Eitingon, las operaciones secretas de Stalin en México

Juan Alberto Cedillo

Fragmento

Eitingon, las operaciones secretas de stalin en México

1
El asesinato

Durante su largo paseo matinal por el solitario y fresco Bosque de Chapultepec, Leonidas Aleksandrovich Eitingon entregó a su joven pupilo una carta escrita en francés. Sería la pieza central de su cuartada si fracasaba el escape. Un crimen como el que iba a cometer ya se había perpetrado exitosamente en una embajada de la Unión Soviética. Aun así, el experimentado Leonidas revisaba con el apuesto Ramón Mercader cada uno de los escenarios posibles para no dejar ningún detalle al azar. Entre ellos, la posibilidad de que capturaran al asesino una vez que hubiera matado al “viejo”. En ese caso, debería evitar, a costa de su vida, que lo relacionaran con su madre, su mentor y todos los personajes que intervenían para hacer posible el magnicidio.

El instructor y el joven y atlético Mercader revisaron durante varias horas la coartada que había fabricado el servicio de inteligencia soviético. Aquél lo aleccionaba para que, durante sus interrogatorios con la policía mexicana, describiera las calles, escuelas, amigos, circunstancias y pormenores de una vida que no había vivido, la del descendiente de un diplomático belga llamado Jacques Mornard.

Leonidas había seleccionado al hijo de su amante sólo para que los de éste fueran “sus ojos y oídos en la casa de León Trotsky”, y aunque hasta donde le fue posible había evitado involucrarlo en las acciones directas para el asesinato, ahora era su última carta para evitar fracasar en la misión más importante de su larga trayectoria: la eliminación de los enemigos de Iósif Stalin fuera de la Unión Soviética.

Gracias a las dogmáticas convicciones de la madre de Ramón, el joven fue designado para la peligrosa misión, la cual conllevaba más posibilidades de que lo capturaran a que saliera ileso.

Ramón pasó la mañana revisando con su mentor cada paso que daría esa fatídica tarde, que sería la marca definitiva de su existencia. Éste no era un improvisado en confabulaciones. Exploraba minuciosamente cada detalle y poseía una amplia experiencia en atar cabos, en no dejar ninguno suelto.

La acción que pudieron observar esa mañana los pocos paseantes del Bosque de Chapultepec fue la de un hombre maduro, de aproximadamente 40 años, que aleccionaba a un joven de un poco más de 25 años, y acaso, por las apariencias, su primogénito. La escena tenía el mismo simbolismo del pasaje bíblico de Abraham sacrificando a su hijo Isaac.

Eran tiempos propicios para cometer magnicidios. Recién había terminado un disputado proceso electoral para elegir al nuevo presidente de México. Lázaro Cárdenas, quien había asilado y protegía a León Trotsky, estaba por abandonar el cargo, mientras que Manuel Ávila Camacho, su sucesor, intentaba deslindarse de la política radical de éste, debido a los cuestionamientos sobre su “triunfo” durante el sexenio, enarbolados por fuerzas conservadoras que habían apoyado a su contrincante.

Leonidas Eitingon, por su parte, enfrentaba a un hábil jefe del Servicio Secreto, el general Leandro Sánchez Salazar, que investigaba el primer intento fallido para matar al “viejo”, capturaba rápidamente a los peones, alfiles y caballos que utilizó, y se acercaba peligrosamente a él, que, por lo tanto, tenía poco tiempo para evitar el jaque mate.

Mercader regresó de su paseo matutino por el Bosque de Chapultepec emocionalmente convertido en Jacques Mornard. Al llegar a su oficina del Edificio Ermita, inmediatamente se puso a analizar y destruir los últimos documentos que lo identificaban como Ramón Mercader. Ya entonces había ocultado cualquier objeto que lo relacionara con su pasado. Para no levantar sospechas, siguió no obstante las costumbres de éste, de modo que salió brevemente a comer con su novia y regresó sin tardanza.

Pasadas las 4 y media de la tarde, tomó la carta mecanografiada que le había entregado Eitingon y la firmó, sencillamente, a lápiz. Le agregó la fecha: 20 de agosto de 1940. También puso entre sus prendas un texto de su autoría sobre la guerra en Europa, para que su próxima víctima se lo “revisara”.

Abandonó el edificio para abordar su lujoso Buick y tomar la avenida Revolución, rumbo a Coyoacán. A pesar del atardecer soleado y caluroso, portaba sobre su fino traje de casimir una gabardina color caqui, en una de cuyas bolsas puso la misiva en la que “confesaba” sus motivos para el crimen que iba a cometer. En otra parte de la prenda portaba una daga de 35 centímetros de largo, y en la bolsa del pantalón, una Star .45, con una bala en la recámara. En el forro de la gabardina, cosido de tal forma que se desprendiera en el momento preciso de asestar el golpe en la cabeza de su víctima, llevaba un piolet, al que le había recortado el mango.

Apenas enderezó hacia su destino, empezó a ser escoltado por otro vehículo, en el que viajaban su madre con su amante, Caridad Mercader y Leonidas, quienes se habían conocido en el fragor de la Guerra Civil Española.

Al arribar al pequeño pueblo de Coyoacán, los autos se enfilaron hacia la polvorosa calle Viena, una de las postreras del pueblo, que corre paralela al río Churubusco. Al tomarla, sólo uno continuó. Mornard pasó frente a la caseta de los policías que resguardaban una gran residencia, recientemente transmutada de casa a fortaleza. Estacionó su auto enfrente, pero dio media vuelta, precavido de quedar enfilado rumbo a una salida sin tropiezos.

Los guardias del interior lo reconocieron, saludaron y activaron los mecanismos que abría la puerta del pesado portón principal, reforzado con placas de acero. Cuando éste se cerraba, los amantes, que se habían estacionado unas pocas calles atrás, desde donde podían observar los movimientos exteriores a la fortaleza, quedaron en la incertidumbre.

No pudieron ver que los guardias registraban la hora de ingreso del invitado: las 17:30, el cual, al entrar, se encontró con su víctima en el patio de la casa, quien estaba alimentando a sus apreciados conejos y gallinas.

Leonidas confiaba en que todo resultaría según lo meticulosamente planeado. El crimen sería una réplica: ya había mostrado su eficacia en Persia, cuando el comisario Lavrenti Beria solicitó que se eliminara al embajador de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que pensaba desertar para engrosar las filas enemigas.

En esa ocasión, la División de Servicios Especiales (DSE) escogió a un fortachón marino, de apellido Bokov, quien con “una burda barra de acero” realizó en Teherán, a fines de 1939, un asesinato perfecto. Enviado a la embajada soviética con pasaportes falsos, antes de ingresar en la sede recibió de agentes de esa división una pequeña barra de acero que escondió entre sus ropas.

Posteriormente, fue conducido ante el embajador para entregarle sus documentos y ponerse a su disposición. Cuando el diplomático revisaba los papeles, Bokov se puso de pie a sus espaldas, sacó su burda arma y le asestó un fuerte golpe en la cabeza, matándolo al instante. Para evitar que la policía local se enterara del crimen, el cadáver fue envuelto en una alfombra y sacado de la embajada a un vehículo que ya lo aguardaba.1

Aquí, en Coyoacán, lo previsible era que Ramón Mercader, después de asestar el golpe mortal en el cráneo, saliera caminando por la puerta de la fortaleza, y subiera al auto sin contratiempos, antes de que los guardias del “viejo” descubrieran el cadáver. Si se diera el caso de que se percataran del crimen, utilizaría su pistola para escapar. Era lo que Eitingon esperaba.

A bordo del automóvil, los amantes encendían un nuevo cigarrillo con el que terminaban de consumir. El agente entendía que era su última oportunidad para cumplir con la misión más importante de su vida. Su temple lo hacía aparecer sereno, no sin que sus nervios causaran estragos en su incipiente úlcera estomacal. La crisis emocional de la afligida madre se agudizaba en la medida en que pasaban los minutos, y explotó una media hora después, cuando escuchó las sirenas de ambulancias, motocicletas y patrullas que se aproximaban a toda velocidad a la casa de León Trotsky.

Tras eternos minutos de zozobra y angustia, Eitingon y Caridad vieron salir de la fortaleza a Ramón Mercader con la cabeza sangrante, literalmente arrastrado por policías. Iba resguardado por el general José Manuel Núñez, jefe de la policía del poblado.

Después de calmar a su amante cubana, Claridad Mercader, Leonidas Eitingon la convenció de que había llegado el momento de abandonar lo más pronto posible la República Mexicana. Previamente había hecho los arreglos para que escaparan por vía marítima, ella hacia a Cuba y él, en un vapor, rumbo a Asia. El agente ruso se imaginaba las consecuencias que debería afrontar por su segundo “fracaso”, esta vez al frente de la Operación Pato, la más importante que le había ordenado el mismísimo Stalin, máximo líder del Soviet Supremo. El infalible Nahum, Tom, comandante Pedro, el Gato, uno de los elementos más efectivos y menos conocidos en la DSE, que formaba parte de la estructura del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, por sus siglas en ruso, antecedentes de la KGB), sintió que fallaba por primera ocasión.

Los amantes observaron cómo subieron al autor del atentado a una ambulancia, escoltada por patrullas, para conducirlo a la Cruz Verde, la misma clínica donde atendían a su víctima. Se retiraron del lugar sin conocer el desenlace ocurrido en el interior de la fortaleza.

En ese momento, alrededor de las seis y cuarto de la tarde, arribaba a la residencia de Coyoacán el primer comandante del Servicio Secreto, que al instante llamó a su jefe para darle la terrible noticia: “¡Trotsky ha sido herido de muerte!”2

En el puesto de socorro, un doctor le curó a Mercader las heridas en la cabeza que le produjeron los guardias de Trotsky tras detenerlo, mientras que en otra zona un equipo de cinco médicos, encabezado por el afamado doctor Gustavo Baz, operaba a Lev Davídovich Bronstein, alias León Trotsky, para intentar salvarle la vida: el golpe con la parte gruesa del piolet le había provocado una herida de siete centímetros de profundidad, “por donde se le escurría[n] la sangre y los sesos”.

Después de varias horas de practicar la cirugía, el equipo médico rindió su parte:

A las veintiuna horas, previo estudio radiológico, se le practicó una craneotomía como de 28 cm2 en la región parietal derecha, encontrándose las siguientes lesiones: fractura expuesta y con minuta de la bóveda craneana a nivel de la porción parietal derecha, con hundimiento y proyección de esquirlas dentro de la cavidad, con heridas de las meninges y destrucción de la masa encefálica, con hernia de la misma. El pronóstico es muy grave, aun cuando el resultado de la operación fue satisfactorio.

El creador del Ejército Rojo, no obstante la exitosa intervención, no sobrevivió. Un poco más de 24 horas después del atentado, su cabeza se “inclinó sobre sus hombros y cayeron los brazos, como en El descenso de la cruz de Tiziano, el vendaje en lugar de la corona de espinas”.3

Los amantes sintieron alivio cuando se enteraron de que el plan no había fracasado en su totalidad: Ramón Mercader quedó detenido en la Cruz Verde, pero León Trotsky había muerto.

Pronto la estancia del asesino en el hospital se transformó en una incomodidad para sus directivos, quienes transmitieron sus inquietudes al general Sánchez Salazar. El doctor Rubén Leñero, su director, temía que llegaran grupos trotskistas para atentar contra la vida del ahora criminal, o que los responsables de ordenar el magnicidio intentaran matarlo para suprimir “la acusadora verdad”.

Tras la recuperación de Mercader, el juez de primera instancia de Coyoacán, Raúl Carrancá Trujillo, ordenó que se le condujera a la cárcel de su demarcación, aunque tampoco ahí se ofrecían condiciones óptimas de seguridad para proteger al notable preso.

Que en esa cárcel un guardia lo observara día y noche para evitar que se suicidara fue la orden de Sánchez Salazar, que se preparaba para interrogar detalladamente al asesino. Después de conocerlo, le quedaba claro que era sólo el autor material y que detrás de él existía toda una maquinaria que pensaba desentrañar.

Ramón Mercader también se preparaba mentalmente para representar el papel que le había asignado el NKVD. Sabía que no debería salirse del guion, que tenía que poner en práctica todas las lecciones que le instruyó el amante de su madre.

El jefe del Servicio Secreto se puso a estudiar minuciosamente la personalidad de Jacques Mornard. “Tenía que librar con él rudos combates psicológicos y para ello debía procurar conocerlo bien”, decía. Pronto se enfrascaron en un batalla mental que duraría varios meses.

Consideró la carta en francés un documento revelador y solicitó que funcionarios de la embajada de Bélgica investigaran sobre el padre del asesino. Después de leer la traducción de la misiva donde el asesino justificaba su acción, concluyó que quienes ordenaron el crimen “le habían preparado dicha carta en previsión de que fuera muerto o que no lograra salir con vida de la empresa”.

Los primeros interrogatorios tomaron días completos y buena parte de la noche. Durante cinco días, Ramón Mercader contó a su interlocutor los pasajes de su vida, fabricada por el Servicio Secreto soviético: para esta otra personalidad, la fecha de nacimiento quedó establecida el 17 de febrero de 1904.

Leonidas lo instruyó para sostener que pertenecía a una antigua familia belga, con un padre que laboraba en el servicio diplomático, a esa sazón, en Teherán, capital de la otrora Persia.

Contó, sin entrar en detalles, que durante la Primera Guerra Mundial se trasladó a París junto con su madre. Ahí concluyó sus estudios de primaria. Regresó a la capital de Bélgica al término de la guerra y estudió el bachillerato en un colegio jesuita. Durante su juventud ingresó, por mandato de su padre, en el ejército.

Para 1924 se fue a estudiar a la escuela politécnica de París, y dos años después ingresó en la Sorbona, donde cursó la carrera de periodismo. A partir de 1930, trabajó en el diario de la capital de Francia Ce Soir, hasta 1939.

Al morir su padre, en 1926, la familia heredó una fortuna de alrededor de 4 millones de francos. Ignoraba, desde los inicios de la guerra en Europa, dónde vivían su madre y su hermano.

Refirió cómo conoció en París a su “novia”, Sylvia Ageloff, en “junio o julio de 1937”, la que, descubrió, tenía una “regular preparación política”. Durante las noches conversaban largamente sobre marxismo, leninismo y trotskismo. Pronto se hicieron amantes y Sylvia abandonó la capital francesa para regresar a Nueva York con una promesa de matrimonio.

Investido emocionalmente como Jacques Mornard, Mercader confesó que asesinó a Trotsky porque lo desilusionó como líder político. “Abusó —le dijo al jefe del Servicio Secreto— de mi creencia y de mi fe en su persona en su beneficio personal, como ha abusado de la clase obrera.”

Describió que su víctima le exigió que viajara a la Unión Soviética para que asesinara a Iósif Stalin

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