ÉL
—Nunca contrates a alguien que tenga una vida secreta —me dijo el jefe cuando la candidata salió de la oficina.
—¿Y cómo sabré si la tiene?
—Lo sabrás. Ella la tiene.
Lo dijo mirando hacia la puerta, como si todavía viera su falda azul ondeando por el pasillo. Estaba completamente arrugada, la falda. Como un papel de regalo pasado por las manos de mis sobrinos.
Ahora sé que si el jefe no comentó nada sobre el culo de la candidata fue porque estaba esperando a que lo hiciera yo. Confío en que ya sepa que no puede esperar esas cosas de mí. Yo solo me fijé en eso, en lo arrugada que se le había quedado la falda.
Los candidatos siempre llevan los zapatos lustrosos. Se esmeran. Van impecables por delante. Por detrás… Por detrás es otra cosa.
«Míralos cuando creen que nadie los mira. Sobre todo entonces», había sido uno de los primeros consejos del jefe.
El jefe es condenadamente listo. No me gustaría ser hijo de mi jefe, ni mujer de mi jefe, ni jefe de mi jefe. Pero como jefe… Al jefe le gusta enseñar. Soy su pupilo.
Aquel día, el día de la mujer misteriosa, comí con el jefe. Hablamos de la candidata.
—Lo que yo te diga —insistió el jefe—. Esa mujer tiene un muerto en el armario como que tú te llamas Pablito.
Pablito.
Le habría dicho al jefe que entonces lo que tendría la mujer es un muertito en el armarito. Pero aún no me atrevía a bromear con él. Por eso solo dije:
—Pablo. Me llamo Pablo.
No llevo tanto tiempo con el jefe como para renunciar ya a que me llame por mi nombre. A mí solo me llama «Pablito» mi madre.
—Pero todos tenemos secretos —insistí.
—Si tú tienes secretos, entonces tendremos que admitir que todo el mundo tiene secretos —dijo el jefe, y apuró su copa de vino—. Pero no es lo mismo tener un secreto que tener una vida secreta.
—¿Y en qué crees que consiste esa vida secreta?
—Mira, Pablito…
—Pablo —susurré. Mi palabra cayó sobre la mesa como un grano de sal sobre el mantel blanco.
—… nuestra misión no es averiguar lo que oculta la gente. Si eso es lo que quieres saber, te has equivocado de profesión. Lo que tenemos que hacer nosotros es otra cosa.
ELLA
A mí no se me ha muerto nadie.
Me refiero a alguien cercano.
Bueno, se murieron mis dos abuelos. Cuando era pequeña. Pero ¿ves?, digo: «Se murieron». No: «Se me murieron», que es otra cosa.
Conozco gente a la que se le ha muerto gente. Al parecer, tardas un tiempo en hacerte a la idea. Cuentan que te ves con el teléfono en la mano, llamando a esa persona que ya no puede oírte para contarle una noticia. O llegas a casa y, nada más entrar, lo saludas. Si el nombre es largo, te quedas a mitad de palabra: «Ya estoy aquí, Alejan».
A mí me pasa lo mismo, pero al revés.
Cada día llego a casa y me llevo un susto de muerte al encontrarme a mi madre dentro. No me hago a la idea de que vive conmigo.
Otra vez.
Pero ahí estaba, en casa de la abuela, la casa en la que me refugié cuando la abuela volvió definitivamente a vivir al pueblo. Había tenido la casa para mí solita un par de años, pero ahora llegaba y mi madre estaba ahí, pasando el aspirador por la alfombra a las diez y media de la noche, que ya me dirás tú si son horas. Los vecinos de abajo estarían encantados.
—Se ha enfriado la tortilla —a modo de saludo.
O sea: «Llegas tarde» y «Me he pegado una hora haciendo tu plato favorito».
Reprochito y abnegación, especialidad de la casa.
Con cebolla.
«Gracias, mamá». Es lo que debería haber dicho. Lo sé.
—Mmm —es lo que mugí antes de meterme en el baño y pegarme un buen rato con el móvil.
—Hija, que se enfría —gritó mi madre desde el otro lado de la puerta unos minutos después.
—Pero ¿no has dicho que ya estaba fría?
—Es que has llegado tan tarde…
—¿Qué pasa? ¿Que ahora tengo hora de llegada? ¿Qué tengo? ¿Quince años?
—No, si tú puedes llegar cuando te dé la gana. Faltaría más —me soltó al otro lado de la puerta—. Pero ten en cuenta que tu libertad empieza donde acaba la de los demás.
—Es al revés, mamá. Es «tu libertad acaba donde empieza la de los demás».
La oí suspirar y largarse arrastrando los pies. En el pasillo, no hay alfombra.
—¿Querrás pan? —me gritó desde la cocina mientras en Instagram me aparecía el anuncio de una nueva hamburguesería—. Puedo descongelarte un trozo en el microondas.
Me rendí. Cerré las aplicaciones, tiré de la cadena para disimular y fui a cenar.
La mesa estaba puesta. Tendría que estar agradecida, pero aquella servilleta de tela sobre mi plato me irritó. ¿Hacía cuánto que no las lavábamos? Yo antes me apañaba con un trozo de papel de cocina. Pero desde que vino mi madre… Y cómo iba a quejarme.
Igual lo que me irritaba era ese «tener que» estar agradecida.
O mi madre entera.
No es fácil explicar cómo volví a vivir con mi madre. Tampoco es fácil volver a vivir con ella.
Dicho esto, ojalá no se me muera nunca.
Ojalá me irrite eternamente.
Además de la tortilla, había un plato de jamón.
—Jamón de Teruel —dijo mi madre toda orgullosa.
ÉL
—Si me dieran una bellota por cada vez que he oído «mi mayor defecto es que soy perfeccionista», podría mantener cien piaras de cerdos —dijo el jefe mientras cogía un trozo de jamón ibérico cinco jotas con dos dedos.
La forma en la que come jamón mi jefe se parece bastante a la forma en que entrevista a cada candidato. Lo coge con delicadeza, lo agita un poco… y luego se lo zampa.
—La verdad es que no parecía muy perfeccionista. Vamos, no sé, creo —le dije al jefe.
—Ay, Pablito.
—Pablo.
—Ese tío tenía de perfeccionista lo que yo de malabarista.
Sonreí. Era la primera vez que me daba la razón.
Pero entonces el muy cabrón cogió tres panecillos de la panera y los tiró, uno a uno, por el aire. Empezó lentamente. Luego fue acelerando y acelerando. No tenía nada que envidiar al malabarista del semáforo del cruce de Abascal con Castellana. El número acabó dejando el panecillo de cebolla a su izquierda, la fougasse con aceite de oliva y sésamo a la derecha, y bebiendo de su copa de vino mientras el último panecillo subía hasta lo alto del techo del restaurante. Con una mano dejó la copa de vino y con la otra atrapó el panecillo integral con semillas de lino y girasol.
Yo dejé de sonreír. Quien sonreía, admirado, era el hombre de la mesa de al lado, que inclinó la cabeza cortésmente y le dedicó un aplauso silencioso.
El jefe se puso la mano bajo el pecho, inclinó la cabeza y, al levantarla, me guiñó un ojo y dijo:
—Me lo enseñaron en unas jornadas de team building.
—Entonces, señor Malabarista. —Empezaba a permitirme ciertas licencias con el jefe, y notaba que él las celebraba con alentadoras sonrisas—. ¿Diría que el candidato sí era perfeccionista?
—No lo sé seguro. Pero no te diría que no.
En aquel momento me sentí feliz de poder decir algo que al jefe se le había pasado por alto.
—Bueno… Hay un detalle… Es algo que me hace pensar que tan perfeccionista no es.
—¿Ah, sí? —dijo el jefe con una media sonrisa—. ¿Cuál?
—Le faltaba un botón en la manga izquierda del traje —solté triunfalmente.
Entonces el jefe se llevó la mano al bolsillo.
—¿Este quizá?
—¿¿Pero…, pero…??
—Estaba todo el rato tocándose la manga disimuladamente —explicó el jefe—. O eso se creía él, porque el caso es que te diste cuenta hasta tú.
Yo cogí un cachito del manoseado pan de cebolla.
—Estaba claro que se sentía incómodo. Una de dos: o no se había dado cuenta hasta que llegó aquí, que lo dudo, o lo perdió poco antes de entrar en la entrevista y ese detalle le estaba sacando de quicio, lo que encajaría con alguien perfeccionista.
—Pero ¿dónde lo encontraste? ¿De dónde has sacado el botón?
—Ay, Pablito. Siempre empeñado en saber lo que menos importa. El día que centre tu curiosidad haré de ti un monstruo. Pero vamos, por si te quita el sueño, te diré que estaba en la sala de espera, entre una de las sillas y la mesita de las revistas. Se le debió de enganchar. ¿Satisfecho?
Entonces lanzó el botón al aire como si fuera un panecillo integral con semillas de lino y girasol. El botón dio vueltas y vueltas en el aire y, al final, cayó en mi copa de agua.
El jefe no se inmutó. Cogió otro trozo de jamón, se lo comió y a continuación metió sus dedos grasientos en mi copa llena como si fuera un lavafrutas.
—Me lo guardo por si volvemos a verlo —dijo rescatando el botón y echando a perder mi agua.
—Entonces ¿va a ser el seleccionado? —pregunté yo ingenuamente.
—Ni de coña —contestó sin pensárselo dos veces—. Y otra cosa. No quieras parecer más listo que yo —me dijo acercándose hacia mí. Y luego se recostó y añadió—: No digo que no intentes serlo. Pero no intentes parecerlo, Pablito.
—Pablo.
ELLA
Aproveché que mi madre había bajado a tirar la basura para responder a Sandra. Para mí que se había puesto una alarma para preguntarme cada día después de terapia. No se le pasaba ni una.
Yo no era ni la mitad de buena amiga que ella. No sabría decir ni cuándo era su cumpleaños. En diciembre, creo.
Le mandé un audio:
—Jo, gracias, Sandra. Siempre tan pendiente… Todo bien, muy bien. ¿Y tú? Cuéntame, que te meto cada turra con lo mío… La de hoy ha sido la penúltima sesión de grupo. Las voy a echar de menos, no te creas. Son muchos meses…
—Seguro que ellas te echarán de menos a ti —escribió Sandra—. Y tus historias.
Carita sonriente.
«Siempre se debe llamar a cada cosa por su nombre, pero, si uno no se atreve, debe poder hacerlo en el cuento», nos decía Luisa en terapia. Se ve que antes lo dijo Andersen.
Sandra sabía alguna de aquellas historias. Y otras historias. Sabía hasta las historias que no debía saber nadie.
Oí la puerta de casa. Mi madre había vuelto.
—Otra vez el contenedor amarillo hasta la banderilla —entró diciendo.
—Te escribo, que ha vuelto mi madre —le dije.
Sandra se rio. O al menos puso tres emojis riendo.
—Sois una pareja muy graciosa —dijo.
—¿Te puedes creer que se ha pegado toda la cena hablando de Toni?
—Qué quieres. Si no le contaste…
Nos quedamos las dos en línea, sin decir nada.
Estábamos escribiendo un silencio.
Sandra sabía que era más, mucho más, lo que no le había contado a mi madre. Porque una cosa es lo de que Toni, el novio ese que tan fabuloso le parecía, fuera más tóxico que un vertido de tetracloruro de carbono y otra, que, después del vertido tóxico, me liase con un hombre casado y acabase atropellando a su mujer.
Estoy segura de que mi madre no quería saber. Practica el deporte de la ignorancia como forma de supervivencia. Pilates para la espalda, ignorancia para el corazón.
—Cuando tengo el turno de mañana, se levanta antes que yo para hacerme un bocadillo y que me lo lleve —le escribí a Sandra.
—Pues es de agradecer, ¿no?
Con lo que me irritaba ese tener que estar agradecida…
—Me trata como a una niña. Nunca conseguiré que me vea como una adulta funcional.
—A ver, Vicky. Funcional, funcional… ¿Funcional de esas a las que no les funcionan los frenos?
Me reí. Me reí y le mandé un montón de emojis llorando de risa. Solo ella podía decirme eso y hacer que me riera.
Solo ella —y Rodri, claro— sabía que cuando atropellé a la mujer de Rodri, cuando la vi en la calle y la reconocí y avancé hacia ella, contra ella, como una loca, con la bici eléctrica de Bicimad, cuando le dije, sangrando en el suelo, ella despatarrada a mi lado, sin tener ni idea de quién era yo, cuando le dije «Lo siento, señora. Es que no funcionaban los frenos», no era verdad. Lo que no funcionaba bien, la que iba cuesta abajo y sin frenos, era mi cabeza.
Pero esa cabeza empezaba a estar bien.
—Me han citado —le escribí a Sandra.
—¿En el juzgado?
—No, idioti. Para la entrevista de trabajo.
Me inundó el wasap de tréboles de cuatro hojas.
—Te mereces lo mejor.
—Tú más.
—No hay más que lo mejor.
—Pues lo mejor por dos.
—Y tú, por infinito.
Corazoncito rosa. Rosa chicle, como ese intercambio de cariño que podríamos haber seguido estirando (tú más; no, tú…) de no haberlo interrumpido mi madre.
—Qué pelo tan bonito tenías de pequeña —dijo en voz alta.
Estaba mirando una de las cien fotos que había en el mueble del salón.
En aquella foto, dentro de un marco de madera con filo dorado, sonreíamos mi hermano y yo, de pequeños, en el regazo de la abuela, el mejor sillón del mundo.
—Tan rubia, tan mona… —dijo mi madre con ternura antes de mirarme y soltar—: Parece mentira.
—Te dejo —escribí a Sandra—. Tengo que discutir un ratito con mi madre.
Emoji de la risa y:
—Dale un beso de mi parte.
ÉL
La candidata era rubia. Rubia como mi madre. Rubia teñida.
Cuando salió por la puerta, vi en la espalda de su americana oscura, en ese punto ciego de los candidatos, un largo pelo rubio.
Nada más irse del despacho, Gloria entró a traer unos papeles y el jefe se levantó de la silla y abrió la ventana.
—Uf, sí —dije yo agitando la mano delante de la nariz.
—Opium —sentenció Gloria.
El jefe se encendió un cigarro.
—¿Cómo?
—OPIUM —repitió el jefe—. Es un tecnicismo muy usado en Recursos Humanos para designar una Oblivious Person In Useless Meaning. ¿De verdad no lo habías oído nunca?
Yo aún seguía buscando algo de sentido a aquella absurda frase cuando Gloria se apiadó de mí.
—Ni caso, Pablito. Te está tomando el pelo. Opium es un perfume.
—Yves Saint Laurent —precisó el jefe.
—Ah —dije yo.
—Apuesto a que tu madre usa Eau de Rochas. O la colonia de Álvarez Gómez —aventuró el jefe, como si fuera algo de lo que burlarse.
Mi madre usa la colonia de Álvarez Gómez. Y también Eau de Rochas.
—¡Ay, Pablito! ¡Qué vamos a hacer de ti! —le jaleó Gloria. Les gustaba compincharse contra mí.
—Pablo, llamadme Pablo —insistí—. Yo tuve una novia que…
Pero para el jefe no había más batallitas que las suyas.
—Podría ser peor —me interrumpió—. Podría ser Poison.
¿Cómo podía saber tanto de colonias? ¿Lo habría aprendido en unas jornadas de team building?
Gloria salió del despacho. Yo me permití el lujo de no darle pie al jefe a contar otra historia, porque estaba claro que, detrás de aquella referencia a Poison, había algo —alguien— más.
—Esta mujer también parecía tener una vida secreta, ¿no? —dije volviendo a la candidata. Quería que el jefe viera lo rápido que aprendía.
Se quedó unos segundos pensando, moviendo la cabeza de un lado a otro.
—No sé si tiene una vida secreta o si quiere que lo creamos.
Si mi jefe fuera entrevistado y tuviera que responder a esa pregunta enrevesada de su invención, aquella de «¿Qué característica considera que le define y al mismo tiempo no negaría su contraria?», creo que la respuesta correcta sería la sutileza y la zafiedad.
—No lo pillo —admití. Había descubierto que al jefe le gustaba más que confesara mi ignorancia que me dedicara a disimularla.
—Normalmente la gente intenta ocultar sus secretos —me explicó el jefe, encantado de ponerse didáctico—. Es entonces cuando se nota que los tienen. Pero ella estaba demasiado ansiosa por mostrar que había cosas que no nos iba a contar.
—¿Y qué ganaría con ello?
—Misterio.
—Me encantaría saberlo.
—No, digo que lo que ganaría es un halo de misterio —dijo el jefe soltando una bocanada de humo.
Necesitaba dos semanas más en la oficina para reunir el valor de quejarme por aquello. No se podía fumar en la oficina, pero el jefe lo hacía cuando le venía en gana. Seguro que era denunciable. De momento, en vez de quejarme, le dije:
—¡Pero nadie contrata a una directora de marketing por que sea misteriosa! Ser misterioso no es una cualidad necesaria para el puesto.
—Para el puesto no. Para el amor sí.
Y me guiñó un ojo.
—¿Me estás diciendo que esa mujer estaba intentando ligar con nosotros?
El jefe soltó una risotada.
—No te equivoques, Pablito. Intentaba ligar. Pero no contigo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunté esta vez genuinamente interesado—. Quiero decir… ¿Cómo lo distingues? Al fin y al cabo, ellos se afeitan, ellas van a la peluquería, todos buscan la ropa que mejor les sienta, los calcetines de la suerte, el color de pintalabios más favorecedor… Todos pretenden ser encantadores. Todos quieren encantarnos.
—Muy bien, Pablito —dijo el jefe asintiendo—. Vas aprendiendo. Nuestro trabajo consiste en someternos a varios procesos de seducción al día y salir indemnes.
Y, tras un breve silencio, añadió:
—O no.
Apagó el cigarrillo, cerró la ventana y salió de la sala.
—¡Gloria, espera! —le oí decirle a la secretaria—. ¿Puedes dejarme en la mesa el test de la última candidata?
ELLA
De eso ya hacía tiempo, pero la primera noche que pasó mi madre en casa me di cuenta de que, a partir de ahí, sería ella quien aportara los detalles.
Muchos detalles.
—Ya duermo yo en el sofá, hija mía. Por mí no te preocupes —me ofreció la primera noche.
—Pero mamá… Si podemos dormir juntas en la cama de los abuelos —dije con la boquita pequeña.
Sí, soy una egoísta. Tengo más voluntad, más deseos, que el de encajar. Prefería tener la cama para mí sola.
Mi madre lo sabía.
Claro que lo sabía.
—Nada, nada, hija. Si mira qué bien me recoge el sofá los riñones.
Qué bien encaja mi madre en todo… Cómo se adapta ella al mundo, la mujer viscoelástica.
—Me va a venir de perlillas —insistió—, porque últimamente tengo un dolor aquí…
Ni me molesté en mirar donde señalaba.
El «aquí» de los dolores de mi madre era el mapa de Pangea; abarcaba, amalgamado, todo lo existente.
—Nada, tú, cuando quieras, te vas a la cama —dijo, como dándome permiso.
Cambió de canal, dejó el mando pegado a su muslo y se puso a coser un botón que —yo ni me había enterado— se le había caído a mi camisa azul.
Así, con pequeñas variaciones en el color de los botones y en el programa de televisión, pasaron muchas noches. Porque no sé si era mi madre o solo tiempo lo que yo necesitaba que pasara. En cualquier caso, pasaron las dos cosas: mi madre, que todo lo pretende coser, y el tiempo, que todo lo ha de curar. Y debo reconocer que por fin dormí bien. No todas, pero sí algunas noches. Y no llamé ni una vez a Rodri. Y no falté a una sola sesión de terapia. Y me miré a través de los ojos de mi madre, y me vi niña. Y no abrí más que algún que otro botellín de cerveza. Y algunas noches hasta olvidé tomar el diazepam. Y pensé: «Ya estoy bien».
Y también, cuando pasaron los días: «Como siga aquí mi madre, sí que voy a terminar de volverme loca».
Pero ¿cómo iba a echar a mi madre? ¿Cómo iba a hacerla salir de mi vida? ¿Cómo devolver una alfombra usada?
No tenía ni idea, hasta que la realidad me brindó la ocasión: mi padre desapareció de repente.
Ya no iba a devolver a mi madre, no. Lo que sucedía es que mi madre tenía que ir a cumplir una misión.
SuperMariCarmen al rescate. O sor MariCarmen, que yo veía a mi madre más de misión de misionera, que la abnegación va más a juego con una toca de monja que con un esmoquin de agente especial. Son dos formas distintas de ir de blanco y negro.
Solo una misión más urgente podía apartar a mi madre de la misión de salvamento que se había arrogado conmigo. Lo malo es que no podía encargársela directamente. Tenía que emplear el lenguaje familiar de los meandros.
—Hace unos días que no sé nada de papá —le empecé a decir—. Lo llamo y no me coge. Le mando mensajes y no contesta. ¿Está bien?
—¡Oye! Tú pon lo que quieras en la tele, ¿eh? Como si no estuviera —dio mi madre por toda respuesta, y era lo mismo que decía todas las noches mientras sus manos se aferraban al mando con una artritis sobrevenida a su contacto, que moriría mi madre y tendríamos que enterrarla con el mando entre las manos, como un rosario catódico.
—¿Y papá? ¿No te echa de menos? Yo te lo agradezco, pero… ¿No llevas demasiado tiempo conmigo, mamá?
Cómo iba a ir más allá de aquella pregunta, si sabía yo que en cierto modo la había invocado. Pero, cuando uno anhela la presencia de alguien, obvia que, junto a ella, llegarán también esos incordios que el tiempo amplifica. Los ruidos, los olores, los…
—¡Españoles por el mundo! —exclamó mi madre, sin soltar el mando.
—¿Hasta cuándo te vas a quedar?
Sabía que era una pregunta un poco descortés, pero no hay pregunta descortés para quien sabe esquivarlas, y mi madre era experta en contestar lo que le daba la gana.
—Dentro de nada, Navidad —fue, de hecho, la respuesta de mi madre, que podía interpretarse de cualquier manera.
A continuación, subió el volumen y siguió cosiendo. Yo tenía una letra K de madera, de adorno. La tenía a un lado de la tele, pero ella la había movido y la había dejado en el centro, de forma que tapaba parte de los textos que aparecían sobreimpresionados en la parte inferior de la pantalla.
—Sí que tiene que ser bonito Shanghái, sí. ¿Te conté que estuvo Magdalena?
La miré en silencio, pero mi «No tengo ni la menor idea de quién es esa Magdalena» debía de transparentarse a través de mi frente porque mi madre se tomó muy en serio sacarme de mi error.
—¡Sí, mujer! ¿No te acuerdas? Su hijo mediano iba a tu mismo curso, pero a otra clase. Iba con Toni, ¿no te acuerdas?
Se me pusieron los pelos de punta. Lo último que necesitaba es que mi madre volviera a hablarme una vez más de Toni el Magnífico, Toni el yerno ideal, Toni la malapersona que me tuvo atada a sus pies durante tres años mientras llevaba tartas los fines de semana a casa de mis padres, y qué encantador parecía entonces. Pero hubo suerte. Mi madre siguió hablando del hijo de no sé quién que había estado en Shanghái.
—Fuisteis juntos a clase de patinaje. ¿No te acuerdas de que una vez su madre llegó tarde a buscarlo y nos lo trajimos a casa?
—No, mamá.
—Sí, hija. Te tienes que acordar. —Y cada vez que oigo «Te tienes que acordar», pienso «¿Por qué? ¿Porque tú te acuerdas? ¿Porque tu vida es un cúmulo de vidas con las que llenas la tuya pero yo a duras penas puedo con la mía?»—. Su marido le pintó la casa a Fernanda. Dice que la mar de bien. Y muy económico. Fue cuando se puso una pared de color fucsia. —Sí, ella siempre aporta muchos, muchísimos detalles—. Para mí que quedaba un poco hortera, pero ella estaba encantada y cualquiera se lo decía, con lo orgullosa que estaba, que por repintar y tirar una pared se creía que había transformado su piso en un plof de esos…
—Loft, mamá, se dice loft. ¿Y eso qué tiene que ver con Shanghái?
—Ah, sí —retomó el hilo mi madre—. Bueno, pues que Magdalena fue con su marido, el pintor, allí, y dice que impresionante. Yo no sé cómo eligieron irse allí y no al Caribe o a Tailandia, o esos sitios más normales. Fue cuando les tocó la lotería. Ellos dicen que un mordisco.
—Pellizco, mamá.
—Lo que sea. Pero para mí que fue un buen pico.
—Pero mamá —insistí—, ¿no te vas a casa?
—Total, tu padre no está —soltó por fin.
—¿Y dónde está papá, si se puede saber?
Mi madre se puso a mover cosas dentro del costurero. Yo no sé si lo ordenaba o si se dedicaba a marear agujas, hilos, botones y presillas.
—Mira, Vicky —dijo con las gafas en la punta de la nariz, sin mirarme, sin dejar de menear piececitas—, yo estoy donde se me necesita, y no hace falta que digas nada, que las madres lo sabemos todo.
Pero qué iba a saber ella si yo me había ulcerado guardando todo en secreto: mi rela