PREFACIO
El presente libro es el resultado de una selección de los artículos de política internacional que comencé a publicar en diferentes medios de Colombia desde 1980 y que han sido el producto de muchos años de estudio del acontecer mundial y de la historia del siglo XX y principios del XXI. Por insistencia de mi esposa María Clara, de amigos de los ámbitos editorial, periodístico y literario y de lectores que han seguido mi trabajo en este campo desde hace mucho tiempo, decidí embarcarme en este proyecto. No fue fácil la tarea de escoger los escritos que ofrecieran una visión de los principales hechos y procesos desde los años de la Guerra Fría hasta el presente. Sin embargo, creo que las crónicas incluidas en esta obra pueden dar una idea general de lo que fueron las últimas cuatro décadas y media en el mundo, con especial énfasis en la política de las dos grandes potencias —Estados Unidos y la Unión Soviética (y después Rusia)—, que definió y continúa definiendo en buena medida los destinos de la humanidad.
Hoy vivimos en medio de una crítica coyuntura geopolítica, en la cual se tornaron obsoletas muchas de las normas que habían venido rigiendo las relaciones internacionales. Atrás quedaron la bipolaridad propia de la Guerra Fría y la unipolaridad absoluta que vino luego y que se caracterizó por el predominio indiscutido de Estados Unidos en la arena internacional. Comenzó entonces a surgir una especie de desbarajuste global, en el que muchos protagonistas del acaecer internacional parecen estar convencidos de que pueden actuar más o menos a su antojo. Por ello quizá resulte oportuna la edición de este libro, que intenta explicar, en medio de la incertidumbre existente, cómo se llegó a esta situación. A pesar de que en estas páginas no se incluyen todos los aspectos sobresalientes del período abarcado, sí considero que se pueden encontrar algunas claves para comprender mejor lo que sucede actualmente en el mundo. No sobra anotar que, en el momento de ser publicados, todos los pequeños ensayos de esta obra trataban asuntos de gran actualidad; con el tiempo, sin embargo, fueron convirtiéndose en piezas del rompecabezas de la historia contemporánea.
Al ser una recopilación de escritos es comprensible que hayan quedado por fuera varias temáticas. Es preciso tener en cuenta que de las cuestiones que se abordaron algunas ya están cerradas o han cambiado sustancialmente, mientras que otras están y seguirán estando abiertas y vigentes. Pero en todas se trató siempre de abordar su origen y desarrollo, sus características y repercusiones y sus posibles proyecciones.
La Introducción —“Auge y fracaso de la distensión”— es inédita y se incluyó para ofrecer los antecedentes y el contexto del momento en el que empecé a publicar los artículos del libro. Y con el fin de lograr un panorama lo más completo y actualizado posible, se incorporó una última parte con textos nuevos sobre algunos de los temas más relevantes del siglo XXI, tales como la guerra contra el terror y las invasiones de Afganistán e Irak, el ascenso de Putin y la nueva Rusia, el surgimiento de China como gran potencia global, la guerra en Gaza y el Líbano y el nuevo desorden mundial. Asimismo, añadí notas de pie de página, recuadros (insertos) y posfacios, también inéditos, para complementar y actualizar algunos artículos, dar detalles sobre situaciones o entidades que ahora pueden no resultar tan conocidas como lo eran cuando aparecieron los escritos y suministrar información acerca de ciertos protagonistas de la política mundial. Más de treinta mapas facilitan la comprensión de las situaciones analizadas. Por último, el libro se puede leer en orden cronológico o por materias, si se consulta el índice temático que se encuentra al final.
INTRODUCCIÓN
AUGE Y FRACASO DE LA DISTENSIÓN, 1969-1979
El primer artículo que aparece en este libro lo publiqué en enero de 1980, pocos días después de la invasión soviética a Afganistán, el suceso que clausuraría definitivamente un período conocido como la distensión o détente entre las dos superpotencias de entonces, la Unión Soviética y los Estados Unidos, y que daría comienzo a la última fase de la Guerra Fría. Durante el decenio de 1969 a 1979, estos dos colosos trataron de disminuir —mas no liquidar— las fuertes contradicciones que habían caracterizado sus relaciones desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial y que en más de una ocasión estuvieron a punto de desencadenar una conflagración bélica de incalculables proporciones. Más que acabar con la Guerra Fría, se trataba de buscar una tregua, un alto en el camino que les diera un respiro a las grandes potencias y al mismo tiempo redujera las posibilidades de un choque mortal entre ellas, lo cual explica que, entre otras cosas, en este período se suscribieran importantes acuerdos relacionados con el armamento nuclear. Sin embargo, a pesar de los notables avances logrados en los primeros cinco años de este período —1969-1974— en pro de la paz y la concordia, una serie de acontecimientos y procesos no solo impediría el alivio de las tensiones, sino que terminó provocando el fracaso de este experimento. Así, en las postrimerías de los años setenta la Guerra Fría adquirió nuevos bríos y el mundo empezó a vivir otra vez una situación de incertidumbre y de graves enfrentamientos entre los dos centros de poder global. La distensión llegaría a su fin y se regresaría a una contienda bipolar en apariencia aún más peligrosa.
Había existido un malogrado antecedente —la llamada “coexistencia pacífica”—, promovido principalmente por el líder soviético Nikita Jruschov, que trató de ponerse en práctica entre mediados de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Pero hechos como la construcción del Muro de Berlín en 1961, la crisis de los misiles en Cuba en 1962, la intervención directa de Estados Unidos en Vietnam a partir de 1965 y la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968 impidieron que el Kremlin y la Casa Blanca pudieran convivir sin estar con frecuencia al borde de una confrontación militar.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y el mundo se hacía cada vez más peligroso, las dos superpotencias llegaron poco a poco a la conclusión de que era preciso establecer un cierto nivel de entendimiento y unos compromisos que permitieran disminuir las fuertes discordias bilaterales. Ambos países necesitaban un ambiente más relajado para poder afrontar los serios problemas y desafíos tanto internos como externos que tenían en las postrimerías de los años sesenta y también para hacer avanzar y a la vez proteger sus intereses políticos y estratégicos, especialmente en el tercer mundo.
Para la Unión Soviética la distensión era algo muy conveniente debido a la crisis económica que venía sufriendo desde hacía años, la cual afectaba en especial a los sectores agrícola y tecnológico-industrial. Moscú requería con urgencia recomponer las relaciones con Washington a fin de tener acceso a su crédito, su tecnología y sus excedentes agrícolas. Y aunque la URSS ya se hallaba próxima a equilibrar la costosísima carrera de armas atómicas, su rival todavía conservaba una cierta delantera y, sobre todo, poseía mayores recursos y mejor tecnología para mantenerla. El régimen destinaba una parte desproporcionada de su presupuesto a la industria armamentista, en detrimento de las condiciones de vida de la población. Con razón se decía que la Unión Soviética estaba en condiciones de poner a un hombre en la Luna pero era incapaz de atender la demanda nacional de trigo o de papel higiénico. En consecuencia, lograr acuerdos nucleares que le pusieran freno a esta desaforada competencia, así fuera parcial y temporalmente, constituía un objetivo crucial para los jerarcas del Kremlin. Pero esto era imposible sin la distensión y sin un ambiente propicio para las negociaciones. Como si fuera poco, a lo largo de 1969 la Unión Soviética y China estuvieron al borde de la guerra debido a los sangrientos choques fronterizos que se dieron a lo largo de la frontera entre Manchuria y Siberia, lo cual obligó a Moscú a desplazar cerca de 40 divisiones de sus fuerzas armadas a la región e incluso a plantearse la eventualidad de un ataque nuclear contra Beijing. Y lo peor era que esta grave crisis estallaba en medio del rompimiento ideológico que entonces enfrentaba a las dos potencias socialistas y del caos y la inestabilidad generados por la Revolución Cultural china. En tales circunstancias, era apenas obvio que el Kremlin viera con alarma cualquier posible aproximación de la Casa Blanca a sus archienemigos chinos y estuviera más que dispuesto a sentarse a dialogar con los norteamericanos. No obstante todo lo anterior, los dirigentes de Moscú consideraban que Estados Unidos por fin se estaba viendo obligado a tratar con ellos en igualdad de condiciones, lo cual era de por sí un triunfo para la causa soviética.
Para Estados Unidos las cosas no es que fueran mucho más favorables. La guerra de Vietnam y la aguda polarización interna que esta produjo, así como el masivo movimiento en pro de los derechos civiles de la población afroamericana, llevaron al país a una crisis política sin precedentes desde la guerra de Secesión. Asimismo, la economía estaba sufriendo las consecuencias de tres gigantescos frentes de gasto público: la manutención de más de medio millón de soldados combatiendo en Indochina, la desaforada competencia armamentista nuclear —necesaria para conservar la pequeña ventaja que prevalecía sobre la URSS— y los ambiciosos programas sociales de la administración Johnson. Hacia 1969 Washington creía, además, que conseguir un acercamiento con la Unión Soviética y, por qué no, con China le ayudarían a poner fin al atolladero de Vietnam, ya que estas potencias podrían ejercer una decisiva influencia para que Hanói aceptara firmar la paz sin que los norteamericanos parecieran haber sufrido una derrota humillante. Al mismo tiempo, la perspectiva de llegar a acuerdos con la URSS en cuanto a una posible limitación de armas atómicas contribuiría, lo mismo que la salida de Vietnam, a aliviar los problemas de la economía nacional. En suma, se había llegado a un punto en el cual tanto soviéticos como estadounidenses necesitaban alcanzar unos niveles mínimos de entendimiento.
Por su parte, China no se encontraba en condiciones más halagüeñas: estaba cercada por naciones que en ese entonces le eran hostiles —al norte la URSS, al sur la India y al oriente Japón—, su supervivencia misma era amenazada por Moscú e internamente aún padecía los estragos de la Revolución Cultural y la consecuencias de una maltrecha economía. A pesar de que antes de ser presidente Nixon se había mostrado partidario de un diálogo con China, solamente a partir de 1969 se dieron los elementos favorables para poner en práctica dicha política. De acuerdo con el mandatario y su asesor Kissinger, se trataba de buscar una “diplomacia triangular” que permitiera establecer un equilibrio o balance de poder entre Moscú, Washington y Beijing, sin que Estados Unidos tomara partido abiertamente en el conflicto chino-soviético, pero sí sacara provecho de este. Al aproximarse a Beijing, Washington buscaba, por una parte, presionar a Moscú a que aceptara el diálogo y unos acuerdos de fondo sobre las armas nucleares y, por la otra, conseguir el apoyo de los chinos para un acuerdo de paz en el Sudeste Asiático. Nixon y sus asesores consideraban a los soviéticos como adversarios y a la vez como colaboradores: adversarios en los terrenos ideológico y geopolítico y colaboradores en los esfuerzos por evitar una catástrofe nuclear.
Coincidencialmente, 1969 estuvo marcado por acontecimientos que contribuyeron decisivamente a abrir el camino de la distensión. En enero llegó a la presidencia el republicano Richard Nixon, quien en su discurso de posesión afirmó que “tras un período de enfrentamiento, entramos en una era de negociaciones”. El mandatario y su consejero de seguridad nacional, Henry Kissinger, dedicaron sus mayores esfuerzos de política exterior a limar asperezas con China y la URSS y, por supuesto, a conseguir una retirada digna de Vietnam. Así, en junio la Casa Blanca anunció que ordenaba el retiro unilateral de los primeros efectivos militares de Indochina, medida que sin embargo no sirvió para calmar las gigantescas manifestaciones en contra de la guerra, que se prolongarían sin pausa por cuatro años más.
En octubre ocupó la cancillería de Alemania Federal (RFA) el socialdemócrata Willy Brandt, quien desde el comienzo de su mandato proclamó que se proponía normalizar las relaciones de su país con el bloque soviético, una estrategia diplomática que se conoció como la Ostpolitik, la cual contó desde un principio con la bendición de la Casa Blanca. En particular, Brandt buscaba reconocer a Alemania Oriental (RDA), aceptar la frontera con Polonia (la línea Oder-Neisse) y normalizar los vínculos con la Unión Soviética y el resto de las naciones del Pacto de Varsovia. En virtud del tratado de no agresión de 1970, la RFA y la URSS renunciaron al uso de la fuerza y aceptaron las fronteras europeas de la posguerra. Meses después, Brandt firmó un convenio con Polonia para restablecer las relaciones diplomáticas entre los dos países. En 1971 se logró un trascendental acuerdo cuatripartito —Estados Unidos, URSS, Reino Unido y Francia— en torno a Berlín, mediante el cual se garantizaban la libertad y el libre acceso a la ciudad, pese a que esta se encontraba en territorio de la RDA. Con este pacto desaparecía el problema de Berlín, uno de los tradicionales focos de tensión durante la Guerra Fría. Y en 1972, las dos Alemanias suscribieron un pacto de amistad que establecía las relaciones diplomáticas y sentaba las bases para que ambos países fueran reconocidos a nivel internacional. Estos significativos avances diplomáticos entre Occidente y el bloque soviético en Europa sin duda contribuyeron a la consecución de la tan ansiada distensión global y le valieron el Premio Nobel de la Paz a Brandt en 1971.
Los hechos se producirían en cascada, uno detrás de otro. El 10 de junio de 1971, Estados Unidos levantó el embargo comercial que había impuesto a China décadas atrás y un mes más tarde el mismo Nixon sorprendió al mundo al anunciar que visitaría Beijing a comienzos del siguiente año. En octubre el Kremlin convidó al presidente norteamericano a que visitara Moscú en mayo de 1972, después del encuentro de este último con Mao Zedong. En la antesala del viaje de Nixon a Beijing las Naciones Unidas aprobaron, en octubre de 1971, el ingreso de China al organismo mundial y resolvieron expulsar a Taiwán de la ONU. De este modo, Estados Unidos no se aprestaba a negociar con una nación paria, sino nada menos con un colega del Consejo de Seguridad.
Gracias a la inesperada jugada diplomática de Nixon y su viaje a Beijing, en febrero de 1972, China logró neutralizar la amenaza soviética, romper el aislamiento en que estaba sumida desde 1949 y generar un ambiente propicio para sacar su economía del estado de postración en el que se encontraba. En virtud de esta dinámica triangular, Estados Unidos pudo aprovechar la disputa entre sus dos adversarios y abrió para sus capitales y productos un mercado de casi mil millones de personas. Para Estados Unidos era esencial que China, que además ya había ingresado al club nuclear, no se aliara con la URSS o fuera avasallada por esta; para Beijing era vital que Washington actuara como fiel de la balanza e impidiera el dominio de Moscú en el continente asiático. También empezaba a despejarse el camino hacia la paz en Vietnam.
Apenas tres meses después, en mayo de 1972, atendiendo la invitación del Kremlin, Richard Nixon arribó a Moscú, a pesar de que Vietnam del Norte estaba siendo sometido a intensos bombardeos por parte de Estados Unidos. Desde la cumbre de Yalta, en febrero de 1945, cuando Roosevelt se reunió con Stalin y Churchill, ningún mandatario estadounidense había visitado la URSS. En esta histórica reunión el líder soviético Leonid Brézhnev y Nixon suscribieron el más importante tratado de armas atómicas conseguido hasta el momento, el SALT I (Strategic Arms Limitation Treaty, por sus siglas en inglés, o Tratado de Limitación de Armas Estratégicas). Como ya se dijo, mientras los gastos en armas nucleares se estaban tornando demasiado onerosos para la URSS, para Estados Unidos los notables avances de su rival en este tipo de armamento eran cada vez más preocupantes. Los dos gigantes ya tenían suficientes bombas atómicas como para destruir el planeta no una sino varias veces. La firma de un convenio era una necesidad imperiosa para ambos y para la Unión Soviética el reconocimiento por parte de Washington de su estatus de gran potencia militar.
Según lo pactado en el SALT I, válido por cinco años, se congeló la cantidad de proyectiles estratégicos de la siguiente manera:
- Misiles balísticos intercontinentales (ICBM) basados en tierra, 1.608 para la URSS y 1.054 para EE.UU.
- Misiles balísticos basados en submarinos, 950 para la URSS y 658 para EE.UU.
Por fuera del tratado quedaron las flotas de bombarderos de largo alcance y la posibilidad de instalar cabezas múltiples en los misiles intercontinentales (MIRV), con lo cual Estados Unidos compensaba ampliamente la desventaja establecida en el SALT I en materia de cohetes, pues poseía una ventaja de tres a uno (450 vs. 150) en aeroplanos y, gracias a un gran desarrollo tecnológico en el sistema MIRV, contaba con casi el doble de cabezas nucleares que su contrincante. En otras palabras, Washington quedó con menos proyectiles pero con más bombarderos estratégicos y más ojivas nucleares.
El segundo documento que firmaron Brézhnev y Nixon fue el Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM o Antiballistic Missile Treaty, por sus siglas en inglés), de duración indefinida, en el cual se estipulaba que cada parte solo podría desplegar un centenar de cohetes capaces de interceptar misiles enemigos y solamente en un área específica. Se buscaba que ninguno de los firmantes pudiera instalar tantos proyectiles como para “blindar” su territorio contra una eventual retaliación nuclear, lo que prácticamente convertiría en poco menos que inservibles las fuerzas atómicas de uno y otro (Estados Unidos se retiraría unilateralmente del ABM en 2002). Con estos convenios y la normalización de las relaciones entre las dos superpotencias el mundo creyó que la paz estaba al alcance de la mano y se aproximaba un período de tranquilidad universal. Esta halagüeña perspectiva parecía confirmarse con una inédita serie de cumbres que se celebraron en apenas dos años: Nixon y Brézhnev se volvieron a reunir en junio de 1973 en Washington y en junio de 1974 en Moscú y Gerald Ford y el líder soviético se entrevistaron en Vladivostok en noviembre de 1974 con el fin de sentar las bases para un nuevo pacto nuclear, el SALT II, que firmarían luego Carter y Brézhnev en Viena en 1979.
La firma de los acuerdos sobre Vietnam, en enero de 1973, no hizo más que confirmar esta esperanza. Para Estados Unidos, esta contienda significó un punto de inflexión respecto a su política exterior, su posición en el mundo bipolar de la época, su economía y su cohesión interna. Muy pocas veces en su historia había estado tan fragmentada la sociedad norteamericana ni tan desprestigiados sus gobiernos como durante los últimos años de la guerra en el Sudeste Asiático, la más impopular de todas las que había librado hasta entonces el Tío Sam, la que mayor repudio generó entre propios y extraños y la que llegó a convertirse en el prototipo de la agresión imperialista contra un país del tercer mundo.
Desde que decidieron intervenir, a comienzos de los años sesenta, los norteamericanos gastaron en total la astronómica suma de 150.000 millones de dólares de la época (aproximadamente 1,3 billones de hoy) luchando contra las guerrillas del Frente Nacional de Liberación (también conocido como Vietcong) y sus amplias bases de apoyo campesino en el Sur y contra el Norte comunista, que se había convertido en el principal soporte de los rebeldes que combatían contra los yanquis y sus aliados de Saigón, sin olvidar, claro está, el considerable apoyo que Hanói recibió desde el comienzo por parte de China y la Unión Soviética. Aunque nunca se sabrá con certeza la cifra real, se calcula que como consecuencia de la contienda murieron entre dos y tres millones de vietnamitas en los dos estados —de los cuales más de una tercera parte eran civiles—, mientras que las bajas mortales de las tropas estadounidenses sumaron cerca de 59.000.
La fuerza aérea norteamericana arrojó alrededor de siete millones de toneladas de bombas sobre las dos naciones vietnamitas y sus vecinos de Laos y Camboya, ¡el triple del total de proyectiles que lanzó en la Segunda Guerra Mundial en todos los frentes! Pero además de las bombas de gran poder explosivo, los Estados Unidos emplearon artefactos incendiarios, como el tristemente célebre napalm, del cual se lanzaron 400.000 toneladas principalmente en el Sur. O defoliantes altamente venenosos, como el Agente Naranja, que destruyeron miles de kilómetros cuadrados de capa vegetal de Vietnam del Sur (3,2 % de las áreas agrícolas y 46,6 % de los bosques) y provocaron efectos mortales en centenares de miles de personas, incluidos no pocos soldados norteamericanos. Los defoliantes se empleaban para destruir áreas rurales enteras donde se camuflaban los guerrilleros y obligar a los agricultores a abandonar el campo y refugiarse en las llamadas “aldeas estratégicas”, siniestros campos de concentración que tenían el supuesto objetivo de restarles apoyo popular a los comunistas.
No sorprende, entonces, que amplios sectores de la ciudadanía norteamericana, en especial la juventud, se opusieran de manera activa a esta guerra vergonzosa cuyo dramático desarrollo podían ver, día a día, a través de la televisión. La desconfianza en el gobierno, la fractura de la sociedad y las multitudinarias protestas pacifistas contribuyeron de manera decisiva a la derrota en Vietnam, la primera en la historia de los Estados Unidos. A lo anterior hay que señalar que los más de 500.000 efectivos que llegó a desplegar Washington, además del ejército de Vietnam del Sur, nunca consiguieron doblegar a los rebeldes del Vietcong ni lograr la simpatía de la población hacia las autoridades de Saigón. Tampoco los espantosos bombardeos sobre Vietnam del Norte lograron que este dejara de luchar por la unificación del país y de brindar ayuda a las guerrillas del Sur a través de rutas que atravesaban Laos y Camboya. El superpoderoso ejército estadounidense se hundía poco a poco en las arenas movedizas de una guerra contra un enemigo casi invisible, que se confundía con la población rural y que recibía un constante flujo de armas y pertrechos desde el Norte.
En 1968, Richard Nixon ganó las elecciones con la promesa de que sacaría su país del atolladero indochino mediante una “paz con honor”. Junto con su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, el mandatario puso en marcha una ambiciosa estrategia que buscaba no solamente retirarse y garantizar al mismo tiempo la seguridad e independencia de Vietnam del Sur, sino también dar a entender que Estados Unidos no había sido derrotado ni política ni militarmente y que no abandonaba a sus protegidos en medio de las dificultades. A nivel local, se trataba de aplacar y dejar sin argumentos al gigantesco movimiento pacifista y a la prensa de oposición.
Desde el comienzo de su gobierno, Nixon ordenó una disminución progresiva de las fuerzas estacionadas en Indochina que, de más de medio millón de efectivos en 1969, llegaron a quedar reducidas a un contingente de apenas unos pocos miles en 1973. Simultáneamente, despachó a Saigón grandes cantidades de ayuda económica y militar con el fin de llenar el vacío dejado por la salida de los marines. Se trataba de que fueran los mismos vietnamitas quienes resolvieran finalmente su conflicto. Esta “vietnamización”, si bien logró disminuir considerablemente la cantidad de bajas de Estados Unidos y el costo de la guerra, no pudo calmar las protestas contra esta, ya que millones de estudiantes salieron a mostrar su descontento, mientras que una buena parte de los campus universitarios del país tuvieron que cerrar y clausurar las clases.
Tan apurados estaban los norteamericanos por conseguir un acuerdo que en mayo de 1971 Kissinger le comunicó algo totalmente inesperado a su contraparte norvietnamita, Le Duc Tho: Estados Unidos estaba dispuesto a retirar todas sus fuerzas del Sur sin necesidad de que Hanói hiciera lo propio con los 150.000 efectivos que tenía desplazados allí. A cambio, el Norte solo se comprometía a liberar a todos los prisioneros de guerra estadounidenses. Por su parte, Moscú y Beijing ejercieron una discreta presión sobre Hanói para que pusiera fin a las hostilidades y accediera a reanudar las conversaciones con Kissinger. Pero hubo otros factores que llevaron a Hanói a aceptar el acuerdo con los Estados Unidos, aparte de las notables concesiones que estos estaban ofreciendo. El minado de los puertos norvietnamitas bloqueó en buena medida los suministros provenientes de China y la URSS, al tiempo que los bombardeos sistemáticos a los santuarios de Laos y Camboya frenaron el apoyo a las guerrillas del Sur.
El tratado de paz se suscribió en París en enero de 1973, mientras las tropas norvietnamitas, que controlaban aproximadamente el 25 % del territorio del Sur, continuaron estacionadas donde se encontraban y Saigón renunciaba a recuperar las zonas del Sur dominadas por la guerrilla del Vietcong. Pocos meses después, el Congreso norteamericano, dominado por los demócratas, ratificó la exigencia de suspender todo tipo de operaciones militares en el Sudeste Asiático y, en noviembre de 1973, aprobó la Resolución de Poderes de Guerra, la cual le quitaba al presidente la potestad de entrar a un conflicto armado sin el consentimiento o autorización legal del legislativo. Igualmente, en 1974 la cuantiosa ayuda que la Casa Blanca había prometido a Saigón a raíz del pacto de París fue reducida por el Congreso a su mínima expresión. El resto ya es historia conocida. El Norte lanzó su ofensiva definitiva contra un ejército survietnamita completamente desmoralizado y el 30 de abril del siguiente año sus tropas ocuparon Saigón. Así caía el telón de la tragedia de Vietnam, “la empresa más desastrosa de los 200 años de historia de Estados Unidos”, según palabras de George F. Kennan, el insigne teórico de la Guerra Fría.
La distensión siguió su curso con altibajos a lo largo de 1973. Uno de los momentos más delicados se dio en octubre, cuando estaba por terminar la guerra de Yom Kippur entre Israel, apoyado por Estados Unidos, y una coalición de países árabes liderados por Egipto y Siria, respaldada por la Unión Soviética. Afortunadamente, la amenaza de un choque entre las dos superpotencias en el Medio Oriente logró evitarse y las relaciones entre ellas volvieron a la normalidad en medio de las graves consecuencias económicas que dejaría en Occidente la crisis provocada por el embargo petrolero de las naciones árabes que de la noche a la mañana cuadruplicó el precio del crudo. En 1974 los dos principales arquitectos de la détente, Richard Nixon y Willy Brandt, dejaron el poder y el emperador etíope Haile Selassie, fiel aliado de Washington y beneficiario de una cuantiosa ayuda militar del Pentágono, fue derrocado por un golpe militar, lo cual dio lugar poco después a la intervención de los soviéticos en la región del Cuerno de África.
Al cierre de esta primera fase de la distensión, meses después de la derrota definitiva de Estados Unidos en Vietnam, se celebró en julio de 1975 en Helsinki la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, en la que participaron Estados Unidos, Canadá, todos los países europeos y la URSS, así como el sucesor de Nixon, Gerald Ford, y Leonid Brézhnev. El Acta Final de este encuentro, considerado como el momento cumbre de la distensión, constaba de tres partes. La primera reconocía formalmente las fronteras de la posguerra en Europa, lo que constituyó un notable triunfo para Moscú, que llevaba años buscando que los límites de las naciones del Este fueran aceptados por Occidente. Asimismo, se estableció el principio de no intervención en los asuntos internos de los países firmantes y la renuncia al uso de la fuerza o las amenazas para solucionar las disputas entre los países. La segunda, también provechosa para el Kremlin, permitía intercambios económicos, tecnológicos y financieros más libres entre los dos bloques. La tercera, que no fue tan bien recibida por los soviéticos, comprometía a los participantes a respetar los derechos humanos y a permitir el libre movimiento de personas e ideas. Este último punto sería utilizado luego por líderes disidentes como Vaclav Havel en Checoslovaquia y Lech Walesa en Polonia para promover sus movimientos en pro de la democracia y las libertades.
El escándalo de Watergate y la caída de Nixon, así como el último capítulo de la derrota norteamericana en Vietnam y el significativo avance soviético en la carrera de armas atómicas, contribuyeron a generar la imagen de un Estados Unidos vulnerable y frágil, que podía ser derrotado incluso por un país atrasado de los confines de Asia, mientras que la URSS podía seguir posando como una gran potencia que además abanderaba las causas libertarias del mundo en desarrollo. Si bien la détente obtuvo logros importantes en Europa, en el tercer mundo la situación fue bien distinta. Como se puede ver en detalle en los artículos de la primera parte de este libro —“La etapa final de la Guerra Fría”—, Estados Unidos empezó a vivir lo que Henry Kissinger denominó un “momento geopolítico adverso” que se puso de manifiesto con una ofensiva soviética en Asia, África y América Latina, donde en muy pocos años, numerosos gobiernos amigos de Washington fueron derrocados y reemplazados por regímenes afines a Moscú o directamente sometidos a sus dictados. Según la lógica del Kremlin, si los norteamericanos tenían Estados clientes por todo el mundo, ¿por qué los soviéticos no podían tenerlos y más cuando habían alcanzado la paridad nuclear? En algunos casos la URSS intervino directamente, en otros lo hizo a través de sus aliados, pero en la mayoría sacó partido de los movimientos anticoloniales o antiimperialistas, tan frecuentes en esa época, o simplemente se aprovechó de la pérdida de influencia regional o local de sus rivales. Es de anotar, por ejemplo, que la revolución de Irán, que terminó con la caída del sha en 1979 y que perjudicó enormemente los intereses de Estados Unidos en el Medio Oriente, no fue orquestada por el Kremlin.
Entre 1974 y 1979, la URSS consiguió importantes avances estratégicos que le permitieron desplazar a los estadounidenses o sus partidarios en Vietnam, Laos, Camboya, Libia, Siria, Etiopía, Angola, Mozambique, Yemen del Sur y Nicaragua a través de apoyo político, militar y económico a movimientos y regímenes antiestadounidenses o, como en 1975 en Angola, con el envío de más de 10.000 soldados expedicionarios cubanos a respaldar al movimiento prosoviético que se tomó el poder como resultado de la guerra civil de ese país. Cabe anotar que la operación angoleña fue la primera vez que la URSS equipó y movilizó fuerzas militares para actuar fuera de su órbita inmediata con el propósito de imponer su dominio. Mientras Estados Unidos reducía su presupuesto militar y apenas comenzaba a recuperarse del humillante fracaso en Vietnam, la Unión Soviética se entrometía en muchas zonas antes vedadas para ella y se beneficiaba de la decadencia imperial de su adversario. Pero incluso en Europa, el territorio de la distensión por excelencia, Moscú trató de mover su fichas. En 1977 empezó a desplegar en algunas naciones del Pacto de Varsovia misiles de alcance intermedio, que no estaban prohibidos por el tratado SALT I y que ponían en serio peligro a los aliados de Estados Unidos en Europa Occidental. Como lo expresó Leonid Brézhnev en 1975, “La distensión fue posible porque se estableció una nueva correlación de fuerzas en el mundo. Ahora los líderes del mundo burgués no pueden resolver el conflicto histórico entre el capitalismo y el socialismo por la fuerza”.
No obstante, fue el año de 1979 el que marcó el punto culminante de este proceso de deterioro de la détente. En enero fue derrocado el sha de Irán y en esta potencia regional se impuso una teocracia islámica que desde un comienzo señaló a Estados Unidos e Israel como sus principales enemigos. En noviembre, la embajada norteamericana en Teherán fue asaltada por comandos “estudiantiles” que secuestraron a más de sesenta ciudadanos estadounidenses que permanecieron en cautiverio 444 días. (En abril de 1980 la Casa Blanca ordenaría una operación de rescate de los rehenes que terminó siendo un oprobioso fracaso). Pero en medio de esta crisis, a mediados de 1979 Washington sufrió otro revés cuando fuerzas rebeldes derribaron la espantosa dictadura de Anastasio Somoza, otro amigo leal del Tío Sam, e implantaron un gobierno afín a Cuba y la URSS. Y, para cerrar con broche de oro, en diciembre la Unión Soviética invadió Afganistán, en lo que constituyó la primera vez que el Kremlin enviaba tropas propias más allá de su esfera de influencia directa en Europa. Durante la mayor parte del cuatrienio Carter, Estados Unidos había reaccionado tímidamente y dado palos de ciego, por decir lo menos, ante la ofensiva enemiga. Solamente a partir de los sucesos de este año empezó a actuar con energía.
En enero de 1980 se dio a conocer la famosa “doctrina Carter”, la cual advertía que Washington estaba dispuesto a emplear la fuerza en caso de que estuvieran en peligro sus intereses y los de sus aliados en el golfo Pérsico. De igual modo, el Congreso norteamericano resolvió cancelar la ratificación del tratado SALT II y el gobierno impuso un estricto embargo cerealero a la URSS y decretó el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú. En su último año, la administración Carter aumentó de manera sustancial el presupuesto militar y dio vía libre al desarrollo de sofisticado armamento nuclear y convencional. También se aceleró el proceso que condujo al establecimiento de las relaciones diplomáticos con China y se le notificó al Kremlin que Estados Unidos trasladaría centenares de misiles de alcance intermedio a Europa Occidental como respuesta a la amenaza creada por los cohetes que los soviéticos habían desplegado desde 1977.
Es importante señalar, sin embargo, que para la URSS no todo resultaba ser un camino de rosas pues Egipto, que había sido desde los años sesenta su pieza fundamental en el Medio Oriente, resolvió salirse de su órbita y aliarse con los estadounidenses, con lo cual perdió casi por completo su influencia en esta estratégica zona. Algo similar sucedió con Pakistán, que se convertiría en la plataforma desde la cual Washington lanzaría su campaña de apoyo a la guerra de liberación de los muyahidines afganos. Y a partir de 1980, tanto Estados Unidos como el Vaticano en cabeza del pontífice polaco Juan Pablo II dieron su apoyo, unas veces abierto, otras velado, al movimiento sindical Solidaridad que se levantó contra el régimen prosoviético de Varsovia y se convertiría en pionero de la revolución democrática que daría al traste con el bloque soviético en Europa del Este. La llegada a la Casa Blanca del republicano Ronald Reagan en enero de 1981 y la contraofensiva lanzada por su administración en todo el mundo no solo contuvieron el avance soviético, sino que pusieron punto final a la distensión.
La competencia entre las dos superpotencias en el tercer mundo; el fracaso del proceso SALT de desarme nuclear; la insistencia de Moscú en conseguir y mantener el liderazgo de las luchas de liberación nacional en contra de los intereses de Washington; la convicción por parte de los jefes del Kremlin de que su rival estaba en medio de una decadencia política, económica y militar irreversible; la vigorosa reacción estratégica de Estados Unidos y, no menos importante, el deterioro económico de la Unión Soviética debido en buena medida a la necesidad de subsidiar numerosos estados satélites y sostener la guerra en Afganistán, llevaron la détente a un callejón sin salida. Esta situación solamente podía solucionarse, como en efecto sucedió, con la derrota contundente de uno de los dos contrincantes, la supresión del mundo bipolar de la Guerra Fría y la instauración de un nuevo orden global.
LA ETAPA FINAL DE LA GUERRA FRÍA
(1980-1989)
PELIGROSO FOCO DE GUERRA*
La presencia de tropas rusas en Afganistán, repudiada por la mayoría de las naciones del mundo; la esquiva solución al problema palestino; la persistencia de Irán en mantener en cautiverio a un grupo de diplomáticos norteamericanos; la tensión ocasionada por el agotamiento y el encarecimiento de recursos naturales como el petróleo; en fin, las fricciones entre las grandes potencias en el Medio Oriente y en Asia ponen en grave peligro la anhelada paz internacional. En aquella región, cuya importancia estratégica nadie desconoce, podría estar la mecha de una tercera gran guerra por el control político y económico del globo.
Desde hace poco más de un año, la atención del mundo se ha venido concentrando cada vez más en la neurálgica zona del Medio Oriente, en donde una cadena ininterrumpida de graves acontecimientos amenaza la seguridad de varios países y pone en serio peligro la paz internacional. Tanto la URSS como los Estados Unidos, las dos más grandes potencias del momento, tienen sus ojos puestos sobre esta región y pugnan por ejercer control exclusivo en ella. Los golpes de Estado en Afganistán; los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel; el conflicto de los dos Yemen; la guerra de Eritrea; la caída del sha de Irán y la toma de rehenes norteamericanos en Teherán; la invasión rusa a Afganistán y otros sucesos, están relacionados directa o indirectamente con la competencia entre Washington y Moscú por la supremacía en el Cercano Oriente.
El término “Medio Oriente” es una denominación acuñada originalmente hace poco más de cien años por la Gran Bretaña imperial para referirse a sus posesiones coloniales de acuerdo con la distancia entre estas y la metrópoli. Así, el “Lejano Oriente” se aplicaba a los territorios ubicados en el centro y el extremo oriental de Asia, mientras que aquellos que se hallaban más cerca del continente europeo y, por decirlo de alguna manera, estaban a medio camino entre Asia, África y Europa, se agruparon dentro del llamado Medio o Cercano Oriente. Con el paso del tiempo, el término fue adoptado por el resto de Europa, Estados Unidos y Occidente en general.
Aunque nunca ha habido un acuerdo en relación con el número exacto de países que hoy en día conforman esta zona, lo más corriente es contemplar quince estados (incluida Palestina), desde Irán hasta Egipto. Si se añaden países como Afganistán, Sudán, Libia, Argelia, Túnez y Marruecos, se estaría hablando de un Gran Medio Oriente. Incluso no falta quien se refiera a Turquía como parte de este conjunto. Por otra parte, tampoco se trata de una región homogénea en ningún sentido pues allí habitan, entre otros, musulmanes suníes y chiitas, cristianos de diversas corrientes y judíos; se habla una gran cantidad de lenguas y dialectos, y hay una notable variedad en cuanto a razas y culturas.
Un área de importancia vital
El Oriente Medio es, desde varios siglos atrás, una región muy apetecida por diversos imperios debido a que su ubicación la convirtió en paso obligado de las rutas terrestres y marítimas entre Occidente y la lejana Asia. Con la construcción del canal de Suez, hace más de cien años, la distancia entre Europa y el Este fue acortada considerablemente. No obstante, con los descubrimientos de colosales yacimientos petroleros en los países de la zona, el Medio Oriente adquirió un significado extraordinario para las naciones industrializadas que carecen total o parcialmente de tan preciado recurso.

La península arábiga contiene cerca del 60 % de las reservas probadas de petróleo del mundo. Solo los sauditas poseen el 25 % y constituyen el primer país exportador del crudo. Cerca del 17 % del combustible importado por Estados Unidos proviene de la zona y el 70 % del que consume Europa Occidental sale del golfo Pérsico. Si Rusia —que para la presente década comenzará a sufrir escasez de petróleo1— lograra controlar el acceso al golfo y al canal de Suez, bloqueando el flujo de petróleo, aliados claves de Norteamérica como Europa, Japón e Israel languidecerían rápidamente como una vela de sebo. Tanto los dirigentes del Kremlin como los de la Casa Blanca son conscientes de tan crítica perspectiva y por ello recurren a toda clase de métodos: los primeros para hacerla realidad y los segundos para impedirla.
En busca de posiciones estratégicas
Aprovechando la profunda crisis experimentada por Estados Unidos como consecuencia de su derrota en Indochina en 1975, la Unión Soviética, que ahora posee una ligera superioridad nuclear y una considerable ventaja en armas convencionales sobre su contendor, emprendió una audaz ofensiva en varios continentes. Dondequiera que los estadounidenses tienen dificultades, los soviéticos tratan de sacar partido en su propio beneficio. Así ocurrió en África con casos como los de Angola, Mozambique y Etiopía, en los que Estados Unidos permaneció como espectador impotente del avance ruso-cubano.
Con la intervención en el conflicto etíope-eritreo desde 1977, por medio de 20.000 soldados cubanos y oficiales rusos, la URSS inició el cerco a la zona petrolera de la península arábiga y del golfo Pérsico desde el oeste, así como el bloqueo a la ruta del Cuerno de África a través del estrecho de Bab el-Mandeb. Dicho movimiento fue completado con la toma, en 1978, de Yemen del Sur, en donde Moscú respaldó el ascenso de un régimen prosoviético y cuenta con bases navales a su entera disposición. Valiéndose de las autoridades suryemenitas y con la participación de asesores militares cubanos, la URSS intentó afianzar aún más su posición en la península arábiga prohijando una agresión contra Yemen del Norte, a comienzos de 1979. No obstante, la reacción de Washington, que envió varios navíos de guerra a la región y ayuda militar al norte, impidió una ulterior expansión rusa.
Cabe anotar que el gobierno de Adén ha venido prestando apoyo bélico a las guerrillas de Omán, fomentando de tal manera la inestabilidad en un país que forma parte del codiciado golfo Pérsico.
Los acuerdos de Camp David de septiembre de 1978 y los tratados egipcio-israelíes de marzo de 1979 no son más que un esfuerzo del presidente Carter por ganar puntos en la situación del Medio Oriente, al abrir la posibilidad de solucionar el problema palestino en un futuro próximo. Empero, la decisión de Sadat (un antiguo aliado de Moscú) de aceptar la estrategia norteamericana sin consultar con la OLP y demás partes árabes interesadas, provocó la indignación de la casi totalidad de las naciones musulmanas, incluidos varios regímenes amigos de Estados Unidos, como Arabia Saudita y Jordania. El Kremlin, que públicamente consideró la maniobra estadounidense como “un asunto que afecta la seguridad de la URSS”, no tardó en intrigar en el seno del “frente de rechazo”, con el fin de sacar ventaja de la reacción antinorteamericana, apoyándose particularmente en Libia, Siria e Irak.
Implicaciones de la revolución iraní
La caída del sha y su reemplazo por un régimen islámico trajo para los Estados Unidos y sus aliados profundas repercusiones políticas, económicas, militares y hasta diplomáticas. En primer lugar, dada su extensa frontera con la URSS, Irán servía a Norteamérica como puesto de observación de las actividades de las fuerzas nucleares y tácticas soviéticas. Así mismo, el sha era empleado por Washington como firme baluarte contra la expansión rusa hacia el Medio Oriente petrolero. En segundo lugar, el ejército iranio cumplía una función policiva en el área del golfo Pérsico, siempre en defensa de los intereses económicos de Occidente. En tercer lugar, hasta el derrumbe del sha, Irán era el segundo exportador mundial de petróleo, suministrando más del 40 % del crudo necesitado por el Mercado Común Europeo.
La subida al poder del ayatolá Jomeini, en febrero del año pasado, el consecuente epílogo del dominio norteamericano en Irán y las incesantes convulsiones internas que han venido sacudiendo desde entonces a ese país han llevado a la dirigencia del Kremlin a explotar en su favor cualquier coyuntura que le permita poner sus manos sobre tan jugosa presa.
No obstante, aunque el ayatolá dio una serie de pasos encaminados a erradicar totalmente la injerencia de Estados Unidos y sus amigos en Irán (ruptura de convenios económicos y militares, nacionalización de todas las empresas foráneas, reducción de la producción petrolera y aumento de sus precios, rompimiento con Israel y Sudáfrica etc.), el gobierno islámico insistió desde un comienzo en una posición de independencia, neutralidad y no alineamiento frente a la contienda de las dos superpotencias por la supremacía en la región. En varias ocasiones, Jomeini ha denunciado interferencias soviéticas y norteamericanas en los conflictos internos de Irán.
La política de Rusia con respecto a la revolución irania ha carecido de principios claros: durante la era del sha, sostuvo estrechas relaciones económicas con Teherán, incluidas ventas considerables de armamentos; al comienzo de la revolución, catalogó de reaccionarios a los líderes musulmanes que la encabezaban; más tarde, cuando era inminente el derrocamiento del sha, cambió de opinión y apoyó el movimiento rebelde, al tiempo que el líder de la URSS, Brézhnev, advertía a Carter que se abstuviera de intervenir en Irán, ya que ello iría contra la seguridad y los intereses de la URSS. Idénticos vaivenes ha sufrido la táctica del partido comunista iraní (el Tudeh), de marcada tendencia moscovita, lo cual muestra que dicha agrupación actúa como quinta columna soviética en Irán.
El duro revés que significó el derrocamiento del sha para los Estados Unidos no se limitó a la pérdida de su más importante y fiel aliado en el Cercano Oriente. Otros amigos notables de la superpotencia americana, como Turquía y Arabia Saudita, quedaron atónitos ante la fácil retirada que sin pena ni gloria protagonizaron los Estados Unidos en Irán. A los ojos de los gobernantes sauditas, por ejemplo, Washington dejó de ser un padrino confiable y ahora permanecen a la expectativa de los sucesos que se desarrollan a su alrededor. Turquía —que es miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y limita con la URSS— se negó recientemente a autorizar la instalación en su territorio de aparatos de espionaje de Estados Unidos, a menos que el Kremlin diera su aprobación. El Pentágono esperaba recuperar la mengua sufrida en su sistema de observación causada por su salida de Irán.
La captura de varias decenas de rehenes en la Embajada norteamericana en Teherán el 4 de noviembre pasado por parte de activistas musulmanes vino a agravar la situación. Por primera vez, desde la caída del sha, Carter reaccionó ante el problema iranio. En el curso de los dos meses largos de cautiverio de los rehenes, la Casa Blanca tomó las siguientes medidas contra Irán: 1) suspensión de todas las compras de petróleo; 2) deportación de estudiantes iraníes de Estados Unidos; 3) congelación de todos los bienes iraníes depositados en bancos norteamericanos; 4) desplazamiento hacia las cercanías del golfo Pérsico de varios buques de guerra, incluidos dos portaaviones pesados, y 5) litigio ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya sobre el caso de los rehenes.
Por su parte, la URSS ha venido asumiendo actitudes oportunistas en relación con la crisis, en espera de una buena ocasión para actuar más nítidamente. Al mismo tiempo que votaba, el 4 de diciembre, a favor de la liberación de los rehenes en el Consejo de Seguridad de la ONU, al día siguiente, a través de Pravda, otorgaba pleno respaldo a la lucha del pueblo iranio “contra el imperialismo norteamericano” y sus intentos de agredir a Irán. También recordaba a Washington la notificación de no intervenir, so pena de gravísimas consecuencias. Sin embargo, en esos mismos días, el gobierno iraní reafirmó una vez más su posición de no alineamiento al exigir al Kremlin no entrometerse en los asuntos de Irán bajo ningún pretexto.
La cuestión de los rehenes y el duro enfrentamiento entre Washington y Teherán desató una oleada antinorteamericana en numerosos países del área. Entre el 11 de noviembre y el 2 de diciembre fueron atacados por manifestantes los consulados y las embajadas de Estados Unidos en Beirut (Líbano), Islamabad y Rawalpindi (Pakistán), Izmir (Turquía), Calcuta (India) y Trípoli (Libia).
Afganistán, el zarpazo del oso
En vista del callejón sin salida en que se hallaba Estados Unidos con la crisis de los rehenes en Teherán, la burocracia del Kremlin, reviviendo los viejos deseos zaristas de encontrar una salida al océano Índico y, más concretamente, al golfo Pérsico, lanzó a fines de diciembre último una invasión de gran envergadura contra su débil vecino, Afganistán. Si se repasa la historia de la intromisión soviética en aquel país en los últimos dos años, se llega a la conclusión de que los propósitos y los métodos de los actuales gobernantes de Rusia no tienen nada que envidiarles a los ampliamente conocidos de la CIA, el Pentágono y el Departamento de Estado en eventos como los de Vietnam, Camboya, Santo Domingo y tantos otros.
En abril de 1978, luego de un sangriento golpe de Estado apoyado tras bastidores por la URSS, asumió el poder en Kabul Mohamed Taraki. Acto seguido, el nuevo régimen procedió a entregarles a los soviéticos el manejo de los asuntos afganos. Cerca de 3000 asesores moscovitas asumieron la conducción del ejército, la economía y la cultura. El Estado ruso empezó a comprar a Afganistán, a bajos precios, recursos naturales como petróleo, gas natural, uranio y cobre. Meses más tarde, en diciembre de 1978, los dos países firmaron un tratado de amistad y cooperación que, en realidad, no era más que un pacto militar por 20 años.
Mas pronto habrían de surgir grandes tropiezos para el títere soviético. A partir de la primavera de 1979 estallaron en varias provincias insurrecciones populares contra Taraki y la injerencia rusa en la vida de esa nación. El levantamiento cobró tal brío que ni el ejército regular afgano ni los consejeros militares de la URSS lograron ningún progreso en las campañas de represión. A mediados del año, 22 de las 28 provincias de Afganistán estaban controladas por los insurrectos, mientras sus enemigos se veían replegados a unas cuantas ciudades. Moscú estaba atascado en una guerra de guerrillas en continuo crecimiento.
En septiembre de 1979, por medio de un golpe palaciego, fue muerto a tiros el señor Taraki y emergió como nuevo dirigente, igualmente prosoviético, Hafizullah Amín. Según parece, el Kremlin no se sentía ya a gusto con su primer agente, y resolvió eliminarlo para ungir a uno más apropiado. (Con criterio similar procedió la CIA en los asesinatos de Trujillo en 1961 y de Ngo Dinh Diem dos años después). Sin embargo, este cambio de fachada no surtió efecto positivo alguno para los objetivos de Moscú.
El 27 de diciembre, cuando departía en un festín con oficiales rusos, cayó asesinado el segundo agente de los soviéticos, Amín, junto con varios de sus familiares. El golpe fue respaldado activamente por militares rusos en las calles de Kabul. Según sus victimarios, el presidente afgano fue ajusticiado por “crímenes contra el pueblo” y fue reemplazado por un tercer pelele, Babrak Karmal, quien juró fidelidad a todos sus patrocinadores.
Al día siguiente comenzó uno de los actos de agresión más flagrantes de los últimos años: 50.000 soldados regulares del Ejército Rojo cruzaron la frontera y emprendieron la tarea de sofocar la rebelión del pueblo afgano y apuntalar al recién instalado presidente. Según altos funcionarios de la URSS, esta se vio obligada a invadir “a pedido de la dirigencia afgana”. Sin embargo, este embuste falla por la base, ya que la movilización de tropas soviéticas hacia Afganistán empezó varios días antes del derrocamiento de Amín y fueron precisamente dichas fuerzas las encargadas de eliminar ese régimen e implantar otro.
La resistencia a los invasores ha sido tan denodada, que estos han reforzado sus efectivos hasta alrededor de cien mil hombres, apoyados por abundante aviación y carros blindados. Hasta tal punto ha llegado el afán de la URSS por quebrantar a los rebeldes, que no vaciló en emplear contra ellos bombas de napalm. (El napalm es una sustancia química de enorme poder destructivo que arde sin cesar y no puede extinguirse fácilmente ni con agua ni con tierra. Este combustible gelatinoso se adhiere a la piel humana y hace que sus víctimas se consuman lentamente. Como toda arma química, el napalm está prohibido por convenciones internacionales que Rusia ha firmado. La aviación norteamericana lo empleó ampliamente en Vietnam). Empero, hasta el momento las numerosas divisiones soviéticas y su sofisticado armamento no han podido doblegar a los guerrilleros ni a varios destacamentos del ejército regular afgano que se oponen a la invasión.
Tan grosera agresión (la URSS no invadía a una nación de esta forma desde 1968, cuando atacó a Checoslovaquia) ha sido condenada enérgicamente por gran cantidad de países. Particularmente, Irán y Pakistán emitieron fuertes rechazos a la acción contra Afganistán. Además denunciaron a Rusia como agresor, entre otros, Arabia Saudita, Irak, Líbano, Qatar, la República Popular China, Gran Bretaña, Francia, los Estados Unidos y un buen número de países no alineados. Además, el gobierno saudita anunció su determinación de no asistir a los Juegos Olímpicos de Moscú, con lo cual tal vez se generalice el boicot a dicho certamen.
Ante el paso de expansión dado por Moscú, la Casa Blanca decidió bloquear indefinidamente la discusión en el Senado sobre el tratado SALT II. Asimismo, indicó que venderá armas y pertrechos militares a los rebeldes afganos, lo mismo que a Pakistán, país este que se encuentra en grave peligro ya que en él se han refugiado cerca de 400.000 patriotas afganos que huyen del genocidio soviético. Finalmente, Washington canceló importantes suministros de trigo a la Unión Soviética, así como los privilegios pesqueros y la apertura de nuevos consulados en ambos países.
Después de siete años de arduas negociaciones, en junio de 1979 se firmó el segundo Tratado de Limitación de Armas Estratégicas (SALT II), por medio del cual las dos superpotencias acordaron fijar un tope total de 2.400 misiles balísticos intercontinentales, de submarino y de bombarderos estratégicos. A pesar de la trascendencia de este pacto, varios acontecimientos internacionales acaecidos ese mismo año impidieron su aprobación y entrada en vigencia. La revolución iraní y la caída del sha, fiel aliado de Washington; la toma de rehenes norteamericanos en Teherán, y, sobre todo, la invasión soviética de Afganistán llevaron al presidente Carter a retirar el SALT II de la consideración del Senado a finales de 1979.
Por otro lado, la República Popular China anunció que está aprovisionando con armas a los combatientes de Afganistán para contribuir a su lucha contra el ataque ruso. Al mismo tiempo, el 5 de enero viajó a Beijing el secretario de Defensa de Estados Unidos, Harold Brown, para discutir asuntos militares y de seguridad comunes a las dos naciones. Durante las conversaciones bilaterales se acordó emprender acciones conjuntas para contener el expansionismo ruso, lo cual hace más probable una colaboración a largo plazo entre Estados Unidos y China.
¿Qué se propone Moscú al invadir Afganistán?
En primer lugar, aplastar todo vestigio de resistencia a su ocupación militar del país. Prueba de ello son la crueldad y el cinismo con que está actuando. En segundo lugar, una vez controlada la situación en Afganistán, utilizarlo como base para posteriores expediciones que le permitan una salida al golfo Pérsico vía Pakistán o vía Irán. De lograr lo anterior, Rusia cerraría la tenaza abierta en Etiopía y Yemen del Sur sobre la península arábiga y el golfo. En tercer lugar, apretar el cerco sobre China, un molesto y peligroso enemigo que desde hace dos décadas vienen denunciando las intenciones expansionistas de la URSS.
No cabe duda de que la Unión Soviética no se expondría a la repulsa universal con un ataque tan alevoso si no fuera porque ello equivale a un salto inicial para conquistar las más importantes fuentes energéticas del orbe y colocarse de tal modo en una posición de decisiva ventaja sobre todos sus oponentes.
¿Qué queda claro de la situación actual?
Se pone al descubierto el carácter agresivo de la Unión Soviética, que hasta ahora había utilizado tropas cubanas y vietnamitas para encubrir su juego imperialista. Hasta ahora el trabajo lo estaban llevando a cabo sus satélites. Sin embargo, el zarpazo del petróleo era algo que correspondía al ejército regular ruso. La palabrería seudosocialista con que la URSS justificaba todas sus actividades imperialistas ha entrado en flagrante contradicción con su práctica política ante los ojos de la opinión mundial.
También se evidencia que es Moscú y no Washington el que está a la ofensiva y posee la iniciativa. Para la muestra, un botón. Mientras Carter pedía orar por los rehenes norteamericanos en Teherán y llevaba el asunto a la Corte de La Haya, Brézhnev ordenaba invadir a Afganistán. Esta y muchas otras son muestras de la actitud de repliegue y de la crisis política de los Estados Unidos en materias internacionales.
¿Qué perspectivas resultan de lo expuesto?
Si bien es cierto que Norteamérica está a la defensiva, el peligroso acercamiento de la URSS al petróleo del Medio Oriente no puede menos que poner en pie de guerra a los países que dependen de esa región para su subsistencia, es decir, Estados Unidos, sus aliados de la OTAN y Japón. El orbe está hoy muy cerca de una tercera guerra mundial. Pero al igual que en vísperas de la segunda, es obvio que ninguna posición de tolerancia y apaciguamiento para con los agresores servirá para impedir el estallido de la conflagración.
* Magazín Dominical, El Espectador, 13 de enero de 1980. Se publicó tres semanas después del comienzo de la invasión soviética a Afganistán.
1 Ver en este libro “La URSS, en el filo de la navaja”.
ESTADOS UNIDOS YA NO ES EL N.º 1 *
Los Estados Unidos y la Unión Soviética son las dos únicas superpotencias. En fuerza nuclear, los soviéticos están avanzando rápidamente hacia la posición de superioridad tajante. Esta superioridad es particularmente amenazadora debido a dos hechos profundamente inquietantes. Primero, se alcanzará antes que Estados Unidos pueda hacer algo respecto a ello, dados los programas y la financiación actuales de que dispone. Segundo, se caracterizará por peligrosas vulnerabilidades en nuestras fuerzas disuasivas y por una considerable disparidad, que favorecerá a la Unión Soviética en la capacidad de luchar, vencer y recobrarse en una guerra nuclear.
La anterior aseveración de Richard Nixon sintetiza la alarmante situación de inferioridad en que se encuentra Estados Unidos frente a la vertiginosa carrera armamentista de su contendor soviético. De una aplastante relación de desventaja de aproximadamente quince a uno en armas nucleares respecto a Estados Unidos en 1962, hoy, después de 18 años, no solo ha logrado la paridad sino que se está convirtiendo en la primera potencia atómica del orbe. Durante más de dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial los estadounidenses disfrutaron de una hegemonía total en los terrenos militar, político y económico; su influencia se extendía por casi todos los rincones de los cinco continentes. Los círculos dirigentes de Washington, obnubilados por su posición extremadamente privilegiada, descuidaron en gran medida los requerimientos de un sistema militar acorde con las nuevas realidades políticas y bélicas del mundo. El aspecto principal de dichos cambios en la arena internacional lo constituyó el surgimiento de una potencia ávida de expansión y conquista: la URSS de los años sesenta y setenta. Conscientes de que la única forma de alcanzar sus propósitos era por medio de la fuerza, los gobernantes del Kremlin se dedicaron con empeño a construir un arsenal sin precedentes en la historia por su tamaño y capacidad destructora.
La URSS, a la cabeza de todo
Quien desee adquirir la superioridad bélica sobre sus contrincantes, deberá gastar ingentes sumas de dinero en armas e investigación. Según fuentes norteamericanas, la Unión Soviética gastará en 1980 el 18 % de su producto nacional bruto en cuestiones militares; por el contrario, Estados Unidos apenas emplea alrededor del 5 % de su PNB en el mismo sector. Solo entre 1973 y 1978, la URSS gastó casi mil millones de dólares más que su rival en armas y 40.000 millones más en investigación y desarrollo de estas. Asimismo, debe señalarse que el presupuesto de defensa de Moscú ha venido creciendo a un ritmo anual de cerca del 8 %, mientras que el de la Casa Blanca apenas llega al 3 %. Lo anterior ha llevado a la URSS a convertirse en el segundo vendedor de armas del planeta (30 % del mercado mundial, frente a un 37 % de Estados Unidos) y a dedicar el 60 % de su industria —directa o indirectamente— a fines militares. En cuanto al armamento nuclear la ventaja soviética es evidente en casi todos los niveles; y el SAT II, en caso de ser ratificado por el Senado americano2, en el mejor de los casos serviría tan solo para impedir que la URSS amplíe su brecha ya existente. Para 1985 se calcula que, con o sin el tratado, los soviéticos dispondrán de una ventaja de cinco a uno en carga lanzada, de seis a uno en su fuerza de misiles intercontinentales de contraataque e igualdad en exactitud. En 1961, por ejemplo, la Unión Soviética carecía de misiles de submarino y de submarinos nucleares; en 1979 aventaja a Estados Unidos en 359 de los primeros y en 49 de los segundos. Por otra parte, los misiles intercontinentales más potentes de Norteamérica (Minuteman) son hoy día vulnerables a un ataque por sorpresa debido a que se hallan instalados en gigantescos “silos” fijos, mientras que sus similares soviéticos poseen bases móviles y en consecuencia son más difíciles de alcanzar. Los estadounidenses no tienen por ahora proyectiles balísticos de alcance intermedio y solo los desarrollarán plenamente hacia 19833. La supremacía norteamericana en bombarderos estratégicos de largo alcance se ve mermada por el hecho de que los aviones son en su mayoría B-52 anticuados, algunos de 1956. Los bombarderos rusos de largo y mediano alcance, al contrario, son naves bastante modernas y muchas de ellas son supersónicas, como el Backfire, cuyo radio de acción sobrepasa los 5.000 kilómetros. Como si todo lo anterior fuera poco, en los últimos cinco años la Casa Blanca y el Congreso han abandonado, o simplemente archivado, numerosos programas para desarrollar y desplegar poderosas armas nucleares.
No obstante, la desproporción es extraordinariamente profunda en el caso de las fuerzas convencionales. Durante la última década, el equipo de tanques de la URSS creció en un 35 %, la artillería en un 40 % y la aviación táctica en un 20 %. Cada año, la marina soviética recibe 20 navíos de guerra nuevos. No hay rama de las fuerzas rusas de tierra, mar o aire que no se incremente y se modernice constantemente. En el lado norteamericano la situación es bien diferente. Por falta de presupuesto suficiente el ejército regular ha venido disminuyendo continuamente sus efectivos, al tiempo que el reclutamiento acusa serias deficiencias y dificultades. Las tropas del Tío Sam no disponen de un equipo de combate y apoyo suficiente para sostener un posible frente en Europa y en otro lugar como la zona del golfo Pérsico. Hace unos cuantos meses, un alto oficial del Pentágono indicaba que “faltan casi 60.000 vehículos rodantes para movilizar municiones, combustible, soldados heridos, comida, armas, y para apoyar cualquier otra misión del ejército”.
En efecto, mientras la URSS exhibió una impresionante capacidad de movilización de soldados y material de todo tipo en sus aventuras africanas y en la invasión a Afganistán, los norteamericanos emplearían seis días al menos y una cuarta parte de su comando aéreo militar para transportar apenas unos 16.000 hombres al Oriente Medio; los tanques y demás equipo pesado, llevados por mar a falta de aviones adecuados, tardarían varias semanas. Con el fin de compensar semejante debilidad, la Casa Blanca prepara una llamada Fuerza de Desplazamiento Rápido de 150.000 efectivos; sin embargo, costará 10.000 millones de dólares ponerla a funcionar hacia mediados de la presente década.
Aunque en la aviación táctica de combate Estados Unidos supera tecnológicamente a la URSS, esta produce 1150 cazas anuales, mientras que aquel solo fabrica 550. La diferencia de calidad está siendo compensada ampliamente por la cantidad. Al igual que el ejército, la fuerza aérea estadounidense está falta de municiones; asimismo, tiene escasez de misiles aire-aire.
Pero tal vez donde se ve más diáfanamente el retroceso de Estados Unidos y el avance de la Unión Soviética es en el poderío naval. Durante la última década, la otrora superpotente Navy disminuyó el número de sus barcos de 976 a 453 (aproximadamente la mitad de los buques que tenía antes del ataque a Pearl Harbor en 1941), mientras que la flota del Kremlin cuenta con 775 unidades; a mediados de esta década, Norteamérica espera contar con 525 navíos. Para mantener la flota en su actual tamaño se necesitaría construir 17 naves anuales, pero el presupuesto de 1980 solo autoriza 14. Algo parecido ocurre con los petroleros: de 21 que se requieren para garantizar el funcionamiento de la flota hay 16 disponibles, 10 de los cuales trabajan desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Los famosos marines no tienen cómo realizar sus desembarcos puesto que cuentan con 63 vehículos anfibios, número insuficiente para llevar a cabo operaciones de envergadura.
A pesar de que Washington aún conserva numerosas bases militares en todo el mundo, en los últimos años ha desmantelado algunas o ha disminuido su personal y su armamento. Empero, a raíz de los acontecimientos de Irán, la invasión a Afganistán y los avances soviéticos en la región del golfo Pérsico y el Cuerno de África, los Estados Unidos se vieron obligados a solicitar la edificación de bases en la isla de Diego García, en Somalia y en Omán, cuyas instalaciones apenas ahora empiezan a construirse. Aparte de estos proyectos en el océano Índico, los norteamericanos poseen bases en el Pacífico (en Corea del Sur, Taiwán, Japón, Filipinas, Guam, etc.), en el Caribe (Antigua, Bahamas, Barbados, Bermudas, Cuba, Puerto Rico, Panamá, etc.) y en los países miembros de la OTAN. Por su parte, la URSS, que hasta hace poco solamente disponía de bases en sus satélites de Europa Oriental, ahora ha ampliado sus puntos de apoyo con Cuba, Vietnam, Angola, Yemen del Sur y Etiopía. En cuanto a los aliados de Estados Unidos —particularmente la OTAN—, estos se encuentran a merced del poderío soviético y del Pacto de Varsovia, tanto en armas convencionales como nucleares. La Unión Soviética mantiene en Europa Oriental alrededor de medio millón de soldados: 20 divisiones en Alemania Democrática, 5 en Checoslovaquia, 4 en Hungría y 2 en Polonia. Otra parte de los efectivos rusos —más de 2.7 millones— están estacionados en la Rusia europea. O sea, que para el frente europeo ha desplazado 3.2 millones de hombres de todas las armas (tres cuartas partes de su ejército regular) apoyados por 31.000 tanques. Además, Moscú ha destinado una buena parte de su armada para envolver a Europa: 420 buques pesados y submarinos de las flotas del Norte, del Báltico, del Mediterráneo y del mar Negro.
Sin embargo, la amenaza más grande que pesa sobre Europa Occidental son los 200 misiles rusos de alcance intermedio SS-20, los cuales poseen tres cabezas nucleares y un alcance de 5.000 kilómetros, o sea, que pueden dar en cualquier blanco, desde Noruega hasta Gibraltar. La OTAN está equipada con cohetes de corto alcance (unos 200 kilómetros). Además, el cohete soviético (del que se produce uno cada semana) es móvil y por tanto prácticamente invulnerable; con algunos cambios y ajustes técnicos, el SS-20 puede transformarse rápidamente en un misil intercontinental (SS-16), capaz de llegar a los Estados Unidos. El 12 de diciembre de 1979, los ministros de Relaciones Exteriores y Defensa de la OTAN aprobaron el emplazamiento, a partir de 1983, de 108 misiles norteamericanos Pershing II y 464 misiles de crucero; los primeros tienen un alcance de 1800 kilómetros y una ojiva nuclear y los segundos alcanzan los 2500 kilómetros. A mediados de la presente década, los socios europeos de Washington estarán aún mucho más rezagados de lo que están ahora si los rusos continúan desarrollando sus armas atómicas al ritmo actual.
Lo más mortífero y sofisticado
En el curso de la carrera armamentista de las últimas tres décadas, las dos superpotencias han incrementado enormemente su capacidad de destrucción en cuanto a artefactos nucleares se refiere, hasta el punto de que la bomba de Hiroshima y Nagasaki, que aterrorizó al mundo en 1945, parece hoy día juego de niños, un arma casi convencional. Asimismo, la precisión y el grado de control de los cohetes han alcanzado niveles impresionantes. ¿Cuáles son los exponentes más representativos de los actuales monstruos atómicos?
En primer lugar está el SS-18 soviético, el misil intercontinental más potente que existe, el cual dispone de diez MIRV (vehículos de reingreso múltiple con blancos independientes, por sus siglas en inglés). Cada uno de estos cohetes está en capacidad de transportar diez ojivas, cada una con un poder de mil kilotones, unas 48 veces más destructivas que la bomba de Hiroshima.
La URSS cuenta con más de 300 de estos proyectiles pesados, aventajando así a los Estados Unidos en potencia de fuego, ya que estos tienen el Minuteman III, con tres MIRV de 335 kilotones cada uno, como su misil más poderoso. Los 550 Minuteman son, además, altamente vulnerables a un ataque nuclear ruso por sorpresa debido a que, como ya se indicó, están emplazados en instalaciones fijas. Con el propósito de equilibrar tamaña desventaja, el gobierno de Norteamérica puso en marcha un gigantesco programa de producción y experimentación del misil móvil MX con un costo total de 34.000 millones de dólares. Estos 200 proyectiles equilibrarían, a mediados de la década, o al menos harían menos abrumadora la desproporción existente entre los dos colosos atómicos. De todos modos, tal como se presentan los hechos, la URSS tiene hoy un poder de fuego de 7.836 megatones y Estados Unidos de 3253 (un megatón equivale a un millón de toneladas de dinamita).

Por otro lado, los norteamericanos trabajan intensamente en la elaboración de un novedoso y sofisticadísimo misil —el crucero—, que se distingue por las siguientes características: puede volar a grandes velocidades a una altura que oscila entre los 50 y los 500 pies; sortea toda clase de obstáculos que se interpongan en su vertiginosa carrera; su altura de vuelo y su tamaño reducido le hacen virtualmente indetectable por las pantallas de radar del enemigo, y los misiles tierra-aire no son efectivos contra artefactos que se desplazan tan a ras del suelo. Según parece, los soviéticos están tratando de desarrollar un arma similar a este crucero.
La guerra química
Actualmente, la Unión Soviética es el más grande productor de tóxicos químicos; cada año fabrica cerca de 30.000 toneladas y dispone de un arsenal de unas 700.000 toneladas de tales sustancias con fines bélicos. Los principales dispositivos para la guerra química están equipados con napalm, fósforo blanco, defoliantes y gases venenosos. Los tres primeros elementos fueron utilizados ampliamente por el ejército de los Estados Unidos en el conflicto de Vietnam y, según fuentes de las Naciones Unidas, las tropas rusas han lanzado sobre los rebeldes afganos grandes cantidades de bombas de napalm y de gases letales, pese a que ambas naciones han adherido a protocolos internacionales que proscriben el empleo de tales instrumentos de combate. Los modernos gases con que están equipadas las fuerzas de las grandes potencias son tan tóxicos que una sola gota aplicada en la piel de una persona es suficiente para causarle le muerte. A pesar de que las reservas incluyen materias como el gas mostaza (muy común durante la Primera Guerra Mundial), la mayoría de los ejércitos prefieren los gases nerviosos, mucho más potentes, también conocidos como compuestos organofosfóricos o “agentes G”, que bloquean las enzimas, sin las cuales las cantidades tóxicas de acetilcolina crecen y destruyen el funcionamiento del sistema nervioso.
La mayoría de los gases nerviosos son invisibles e inodoros y entran en acción a los quince minutos de exposición. Las pupilas se contraen, luego se suceden el dolor de cabeza, el vómito, las convulsiones musculares, el coma y, finalmente, la muerte. Entre los gases más efectivos figuran el tabún, el somán y el sarín. La mayoría de los carros de combate del ejército ruso están equipados con filtros contra gases venenosos y las unidades de infantería están acompañadas por maquinaria especial para descontaminar a la tropa y el material. En los Estados Unidos apenas se está empezando a dotar a las fuerzas armadas con suficientes cantidades de armas químicas, a fin de contrarrestar la supremacía rusa.
Como lo anotara recientemente un senador norteamericano, “nosotros en este país estamos dormidos, mientras que la URSS se ha empeñado diligente, consistente, constantemente en la tarea de crear la más aterradora máquina militar que la humanidad haya conocido”. “Como resultado —puntualizó el senador Barry Goldwater—, los Estados Unidos ya no son el país número uno militarmente en el mundo. Más bien es el número dos, y un número dos no muy bueno”.
Aunque la URSS contaba con más misiles balísticos intercontinentales, Estados Unidos la superaba en el número de cabezas nucleares debido al desarrollo del sistema MIRV, gracias al cual muchos de los misiles norteamericanos podían transportar varias ojivas. Algo similar ocurría con los misiles balísticos de submarino: amplia superioridad soviética en el número de misiles, pero ventaja estadounidense en cuanto a la cantidad de cabezas nucleares. Sin embargo, en pocos años los soviéticos lograron notables avances en el desarrollo de los MIRV para neutralizar en gran medida estas diferencias.
Fuerzas nucleares de EE.UU y la URSS (1979)
Ojivas nucleares estratégicas |
Misiles balísticos intercontinentales |
|
EE.UU. URSS |
9200 5000 |
1054 1477 |
|
Misiles balísticos de alcance intermedio |
Misiles balísticos de submarino |
EE.UU. URSS |
--- 740 |
656 1015 |
Bombarderos estratégicos de largo alcance |
Bombarderos estratégicos de alcance medio |
Submarinos nucleares |
|
EE.UU. URSS |
417 135 |
66 639 |
41 90 |
Fuerzas nucleares estratégicas de Estados Unidos y Rusia en 1991, año de la disolución de la Unión Soviética
Ojivas nucleares estratégicas
EE.UU. = 11.966 Rusia = 10.880
Misiles balísticos intercontinentales
EE.UU. = 1000 Rusia = 1334
Misiles balísticos de submarino
EE.UU. = 608 Rusia = 914
Bombarderos estratégicos
EE.UU. = 268 Rusia = 106
Fuerzas convencionales de EE.UU. y la URSS (1979)
Personal militar |
Tanques |
Aviones |
|
EE.UU. URSS |
2.026.345 4.400.000 |
12.100 50.000 |
5.346 8.481 |
Piezas de artillería |
Buques |
Submarinos |
|
EE.UU. URSS |
5.500 20.000 |
161 284 |
75 243 |
Portaaviones |
Presupuesto militar 1979-1980 (en millones de dólares) |
Tropas en el extranjero |
Ventas de armas al tercer mundo 1978-1979 (en millones de dólares) |
|
EE.UU. URSS |
13 2 |
135.000 165.000 |
400.000 800.000 |
9.600 4.300 |
Fuerzas nucleares de la OTAN y el Pacto de Varsovia(1979)
Misiles de alcance intermedio |
Misiles de corto alcance |
Misiles crucero |
Misiles de submarino |
Bombarderos estratégicos |
|
OTAN Pacto de Varsovia |
0 740 |
180 416 |
0 0 |
104 60 |
237 503 |
Fuerzas convencionales de la OTAN y el Pacto de Varsovia (1979)
Soldados |
Tanques |
Aviones |
Piezas de artillería |
|
OTAN Pacto de Varsovia |
781.000 945.000 |
11.000 27.200 |
3300 5.795 |
2700 10.000 |
* Revista Diners, N.º 127, octubre de 1980.
2 Ver en este libro “Quién gana con el desarme”.
3 Ver en este libro “Euromisiles”.
CARTER NO APROBÓ EL CURSO DE LA CASA BLANCA*
La incierta conducta del expresidente demócrata permitió mayores avances del Kremlin, provocó una enorme crisis de credibilidad entre los aliados de Estados Unidos e influyó en la estruendosa derrota electoral de su partido.
En las elecciones presidenciales de 1976, el candidato demócrata, Jimmy Carter, halló eco en numerosos sectores sociales de su país con las prédicas acerca de los derechos humanos, la reducción de armamentos, la no proliferación nuclear y una mayor pasividad en los asuntos internacionales, en momentos en que la opinión pública estadounidense aún se encontraba anonadada por la ignominiosa derrota en Indochina, el escándalo de Watergate y las denuncias contra la CIA y las trasnacionales. Los chivos expiatorios de esta situación de profunda crisis fueron los republicanos, quienes perdieron la presidencia y quedaron en minoría en las dos cámaras del Congreso. Sin embargo, desde el comienzo de su desempeño como jefe del Estado más poderoso del mundo, Carter mostró una considerable dosis de incongruencia en el manejo de la política exterior norteamericana. Ello coincidió con el expansionismo de la URSS y lo estimuló en todos los rincones de la Tierra. Durante el mandato del señor Carter, el oso moscovita avanzó extraordinariamente en sus ambiciones de dominación global y conquistó posiciones y ventajas estratégicas de enorme valía.
Los derechos humanos, un boomerang
Quizá la política que mayores perjuicios causó a los intereses del capital norteamericano fue esta de los llamados derechos humanos, cuyo propósito era mejorar la maltrecha imagen de los Estados Unidos. Retomando la antigua consigna burguesa de los derechos del hombre, Carter hizo de ella la vara para medir quién merecía y quién no el apoyo del Tío Sam. Ya lo había advertido: “Hablaré con dureza cada vez que estén amenazados los derechos humanos; no siempre, sino cuando crea que es aconsejable”. Muchos regímenes amigos de Washington (incluso varios que habían alcanzado el poder gracias a los buenos oficios norteamericanos) se vieron de pronto repudiados y abandonados por sus benefactores tradicionales. Por ejemplo, desde febrero de 1977, la nueva administración decidió pronunciarse contra los gobiernos de Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, Guatemala, El Salvador, Etiopía y otros por violaciones de los derechos humanos, al tiempo que anunciaba la suspensión de las ventas militares a algunos de ellos.
Los países latinoamericanos aludidos consideraron tal hecho una “intromisión en los asuntos internos” y rechazaron de antemano toda ayuda militar de Washington; Brasil fue más allá al anular el Acuerdo de Asistencia Militar que tenía con los estadounidenses desde 1952. Argentina, por su parte, se distanció notablemente del gobierno norteamericano, realizó cuantiosas transacciones económicas con Moscú y, en 1980, se negó a sumarse al embargo de cereales propiciado por Carter contra la Unión Soviética a raíz de la invasión a Afganistán. En cuanto a Etiopía —nación clave del Cuerno de África—, el general Mengistu expulsó en abril de 1977 a todos los consejeros militares norteamericanos y, al mes siguiente, inició en firme sus contactos con el Kremlin, contactos que lo llevarían a convertir a Adís Abeba en un satélite de Moscú.
La campaña de derechos humanos afectó en forma particularmente adversa al sha de Irán, uno de los más leales súbditos de Estados Unidos. Como lo reconociera más tarde el extinto mandatario, la política de Carter fue el factor externo primordial que contribuyó al derrumbamiento de su monarquía, en febrero de 1979, lo cual se ha considerado como el descalabro más grande de Estados Unidos desde Vietnam.
No obstante, como en casi todos sus procederes, el señor Carter no fue consecuente ni siquiera con esto de los derechos humanos. Hizo importantes excepciones: Corea del Sur, Filipinas, Sudáfrica y Nicaragua, entre otras, naciones todas con regímenes abiertamente despóticos. Por ejemplo, con respecto a la Nicaragua de Anastasio Somoza, la Casa Blanca mantuvo una actitud de resignada benevolencia a lo largo de, prácticamente, todo el conflicto civil que vivió ese país. Así, en agosto de 1978, Carter envió al tirano nicaragüense un mensaje en el que lo congratulaba por los progresos obtenidos por su gobierno en la observancia de los derechos humanos.
De muchos casos como los señalados, el hegemonismo ruso sacó buen partido, ya que a los dirigentes del Kremlin les tiene sin cuidado si un presidente es represivo o no. Ellos poseen miras mucho más amplias.
Acomodamiento con Cuba
La isla caribeña representa con ironía lo que va del “gran garrote” al “pequeño garrote”. Si en 1962 Kennedy retiró a sombrerazos los misiles de Jruschov de Cuba, muy distinta fue la actitud del gobernante georgiano frente a las provocaciones soviético-cubanas.
En noviembre de 1978 se descubrieron en Cuba 20 aviones MiG-23, capaces de portar armas nucleares. Ante el estupor general, el presidente norteamericano afirmó que dichos aparatos no representaban amenaza alguna para la seguridad de su país y procedió a archivar el asunto. Un año después, en septiembre de 1979, los servicios de inteligencia estadounidenses constataron la presencia en la vecina isla de un contingente militar soviético de 3000 hombres. El alboroto internacional causado por esta nueva “crisis cubana” fue silenciado una vez más con la conciliadora reflexión del jefe de la Casa Blanca: “Aunque tenemos evidencia clara de que la unidad es una brigada de combate, las afirmaciones soviéticas acerca del futuro estatus no combatiente de la unidad son significativas (…). El problema no es razón para regresar a la Guerra Fría”. Y como un gesto de fuerza, ordenó el desembarco —más bien simbólico— de 2100 marines en la base de Guantánamo.
Similar fue el comportamiento del estadista demócrata ante las actividades expansivas de Castro en la región del Caribe y Centroamérica, llevadas a cabo con audacia inusitada. A través de medios diversos, las autoridades cubanas consolidaron su influencia en Guyana, Jamaica, Granada y Santa Lucía y metieron las manos en las aguas revueltas de Nicaragua y El Salvador, todo esto gracias en gran parte a la pasividad del nuevo precursor de los derechos del hombre, quien en julio de 1979 declaró que era un error asumir cualquier cambio abrupto en el hemisferio como “el resultado de la intervención cubana”.
Brézhnev y sus conmilitones hicieron buen uso de tropas regulares cubanas para ampliar sus dominios en África y promover conflictos. Los 50.000 soldados caribeños estacionados en numerosos países de ese continente participaron en aventuras como la guerra civil de Angola; las dos incursiones de katangueses contra la provincia de Shaba (Zaire), en marzo de 1977 y mayo de 1978; la guerra de Ogaden entre Etiopía y Somalia, de 1977 y 1978; el aniquilamiento de la rebelión eritrea, a partir de 1978, y la contienda civil de Rodesia. En la península arábiga también contribuyeron a la agresión de Yemen del Sur contra Yemen del Norte, en marzo de 1979. Algunas de estas acciones fueron torpemente ignoradas por el equipo de Carter. Andrew Young, embajador norteamericano en la ONU, llegó a señalar que la presencia de tropas cubanas en Angola proporcionaba “cierta estabilidad y orden”.
Como si lo anterior no hubiera bastado, durante la contienda electoral de 1980, Carter dijo que si fuese posible buscaría “un acomodamiento amplio con los cubanos”. Con razón La Habana puso en libertad, poco antes del 4 de noviembre y sin que mediara negociación alguna, a varios presos norteamericanos como graciosa contribución a la campaña electoral del mandatario demócrata.
Desarmándose ante la agresión
“La fuerza de los Estados Unidos no está basada simplemente en el tamaño de un arsenal, sino en la nobleza de las ideas”, había dicho Carter antes de ser presidente. En ese sentido, prometió disminuir los gastos de defensa entre 5.000 y 7.000 millones de dólares anuales y anunció un plan de no proliferación nuclear. Mientras que en el presupuesto 1979-1980 la URSS destinó un total de 165.000 millones de dólares a fines bélicos, Estados Unidos apenas empleó en el mismo lapso 135.000 millones. Al tiempo que Moscú se empeñaba en una impresionante carrera armamentista a todo nivel, Washington determinó aplazar la construcción del misil móvil MX y del bombardero estratégico B-14.
Durante varios meses, Carter urgió a los gobiernos de la OTAN para que aceptasen la instalación de bombas de neutrones en Europa Occidental como arma más eficaz para balancear la superioridad del bloque ruso en tanques. Luego de arduas discusiones y por encima de una tenaz oposición popular, la OTAN aceptó. Empero, en abril de 1978, Jimmy Carter anunció la cancelación del programa de la citada bomba, dejando abochornados y perplejos a sus amigos europeos.
Asimismo, el presidente norteamericano se obstinó en la no proliferación nuclear: se opuso a que el Japón (aliado clave de Occidente en el Extremo Oriente) construyera plantas nucleares; condenó la venta de plantas germano-occidentales a Brasil y francesas a Pakistán, lo cual trajo consigo fuertes fricciones y nuevos distanciamientos. Por otro lado, sin embargo, Carter aprobó la venta a la URSS, en 1978, de sofisticada tecnología para la explotación petrolera y otras actividades económicas básicas.
Una de las obsesiones de la administración demócrata fue el SALT II. El complejo tratado de limitación de armamento nuclear fue suscrito por Brézhnev y Carter en junio de 1979. La dura oposición que despertó en el Congreso norteamericano tal documento se basaba, entre otras cosas, en los siguientes aspectos: a) no se reduce el número de los gigantescos misiles rusos SS-18 (los norteamericanos carecen de uno equivalente); b) se deja por fuera del tratado el modernísimo bombardero estratégico soviético Backfire, dando vía libre al incremento de su número y eficiencia (en cambio, sí se incluyeron los aviones B-52 y B-1 de Estados Unidos; c) se limita el desarrollo del misil crucero norteamericano en cuanto a su alcance (máximo 600 km); d) no se incluyen los misiles de alcance intermedio, arma en la cual la URSS posee apreciable superioridad, especialmente en Europa, con los poderosos SS-20 que no tienen contrapartida en la OTAN5. A lo