La Navidad en las montañas y El Zarco

Ignacio Manuel Altamirano

Fragmento

La Navidad en las montañas y El Zarco

Prólogo
ALTAMIRANO: EL MAESTRO DE LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS

“¡Soy indio, indio puro, indio por los cuatro costados!”, exclamaba regocijado Ignacio Manuel Altamirano, sacudiendo su melena y animando su “cara de león”, una noche de tertulia de 1888 en un apartamento del Hotel Iturbide. Así lo recuerda Federico Gamboa, y afirma: su conversación era atractiva y brillante, “por venir de un indio que, sin pontificar sino con una naturalidad encantadora, hablaba de clásicos griegos y latinos, de literaturas extranjeras, de la nacional, con un aplomo que demostraba su conocimiento antiguo de ellos”.1 Los lunes por la tarde, en la vivienda de Fanny Natali de Testa –la famosa cronista musical que firmaba como Titania– solían departir artistas como Gustavo Campa, Ricardo Castro y Pepe Vigil, y prima donnas como Soledad Goyzueta y Rosa Palacios.

Esa noche, cuenta Gamboa, “rodeamos a Altamirano, que charlaba de cuanto hay, y pasó a hablarnos de los bosques de su tierra, del puerto de Acapulco, de noches estrelladas y tibias, del mar y de sus versos. Luego habló de la Intervención Francesa, de la parte que él asumió en su contra, de los peligros corridos, de cómo una vez cruzó con un látigo el rostro de un oficial austriaco, cuyo retrato conservaba en el álbum de su casa: ‘Y lo tengo de cabeza’, añadió con risa infantil”.2 El recuerdo, ubicado antes de la partida –sin regreso– del Maestro a Europa en agosto de 1889, recoge la imagen de uno de los hombres más influyentes en la vida literaria y política de México: novelista, poeta, cronista, crítico literario, historiador, profesor de la Escuela Nacional Preparatoria, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, político y militar. Corrió una suerte parecida a la de Benito Juárez, al elevarse desde los márgenes y la exclusión para ocupar uno de los principales puestos: en su caso, en la República de las Letras.

Ignacio Homobono Serapio (1834-1893), hijo de Juana Gertrudis Basilio y Francisco Altamirano, nació en Tix­tla –actual estado de Guerrero–, región que entonces pertenecía al Estado de México. Su fecha exacta de nacimiento ha sido motivo de discusión; su filiación completamente indígena, también; lo cierto es que Altamirano celebraba su cumpleaños cada 13 de noviembre y no dejó, durante toda su vida, de enarbolar su procedencia con orgullo y con estrategia autoenaltecedora.

Altamirano pisó por primera vez la escuela a los doce años y no había estudiado antes el idioma español. Ahí se sentaba separadamente a los llamados niños “de razón” –hijos de criollos y mestizos– y a los que, según esa arbitraria clasificación, no eran “de razón”; es decir, a los indígenas. Estos aprendían solamente lectura y memorizaban el Catecismo del Padre Ripalda, libro que, muchos años después, el maestro Altamirano calificaría como “monstruoso código de inmoralidad, de fanatismo, de estupidez, que, semejante a una sierpe venenosa, se enreda en el corazón de la juventud para devorarlo lentamente”.3 Este tipo de educación le daría motivos para proponer, en las décadas de 1870 y 1880, con base en un diagnóstico de la escuela “confesional y libresca”, un proyecto que emulara los sistemas de los países más avanzados, comenzando por la impostergable fundación de una Escuela Normal de Maestros.4

Excepcionalmente, por ser hijo del alcalde indígena de Tixtla, Ignacio fue incluido con los niños que estaban destinados a adquirir conocimientos superiores, y gracias a una ley que obligaba a los gobiernos estatales al pago de algunas becas, obtuvo una para estudiar en el Instituto Científico y Literario de Toluca entre 1849 y 1852, donde fue discípulo de Ignacio Ramírez, El Nigromante, quien sería uno de los modelos políticos, filosóficos y literarios más importantes en la formación de Altamirano como intelectual.5 Ramírez impartía cada domingo una clase de Bella Literatura en el Instituto, de la cual Altamirano afirma: “Allí se formó nuestro carácter, allí aceptamos nuestro credo político al que hemos sido fieles sin excepción de una sola individualidad […]; ni un solo discípulo de Ramírez, en el Instituto, ha renegado de los principios liberales y filosóficos que les inculcó el Maestro”.6 El otro gran modelo –de quien aprendió “la firmeza en los principios y el amor por el Sur”7– fue el general Juan Álvarez, militar guerrerense a quien apoyó en los años cruciales de la Revolución de Ayutla que derrocó al presidente Antonio López de Santa Anna.8

A Juan Álvarez acudió el adolescente Altamirano cuando fue expulsado del Instituto porque, recién creado el estado de Guerrero, no lo cubría ya la beca por haber dejado de ser mexiquense, y debido también a que algunos condiscípulos le gastaron una broma pesada que lo hizo quedar como autor de unos versos obscenos. Álvarez intervino, sin duda. En la primera carta que se conserva de Altamirano, éste deja una reveladora imagen de sí mismo y de su circunstancia; Jesús Sotelo Inclán sospecha que algún adulto compadecido del muchacho expulsado ayudó en la redacción de dicha epístola. Específicamente, cree encontrar la mano de Ignacio Ramírez, por quien Altamirano sintió, dicho por él mismo, “una admiración sin límites, un afecto de veneración y de cariño filial”.9 Expuso Ignacio Manuel en 1850:

Yo protesto, señor, mi inocencia. Siempre he abrigado en mi corazón buenos sentimientos y mucha delicadeza […]. Suplico vehementemente a vuestra excelencia siquiera por la miseria de mi familia que está esperanzada en mí, por mis padres, por mis disposiciones para la literatura, se digne interceder por mí con el señor gobernador […]; de esta manera protegerá vuestra excelencia a una familia indigente que no tiene más apoyo, ni más esperanza que yo.10

Después del Instituto hay una etapa poco documentada en su vida. Alguna carta y la referencia de distintos biógrafos permiten afirmar que el veinteañero Ignacio Manuel estuvo encargado de algunas comisiones importantes por los revolucionarios del Sur, incluso a las órdenes directas del insurgente Juan Álvarez. Es muy probable que a los partidarios del Plan de Ayutla, “acosados por la vigilancia policiaca de Santa Anna”, les fuera más redituable “usar en la realización de comisiones riesgosas a un joven desconocido, de tipo marcadamente indígena, que a un militar de cierta fama aun cuando pareciera protegerlo su prestigio de veterano de la Independencia”.11 A finales de 1855, Altamirano contaba con la simpatía del grupo liberal, por lo que la Junta Patriótica de Cuautla lo eligió para pronunciar su primer discurso político público el 16 de septiembre. Tres meses después obtuvo una recomendación del presidente de la República, Juan Álvarez, para que le fuera otorgada una beca, con la cual ingresó al Colegio de San Juan de Letrán. En esa institución se graduó de bachiller y de abogado, y ahí fue, posteriormente, catedrático de latinidad.

Altamirano transitó de la juventud a la ma

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