar de todo el tiempo pasado, tiene algo que decir. Parte de un sentimiento claro: no hay personajes ni buenos ni malos y cualquier narración que tenga clara la suposición de que existe tal división se equivoca profundamente a ojos de este autor. En todo caso, hay malos y más malos. El libro enseña —o procura hacerlo— que los modos de vivir la política nacen y eventualmente mueren, pero también perduran mucho más de lo que resulta lógico o previsible.

 

Soy plenamente consciente de los muchos defectos de este libro. Algunas de sus taras vienen del proceso de su redacción. Originalmente fue pensado como un breve volumen en una serie de divulgación no muy extensa, ideado para cubrir los años republicanos de 1931 a 1939, es decir, incluyendo la Guerra Civil. Incluso tenía un título: El fer-se i desfer-se de la Catalunya populista. A medida que lo redactaba, su carácter cambió. Para empezar, yo pretendía realizar un buen libro de divulgación histórica; por tanto, no tenía que ser un manual restringido a la historia política. Además, ambicionaba escribir una pequeña obra que resultara provocadora, en el mejor sentido del término. Sin embargo, mientras iba redactando, me pasaba de los límites físicos de la concepción original, para quedar finalmente fuera del marco de la colección para la cual se había encargado el título. El alargarse no alteró la forma básica de la obra, que retuvo su naturaleza instructiva: en conjunto y con un poco de suerte podía parecerse a ese género literario tan encantador y poco satisfactorio que los franceses llaman haute divulgation. Puestos ya en modelos extranjeros, mi formación angloamericana me ha llevado consciente e inconscientemente a la vez a un tipo de descripción, a un uso de ejemplos, o, en el fondo, a un estilo ecléctico que puede parecer historiográficamente arriesgado.

La extensión del libro, junto con el estilo que iba adquiriendo, en cambio, sí que modificaron el esquema original en tanto que decidí que no quería continuar y relatar la experiencia de la Guerra Civil. En esencia, tomé esta decisión por una razón práctica: el modo de explicar utilizado comportaba un tratamiento detallado —hechos y matices, el sentido cronológico y lo demás— que me forzaría a realizar una obra el doble de larga. También, lo confieso, porque el tema de la contienda me resulta muy poco atractivo, por muchas razones, tanto profesionales como personales. Por tanto, desaparecía el «desfer-se de la Catalunya populista» y me quedaba sólo el «fer-se». De este modo, a mi entender la fuerza del argumento global quedaba debilitado. En consecuencia, he intentado aquí añadir una indicación sintética de cómo creo yo que se podría entender la culminación o clímax del proceso que intento situar. ¿Cómo acabó el populismo?, era mi pregunta.

Para terminar, el libro parte de la gran desventaja de haberme servido de catarsis, para desahogar, de manera a la vez reflexiva e irreflexiva, de casi diez años de trabajo en mi tesis doctoral. Así, muchas suposiciones, intuiciones, percepciones, observaciones, trivialidades y grandes ideas que por diversas razones no entraron en el doloroso esfuerzo de elaborar un texto académico encontraron aquí su salida. Se hilvanó el argumento propio del libro desde planteamientos relativamente sencillos, capítulo a capítulo. A menudo, surgían temas para desaparecer poco después y el tono o el tratamiento cambió a veces de modo abrupto. Como ejemplo, cito tan sólo el uso de referencias literarias que se aprovecha hasta casi la mitad del libro y nunca más: la narración se hace cada vez más política, en exclusiva, con poco análisis cultural o social. En parte hay una razón objetiva: a partir del año 1934 la conciencia política adquirió un predominio global obsesivo que tiñó toda la sociedad catalana, para olvidar o minimizar otras preocupaciones. Pero tampoco, con toda probabilidad, se llevó a cabo tanto como se refleja aquí. Más grave aún es la debilidad de la infraestructura de la obra (lo que se refleja en su propia progresión), a mi entender, la parte más incierta del libro y la que más requeriría una investigación nueva.

Este es el quid de la cuestión. La única manera seria, a mi parecer, de corregir las deficiencias sería volverlo a escribir entero. No tengo las fuerzas para hacerlo. Únicamente he añadido este prólogo, una introducción y una especie de conclusión o añadido sobre la guerra a los capítulos que ya tenía elaborados en el manuscrito original, hace más de un año. Eso sí, he procurado cazar y corregir los abundantes errores del texto inicial, además de realizar algunas ampliaciones y cambios.

Hacerlo así, espero, es la mejor manera de agradecer a los amigos y amigas que, tras su lectura, me animaron e insistieron en que lo publicara.

 

Barcelona, julio de 1981

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1982

 

 

 

 

 

Desde hace algunos años, la investigación me ha llevado a sospechar que las opciones políticas de las izquierdas en Cataluña, en el periodo que conduce a la gran ruptura de 1936-1939, estaban mucho menos diferenciadas de lo que constaba en las interpretaciones, llamémoslo así, «clásicas». De algún modo, las grandes explicaciones continuaban siendo aquellas heredadas directamente desde el conflicto. La realidad hostil del régimen franquista aún victorioso cubría el horizonte político, cultural e histórico. Las explicaciones del pasado eran, pues, las de los combatientes mismos —a menudo preocupados por las múltiples traiciones en un contexto que continuaba siendo de combate—, o eran las idealizaciones de los observadores extranjeros, que proyectaban la claridad de sus preocupaciones ideológicas o miedos geopolíticos sobre una situación bastante más compleja. Mientras repasaba diarios y semanarios catalanes de los años treinta, no podía sacarme de la cabeza que el mundo político, incluso político y sindical, que yo —después de leer obras como las de Pierre Broué o Burnett Bolloten—[1] había anticipado siendo un gran escenario de masas enardecidas y anhelos revolucionarios en cocción permanente entre los proletarios, era en realidad un conjunto pequeño, incluso provinciano, donde todo el mundo se conocía y, en consecuencia, chismorreaba, intrigaba o se peleaba de una manera que reducía los esquemas netos a cajas vacías. Es evidente que cualquier acontecimiento tendría aspectos muy diferentes vistos de cerca o de lejos, pero, me parecía, el problema era más sutil que una sencilla cuestión de perspectiva.

El mundo político catalán parecía haber estado buscando el establecimiento de una política de clase; es decir, derivada de la clase social como pieza fundamental para la construcción de unas determinadas opciones organizativas. Al mismo tiempo, sin embargo, este esfuerzo, este tanteo en busca de una política clasista —ya fuera obrera o burguesa o de otro tipo— parece también haberse situado de un modo consistente desde perspectivas de terquedad interclasista. Esta aparente paradoja, me pareció, debía indicar que una interpretación mecánica de la lucha de clases no podía explicar las características del juego político de la Dictadura y de la Segunda República. Por tanto, he considerado más interesante asumir el riesgo y las pretensiones de redactar un ensayo que intente explorar algunas características del interclasismo que he creído observar.

Situar esta cuestión en un nivel más amplio que el catalán o el español lleva al concepto de «populismo» que he utilizado en este trabajo. Supongo que cualquier intento de ver la indefinición de fronteras políticas entre burguesía, pequeña burguesía y proletariado chocaría forzosamente con este utilísimo, atractivo y confuso cajón de sastre. Existe una literatura teórica relativamente amplia alrededor del populismo. Entre los marxistas, la experiencia histórica rusa hizo circular la palabra. Entre otras corrientes, sobre todo en aquellos influidos por la political science angloamericana, la noción de populismo surgía como una rúbrica explicativa de los nuevos fenómenos políticos en los estados nuevos, o rehechos, de la Europa central después de la Primera Guerra Mundial; su uso creció desde que la descolonización comenzó a producir sistemas políticos que no encajaban directamente con la experiencia de la Europa occidental. En América Latina ambas corrientes han confluido, sobre todo desde la Segunda Guerra Mundial, en múltiples fórmulas analíticas, desde las conservadoras hasta las ultramarxistas, desde los estudios universitarios hasta los trabajos operativamente políticos. ¿Qué uso puede tener, pues, asumir un concepto tan sobado, tan manipulado, tan poco claro? ¿Vale la pena hacer lo que puede parecer el ejercicio estéril de aplicar un modelo a un contexto?

Como herramienta interpretativa, la noción de populismo puede aportar percepciones importantes, siempre que se haga un esfuerzo por comprender sus limitaciones como vehículo conceptual. Quizá incluso sería necesario su uso con una cierta frivolidad prudente, entendiendo que se utiliza como indicador de un certain je ne sais quoi, de un componente interclasista que hay que identificar primero antes de catalogar con una taxonomía más segura.

¿Qué entiendo por «populismo»? En primer lugar, se pueden ver ciertos elementos consistentes en el uso que se ha hecho del concepto. Lo más sorprendente es que tiende a ser un concepto mucho más teórico que empírico. La influyente antología de Ionescu y Gellner es una buena muestra, estando mucho más dominada por intentos de desarrollar una tipología consistente y funcional que por los esfuerzos para elaborar su surgimiento en contextos explícitos.[2] Incluso entre los esfuerzos latinoamericanos recientes, todos están categorizados por un regusto abstracto;[3] no hablemos, además, de los debates posalthusserianos.[4] Además de este teoricismo, el segundo punto que une incómodamente a marxistas y politólogos es el uso del populismo como un fenómeno político netamente y por excelencia de «transición». De paso entre cosas diferentes, se entiende, y con efectos sorprendentemente similares. Si para los political scientists el populismo es el momento de paso hacia un sistema político urbano, en proceso de estabilización, o maduro —en resumen, una «cultura política» asentada y duradera—, para los marxistas es una forma larvada de concienciación primaria que no llega a la plenitud de la conciencia de clase, encuadrada en difusos partidos de masas que ultrapasan las formas minúsculas de los partidos oligárquicos, aunque no son el partido de clase. Pero tampoco es tan sencillo: formas dictatoriales, incluso regresivas, son también explicadas como populistas si se basan —al menos en apariencia— en una movilización de masas. El populismo se utiliza, entonces, no sólo como un elemento teleológico, de paso hacia un fin histórico más profundo, sino que asimismo sirve como elemento puente para un desglose ideológico: populismo y fascismo, populismo y comunismo.[5] El riesgo: que el supuesto objetivo forme parte de la explicación.

Si asumo el concepto, pues, he de aceptar su ambigüedad. Es más, intento que la misma nebulosidad de la idea ayude a resaltar los sutiles lazos y dependencias que argumento a lo largo del libro. Sin embargo, no forzosamente tengo que hacer mías estas confusiones tan concretas. No quiero meterme en las implicaciones contundentes de la teleología: aquí sitúo el problema del populismo ante la profunda ruptura histórica que es el triunfo franquista. En Cataluña, al menos, las continuidades históricas entre el mundo de antes de 1939 y el de después son, digamos, parciales y delicadas. La ambigüedad del populismo, su «transnacionalidad» si se prefiere, es fruto de un enfrentamiento social específico en el tiempo sin (por lo que se puede ver por ahora) un final feliz a cualquier ecuación teleológica. En este sentido, el propio tiempo —y no yo— lo dirá. Respecto al factor de puente ideológico, este queda bastante explicado y explicitado en el texto como para merecer un mayor comentario que el que, para mí, es obvio: las ideas, en sí mismas, son a menudo parecidas; lo que cuenta es su contenido de clase. Esto es lo que aquí intento explorar.

Pero ¿cómo evitar el tedioso vacío de presentar como una «aportación significativa» lo que no es más que un ejercicio escolástico, imponer mecánicamente un modo determinado —pretendidamente innovador, etc.— a una realidad tan compleja? Para empezar, el «populismo» como término era fundamentalmente externo al momento y el lugar tratados. Como se volverá a enfatizar más adelante, en los años treinta, en España, «popularista» (o a veces «populista»), cuando se utilizaba el término, quería decir seguidor de José María Gil-Robles o Ángel Herrera Oria, un lector de El Debate, que seguía las orientaciones de Acción Popular, núcleo clave de la CEDA. ¿Cómo hablar, pues, de un populismo catalán?

La izquierda catalana de los años treinta era plenamente consciente de la idea del populismo, por nebulosa que fuera y por mucho que no utilizara el término. Echemos un vistazo a un artículo del periodista y ensayista catalán Domènech Guansé, escrito y publicado en la primavera de 1934 con el significativo título «Política y cultura. La entrada de la masa en el Catalanismo».[6] Guansé no se va por las ramas:

 

Nadie puede negar el éxito de las izquierdas catalanas en su política de masas. Mientras la República fuera de Cataluña, a pesar de los esfuerzos de Manuel Azaña, en realidad no ha cambiado nada o apenas nada, aquí se ha producido una verdadera revolución que, como todas las revoluciones, ha creado un nuevo estado social con intereses nuevos y nuevas jerarquías. A causa de esta política se ha producido una auténtica riada de grandes masas hacia el catalanismo.

 

Este fenómeno, este éxito «propone un delicado problema de cultura, un problema de educación de masas». En primer lugar, Guansé aclara el sentido interclasista de la nueva situación, se acepta la cultura burguesa pero se rechaza al burgués, por no ser capaz de asumir la plenitud de su propia cultura.

 

¡Masa maleable, la que hoy llega al catalanismo! Su catalanismo es menos consciente que el de los catalanistas históricos; pero su catalanidad es más pura, y esto sucede por una razón muy simple. Los catalanistas históricos, procedentes en buena parte de la Universidad o pertenecientes si cabe a las clases acomodadas, tenían un espíritu más trabajado y en cierto modo nacionalmente deformado por la cultura castellana. La cultura catalana, pobre en sí misma, asimilada tarde y deprisa, si bien les bastaba para darles un cierto barniz de catalanismo, no era suficiente para hacerles encontrar su catalanidad originaria. En su manera de pensar, y no hay que decir que en su manera de expresarse, encontraban constantemente la marca del esclavo.

 

Según Guansé, al parecer el catalanismo surge directamente de la catalanidad: la idea precede al verbo y se convierte en más material que la materia. La solución a la aparente paradoja se da justamente en la práctica de la izquierda catalana, que, por primera vez, realiza la conexión entre la esencia del pueblo (la catalanidad) y la cultura entendida como vehículo de expresión de esta esencia (el catalanismo). Conexión que solamente se podía hacer a través del propio pueblo —las masas—, que era esencia, pero no presencia.[7]

 

En cambio, las masas recién llegadas al catalanismo, procedentes del campo o de la fábrica, procedentes de capas sociales más humildes, la cultura castellana —¡tan exigua!— no ha tenido tiempo de imponerles ninguna deformación. Nadie se atreve a celebrarlo. Desde un punto de vista ampliamente humano, es lamentable. Uno de los crímenes que ha cometido la monarquía española es tener a las masas alejadas precisamente de la cultura: se daba demasiada cuenta, quizá, de que su vida estaba ligada precisamente a la ignorancia de las masas.

Pero aunque tengamos que lamentarlo humanamente, el hecho es éste: nos hallamos ante una gran masa que, por su propia virginidad de cultura, es muy maleable, más ligada que las que hasta hoy habían informado al catalanismo en la tierra donde había nacido: más fiel al país del pensamiento y la expresión.

 

Así pues, la disyuntiva entre esencia del pueblo (catalanidad) y presencia activa del pueblo (democracia) se podía resolver con una síntesis trascendente mediante la cultura; es más, la cultura como ejercicio de poder.

 

Y he aquí el grave problema de cultura y de educación que esto propone a los partidos que han encarrilado estas masas; a los partidos que ahora tienen la responsabilidad de gobernar. Problema que en realidad se divide en dos: primero, proporcionar a esta enorme masa la cultura que hoy le falta: problemas de escuelas, de instituciones de enseñanza, de bibliotecas. Segundo, estimular la producción de una cultura que hoy no interesa a esta masa. Pues si la cultura que produjo el país no fue otra que aquella por la que esta masa puede tener un interés directo, nos convertiríamos espiritualmente en un pueblo inferior. Mientras el peligro de una sociedad aristocrática es poner límites a la expansión de la cultura, de convertirla en una flor de invernadero e incluso de asfixiarla hasta matarla, el peligro de las democracias es diluir la cultura, rebajarle los grados, hacerle perder el tono. Peligro que hay que vigilar mucho en Cataluña; hace falta mucho tacto para llegar a superarlo.

 

Y, finalmente, la culminación: Guansé especifica cuál debía ser el orden de prioridades de la izquierda catalana. Evidentemente, por encima de todo había que primar el ideal.

 

Por suerte, el Gobierno de la Generalitat tiene como consejero de Cultura a un poeta; es decir, un hombre que siente como el que más la enorme responsabilidad de estos momentos, la enorme importancia de este delicado problema de coordinación, y que tiene, más aún que la voluntad, la vocación de resolverlo. A través de las crisis que ya ha sufrido el Gobierno de la Generalitat, alguien ha tenido el acierto de respetarlo. ¿Quiere decir esto que es el hombre del partido que más encaja en la obra que hay que realizar? Quizá quiere decir esto, realmente; pero también quizá quiere decir que mientras en las otras consejerías se resuelven problemas ciertamente urgentes, decisivos para la vida inmediata del país, en la de Cultura se resuelven problemas de un interés más duradero, más ligados con las cosas perennes. A la larga es de la Consejería de Cultura de donde depende la grandeza futura del país.

 

La política constituye un mecanismo para el triunfo del ideal. De hecho, toda la sociedad debe estar al servicio del ideal, ideal que precede a la misma sociedad como esencia, pero que solamente se puede realizar cuando la sociedad se convierte en el ideal. Esta tentativa de «deconstrucción» del discurso lógico de un artículo de Domènech Guansé no es un ejercicio estéril ni abstracto. En primer lugar, no es un discurso individual y aislado; al contrario, existe una reiteración permanente de un modelo interpretativo por parte de los sucesivos autores del catalanismo de izquierdas —Gabriel Alomar, Pere Coromines, Antoni Rovira i Virgili, entre los más destacados—. En segundo lugar, nos demuestra de una manera lúcida, clara y condensada la existencia de un proyecto populista específicamente dirigido a lo que Rovira i Virgili llamó, veinte años antes, en 1914, «la nacionalización de Cataluña».[8]

Resumiendo, con el término «populismo» sencillamente quiero resaltar unas conexiones entre los proyectos políticos que elaboran los representantes de la burguesía industrial, los portavoces de la pequeña burguesía, los cuadros y los organizadores obreros. Pero no querría reducirlo todo a una especie de disgregada y polivalente intelligentsia catalana (incluyendo desde el destacado político, periodista y poeta catalanista Jaume Bofill i Mates —o «Guerau de Liost» como literato— hasta el lúcido anarcosindicalista Joan Peiró, pongamos por caso). Al contrario, hay una pretensión descriptiva que intenta buscar no solamente los textos políticos sino su contexto, el ambiente ideológico o cultural: mi ambición es mostrar de una manera impresionista e informal cómo el proceso político es ideológico en su sentido más amplio, y que, justamente, en la amplitud está la vía hacia una comprensión materialista más acusada de la propia realidad política.

PRESENTACIÓN DE 2024

 

 

Un lugar para comprar. Un lugar para soñar.

A place to buy. A place to dream.

 

Lema de una campaña publicitaria bilingüe de los grandes almacenes El Corte Inglés, circa 1992, orientado hacia turistas.

 

 

 

No es este un libro nuevo. Tiene sus años. En todo este tiempo, unas cuatro décadas, la obra ha aguantado el paso de las modas intelectuales, en la medida que ello es posible. Fue y sigue siendo muy bien recibida por los lectores, los historiadores en concreto. Se busca en librerías anticuarias y aún recibo cartas que me piden si se cómo alguien se puede hacer con algún ejemplar. Algo tiene La Cataluña populista, digo con ingenuidad sincera como autor, que ha hecho duradero el texto.

Muchos colegas, muy notablemente mi buen amigo el profesor Josep Maria Fradera, han insistido durante todo este periodo en que haga una reedición, sin que se llevara a cabo una gran reelaboración. Y una traducción, mejor, decía él. La traducción española la ha realizado Óscar González Camaño, a quien conocí al incorporarme como catedrático en la Universitat Pompeu Fabra, después de ejercer como tal en la Universitat Autònoma de Barcelona. Una insistencia por parte de Jordi Canal, profesor de la EHESS de París, hizo posible esta publicación. La edición de Taurus, en castellano, la ha realizado como editor Miguel Aguilar. La «Margarita» a quien la obra va dedicada fue mi madre, Margarita Ucelay Maortua (1916-2014). Hay más personas con quien tengo deuda, en algunos casos obligaciones muy importantes, pero no quiero alargarme, en especial para evocar a los ya muertos.

A lo largo de cuarenta años fui reinventando el argumento en función no sólo de partidos y sindicatos, sino de actividades sociales de todo tipo. Recogí metros lineales de recortes, iba a realizar mi gran obra: nunca la escribí. Ahora tiro metros lineales de recortes que ahogan mi extenso piso en pilas de papeles por doquier. Imposible resulta ni siquiera reconocer con revisión de citas la abundancia bibliográfica sobre el periodo estudiado: hoy existen montañas de libros académicos y numerosísimos artículos monográficos eruditos, cuyos autores me perdonarán por lo que parece ignorancia por mi parte. Imposible integrar toda esta ingente producción. Tendría que repetir La Cataluña populista en varias obras, en plural. Encajar matices de todo tipo y repensar argumentos. No tiene sentido, pienso yo.[1] Ese yo (todavía frustrado) y mis lectores (que espero que sean indulgentes) se tendrán que contentar con una versión revisada del original de 1982, con los proverbiales cuatro retoques y unos textos introductorios y de cierre.

 

 

¿UNA POLITIZACIÓN EXCESIVA?

 

El libro La Cataluña populista interpreta la política de los años veinte y treinta del siglo XX en el marco catalán. Sostiene que, en aquella época, Barcelona y el espacio de habla catalana ejerció un papel decisivo en España y en el conjunto de la cuenca mediterránea, un peso con frecuencia ignorado por la mirada desde Madrid u otros puntos españoles. Tanto fue así, argumento en esta obra, que tuvo un patrón político muy diverso a la pauta española, que acabó por condicionar el discurso de defensa republicana en la Guerra Civil representado por el primer ministro Dr. Juan Negrín (en el poder de mayo de 1937 a marzo de 1939, sin contar el exilio) y dio sentido en especial al diseño o la evolución del comunismo español. En último extremo, fue la presión catalana, encarnada en el presidente en el exilio de la Generalitat, Josep Tarradellas, la que ofreció la salida estructurada de la herencia del franquismo en septiembre-octubre de 1977. Con la incorporación de un elemento propio de la Segunda República, como la Generalitat, determinó el llamado «Estado de las autonomías» que consolidó la monarquía juancarlista y por tanto «el sistema del 78», es decir, el formato constitucional actual.

No es baladí señalar —como hizo hace años el lúcido ensayista y periodista catalán Sergi Pàmies— que las nociones contrapuestas de «poble de Catalunya» y «pueblo español» no son más que entelequias poco sustanciales, producto, añadiría yo, de la rivalidad ideológica, como tantas otras ideas por las que algunos luchan y mueren.[2] Estas supuestas realidades fueron potenciadas precisamente por la breve popularidad (si se puede aceptar la ironía) del «populismo catalán» y la pálida imitación negrinista y también comunista de un «populismo español», en el bando republicano en la segunda mitad de la Guerra Civil y luego en el largo exilio de los derrotados (y, por supuesto, en la clandestinidad bajo el franquismo).

A pesar de la ambición de las implicaciones de mi libro, con el paso de los años La Cataluña populista ha ganado un sentido doble: si para bien o para mal, eso es ya otra cosa. Como resulta evidente, es un estudio de los años veinte y sobre todo treinta del siglo XX. Pero, a la vez, visto desde el presente, la obra representa una mirada propia de los años de la Transición. El político nacionalista Jordi Pujol llevaba un escaso par de años como presidente catalán, al ganar las elecciones autonómicas de marzo de 1980 y con ello remplazar a Tarradellas. Para entendernos fácilmente, se escribió y se publicó antes de las elecciones de octubre de 1982 que llevaron al largo periodo «felipista», o sea, los gobiernos socialistas bajo la prolongada presidencia del líder del PSOE Felipe González, que duró sin interrupción hasta 1996, usualmente resumidos como unos «catorce años», en realidad algo menos por el juego de meses. El libro refleja, pero también contesta, a su tiempo.

Como análisis, La Cataluña populista partió de una percepción en exceso política, sin prestar suficiente atención, veo yo hoy, a la complejidad de la sociedad misma. Hasta cierto punto esto fue un rasgo de la naciente historiografía catalana de aquella época, muy condicionada por la obra, en extremo influyente, del eximio politólogo Isidre Molas, cuyo estudio «estasiológico» sobre la Lliga (Lliga Regionalista, 1901-1933, Lliga Catalana, 1933-1936), publicado en 1972, tuvo un impacto inconmensurable entre universitarios catalanes.[3] Todo fue hablar de partidos y elecciones, durante más de veinte años. La contraposición a la «estasiología», la vida partidista y los comicios la aportaron las muchas obras sobre el movimiento obrero en Cataluña. Así, se estableció un juego intelectual bastante rígido entre la interpretación del desarrollo del nacionalismo catalán y el progreso del obrerismo. Fue una interacción compleja, entendida casi siempre por separado, como temas aparte entre sí. El propósito de esta obra fue argumentar lo contrario: la relación, negativa o positiva, entre nacionalismo y obrerismo en Barcelona y su hinterland debía entenderse como una intercomunicación dinámica, que marcaba la diferencia entre la circunstancia catalana y lo que sucedía en Madrid y el resto del conjunto español.

 

 

¿EL MEDITERRÁNEO CATALÁN Y LA ESPAÑA ANTIMONÁRQUICA?

 

¿Cómo abordar lo que yo llamo el «populismo» y cómo valorar su evolución y sus consecuencias? Yo usaba un concepto de los años sesenta y setenta del siglo XX para entender a la década de los treinta; hoy, la noción en sí tiene un sentido entonces inimaginable.

Miremos el espacio. La Cataluña populista parte de una obviedad, la percepción de que la sociedad catalana se situaba entonces en un territorio dominado por su capital macrocefálica, por Barcelona, sin ciudades que pudieran rivalizar en peso o dinamismo con ella. Desde su urbanidad, miraba un amplio espacio agrario —¿una campiña, para forzar el sentido de la palabra?— que, lejos de ser plana, subía, hasta ser la muntanya («la montaña»), pero que incluía la llamada mitja muntanya («media montaña») que subía de la plana, la llanura costera tras la serralada catalana, que sirve de frontera de la ribera marítima con el interior. Llegado a 1900 como fecha meramente indicativa, abstracta, desde hacía décadas, el crecimiento urbano barcelonés absorbía el desplazamiento de gentes del campo catalán, que hasta mediados del siglo XIX habían emigrado a las Américas, en especial a Cuba. Ahora los emigrantes rurales se quedaron en la capital catalana. La Ciudad Condal dobló dos veces su tamaño entre las décadas finales decimonónicas y las primeras del siglo XX. La capital catalana pasó de ser una aglomeración casi étnica, de habla catalana y con costumbres especiales y hábitos propios, bien diversos del estilo de vida afable de las urbes hispanas. Era un centro comercial, un puerto destacado en el trayecto desde el Mediterráneo occidental al Caribe y la zona rioplatense. Asimismo, era un foco industrial, su viejo centro histórico envuelto en anillos de fábricas y pueblos manufactureros que fueron anexionados en las últimas décadas decimonónicas. Luego venían sucesivos anillos de núcleos entre focos industriales (Sabadell, Tarrasa y Badalona, sin ir más lejos) y agrociudades. Con su expansión, tomó una relevancia en toda la cuenca marítima, para hacerse metropolitana, rival en magnitud no ya de Madrid sino de los puertos litorales de la zona del mar latino (pongamos Marsella) y hasta de sus focos interiores que determinaban las nacientes culturas políticas y nacionales vecinas (citemos a Milán).

Con el principio del siglo XX, se acrecentó una inmigración de áreas geográficamente cercanas: las tierras aragonesas, las valencianas y Murcia fueron los lugares que más señalaron la venida de gentes. La llegada de forasters («foráneos»), de estranys («personas distintas», no propias) y nou vinguts («recién llegados») reforzó el sentimiento de pertinencia, de lo propio frente a lo ajeno. El «catalanismo» —término nuevo de los años ochenta del siglo XIX— comportó un discurso explícito, ideológico, de nacionalismo catalán y desdibujó la antaño potente percepción de «ser español» como parte de la catalanidad. El ambiente de la ciudad tomó un aire que, a muchos españoles o hispanos de visita, observadores que conocían la capital catalana en el pasado, les pareció nuevo, crispado. Ahora, se decía, Barcelona expresaba un regusto de La Habana durante los casi treinta años de guerracivilismo que marcaron el tiempo entre el comienzo de la «Guerra larga» en 1868 y la contundente ocupación militar «ianqui» de la Gran Antilla y de Puerto Rico en 1898. Se forjó un cliché.

A lo largo del siglo XIX —en 1810, en 1820, en 1868—, el foco de las revoluciones españolas había sido Cádiz, el puerto peninsular del Caribe, eje del imperio. Ahora el rescoldo, listo para brotar en llamas, en la ardiente política española pasó a ser Barcelona. El hecho de ser asilo y embarcadero neutral único en el Mediterráneo durante la Primera Guerra Mundial comportó algo más, un sabor de violencia prestada o copiada, que marcó el paso a los años veinte y la posguerra. Estalló en el verano de 1909, proclamó la República en 1931, marcó la amargura de la Guerra Civil en el estío de 1936.

La ciudad portuaria, comercial e industrial pasó de ser un ejemplo europeo en la península ibérica a un punto de naturaleza subversiva, que dudaba del conjunto español y era mirado con desconfianza.

 

 

¿BARCELONA, LA CAPITAL DE OTRA ESPAÑA, DIFERENTE?

 

Durante más o menos un siglo, entre aproximadamente 1870 y 1970, Barcelona fue la «contracapital» de España. Representaba tanto la industria y el acceso a la modernidad europea como asimismo las ganas de llevar la contraria, de rechazar o negar el criterio de una España unívoca con un único aparato administrativo. En Barcelona, casi toda la opinión no funcionarial o militar estaba a favor de algún tipo de federalismo, más sistémico o laxo según quien lo defendiera. La Ciudad Condal representó la negación de hecho del esquema centralista, y así la metrópolis industrial y portuaria se erigió como una afirmación de modernidad europea frente a la Villa y Corte mesetaria, con sus pretensiones palaciegas, su centralidad legislativa y su sentido funcionarial. Llegados los años treinta del siglo XX, Barcelona parecía que ganaba la carrera en volumen (por ejemplo, en habitantes) a Madrid, pero, al alcanzar los albores de la Transición democrática de 1975-1982, la capital catalana perdió su prolongado envite. Nunca ha recuperado su relevancia, lo cual no quiere decir que se dieran plena cuenta ni políticos catalanes ni españoles. La fama de la «contracapital» como desafío al centro estatal duró mucho tiempo. De modo sorprendente, en Madrid se lo tomaban en serio. Pero la contracción industrial en Cataluña tuvo su impacto, que se haría perceptible con lentitud.

Una parte del material y también de la maduración de la hipótesis de la versión original en catalán de La Catalunya populista se fijó en la idea de que la España de los años treinta, la época de la Segunda República y la Guerra Civil, estuvo dominada de modo implícito, nunca claro, por lo que di en llamar «el Mediterráneo catalán».[4] La capitalidad del bando republicano, con su pretensión de legitimidad democrática frente a la presunción del oficialmente llamado «Glorioso Alzamiento Nacional» (o GAN, como se vino a decir con estilo oficioso, para abreviar) se fijó en este espacio. Pasó del Madrid sitiado para seguir una ruta harto significativa. El Gobierno republicano primero se instaló en Valencia, a inicios de noviembre de 1936, y luego, al acabar octubre de 1937, se estableció en Barcelona. Ya antes, en octubre de 1936, el presidente de la República, Manuel Azaña, apareció en la Ciudad Condal y fijó su residencia en el edificio del Parlamento de Cataluña, para luego mudarse al monasterio de Montserrat. No es, creo yo, un camino accidental en ninguno de los dos casos; por el contrario, el bando nacional situado entre Burgos y Salamanca carecía de un verdadero foco urbano capitalicio.

El hecho es que la «contracapital» tenía respuesta: ser una second city (segunda ciudad, término nacido para categorizar a Chicago) no pudo (ni puede) eliminar las rivalidades; la misma indefinición de su rango las acentúa. La envidia urbana deja rastro por todo el mapa, sea el país que sea.[5] Así, Barcelona se proyectaba en un ámbito extenso hasta llegar a ciudades que mostraban cierta capitalidad por su entidad, para pretender ampliar su área de influencia, por muy discutida que esta resultara. Era fácil proyectar predominio dentro de un espacio catalanófono (lo que los nacionalistas catalanes llevan un siglo llamando «Països Catalans»).[6] Dicho esto, la ciudad de Valencia presidía la alternativa peninsular a Barcelona, con otros centros que a su vez la contestaban dentro del propio contexto «regional», como Alicante en el marco valenciano o, en las islas Baleares, Palma de Mallorca. A pesar de todas las competiciones y antagonismo interurbanos del conjunto del País Valenciano, la ciudad del Turia tenía una proyección harto alternativa a Barcelona, frente a la ambición de dominio contrapuesto y federalizador que reside en el catalanismo. Por supuesto, Valencia tenía su propia lucha, es decir, la pretensión de presidir la salida al mar de Madrid, gracias a la vía férrea de la Compañía MZA (o la línea Madrid-Zaragoza-Alicante), que, por debajo de Albacete, se divide en dos ramales, uno a Cartagena y el otro a Alicante. Ambos puertos, para resumir, eran en la práctica la defensa naval mediterránea (con Mahón, en Menorca) y el estómago de la capital estatal. Así, la metrópolis catalana quedaba apartada de la principal ruta de influencia madrileña. Con limitaciones (el problema del ancho de vía férrea) era el acceso a Francia y, más allá, Europa, en equilibrio con la otra salida peninsular de Hendaya, en el País Vasco. La pugna entre Valencia y Alicante es proverbial y bien conocida.

Desde los años veinte del siglo pasado, esta perspectiva se ha tomado por evidente en el obrerismo, entre la CNT con su centro en Cataluña y Levante y la UGT, con foco madrileño y expansión en el sur español.

Pero se puede plantear desde otro contexto muy diverso al del obrerismo, casi tópico en su extensión y reiteración. En los años de la dictadura primorriverista, de la República y la Guerra Civil, con la culminación duradera del autodenominado «régimen» franquista, el ámbito económico «el Mediterráneo catalán» quedó representado por dos supercapitalistas del todo opuestos.

Uno fue Francesc Cambó, abogado barcelonés y político catalanista, hijo de campesinos acomodados del Ampurdán, que (con su socio de bufete y aliado político Joan Ventosa i Calvell) se convirtió en el modo mediante el cual el gran monopolio alemán AEG (Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft), encabezado por el empresario y político Walther Rathenau, pudo desprenderse de su filial argentina, para salvarla de la posibilidad de que los aliados expropiaran la empresa eléctrica bonaerense como reparación de guerra tras la Paz de París. Su rival en todos los sentidos fue el mallorquín Juan March, que supo convertir un pequeño negocio clandestino de contrabando de tabaco entre la Argelia francesa y los mercados españoles en el fundamento de una prodigiosa millonada, orientado asimismo hacia empresas de energía. La auténtica fortuna en ambos casos vino pues a resultas de la Primera Guerra Mundial. Si Cambó lideró la Lliga Regionalista, March fue liberal, seguidor de Santiago Alba (el principal oponente de Cambó en los años de vida parlamentaria monárquica) y luego, de modo paradójico, hombre estrechamente vinculado a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (que persiguió a Alba y de la que Cambó guardó distancias). La enemistad entre las dos figuras culminó en los años republicanos. Aunque ambos respaldaron el alzamiento militar de 1936, March financió el golpe (en especial el vuelo crucial del general Franco de Canarias a Marruecos). No fue hasta un par de meses más tarde cuando Cambó se decantó abiertamente por los insurgentes. No debe sorprender que March triunfara en el franquismo, mientras Cambó, monárquico accidentalista, se quedó al margen. Es fácil pensar que estos dos multimillonarios representaron el grado en el cual el cambio al desarrollo capitalista tuvo, en la primera mitad del siglo XX, un eje en el espacio del «Mediterráneo catalán». Ese protagonismo se acabó con el franquismo. Es más, para la historiografía catalanista, la caída de Barcelona el 26 de enero de 1939 se valora como el final de la guerra, con los eventos restantes reducidos a una especie de anticlímax.[7]

Fue evidente que la conquista de la «segunda ciudad» iba a comportar un castigo. Barcelona, convertida en capital de la República, además de ya ser la sede del Gobierno catalán y el foco de La Revolución por antonomasia, reunía todo lo que el GAN rechazaba. Llegó el Caudillo y todo cambió. El franquismo puso fin al protagonismo rival barcelonés ante Madrid. No lo digo en un sentido de gran conspiración, como a menudo se repite en el catalanismo y la opinión catalana en general. Al acabar la Guerra Civil, incluso hubo una propuesta de trasladar la capital a Sevilla, frente a la supuesta infidelidad madrileña.[8] Franco no quiso oír hablar del tema, pues contaba con la continuidad y la tradición del poder para consolidar su autoridad, que podía ser discutida. Sencillamente, la industrialización se dio en muchas partes de lo que tanto el franquismo como el catalanismo han llamado «Estado español» y Madrid se convirtió en un punto de atracción de inmigración de campo a la ciudad y, más adelante, de gentes llegadas de fuera de Europa. También llegaron a Barcelona y Cataluña, en las mismas olas migratorias internas (catalanas, españolas), como del exterior con el paso del siglo XX al XXI. Para resumir de un modo probablemente demasiado extremo, se puede entender que el llamado «desarrollo español» estuviera más condicionado por la dinámica de la urbanización que por una subyacente presión industrializadora frente a la agricultura.

Para resumir, Cataluña dejó de ser excepcional, la «fábrica de España» y por tanto la supuesta «locomotora de la sociedad española», que arrastraba el conjunto agrario —con una producción rural, agrícola muy «atrasada»— hacia la modernidad. Era un polo alternativo a la centralidad política de Madrid.

Cataluña era un espacio industrial con cierto contrapunteo al País Vasco, pero con un epicentro metropolitano que no existía en las Vascongadas. Euskadi y la tradición nacionalista sabiniana defendieron el particularismo de sus componentes, como, llegada la primera oportunidad operativa, reflejó la ley de noviembre de 1983 respecto las «Relaciones entre las Instituciones Comunes de la Comunidad Autónoma y los Órganos Forales de sus Territorios Históricos». Nada más ajeno al catalanismo, que siempre reivindicó una Cataluña única y unida. De modo tradicional, Cataluña se definió con una gran urbe frente al campo, a la muntanya. El propósito del catalanismo, desde antes de Valentí Almirall y su particularisme (por mucho que Almirall inventó el término, a efectos prácticos), ya con el federalismo de Francisco Pi y Margall, era abandonar el modelo centralista de una España a la francesa. Se buscaba recuperar la visión de «las Españas», que era la legitimidad respetada incluso por los Borbones, tal como regían sus monedas (Dei gratia rex Hispaniarum et Indiarum) hasta perder «las Indias» con la batalla de Ayacucho, en 1824.

La desindustrialización que presidió Pujol y el impulso turístico que encabezó Maragall (con las Olimpiadas de 1992) convirtieron a Cataluña en un espacio económico mucho más pequeño. Se invirtió el cliché.

El Procés que culminó en 2017 (pero que se ha arrastrado hasta el presente) ha sido y puede que vuelva a ser (ya que nunca se debe dejar el futuro por escrito) un rechazo frontal del sueño barcelonés de encarnar la contracapitalidad española. Al contrario, se ha fundamentado en la afirmación de que small is beautiful («lo pequeño es bonito», expresión puesta en circulación en 1973 por el economista germano-británico E. F. Schumacher).[9] La idea que ha empujado el impulso secesionista en pro de la independencia representó un giro conceptual muy importante. Se planteaba que una Cataluña tan pequeña como Bélgica (32.114 km² frente a 30.688 km²) luciría mejor que el viejo sistema, en el cual Barcelona, como capital alternativa a Madrid, era, en un símil con frecuencia repetido en su tiempo, la locomotora que remolcaba al resto de la España agraria. A su vez, la pérdida de ambición de mandar —dentro de unos límites— en el marco español quedó marcado por el retroceso de Barcelona ante el crecimiento de Madrid, hoy (en 2024) un epicentro económico con más del doble de población que la Ciudad Condal.

El viejo sueño de Barcelona como «contracapital» implicaba el conjunto de una España que recuperaba su complejidad. A ello ayudó el esquema dualista (al menos a ojos catalanistas y a veces libertarios) de una República como «Estado integral» con una autonomía excepcional catalana. Dos sistemas políticos con sus respectivos parlamentos, aunque el de Barcelona se encontrara bajo el de Madrid. Ese recuerdo de la «Cataluña populista» fue determinante en el despegue de la Transición, gracias a Josep Tarradellas, con su capacidad de maniobrar ante Adolfo Suárez y su insistencia de que él literalmente encarnaba la Generalitat de Cataluña en el exilio. El reconocimiento de una Cataluña autónoma que era casi explícita en su fraccionamiento de la España regionalizada sirvió para legitimar la España posfranquista.

El cambio profundo, la mecanización de la agricultura, ha herido gravemente la red tradicional de agrociudades hispanas y ha dejado tras de sí la «España vacía» (o «vaciada») que en 2016 apodó con gran resonancia el ensayista Sergio del Molino.[10] El discurso «indepe» (o sea, la radicalización del pujolismo, ya que el independentismo catalán propiamente dicho ha sido mucho menor, resumido en la CUP, la Candidatura d’Unitat Popular, una influyente confluencia de fuerzas y partidos en la política catalana a lo largo del Procés) ha dado por supuesto que sería mejor ser una máquina de transporte propio y no una potencia económica peninsular.[11] Eso plantea que, en 2024, lo que fue «la Cataluña populista» ya es otra cosa. El concepto ha cambiado de modo extremo, como se indica en una nota breve a continuación. La política catalana de «indepes» e «independentistas» deriva de un «populismo» propio del siglo XXI, que confieso, resulta un patrón del todo confuso para un ser tan analógico como este autor.

 

 

¿NEOPOPULISMO Y COMUNISMO?

 

Cuando escribí el libro en 1981, mi pregunta entonces era: ¿qué hizo especial el medio social catalán de los años treinta, que dotó de intensidad o hizo foco a Barcelona y, por extensión, al conjunto de Cataluña? En esa coyuntura, en especial con la Guerra Civil, Madrid era reconocida como la anticipada «tumba del fascismo», el campo de batalla del «¡No pasarán!». Se hizo mucha propaganda por todo el mundo, por la izquierda, se entiende. Ello no significaba más que un eco, ideológicamente «empoderado» o reforzado, de la interminable batalla de Verdún a lo largo de 1916 y de la voluntad francesa de resistir ante los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Barcelona era otra cosa, era La Revolución, así en cursiva y con mayúsculas. Como tal, la Barcelona revolucionaria tuvo varias caras, las más famosas de las cuales fueron la anarquista o libertaria y la comunista pura o «correcta» expresada de manera clara en el POUM. Esa expresión que quedó alejada de la idealización del frente de combate que simbolizó Madrid.

El argumento presentado en el libro era que la «revolución republicana» del 14 de abril de 1931 produjo un «populismo» catalán, una interacción compleja y nunca fácil entre ERC y CNT, especialmente potente en los primeros dos años del nuevo régimen y que se encontró por completo agotado con el fracaso del alzamiento contradictorio del 6 de octubre de 1934. Tras la derrota, a lo largo de 1935, se buscó una unidad innovadora: fuera la superación de las contradicciones entre facciones republicanas y obreristas durante 1931-1934, fuera la creación de alguna especie de unión obrera que combinara a socialistas, comunistas y nacionalistas revolucionarios. El anarcosindicalismo se refundió en un impulso que al menos aparentaba ser unitario, surgió el Partido Obrero de Unificación Marxista y, en el estallido de la Guerra Civil, se formó el Partido Socialista Unificado de Cataluña. ERC y nacionalistas revolucionarios —redefinidos con el ya histórico nombre de Estat Català (Estado Catalán)— también se sumaron a la tendencia de la fusión. Para resumir, la política «revolucionaria» se estabilizó en un discurso que, se quisiera o no, era «populista», en el sentido de buscar el entendimiento de partidos obreristas, sindicatos y nacionalistas catalanes opuestos al nuevo y agreste nacionalismo españolista que expresaba el golpe de Estado de julio de 1936 y las instituciones que nacieron de esa revuelta, o sea, el franquismo con todas sus contradicciones.

No es esta interpretación para nada el relato tradicional de La Revolución en Barcelona o Cataluña. Se supone que estalló un sentimiento de cambio proletario que, visto en el contexto de mediados de los años treinta del siglo XX, con la «Marcha del fascismo» que parecía imparable, despertó entusiasmos de signo muy diverso en el resto de Europa, la Américas e incluso el mundo cultural «africanodescendiente» (radicalizado por la invasión italiana de Etiopía en 1935-1936). Según esta visión, La Revolución nacía para responder al vigor de la derecha extrema. Siempre según el relato, si no triunfó fue culpa de una traición, descarada y vil, inherente en el estalinismo y la falta de coherencia ideológica de la URSS, que, llegado agosto de 1939, asumió la contradicción absoluta de aliarse con el nazismo, en una operación que llevó al ataque a Polonia y al comienzo europeo de la Segunda Guerra Mundial.

La idealización izquierdista de La Revolución y de Barcelona tapó muchos aspectos realmente importantes de la Guerra Civil. El más obvio fue el hecho de que Cataluña no se separó del resto de España. Como ha señalado de manera reiterada el historiador Arnau Gonzàlez i Vilalta, todos los observadores extranjeros, en especial los diplomáticos y los periodistas o corresponsales internacionales, que vigilaban el nacionalismo catalán, dieron por supuesto que el país catalán estaba maduro para una ruptura. La Guerra Civil —se repetía por doquier— debía comportar la oportunidad para romper la vieja sociedad y sus abusos. Pero el hecho es que las opciones nacionalistas catalanas, de cualquier signo, no fueron capaces ni tan siquiera de plantearse tal división: la incapacidad separatista resultó una sorpresa absoluta para la opinión internacional.[12]

Este libro fue un intento de repensar el significado de la República en Cataluña, sus diferencias con el conjunto de España y, en último extremo, tanto su éxito como su fracaso.

 

Barcelona, 2024

PROEMIO NECESARIO EN 2024:
LA EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE POPULISMO EN NUESTROS TIEMPOS

 

 

El poble de Catalunya ha demostrat que hi és, que hi serà i que cal comptar-hi.

 

Declaración del presidente catalán destituido Carles Puigdemont en la Diada del 11 de septiembre de 2018, desde su residencia en Waterloo, Bélgica.

 

 

Miremos atrás, desde 2024. Hay que clarificar las ideas. En 1982, como se puede constatar en la introducción inmediatamente anterior, intenté definir «populismo» dentro del sentido del libro La Cataluña populista como «cierto no sé qué», incluso como un «toque especial» que distinguía la dinámica política republicana de la Cataluña de los años treinta del siglo XX frente al estilo que predominó en el republicanismo español hasta la segunda mitad de la Guerra Civil.

Puedo actualizar la definición que se planteó en la introducción de 1982 (incluida en la presente versión). En el contexto catalán de los años treinta, como en la política española, la noción operativa fue la de «unidad». Era una idealización selectiva, por supuesto: se debía unir a todos en un planteamiento propietario, al que se adaptarían los demás. ¿Cómo entonces unificar?

En la política catalana, supuestamente tan dirigida hacia la separación con España, tal ideal de fusión operativa implicaba la síntesis —como superación— de las «contradicciones» sociales en el país. Eso es lo que quise llamar «populismo». Se suponía que se fundirían sindicatos industriales (o sea, el «sindicato único», con todos los trabajadores de un mismo ramo de producción reunidos en una sola organización para ejercer una mayor capacidad negociadora) con los trade unions o agrupaciones de oficio. De modo similar, se daba por supuesto que se deberían juntar sindicatos socialistas y entidades anarcosindicalistas. La solución estaba en un discurso muy catalán, ancestral, familiar, que entendía que las centrales sindicales se reunirían en un movimiento común, pero asimismo mantendrían su carácter local, específico.[1] También, en los mismos años de entreguerras, época marcada por los contraejemplos del Partido Comunista (Bolchevique) en la URSS y el Partido Nacional Fascista en Italia, se generalizó la idea —o el ideal— del «partido único», una organización paraestatal que encarnaba la fuerza y autoridad del poder y la representación al nivel más limitado y circunscrito. Esquerra nunca logró tal monopolio, por supuesto. Pero, de nuevo, la visión de la identidad común implícita entre la Generalitat reinventada y la Esquerra reproducía el esquema catalán de una fuerza dominante pública equilibrada con el fraccionamiento local, lo específico de cada lugar. La ERC era una muestra, ya que era un partido de afiliación indirecta. Había algunos (pocos) dirigentes que eran propiamente miembros de la Esquerra como tal, pero el conjunto de los adeptos militaba en entidades pequeñas, de barrios metropolitanos o pueblos en comarcas, entes que eran los que estaban afiliados al partido.

Esta noción de Gobierno regional o autonómico y republicanismo municipal (en el sentido más pleno, institucional) comportaba la lectura catalana —asimismo común a los libertarios, fuesen o no catalanes de abolengo— de la relación entre el Govern Català y el Gobierno de la República, o el Parlament de Catalunya y las Cortes de la República española. La alternativa libertaria era muy cercana, excepto que daba como criterio absoluto el monopolio de la sociedad civil ante cualquier poder alternativo. Una definición, para lectores infantiles, de 1931 respondía en catalán al interrogante «[¿]Cómo se llega a la Anarquía?». Se realizaría mediante «tres poderosas fuerzas»: «La Anarquía, queridos niños [infants], nos facilita el camino para alcanzarla. Contad con la Escuela, el Sindicato y el Ateneo Cultural».[2]

Los republicanos y nacionalistas añadirían un Gobierno propio, catalán, que estaría, como particularidad, de alguna manera tras la escuela. Pero todo se podía matizar, ya que se podía acceder a las «tres poderosas fuerzas» desde la calle.

¿Cómo, al menos en concepto, se podía hacer funcionar sin problemas tantos supuestos (lo que nunca ocurrió)? Se necesitaba un cabdill («caudillo», en catalán), un líder carismático. Fue el proyecto de Macià. L’Avi («El Abuelo») personificó la Generalitat, desde el 14 de abril en adelante, sin Estatuto y con Estatuto, y hasta su muerte. Cuando Joan Lluhí i Vallescà intentó, entre finales de 1932 y el inicio de 1933, encabezar el Govern con Macià como presidente formal, y el funcionamiento gubernamental supeditado al Parlamento, Macià decapitó el experimento en pocas semanas.[3] Mandaba él, con la mayoría absoluta de la Esquerra, como «partido gubernamental», en el Parlamento. Con la defunción de Macià, en diciembre de 1933, el rol de cabdill quedó descolocado. No le funcionó a su sucesor, Lluís Companys, aunque la idea y/o ideal siguió en su sitio.[4]

Todos de alguna manera aceptaban que el cabdill hacía de puente entre las instituciones y la calle. Por ese apego a la presión callejera, siempre se podían saltar los inconvenientes de un sistema político representativo, con una cámara elegida. El hecho era (o es) que el pueblo estaba físicamente en la vía y allí se manifestaba (la «revista gráfica de izquierdas» que publicó Companys en 1931-1932 se llamaba así, La Calle). En esa visión idealizada del espacio moral de aceras y adoquines estaban de acuerdo tanto la tradición de la Esquerra, de los «nacionalistas revolucionarios», de los obreristas de signo socialista o comunista-nacionalista y, qué duda cabe, todo el arco libertario. Así de ahí vamos de 1934 al 1936 y, si se quiere plantear, hasta 2017. En el fondo, el criterio es que la calle manda, o debería hacerlo.

Ello tuvo un efecto paralelo y sorprendente. Al situar la rúa como árbitro de la política se subrayaron las transformaciones del ocio en el discurso ideológico. Llegados los años veinte, el deporte —y en especial el fútbol— empezó a desafiar a la «fiesta nacional» de los toros en su centralidad en la imaginación colectiva. La música se mecanizó, junto con la expansión de la radio.

En la representación plástica, se estableció un estilo que, argumento yo, tomó las pautas del movimiento cultural dominante del catalanismo —el noucentisme («novecentismo»)—, modo literario en extremo elitista, y las extendió, o vulgarizó. Los años veinte y la época republicana estuvieron sometidos a lo que he dado en llamar un «noucentisme de masses», un oxímoron claro, que incluyó influencias externas como el art déco. El artista Feliu Elies, nacido en 1878 y muerto en 1948, nos da una buena pauta, en tanto que fue caricaturista político (con el seudónimo «Apa»), pintor (con su mismo nombre y apellido), crítico de arte y ensayista (como «Joan Sacs»).[5] Su propio estilo fue de un realismo extremo (entre la llamada «nueva objetividad» alemana o el «realismo social» soviético) y luchó con ferocidad y vehemencia contra las líneas más vanguardistas catalanas, tanto el surrealismo tipo Salvador Dalí (y sus imitadores) como el camino hacia la abstracción en el modo de Joan Miró. Lo que Elies rechazaba nos indica la importancia, en aquellos años, de superar las contradicciones con mezclas cruzadas.

La consagración del cambio de «tracción de sangre» al uso sistemático de vehículos con motor de combustión interna coincidió con el incipiente giro en el gusto del entretenimiento. Al mismo tiempo, la electrificación urbana quedó más o menos confirmada (los pueblos eran otra cosa). El idioma popular se adaptó y metáforas taurinas empezaron a ceder ante elogios a la velocidad en muchas expresiones, como por ejemplo en los piropos, tan abundantes en aquella época. Toda una evolución acelerada en aquellas Cataluña y Barcelona que se podía situar en un marco referencial masculino, mucho más que femenino. Lo demás son detalles, anécdotas.

Miremos el problema de la definición con un sentido menos técnico, menos estrecho, para luego valorar el cambio del concepto con el tiempo. Cuando escribí La Cataluña populista en 1981 (publicado como libro el año siguiente), ya llevaba una década estudiando el medio social catalán propio de los años treinta del siglo XX. Mi pregunta entonces era: ¿qué hizo especial esa época en Barcelona, en Cataluña? La capital catalana se hizo famosa por muchas razones, propias de la coyuntura: que si allí se enfrentaban el fascismo y el antifascismo; que si luchaban estalinismo y antiestalinismo; que si la Iglesia católica combatía la secularización de la sociedad mediterránea. Hubo factores muy específicos: ¿era factible que un nacionalismo separatista realizara el cambio de un Estado europeo occidental? ¿Era válido un nacionalismo español de derechas o de izquierdas? ¿Qué hizo que, para entendernos pronto, fuera especial la Cataluña que el escritor inglés George Orwell homenajeó con título tan explícito?[6]

Finalmente, tras mucha reflexión, encontré una analogía —y por tanto una hipótesis— en las circunstancias de la América Latina de aquel tiempo, en las décadas de entreguerras, tanto en el mundo hispanoamericano como en el marco lusófono de Brasil. Hasta encontré pistas referentes al New Deal («nuevo arreglo») del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt. Visto desde los años ochenta del mismo siglo pasado, de México a Argentina (con el Caribe), la problemática me pareció que había quedado resumida en una caracterización política, fijada posteriormente como concepto: el «populismo». Era una descripción que entonces estaba muy lejos de la popularidad y divulgación actual, ya en la tercera década del siglo XXI. Era una calificación que se utilizaba más bien poco y además selectivamente. Tan sólo en unos lugares y épocas entonces había fenómenos políticos que habían sido bautizados como «populismo». En el resto del mundo, sobre todo en una modernidad entendida como fruto de otras modas o pautas, el lenguaje político y su interpretación estaba dominado aún en 1981-1982 por unas ideas maestras europeas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Así, cualquier «populismo» era o una experiencia pasajera, o una influencia fracasada. Lo que importaba era la polarización planetaria.

La gran contienda global empezó en Asia en 1937, con la descarada invasión japonesa de la China. Luego el asunto se complicó con lo que sucedía en Europa central y en el Mediterráneo. Combates dispersos tomaron mayor forma como «Segunda Guerra Mundial» con el asalto alemán a Polonia en septiembre de 1939, más la intervención balcánica de Italia en Albania, con la consiguiente anexión, en abril del mismo año. A pesar del chocante entendimiento entre el Führer Adolf Hitler y el Vozhd (Вождь o «jefe», en ruso) comunista Iósif V. Stalin improvisado ante la crisis polaca en agosto de 1939, la pugna violenta involucró de forma directa a la Unión Soviética en junio de 1941. En diciembre del mismo año, se completó el juego globalizador con el ataque sorpresa nipón a la base norteamericana de Pearl Harbor en Hawái, que metió a Estados Unidos, de fuerte sentimiento aislacionista, en el gran combate planetario, pues el Führer cometió la torpeza inmediata de declarar la guerra al gigante estadounidense, en función de su acuerdo tripartito germano-italiano-nipón. Los militaristas japoneses, más prudentes, no se sintieron obligados a corresponder y entrar en el asalto a la URSS, aunque tal pugna había sido en los años treinta un tema político central en Tokio. Mirado contra el fondo de este inmenso panorama, la guerra civil española de 1936 a 1939 quedó como un anuncio simbólico de la vasta pugna mundial que la siguió, sin estar por ella sometida a su taxonomía, a sus normas verbales e ideológicas. Sin embargo, lo que sucedió en Barcelona y Madrid pareció a todo observador un presagio de lo que sucedió a mucha mayor escala a continuación. Fue un tópico de entonces.

En todo caso, la Segunda Guerra Mundial lo cambio todo. Al acabar en 1945, con la derrota primero de Alemania en mayo y luego de Japón en agosto, frente a la alianza que en 1942 se autodenominó las «Naciones Unidas», dejó un resultado político congelado durante décadas. Ese tiempo —de 1947 a 1991 (las fechas son harto discutibles)— se llamó la «Guerra Fría».

La nueva lucha global cambió el vocabulario político y la visión geopolítica del mundo. Las «Naciones Unidas» aunaba tres «uniones» —el Reino Unido y la Commonwealth, la Unión Soviética y Estados Unidos— con un conjunto de «naciones libres» —la China libre, la Checoslovaquia libre, la Polonia libre, la Francia libre, y así sucesivamente— frente a las potencias del Eje. En una indicación de la nueva metamorfosis política, en San Francisco entre abril y junio de 1945, la coalición de las «Naciones Unidas» se reconvirtió en heredera de la fenecida Sociedad de Naciones: una organización (ONU) de todos los países independientes, excepto los derrotados. Para tener más votos en la Asamblea General, la URSS exigió que Bielorrusia y Ucrania fuesen reconocidos como miembros de pleno derecho. ¿Quién esperaba ento

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