LA VIDA DISTRAÍDA
Quizás se trataba de su esperma.
—Esperma vago —repitió su mujer.
—Es muy importante —le insistió el médico con voz cansada— que en la próxima muestra se asegure de que todo el semen se recoja en el envase. Ya sabe, los cuatro días previos nos abstenemos de eyacular y si estamos utilizando lubricantes, dejamos de usarlos, que pueden afectar a la movilidad de los espermatozoides.
En el coche de vuelta a casa su mujer dijo por última vez «esperma vago», y añadió un comentario previsible acerca de su afición a los estupefacientes: «Ay, Julio, si te hubieras drogado menos». A partir de entonces, las semanas siguientes, Casilda diría «astenozoospermia» y trataría el asunto con delicadeza científica, en la ilusión de ser un problema controlado, localizado en el hipotético bajo conteo de espermatozoides guardados en el escroto de su marido.
Llevaban un mes de pruebas y eran muchas las causas posibles, quizás las trompas de Falopio estaban inflamadas debido al estrés del nuevo puesto directivo de Casilda, o se hallaban ante la habitual insuficiencia ovárica propia de la edad premenopáusica. El médico había dicho muchas cosas, pero él no estaba para recordárselas a su mujer. En la siguiente cita, con los datos de los análisis repetidos, sabrían con más seguridad y darían el siguiente paso: tratamiento de fertilidad y/o reproducción asistida. Habían quedado en no forzar nada, solo se trataba de saber si algo fallaba, para no hacerse ilusiones. También estaba la posibilidad de la ovodonación, que a ella no le hacía mucha gracia, o de usar el esperma de un donante, que a él le resultaba incómodo. Incluso cabía la opción de adoptar un niño ya nacido, en Ucrania o en Etiopía. Habían acordado que para ser padres decidirían todo juntos y, sin embargo, Julio sentía que una vez más Casilda lo arrastraba contra su voluntad, y que ya estaban demasiado lejos.
Se había casado hacía dos años y el regalo de su suegro fue un piso reformado en Lavapiés, un quinto con vistas a la iglesia de San Lorenzo y suelo de baldosa hidráulica, con dormitorio, salón comedor, un estudio y una habitación decorada para el bebé. El piso estaba sin amueblar, salvo la habitación del bebé, que tenía su cuna, su cambiador sobre la cómoda, su mecedora para la lactancia y un cesto rosa lleno de muñecas, otro cesto lleno de coches y un baúl, rotulado con el nombre de la empresa familiar, Anella Construcciones, y lleno de ladrillos de Lego. Su suegro era un hombre que dirigía a cincuenta trabajadores, y estaba acostumbrado a que sus salidas fueran celebradas como gestos de un humor inteligente.
Cuando se casaron ya eran una pareja asentada, dormían en habitaciones separadas para un descanso sin perturbaciones, hacían el amor cada dos semanas, sin alargarse pero con la eficacia de los que se conocen, y podían pasar horas sin hablar, cada uno frente a su pantalla. Desde la boda, «el furor de los cuarenta», decía Casilda, habían incrementado sus encuentros sexuales. Ella respiraba con más fuerza, se le abrazaba al cuello y lo aprisionaba con las piernas, mientras le decía con voz seductora «córrete dentro» o «lléname toda». Julio al principio se reía al oírla y se le cortaba la eyaculación, pero poco a poco se amoldó a la novedad y acabó por acostumbrarse a quedarse dentro de ella hasta que el miembro se retraía y liberaba un borbotón de semen que Casilda intentaba en vano contener tapándose el coño con una mano.
El esperma podía ser vago sin dejar de ser copioso. Fuera por su esperma vago o por el envejecimiento acelerado por el estrés de los ovocitos de Casilda, llevaban ya dos años intentando concebir. Y ahora estaban haciendo pruebas para localizar el fallo, y si había fallo habría solución. Y la solución lo convertiría en padre. De momento, el médico había pautado las cópulas adecuándolas a los días de ovulación, así que habían reducido sustancialmente sus encuentros sexuales, concentrándolos en tres días consecutivos al mes, y observando por parte de Julio una abstinencia previa para que el semen no perdiera densidad. Julio no quería pensar mucho más en el asunto. Que pensara Casilda. La paternidad no sería un problema si conseguía apartarla como preocupación. Se ocuparía de ser padre con la distracción que empleaba en el resto de las tareas cotidianas, ¿por qué no?
Tenía, de hecho, todo el día para él, y un hijo reforzaría su papel de amo de casa, manteniendo el piso en orden y dedicado a la crianza para que Casilda pudiera entregarse a su carrera. «Los que tienen éxito en el trabajo siempre cuentan con alguien que cuida de la familia. Si te pones a ver las parejas que triunfan, siempre hay uno que se queda en casa», decía Casilda y Julio asentía, sin querer entrar en la conversación por temor a destapar un reproche sobre su nula disposición a buscar un empleo. De su juventud conservaba en el fondo de su alma el plan de escribir una novela que le diera reconocimiento y cambiara su destino. Nunca se había sentado a escribir varios días seguidos ni había superado jamás las seis páginas escritas, ni siquiera formaba parte ya de las ensoñaciones con las que entretenía las horas muertas, y, sin embargo, esa novela por hacer era todavía la clave que ordenaba una existencia sin ambición laboral, un planteamiento de vida en el que el trabajo, si se daba, cumplía una estricta función alimenticia.
Las especulaciones en las que se perdía desde que era un hombre casado eran más un juego de perspectiva que de prospectiva. Consistía en ver las cosas que le pasaban desde ángulos que ofrecieran un perfil más amable de su paso por este mundo. Una manera de ser optimista, de adaptarse al medio y sentirse alguien. Ahora, por ejemplo, tumbado en el sofá cama del estudio donde pasaba las noches, tal vez inspirado por las baldosas hexagonales del suelo, pensaba en sí mismo como en un zángano inseminador. No era una mala vida.
Se fumó un porro de hierba y se masturbó viendo un vídeo de Traci Lords, siempre tan entregada. Su esperma sería vago, pero era abundante y denso como para empapar tres pañuelos de papel.
Ser dependiente de música en la FNAC le había durado mucho más de lo previsto. Cuando entró, nueve años atrás, pensó que sería un empleo transitorio para la temporada de invierno, un complemento al verano en el crucero. En la sección de discos eran seis los empleados que atendían al público, nada que ver con los años anteriores a la crisis de la música, cuando los discos ocupaban dos plantas enteras. Se trabajaba bien, estaba al día de las novedades, cuidaba con atención melómana del catálogo de fondo y las horas muertas las empleaba en redactar recomendaciones de sus discos preferidos para la web de la tienda, lo que le permitía redondear el sueldo en unos mil euros mensuales. Al quedarse en paro, la posibilidad de reciclarse en crítico musical y dar continuidad a sus pequeñas reseñas le resultó tan natural como imposible. Tras consultar con amigos periodistas le quedó claro que en 2019 en España había más críticos musicales que músicos.
—¿Tienes el último disco de Malú?
Después de medio año parado, seguía soñando con su trabajo de dependiente. En la consulta del médico se había enterado de que Albert Rivera, el exlíder de Ciudadanos, iba a tener un hijo con Malú, y esa noche una chica con granos le había preguntado en sueños por la cantante. Enredado en una búsqueda sin fin por los estantes de música melódica española, se despertó con un sabor a leche agria en la boca. Lo de Malú y Albert Rivera habría sido la conversación del día en la FNAC, Javi y Antoine, sus compañeros, se habrían recreado en las fiestas rocieras donde surgió el amor y Manuela, su gran amiga, encargada de la sección de libros, habría dicho que Albert le resultaba repulsivo como todos los de Ciudadanos, pero que daba la impresión de ser un follador incansable. «Me da asco reconocerlo, pero tiene pinta de empotrador», habría dicho ajustándose sus gafas vintage de montura verde, con un libro de Joyce Carol Oates o de Annie Ernaux entre las manos.
Estar en paro no era un infortunio para Julio, todo lo contrario. En los últimos meses había deseado tanto librarse del trabajo que solía explicar su despido dándole la razón a Paulo Coelho: «Cuando realmente se desea algo, el universo conspira para que se cumpla».
El trabajo en sí no tenía ninguna complicación. Su malestar laboral no tuvo que ver, como solía explicar Casilda a los allegados, con la crisis de la música. De hecho, cuando las ventas de discos pasaron de ser pocas a ser insignificantes, se había convertido con indisimulado cinismo en un buen vendedor de muñequitos, camisetas y chapas de ídolos pop. Y disfrutaba vendiendo, como se disfruta anotando tantos en una competición deportiva. Con sus compañeros, desde que había aprendido a no exigirles amistad, mantenía una fluida cordialidad y una honesta camaradería. Se sentía respetado también por la jefa, tan cruel con algunos subordinados, especialmente con Manuela y el resto de las chicas. Le dejaban además pinchar la música que sonaba en su planta, lo cual era un privilegio por veteranía que defendía sin concesiones y con música feliz y anacrónica, sin devaneos depresivos tan del gusto de los dependientes que iban de entendidos.
Se encontraba bien allí, sí, hasta que empezó a resultarle insoportable pasar los días encerrado en un cubo sin luz natural que vibraba con un molesto ruido de fondo. Un ruido tan punzante para él como inaudible para el común de las personas.
Casilda había decidido poner su vida en orden, despejar de su vista cualquier elemento que estuviera provocándole inquietud. Según le había dicho muy seria, una semana después de la última visita al médico, la inquietud estaba entorpeciendo su fertilidad, «tenemos que limpiar el nido y hacerlo cien por cien acogedor». A Casilda le encantaba hablar de tantos por ciento aplicados a cuestiones abstractas; según solía recordarle Julio, una manera ilusoria de domesticar la incertidumbre.
—Si te refieres a que la pila del fregadero esté sin platos, de acuerdo.
—No solo, Julio. El suelo se llena de polvo si dejas todo el día las ventanas abiertas. Y la música… es posible que la música me esté poniendo nerviosa. Vamos a probar unos días sin música. Tienes todo el día para escuchar tu música, pero cuando yo entre por esa puerta la quitas. Si la puedes quitar un poco antes, mejor. Y, por favor, las colillas de los porros las envuelves en una servilleta mojada, las metes en una bolsa pequeña de las de congelar, cierras bien la bolsa y entonces la echas al cubo de la basura.
Había aprendido a decirle que sí a todo. Eso la calmaba. Eran exabruptos puntuales, aunque empezaban, por uno u otro motivo, a repetirse casi a diario, con especial intensidad la víspera de los días marcados en el calendario como fértiles. «Querer estar tranquila te pone nerviosa», le dijo Julio esa noche. Como vio que no lo escuchaba adoptó un pronunciado acento de barrio y se puso a encadenar frases hechas de una sentimentalidad periclitada, buscando con ironía reírse juntos de lo que les estaba pasando: «¿Tú qué eres?, ¿la típica tía problemática?», «Te va a venir la regla; es eso, ¿no?».
Casilda no se reía, pero a él le gustaba verla enrojecer y que le agarrara de las muñecas queriendo sacudirlo. Casilda estaba en pijama y en el forcejeo, Julio vio que se le marcaban los pezones. Animado, se colocó un palillo entre los dientes asomando por la comisura de la boca, y siguió con la parodia de mostrarse repulsivo: «Ven aquí, que yo sé lo que te falta», «la puntita, flis flis, eso te falta», «te doy con la puntita, flis flis, y ya verás qué relajada te quedas». Lo que más asco le daba a Casilda eran esas onomatopeyas vulgares, ese flis flis que Julio marcaba con intención, como silbándole a un rebaño de cabras. Flis flis, la puntita.
Casilda entonces le daba con la mano en el pecho, «cállate, cerdo hijo de puta», pero ya el juego había cambiado. Y las reglas ahora consistían en escenificar un odio mutuo, pegarse con mimo, tirarse de los pelos activando el flujo sanguíneo, romperse la camisa, desnudarse a la manera de las películas tratando de creérselo, morderse con ternura, entrelazarse, follar sin besarse, correrse dentro y no retirarse, besarse y luego sonreír mirándose a los ojos, como si fueran muy felices.
—Según el calendario tendríamos que haber esperado a mañana. Así nunca me voy a quedar embarazada.
En los últimos tiempos la política no estaba entre las pasiones de Julio. Tampoco podía hablarse de decepción, pues nunca llegó a creer que España pudiera arreglar sus problemas, aquellos que, aunque no le afectaran directamente a él, colonizaban las conversaciones a su alrededor. España, qué raro le sonaba escuchar la palabra España en su propia voz. Si repetía muchas veces seguidas España, la palabra se volvía extraña, como un término extranjero del que se desconoce el significado: España, España, España, España, Extraña… No era antipatía ni simpatía, era desafección hacia un nombre siempre envuelto en pesadas controversias.
Había pensado en desprogramarse, en no leer noticia alguna, interrumpir el runrún informativo y dejar de hablar de actualidad, pero seguía entrando en internet y aprendiéndose los nombres de los ministros y arrastrándose a la trinchera en discusiones idiotas, incluso soltando soflamas de adhesión a la causa. ¿Qué causa? La que tocara; lo más comentado en los mentideros digitales: el problema de la vivienda y el chalet de Pablo Iglesias, los hoyuelos de Pedro Sánchez y la sintaxis de Carmen Calvo, el paradero de Juana Rivas y el posado de Irene Montero, Santiago Abascal montado a caballo y los que rompen España, ¿debe el feminismo integrar en su lucha a las mujeres transgénero?, el grupo preferido del nuevo Ministro de Cultura es La Unión, la amenaza de una ultraderecha que ha puesto la rojigualda en la isla de Perejil, el flamenco y la Rosalía, el rey emérito mata elefantes pero la monarquía es el pegamento de la patria plurinacional, el embarazo de Malú y la anorexia de Leticia, la China del 5G y la América de Trump.
En otra época le habría resultado divertido, habría sido capaz de ver la realidad informativa con la pasión del espectador ante una comedia ocurrente y disparatada o, desapasionadamente, como el entomólogo observa la efervescencia de un hormiguero. Ahora la realidad lo aburría, tantas llamadas de atención, tantos giros de guion, tanto ruido, le resultaban previsibles y agotadores. Los hijos de la democracia española, los adolescentes del 92, eran ahora una generación de adultos cansados.
La novedad de estar gobernado por políticos de su edad al principio le había despertado curiosidad, sin embargo, enseguida se dio cuenta de que aquella renovación generacional no mejoraba en nada la situación. Debía estarles agradecidos, aquellos políticos que tenían sus mismos años habían despejado sus últimas dudas: no había razón para seguir atento al espectáculo de la política, mejor dar la espalda también a ese negocio vulgar. ¿O quería seguir alojando en su mente a Pedro Sánchez y a Isabel Díaz Ayuso? ¿Es que quería volver a soñar con Malú? Ahora que no trabajaba, podía ir cortando vínculos con la ordinaria realidad, pero, entonces, ¿con qué llenaría el hueco?
Aunque el origen de aquella falta de pasión por las cuestiones mundanas no pueda ser situado con claridad, Julio atribuía a las microdosis de LSD un impulso decisivo.
Fue su amiga Manuela, la encargada del departamento de libros, quien se presentó una tarde repartiendo microdosis. Manuela es importante en esta historia y no está de más describirla: bajita con gafas de montura grande, lectora compulsiva que escribe versos a escondidas, más inteligente que Julio pero amiga de la complicación, decepcionada con la humanidad pero comprensiva con cualquiera, algo más joven que él, atractiva en conjunto pero fea en detalle. Con ella se había acostado alguna vez, sin entusiasmo por ambas partes, y esa falta de atracción sexual, pensaba Julio, explicaba su gran amistad, que pudieran hablar sin pudor ni segundas intenciones.
—Abre la boca y levanta la lengua —le dijo mientras le introducía un papel secante más pequeño que un confeti en el que sonreía un Smiley.
—Nos quedan seis horas de trabajo.
—Con más motivo.
Manuela era un ejemplo muy poco habitual en el siglo XXI, una persona para la que la literatura constituía su principal fuente de comprensión del mundo. Ni cine ni series la distraían de su pasión lectora, y cuando un libro le gustaba lo suficiente, podía tomárselo como un manual de instrucciones. Como un Quijote anacrónico y promiscuo seguía las enseñanzas de un título hasta que alguna otra novedad la seducía.
Casi siempre se trataba de narrativa, sin embargo, en las semanas en las que tanto ella como Julio experimentaron con las microdosis, Manuela estaba fascinada con Qué día más bueno, un ensayo de Ayelet Waldman cuyo explicativo subtítulo resumía el argumento: «Tomar LSD en microdosis me cambió la vida». Julio, por insistencia de Manuela, leyó el libro a saltos y le resultó, en sus palabras, «demasiado histérico», y las neurosis de su «exagerada autora» poco creíbles. A Manuela en cambio le parecía que era un libro «honesto» que describía muy bien la contradictoria vida de una triunfadora, aunque su objeto fuera mostrar los efectos de una terapia tan poco convencional.
—Cuidado conmigo, soy una investigadora psicodélica autónoma —le decía a Julio cuando se cruzaban en las escaleras mecánicas.
Julio se había tomado el secante y aunque en teoría la dosis era subperceptual notó una creciente energía conforme fue avanzando la tarde. Animado, le dio por reordenar, siguiendo un criterio pedagógico, la discografía de sus saxofonistas de jazz preferidos. El objetivo era una iniciación placentera para un oyente lego, así, en el lugar de Gerry Mulligan colocó primero el disco Reunion with Chet Baker seguido por What Is There to Say? y su encuentro con Johnny Hodges, para cerrar con Getz Meets Mulligan in Hi-Fi. A Coltrane lo ordenó comenzando por Olé y terminando por A Love Supreme. Lo mismo hizo con Cannonball Adderley, Ornette Coleman, Jimmy Dorsey, Stan Getz, Dexter Gordon, Coleman Hawkins, Joe Henderson, Lester Young, Joe Lovano y Jorge Pardo.
Cuando se cansó de los saxofonistas pinchó a Abdullah Ibrahim, su inspirado disco Good News from Africa, que sumió a la planta en un agradable estado meditativo.
Bajo los estimulantes efectos de la microdosis, Julio atendía a los clientes con verdadera pasión. El que vino interesado por el disco Dice la gente de Kiko Veneno se llevó también Yamore de Salif Keita y el de Ali Farka Toure con Ry Cooder, después de escuchar un discurso a toda velocidad sobre la música feliz de los lugares desgraciados, las conexiones entre Andalucía y los esclavos africanos y Kiko Veneno como el Paul Simon español:
—El Kiko Veneno de los últimos años no se explica sin el Graceland de Paul Simon, el blues de Ali Farka Touré o la alegría contagiosa de Salif Keita.
Parecía mentira que una dosis tan minúscula, de diez microgramos, una décima parte de un tripi, pudiera provocar aquel entusiasmo y aquella sensación de asombro y convicción. Los relatos de psiconautas que buscó en la red hablaban de efectos sutiles sobre el ánimo, pero a Julio le proporcionaba una estimulante lucidez y una energía vital que lo llevaron a preguntarse si los meses precedentes no había estado deprimido. La realidad adquiría otro relieve, las cosas pequeñas se volvían importantes y las cosas grandes perdían interés. Aquella tarde en el descanso merendó en compañía de Manuela un bocadillo de jamón ibérico con el pan empapado en aceite de oliva y una naranja que le supieron a gloria.
—Esto es mejor que los porros.
—¿Nos fumamos uno?
—Venga.
Hasta los porros sabían mejor. Manuela era una pésima liadora de porros, así que los traía hechos de casa. Como les quedaba tiempo de descanso subieron a la azotea y, pertrechados en la pared del cuartillo de ascensores, encendieron el canuto. Desde ese lado de la azotea se veían los tejados del centro de Madrid ondular hacia el sur, como las escamas de un animal prehistórico, mitad pez mitad pájaro, a un paso de hundirse o de alzar el vuelo.
—Qué bonito, ¿no? Los tejados y el sol de primavera —dijo Manuela.
—Sí.
—Todo es lo mismo, pero con más brillo, ¿no?
James Fadiman, el psicólogo psicodélico que defendía el valor terapéutico de las microdosis y había establecido la posología y el protocolo de uso, contaba que muchos de los que seguían sus pautas exclamaban al llegar la noche: «Qué día más bueno». La expresión había dado título al libro de Ayelet Waldman y era un buen resumen de la experiencia: días estupendos, tardes luminosas.
—Hay que seguir el plan —le dijo Manuela a la salida del trabajo, metiéndole un sobrecito con nueve secantes en el bolsillo de su chaqueta—. Una microdosis cada tres días durante un mes. A ver qué pasa. Tómatela por la mañana, para que te deje dormir por la noche.
Esa noche efectivamente le costó conciliar el sueño, no mucho más que cualquier otra noche, pero lo disfrutó leyendo, con ayuda del traductor de Google, testimonios de experiencias con microdosis de LSD y psilocibina, el principio activo de las setas alucinógenas.
Las siguientes tomas, espaciadas por tres días para no crear tolerancia, fueron también radiantes. La quinta vez que se microdosificó —ese era el verbo que empleaba Manuela—, sintió dolores estomacales que lo obligaron a ausentarse por media hora de su puesto. Se tumbó en el sofá del cuarto del personal y consiguió relajarse poniéndose las manos sobre la barriga hasta que se le pasó el dolor.
Tres días después decidió interrumpir el tratamiento. No solo fue por el dolor de estómago, de pronto le resultó absurdo seguir la receta de un psicólogo en América. Aquel protocolo de microdosis podía darle un barniz de respetabilidad terapéutica a la experiencia, pero ¿por qué amoldarse a un formato médico? ¿Estaba acaso enfermo? ¿No era en realidad su enfermedad estar formateado por normas sociales que escapaban a su voluntad? Su trabajo, su matrimonio, su casa, su pensamiento, ¿eran realmente suyos? En el hackeo de la mente y en el embeleso de los sentidos, ¿era también necesario obedecer una posología prescrita por un doctor?
El caso es que dos semanas después de que él abandonase el tratamiento, Manuela terminaba con su décima microdosis y Julio decidió acompañarla, con la expectativa de revivir el entusiasmo laboral de las primeras tomas. Había dormido poco y la microdosis le brindaría el estímulo para hacer de aquellas horas poco memorables una jornada estupenda.
Sin embargo, conforme avanzaba la tarde una irritación sin motivo se adueñó de su ánimo. Todo le resultaba molesto: la lentitud del ordenador para los pedidos; las preguntas de los clientes despistados; el olor a vainilla de todo el edificio; el roce de la moqueta al andar; la música que él mismo ponía, interrumpiendo a cada rato la canción que estuviese sonando para pasar a la siguiente; el aliento de los compañeros de trabajo; la luz eléctrica y las ventanas de cristales tintados por los que nunca entraba el sol; y, sobre todo, el ruido de fondo, un zumbido que mezclaba la vibración de los conductos de aire, de las lámparas de neón, de las pequeñas bombillas LED que señalaban por el suelo las vías de evacuación en caso de incendio, del murmullo y de la respiración de la gente, de los pitidos que emitían las cajas registradoras, de los ascensores y de las escaleras mecánicas y de la cinta transportadora que comunicaba la planta baja con el sótano, de donde también llegaba el rumor irritante de ordenadores, teléfonos, cámaras de foto, tabletas y otros dispositivos tecnológicos a la venta.
Aquel ruido de fondo era el ritmo difuso que atraía a las masas a la comunión del consumo. Aquel ruido era el instrumento de colonización de las mentes que le hacía sentirse siempre tan cansado. Era un zumbido que te iba minando por dentro, socavando tus resistencias hasta la completa alienación. Nada de aquello tenía que ver con él, ¿por qué seguía allí entonces?
—Julio, ¿cuántas veces te he dicho que no pueden sonar canciones que no estén a la venta en la tienda?
—No las he contado, pero me voy a arriesgar: ¿siete?, ¿o han sido nueve? ¿Puedo pedir el comodín del público?
La encargada le estaba ordenando con una pregunta retórica que quitara la canción. Pero a él le apetecía discutir.
—Julio, no tengo tiempo para estar repitiendo cosas que son de cajón.
—¿De cajón de sastre o de cajón flamenco o de cajón mortuorio, o sea, de ataúd?
La encargada no se reía, pero a él de pronto le hacía mucha gracia la situación y probó a llevarla al extremo fingiendo sonoras carcajadas de leñador de dibujos animados.
—Mañana hablamos. Ahora no parece un buen momento —dijo la encargada antes de darle la espalda.
Le quedaba media hora para terminar su turno, pero no pudo permanecer allí encerrado. Sin decir nada fichó y salió a toda prisa al encuentro de la calle.
Al volver al día siguiente no tuvo problemas con la encargada, nadie le afeó su conducta. Salvo Manuela, nadie pareció haberse dado cuenta. Y, sin embargo, aquel ruido de fondo, mucho menos presente que la tarde anterior, seguía ahí. Y ahí permaneció, lejano pero constante, como un recordatorio de que aquel ya no era su sitio. Hasta que consiguió que lo echaran.
—Cuando me casé con mi mujer, que en paz descanse, mi padre me regaló su martillo y su cincel para hacer rozas. Eran otros tiempos, había mucho que construir, había que construir un país entero, alicatarlo hasta el techo y hacer muchas rozas, millones de rozas para cables y tuberías.
El día de la boda, Julio no estuvo muy atento al discurso de su suegro, solo recordaba cómo al hablar agitaba la mano derecha, en la que le faltaba el dedo índice. Gracias a la grabación de aquel discurso y a que Casilda, orgullosa de su padre, lo hubiera compartido en Facebook entre las fotos de la boda, y gracias sobre todo a la ayuda de sus amigos que lo imitaban sin piedad, pudo Julio aprendérselo palabra por palabra:
—Mi padre me regaló su martillo y su cincel y mi madre nos preparó una tartera de migas para el viaje a Madrid. De eso hace ya más de cincuenta años. Mi hija se casa, por fin, y yo le regalo un piso y mi empresa. Bueno, le dejo mi empresa para que practique. Para que el día que yo falte, no pasen hambre las cincuenta familias que dependen de Anella Construcciones.
Menos trabajar a las órdenes de Tomás, su suegro, Julio estaba dispuesto a casi cualquier cosa que no supusiera un esfuerzo físico excesivo. Apuraría los seis meses de paro que le quedaban y se pondría a buscar, aunque ya sabía que la realidad lo condenaba de antemano a empleos mal pagados. No importaba. Lo viviría como una aventura inspiradora y, como no tenía que pagar alquiler, hasta tendría más dinero para sus gastos.
Quería vivir aquellos seis meses sin imposiciones horarias. Quería, aunque fuera brevemente, recuperar su juventud de cantante de orquesta, pero sin tener que cantar, volver a ser un adolescente de indefinido futuro y presente pleno. Podía convivir sin molestia con la insistencia de su mujer en ser madre, pero sentía como un error haberse dejado nombrar presidente de la comunidad de propietarios.
¿Qué interés tenía él en presidir una comunidad como aquella de viejas asustadas y señores que escuchaban la COPE? De la primera reunión estuvo a punto de marcharse cuando la abuela del tercero dos, que parecía tan amigable, se puso a gritar sobre el peligro de los okupas y los narcopisos. Por la diferencia de un voto había sido rechazada la instalación de cámaras de seguridad en las zonas comunes y la señora, entre gritos e insultos, pedía que se volviera a votar, «En el edificio de la calle de Argumosa que da a Doctor Piga un negro okupa violó dos veces a una mujer de ochenta años». El orondo administrador negó la posibilidad de volver a votar lo que ya se había votado y recordó que era tarea de la Tesorería de la Seguridad Social, propietaria de los pisos okupados, iniciar acciones contra los okupas, y que así lo estaba haciendo, aunque la justicia en estos asuntos era más lenta de lo deseable.
Julio quería marcharse, pero Casilda prefirió que se quedaran, «así conocemos a los vecinos». Al final de la reunión, cuando el cansancio había reducido la beligerancia se pasó al punto de renovación de los cargos. Los que ostentaban la presidencia se negaban a seguir y pidieron «sangre nueva», expresión que a Julio se le quedó grabada como el eslogan idóneo para un sacrifico ritual. No supondría mucho tiempo, el administrador se encargaba de las gestiones burocráticas, y lo único que había que hacer era tomar decisiones de sentido común, según aseguraba la presidenta saliente, doce años en el cargo. Estaba, eso sí, el conflicto soterrado con la Tesorería de la Seguridad Social, cuyos responsables no aparecían nunca por las reuniones de vecinos y se negaban a pagar todo gasto que no estuviera repartido según los cocientes de propiedad. Julio escuchaba con interés narrativo la historia de aquel edificio, con esa kafkiana Tesorería de la Seguridad Social de la que hablaban, propietaria del 51 por ciento de las viviendas, en unos casos alquiladas, en otros okupadas, pero en su mayoría vacías y selladas con una puerta acorazada para evitar nuevas okupaciones. El vecino de la comisión de obras había contado que estaba por terminar el recalce y que luego, cuando se demostrara que el edificio estaba estable, habría que tapar las viejas grietas y las nuevas que habían aparecido al reforzar la cimentación.
Casilda le dijo al oído que por qué no, que tarde o temprano les tocaría, que mejor ahora. Y como en otras ocasiones Casilda utilizó el plural para al final dejarlo solo, y así fue cómo, casi sin darse cuenta, Julio salió de aquella primera junta de vecinos convertido en presidente de la comunidad.
Él, que nunca había querido ser delegado de clase, que ni siquiera había tenido tentaciones políticas en la universidad, ni sindicales en el trabajo y, de pronto, era presidente de la comunidad. A lo mejor era verdad y como decía su amiga Manuela, desde que se había casado se le había puesto cara de propietario.
Ser presidente era un engorro, aunque la falta de ambición con la que Julio enfrentaba las cuestiones colectivas lo hacía más llevadero, le bastaba con escuchar al administrador y preguntar su opinión a la vicepresidenta. A veces venían a buscarlo para supervisar la disposición de los cubos de basura en el patio, para elegir el color de la carpintería de las zonas comunes o para informarle de que se habían hecho turnos para vigilar que la mendiga no volviera a dormir en el hueco de las escaleras, la mendiga que orinaba en botellas de plástico que luego dejaba olvidadas en el descansillo, la misma que, en dos ocasiones, había cagado en una bolsa y había introducido dicha bolsa mal cerrada en el buzón del vecino del cuarto tres.
Si era honesto, ser presidente le resultaba entretenido. Agradecía ir descubriendo los rincones del edificio en el que vivía, desvelando el espíritu de sus vecinos a través de la intimidad de sus hogares y sus decisiones decorativas, algunas fruto de la acumulación de varias generaciones, de un azar dinástico que por las paredes, sobre un mueble bar o un tresillo de escay marrón o una cama cubierta con una colcha del Atlético de Madrid, juntaba sin complejos el tapiz del ciervo herido o el jabalí acorralado por la jauría de perros cazadores, el mapa de España, el cartel con la cara de una Marilyn besucona, la efigie cristológica del Che, el macramé del payaso triste o el espejo con un Charlot grabado en negro, el póster del Superpop con los ídolos juveniles de Sensación de vivir o el más reciente de la escuela de Harry Potter. A veces se dormía soñando que el aire se volvía agua y que buceaba atravesando las paredes, de un piso a otro, asistiendo a la tragicomedia posmoderna que representaban aquellos decorados fantasmales.
El problema para Julio no era ser presidente, era tener por ello que soportar a su suegro Tomás, que lo aleccionaba para estar al acecho de una improbable subasta ventajosa de los pisos de la Tesorería: «Las gangas no se buscan, se encuentran, y tú estás en el lugar apropiado».
Desde que se había quedado en paro, Julio sentía que su suegro había redoblado la presión. «Vamos a soñar un rato a lo grande», le había dicho en un restaurante gallego frente a una fuente de piedra caliente en la que, vuelta y vuelta, se hacían unos chuletones de vaca curados durante cuarenta días. A Tomás, setenta y dos años y barriga prominente, le encantaba hablar entre bocado y bocado de cosas importantes:
—Llevas casi dos años de presidente, ya debes de conocer bien a los técnicos. Solo tienes que solicitar una entrevista con el subdelegado de la Tesorería, que te diga cómo está el tema. Tú consigue un precio bajo para las viviendas, yo compro, Casilda reforma y tú, que no tienes trabajo, gestionas el alquiler a los turistas. Y sin tener que ir a la oficina.
Ese día a Julio le sentó mal aquella carne de gusto a sangre coagulada, porque el sueño de su suegro no era el suyo, aunque él, como presidente, fuera el protagonista.
—Mi padre me regaló un martillo y un cincel y las rozas fueron mis comienzos. Tu comienzo es ser presidente de la comunidad y estar en paro.
No se tomaba en serio las pretensiones de su suegro, al que sus amigos, tras el discurso de la boda, apodaban el Rozas, pero de alguna manera sentía que lo comprometían a tener que rendir cuentas con él sobre los pisos de la Tesorería. Ser presidente de la comunidad no era una tarea complicada, pero a ratos empezaba a ser una preocupación similar a la de un trabajo; le quedaban seis meses de prestación por delante y debía cuidar de su descanso. De alguna forma fastidiosa sentía que su suegro, con aquel par de frases que pesaban como un martillo y un cincel, se había convertido en su jefe.
Desde que dos años atrás comenzaron a follar más, Julio deseaba menos a Casilda, quizás porque sospechaba que a ella, después de nueve años de relación, el único afán que la movía era procrear. Casi dos meses llevaban ya adaptando sus cópulas al calendario de ovulación, follando mucho menos, tres polvos al mes, para ser exactos, concentrados en los días en que el óvulo desciende desde las trompas de Falopio hasta el útero y se presta a ser fecundado. Follaban menos, pero Julio no había notado aún el retorno del deseo. Si era sincero consigo mismo, a menudo le gustaba más masturbarse viendo porno que follar con su mujer. Las dos opciones no eran excluyentes. Podía follar y también masturbarse. Y eso hacía, malgastar su semilla, contribuyendo en secreto a la posible vagancia de su esperma.
Cuando entraba en las webs pornográficas sus preferencias por películas de antes de la era de la depilación púbica y la silicona lo hacían sentirse marginal. Su lugar estaba al fondo del armario de propuestas, en la categoría Vintage, un cajón alimentado por vídeos VHS de los setenta y ochenta que habían sido digitalizados por aficionados y subidos a la red. En comparación a otras categorías más masivas, Vintage no contaba con demasiados vídeos, estaba muy por detrás de Creampie, Público, Vergas Grandes, Asiáticas, Babe, Tríos, Pajas, Negras, Aficionado, Milf, Hentai, Adolescente, Eyaculaciones o Anal. Incluso la categoría Transgénero contaba con el d