“¡Rasputín, Monge Maldito!” Con este titular, acompañado por el retrato de mi abuelo en primera plana, abrió su edición el primer periódico de nota roja de la ciudad de Culiacán, Sinaloa, el 13 de marzo de 1962.
Cuatro años antes, apenas unos días después de que el último de sus hijos cumpliera los siete años, mi abuelo se había levantado de madrugada, se había bañado con agua helada, había desayunado los restos de la cena anterior —sin encender ninguna luz de la casa, le gustaba recordar a mi abuela— y se había marchado, convencido de que lo hacía para siempre.
Una hora más tarde, con el sol todavía escondido tras la Sierra Madre, Carlos Monge McKey llegaría a la cantera que por entonces regenteaba y que pertenecía al hermano de su esposa, es decir, de mi abuela, Dolores Sánchez Celis. Ahí estacionaría su camioneta, se bajaría empuñando una linterna, comprobaría que no hubiera nadie más en aquel sitio y dirigiría sus pasos hacia su minúscula oficina, donde lo esperaba el cuerpo del hombre que la tarde anterior había comprado.
Con el cadáver echado sobre un hombro, cargándolo más como un tablón que como un bulto, Carlos Monge McKey, quien dejaría muy pronto de usar su primer apellido, quedándose tan sólo con el que heredara de su madre, volvería sin prisa hasta su vieja camioneta. Allí, embebido de coraje por no haberlo previsto —era incapaz de apartarse de la tradición de estallidos repentinos de su estirpe—, se vería obligado a hacer crujir las coyunturas y a romper no pocos huesos del occiso, cuyos despojos ya había reclamado el rigor mortis.
Quizá porque a mí —que lucho contra el ángel vengador que el apellido me impusiera intentando negarle a cada acto, cada instante que comparto y cada sentimiento que demuestro ante los otros la seriedad que ellos erigen como templos— me habría sucedido, siempre he querido imaginar que en aquel instante fundacional, mientras mi abuelo se peleaba contra el nervio de la muerte, fue capaz de poner pausa a su coraje y de reírse.
Reírse de sí mismo forzando, por ejemplo, una comparación en la que otro forzaría una consecuencia: que Carlos Monge McKey, a punto de convertirse en otro hombre, destrozando las rodillas de un muerto cuya muerte será siempre un enigma, sonrió evocando a su abuelo: aquel carnicero que, a finales del siglo XIX, abandonó Irlanda y la familia que ahí tenía para marcharse a California. O para cambiar el escenario de sus días: ¿cómo explicar, si no, que varias semanas después desembarcara en Sinaloa y se quedara a vivir en aquel sitio, para él hasta ese día inexistente, peor aún: ni siquiera imaginado?
Pero aunque Carlos Monge McKey terminaría siendo un hombre de reírse a carcajadas y de hacer también reír a otros hasta el borde del desmayo, según me contarían sus compañeros del asilo en donde yo mismo habría de recoger las cosas que él atesoraba —un frasco lleno de canicas, los retratos de media docena de mujeres, dos mazos de tarot, un cartucho de dinamita, una bolsita llena de cenizas, un puñado de credenciales expedidas a nombres diferentes, los remedos de las tres libretas incompletas que querrían haber sido un diario, una pelota de beisbol firmada por varios jugadores de los Astros de Houston, una caperuza de cuero diminuta, los zapatos que mi abuela calzó el día que se casaron y un frasquito lleno de piedras biliares—, Carlos Monge McKey aún no lo era.
Así que no, no consigo imaginar a mi abuelo riendo al empotrar un muerto en el que había sido su asiento. Porque a pesar de que estaba emocionado, Carlos Monge McKey se mantenía circunspecto mientras colocaba las manos del occiso en el volante: los años de actuación habían sido demasiados y todavía llevaba puesta la máscara elegíaca que los hombres rotos al nacer siempre utilizan. Y es esta misma máscara la que permitirá que mi abuelo saque su pistola, la enfunde en el cadáver, quite el freno y deje que su vehículo descienda la pendiente, de tierra seca, dura y pedregosa, hasta empotrarse en el precario polvorín de la cantera.
Instantes después, con la indolencia de los hombres que conocen el temperamento de la pólvora, con la alegría contenida de los seres que se convencen de estar dándole la vuelta a su destino, Carlos Monge McKey caminará hasta el lugar del accidente, colocará una carga de explosivos en su vehículo y desenrollará el carrete de la mecha, alejándose de nuevo, y esta vez, quizá, sonriendo: estaba a punto de estallar el hombre que había sido por designio, por herencia, porque sí.
Guarecido detrás de un enorme bloque de granito, mi abuelo deja el carrete un momento, mete la mano, aquella que no carga la linterna, en su bolsillo, saca un minúsculo paquete, enciende el cerillo que crepita entre sus dedos, lo acerca a la punta de la mecha, ve correr la chispa, casi viva, sobre el suelo y contempla la explosión como contempla el mar quien por primera vez lo tiene enfrente.
Tras el fuerte estallido, que sin embargo no escucha nadie más pues la cantera está a medio camino de llegar a ningún sitio, mi abuelo observará el ascenso de las llamas un buen rato y verá después cómo las sombras se retiran de la tierra, dejándole lugar a la mañana. No habrá de irse hasta pasadas un par de horas: necesitaba estar seguro de que no quedara nada que no fueran las certezas de su muerte.
Y por supuesto no hubo otras certezas. O por lo menos no en el comienzo: no durante trece, catorce o quince meses. Entre otras cosas, porque el día de la primera de las muertes de mi abuelo, los peritos que llegaron hasta el sitio del desastre, con quienes había hablado personalmente su cuñado, Leopoldo Sánchez Celis, gobernador constitucional del estado de Sinaloa, encontraron, entre todo el trocerío, la pistola retorcida y chamuscada que Carlos Monge McKey siempre había llevado al cinto. Un arma que su familia y sus amigos habían visto cien mil veces.
Pero esto que aquí apenas he esbozado no es lo que importa. Éstos solamente son los acontecimientos. Y los acontecimientos nunca son la historia. Ni siquiera los hechos son la historia. La historia es la corriente invisible que mueve todo en el fondo. La historia es por qué mi abuelo intuía, como lo haría un animal, que tenía que marcharse. Igual que mi padre tuvo, muchos años después, que hacer lo mismo. Y como yo hice llegado mi momento.
Aquí la historia, escondida en los sucesos y eventos que la envuelven, como envuelve el corazón de una cebolla cada una de sus capas, es una impresión. El esbozo de un latido: un presentimiento, en el sentido estricto del término. El mismo presentimiento que, sin ser nunca por nadie referido, sin ser jamás nombrado en voz alta, pasa de un miembro a otro miembro de una misma estirpe, una estirpe que en este caso es la mía.
Sé que al escribir sobre este presentimiento les impongo, a todos aquellos que comparten conmigo un lazo familiar, voluntario o involuntario, mucho más que un malestar. Ellos podrán preguntarme: ¿quién eres tú para hacer esto, para apropiarte a nuestros viejos, nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros hijos? Yo mismo lo pensé durante años: ésta no es mi historia. Pero un día también oí el presentimiento. Y esta historia se hizo mía.
Respirando puras sombras
I
Debían ser como las siete de la noche, o las ocho, cuando sonó el teléfono.
¿Pusiste café?
Café, café. No esa mierda que tú tomas.
Contestó tu tía Silvina, había habido un accidente, una explosión. En la cantera de Polo. Tu abuelo estaba muerto.
Sí, sabe a café.
El que habló fue el tío Raúl, tu tío abuelo, quiero decir. No mi hermano.
Claro que no lo conociste, era un idiota. No servía ni para dar una noticia. Le dijo a Silvina: ¿te acuerdas de tu papá? Hazme el chingado favor: ¿te acuerdas de tu papá? Le explotó la dinamita y no quedaron ni los huesos, así le dijo.
Cuando Silvina colgó, no podía ni hablar.
Ya sabíamos cómo era: siempre le pasaba cuando algo malo había pasado. Así que todos, tus tíos, tu bisabuela, tu abuela y yo, que estábamos cenando, nos paramos y corrimos hacia ella, al rincón donde teníamos el teléfono.
Es un decir, Emiliano: no sé si todos nos paramos, no sé si corrimos.
¿Cómo voy a recordarlo así de exacto?
Tu bisabuela, por ejemplo, estoy seguro que no lo hizo. ¿Cómo iba a pararse si no lo había hecho en varios años?
Decían que tenía un problema en la cadera, algo médico, igual que en las rodillas. Pero no creo. Para mí era el sobrepeso. De lo gorda no podía ni levantarse.
¿Vamos al sillón? Las sillas estas me lastiman.
No, ni siquiera comía tanto. Era igual que mis tías o que las tuyas. O como tus primas. Las gordas de nuestra familia no son gordas por comida, son gordas porque sí. Las ves comer y hasta dan pena: como pajaritos. Se sirven y sus platos parecen un juguete. Y no repiten nunca. Fíjate y verás.
Aunque igual y comen a escondidas, qué va a saber uno. Tal vez cuando nadie está mirando. Eso es, esperan a estar solas y terminan con el refri, la alacena y las tienditas. Y es que una cosa era mi abuela, en esa época, y otra las gorditas estas de ahora. Si hasta se operan y siguen siendo obesas. No sé cuántas madres les han hecho en la barriga —que si globos, que si grapas, que si cortes— y míralas. Si te alcanzan los ojos para verlas, claro.
No, no es eso. No me estoy haciendo. Nomás estaba señalando. Además, tú eres el que siempre está diciéndome lo mismo. ¿Y cómo está la piara de ballenas?
Te dije que el sillón era más cómodo. Se lo compramos al vecino. El pobre Pedro perdió todo y nos dejó éste casi regalado.
¿Y cómo está la fábrica de burros?, también eso me preguntas todo el tiempo. De los idiotas, los tarados que dices que son tus tíos y tus primos. Si a tus hermanos nada más porque los guardas en vitrina.
Pues ni siquiera es que me pongas muy difícil demostrártelo. ¿O no decías ayer, cuando llegaste, que Nachito es asombroso? Un imbécil de proporciones milenarias, aseveraste. Luego me enseñaste los videos esos que hace, los del coaching, ¿no? ¿No fue así que me dijiste que se llama eso que él hace?
Eso, eso te dije entonces y ahora mismo lo repito. Si se pone eso de moda, tu pinche país al fin se habrá aceptado a sí mismo.
Ya, ya sé que esto es en serio.
¡Si hasta viniste! Estamos sólo a cuatro horas y nomás te me apareces cuando estás buscando algo. A ti te mueve el interés, Emiliano. O la ambición pura y pelona, que es todavía peor. Siempre has querido más de lo que tienes.
Que ya lo sé.
Sí, voy a hablarte de ese día y de todo lo demás. De la guerrilla y de la cárcel. También de Sinaloa, de tu otro abuelo y de por qué me fui de México. Ni que fueras de esos escritores que nomás andan buscando ajustar cuentas con su padre, ¿verdad? Tú eres más inteligente que todo eso. ¿O no?
Lo que sí voy a decirte de una vez es que esa otra tontería del narco y lo de Félix Gallardo son mentiras.
No, no me estoy adelantando. Nada más quería dejar esto bien claro.
Pues tú puedes enseñarme esa revista pero ya veré yo si lo creo. Tu abuelo Polo nunca anduvo en eso. Tu abuelo Polo nunca mató ni mandó matar a nadie. Por lo menos no sin un motivo.
Claro que hay motivos suficientes. Ahí está el doctor aquel que la debía. Ese cabrón había empezado. No sólo operó mal al tío Pifas, sino que hizo eso adrede. Y eso sí que no se vale. Imagínate que entras nada más por un problema y sales luego sin ninguno.
Está bien. Vámonos en orden. O en tu orden. Además de ambicioso, siempre has sido impositivo, Emiliano. Desde que estabas en el kínder nos llamaban por lo mismo. El abogadito, te apodaban las maestras. Impositivo, nervioso y terco. Igualito que tu madre.
Ya te dije que sí. Nada más te estoy jodiendo. Iré por partes. Tráete más café y te cuento de tu abuelo. Y las galletas esas de la mesa, las que todavía puedo.
II
No te las comas.
Asquerosas, sí. Dice el doctor que son las únicas que puedo.
Pinches divertículos de mierda, literalmente.
¿Qué te decía?
Exacto.
El asunto es que tu abuela llegó hasta Silvina antes que el resto; así sucede con las madres, ¿no? ¿O vas a hacer como que tú no sabes de eso? Le preguntó cinco, seis, siete veces: ¿qué dijeron?, y después, desesperada, le arrebató el teléfono.
Pero ya no había nadie del otro lado de la línea. El tío Raúl llamó, escupió lo que pudo y como pudo: no quedaron ni los huesos, y antes de que fueran a pasarle a un adulto echó a correr tan lejos como pudo.
Sí, así lo creo.
Pero tampoco es que le esté haciendo al adivino. De sobra sé cómo actúan los Monge. Y tú también lo sabes, así que qué le haces al cuento. O no me dices siempre que no ha habido ni uno solo que se enfrente a sus problemas.
Está bien, también a eso llegaremos.
La cosa es que tu abuela, desesperada, empezó otra vez a sacudir a mi hermana, que seguía llorando muda. Pero ni así logró que reaccionara. Por eso fue que empezó a darle, a pegarle cada vez más fuerte: ¿Qué pasó? ¿Qué te dijeron? ¿Quién chingados era?
Claro que pegaba. Era una madre sinaloense. Además, lo disfrutaba. Siempre he pensado que en el fondo le encantaba. No, no únicamente en el fondo. Lo disfrutaba desde que algo le decía: eso es, podrás pegarle. Quizá porque habían sido muchos años de vivir junto a mi padre. Pero quizá también porque era así.
Lo que no gozaba tu abuela era el cariño. Clarito la oigo cómo siempre nos decía: besos, dos al año... en mi cumpleaños y en los suyos. No le gustaba el contacto. A menos que éste aleccionara, a menos que éste lastimara. Tú seguro no te acuerdas, pero no cargó a ninguno de sus nietos.
No, ni una sola vez aceptó hacerlo. Ni a Ernesto, que había sido el primero.
Tampoco con tu abuelo. Con él era lo mismo: jamás los vi tocarse. Mucho menos abrazarse o darse un beso. Y no digo que en la calle. Te digo que así era hasta en la casa. Eran dos cuerpos cercanos pero extraños.
Sí, por eso fue tan raro verla destrozada. Porque apenas tu tía logró decirnos: está muerto, papá está muerto, tu abuela la hizo a un lado, la aventó nomás a un lado, se apoyó en la mesita del teléfono, movió los labios sin decir ni una palabra y se desplomó sobre la alfombra, arrastrando varias cosas en su caída.
¿Cómo voy a recordar qué cosas eran, Emiliano? Acababa de escuchar que tu abuelo estaba muerto.
No seas pendejo. Para ser inteligente te hacen falta sentimientos. Sentimientos por los otros. No por ti mismo, ésos claro que los tienes. Y muy bien desarrollados. ¿O no fuiste para eso a las terapias?
Sí, tienes razón.
En las dos cosas.
Me estaba desviando y también puede ser que eso suceda. Ahora que lo dices y lo pienso, me brinca de la nada un cenicero. Un cenicero de vidrio verde y grueso. No me acuerdo en realidad del cenicero, pero me acuerdo del sonido que hizo al destrozarse. Y de que pensé, mientras pensaba en mi papá, que mi madre iba a cortarse.
Está cabrón. Lo recuerdo y otra vez lo siento. Otra vez siento que ese día sentí que sería peor que se cortara mi mamá a que mi papá estuviera muerto. Por eso no empecé a llorar hasta no haber recogido los pedazos.
Claro que lloré y como un pendejo. Llevé a tu abuela hasta su cuarto y no paré en toda la noche. Iban llegando los tíos, los primos, los amigos y yo seguía llore que llore. Estoy seguro que, al final, fui el que más lloró de todos. Sin contar a tu abuela, que se siguió derecho el velorio, el entierro y los diez días de rezos.
Ya, ya sé que no son competencias.
¿Cómo crees que voy a estar diciendo eso? ¿No conoces a tu padre o qué te pasa? Además, ¿qué ganaría? Para que una competencia con tus tíos fuera justa, tendría antes que darme un derrame. Ganarles es como ganarle a hacer sumas a un caballo.
Tienes razón, las bromas luego. Aunque sean sólo las mías, porque tú sí que las haces cuando quieres. ¿O no dijiste que tu tío no podría enumerar cuatro vocales?
Es lo mismo que con tu orden, el cual, por cierto, no comprendo. ¿Por qué quieres empezar en éste y no en cualquier otro momento? Cuando volvió tu abuelo a aparecer, por ejemplo. O cuando volvió de nuevo a irse.
Eso es justo lo que digo. Que eso es más interesante: cómo volvió el cabrón de Carlos Monge.
Vamos allá afuera y te lo cuento.
III
Sí, se pone bueno a esta hora. Pero en un ratito quema.
Por eso puse el techito ese, jalas de esa cuerda y corre encima de las vigas.
Sin que nadie me ayudara. ¿Sabes cuánto te cobran aquí por hacer esto? Una fortuna. Y ni siquiera es que venga un español, viene un boliviano.
No, no digo eso. Si viniera un español sería aún peor. Tendría encima que aguantarlo. Lo que digo es que no tiene sentido que me cobre un boliviano, a mí que soy mexicano, en euros. Eso es todo lo que digo.
No me digas, cabrón.
Sé perfectamente dónde vivo, Emiliano. Además, ¿qué chingados vas tú a enseñarme? Yo por lo menos he sido congruente. No como tú. Muchas palabras, pero puros privilegios.
Lo sabrías si alguna vez vinieras. Aquí vivimos con lo justo.
Yo por qué tendría que ir si soy el padre. Y voy a serlo para siempre.
Pues sí. También él será mi padre para siempre.
No es lo mismo. Yo no tenía nada a qué ir a verlo.
Sí, mejor volvamos a eso otro.
Habían pasado dos años y medio. Igual un poquito más. Pero no tres, tu abuelo no llegó a estar muerto ni tres años.
Claro que lo habíamos olvidado. O no olvidado. Pero no era que pensáramos en él todos los días, no como al comienzo, sobre todo allá en El Vainillo. Ahí fueron los rezos y también ahí nos quedamos casi un mes entero, con la tía Prici.
Sí, la de los mangos.
Ella fue quien le hizo a tu abuela los vestidos de su luto. Hasta camisones negros le cosieron. Y es que Dolores, así como lo escuchas, anduvo vestida de negro todos esos años. En Sinaloa y en el D. F., donde nadie sabía nada de nosotros, donde no tenía que andarlo presumiendo.
Presumiendo, ¿eso dije?
Me da igual. Si hasta lo creo. Muchas veces he pensado que en lugar de lamentarlo lo andaba presumiendo. Igual que a veces he pensado que tu abuela no anduvo llorando por el muerto, sino que anduvo llorando por sí misma. No por su esposo, sino por haberse ella quedado sin esposo.
¿Qué coartada? Qué pendejada estás diciendo. Además ése es otro asunto. Y como dices, también a eso llegaremos. O llegarás tú sin mi ayuda. Porque yo en eso sí que no pienso meterme. Estarte hablando de esto para mí es suficiente. Contarte cómo había cambiado todo y cómo fue que revivió es más que suficiente.
Sí, sí. Sigamos.
¿Ves cómo el sol empieza a estar canijo?
Cuando al fin se terminaron los diez días de los rezos, el tío Polo apareció en El Vainillo se encerró con tu abuela un par de horas, nos llamaron a la sala y anunciaron que fundían en una sola las familias. Además de Raúl, Silvina y Nacho, mis hermanos fueron a partir de ese momento Jaime, la Nena, Polito y el Gordo. Y a partir de ese momento, también, mi tío sería mi padre.
¿Qué chingados tiene eso que ver?
Pues si eso dije lo sostengo. También Polo fue mi padre para siempre.
Y si vas a estar hinchándome los huevos, le paramos. Porque, claro, tú si puedes hacer bromas.
Está bueno. Pero ni una más y en serio, estoy hablando en serio.
Así como lo escuchas. Nos subieron en el carro y nos llevaron de El Vainillo hasta la casa del tío Polo. Nuestros primos ya sabían. Nos estaban esperando con regalos.
Es un decir, claro. A mí me tocó compartir cuarto con Jaime, Nacho y el Gordo. Los demás no me acuerdo cómo fue que se apretaron.
No, no volvimos a entrar en nuestra casa. No volvió a pisar ninguno aquel lugar en donde habíamos recibido la noticia. Nos trajeron nuestras cosas los guaruras del tío Polo, que entonces gobernaba Sinaloa. Tu abuela hasta cerró el restaurante que tenían en el centro.
Así estuvimos un par de años, arrimados. Y por supuesto, lo que al principio había sido emocionante, se fue volviendo insoportable poco a poco. Casi cualquier buen sentimiento, si lo raspas diariamente con la convivencia, se convierte en rabia o en resentimiento.
Pues según el lado que te toque. O según lo que te toque.
Y por supuesto, a los primos siempre les tocaba más de todo. Pero además, como en realidad todo era su lado, sentían que su más tampoco era para tanto, que tampoco era suficiente. Para nadie podía ser justo nada.
No te digo que hubiera problemas, te digo que de pronto siempre estábamos a punto de que todo se convirtiera en un problema, de que todo estallara. Menos con Jaime, Jaime y yo nunca tuvimos problemas.
Entre otras cosas porque no nos acercábamos al resto de los hermanos. Ni a los suyos ni tampoco a los míos. Desde entonces nos sabíamos diferentes.
Sí, está bien. Nos sentíamos diferentes. Como tú, cabrón. ¿O no es verdad?
¿Ah, no? Se te olvida con quién hablas.
Pero bueno. El asunto es que nos sentíamos diferentes de esa bola de cabrones desvalidos. De esos chamacos chiqueados por sus madres. Imagínate una casa con dos madres. Imagínate el horror que aquello era. Además, con un papá que se había muerto y otro que nomás aparecía de vez en cuando.
Jaime y yo preferíamos pasar las tardes lejos de la casa o acompañando a los guaruras del tío Polo. Por eso fue que a los dos, en ese entonces, nos enseñó el Félix a tirar con su pistola.
Sí, Félix Gallardo. El mismo. Pero ya te he dicho muchas veces que entonces no era nada de todo eso que sería, que nomás era un guarura. Lo que pasó después ya es otra cosa.
Y no te creas ni siquiera que él era el mejor de esos cabrones. Había uno al que llamaban la Gallina, que le daba a cualquier cosa. Ese cabrón podía atinarle a lo que fuera. Sólo a ti te he visto luego esa puntería. Pero tú, claro, el niñito asustadito, no quería ni usarla.
Tenía en el cuello, la Gallina, una enorme cicatriz que daba miedo. Decían que le habían dado un balazo en un enfrentamiento. Que se había metido un dedo en la herida y que así, sangrando, había tenido tiempo de chingarse a tres cabrones.
Tienes razón. Otra vez me estoy desviando. Pero éstas no son tonterías. Éstas son cosas que importan.
Tu puta terquedad me va a acabar hartando. Y a ver entonces quién te cuenta nuestra historia.
Ya, ya me dijiste que la historia no es lo que te importa. Pero eso no quiere decir que yo lo entienda. Que entienda qué chingados quieres.
Está bien. Nomás espero no entenderlo tarde.
IV
Aquella situación no podía aguantarse mucho tiempo. Por suerte, como a los dos años de vivir ahí arrimados en la casa del tío Polo, tu bisabuela, que vivía en el D. F. porque ahí estaban sus doctores, se puso todavía más mala y nos tuvimos que mudar para cuidarla.
Cáncer. El soberano de todos los males. Así le dicen, ¿no? ¿O era a ti al que así llamaban tus hermanos?
¿No lo sabías?
Pues ya lo sabes. Como decía tu abuelo Polo: no pregunto, vaya a ser que me informen. Y tú estás aquí haciendo preguntas. Así que algunas cosas que no quieras también vas a masticar y a tragarte, Emiliano.
Pero bueno, el asunto es que así fue como tu abuela, tus tíos y yo llegamos a vivir a la ciudad, sin conocerla, sin haber estado ahí más que una vez de vacaciones y, otra vez, sin ni siquiera haber hecho las maletas.
Nos llevaron, por supuesto, los guaruras de Polo. En carro. Un viaje que por entonces era interminable. Tan largo que uno debía partirlo en dos jornadas. Fue por eso que dormimos en Jalisco.
No, no en Guadalajara. Tu abuela se entercó en pasar a una iglesia de la que su madre hablaba siempre. Dolores, que nunca había sido creyente de adeveras, de pronto quería pedir por la enferma. Talpa, así se llama el sitio ese miserable y horroroso al que tu abuela ya no dejó de ir nunca, después de aquella noche.
Quién sabe qué le pasó ahí, pero nomás llegar al D. F. mandó a que le compraran un rosario y apenas unos días después, ella solita, se compró un cristo enorme. Uno de esos típicos cristos mal hechos, mal pintados, mal clavados.
Lo puso en su cuarto, que también era el cuarto de su madre, la viejita moribunda de la que no se separaba.
Sí, compartía cuarto con ella. Y nosotros cuatro compartíamos el otro. Eso no había cambiado. Seguíamos apretados y arrimados. Pero todo lo demás era distinto: los parientes, los chamacos de la cuadra, las escuelas, el clima, la luz. Hasta los chingados dulces que vendían en las tienditas eran otros.
Una muerte falsa nos había sacado de una casa y de una vida, y otra muerte, que estaba apenas sucediendo, como en cámara lenta, nos había vuelto a meter en otra casa y otra vida. Pero esa nueva vida, por lo menos para mí, sería por fin en serio vida. Como dicen: la ciudad me abrió el mundo. O como digo: enterró para siempre mi mundo en el pasado.
En el pasado, por supuesto. O al pasado, me da igual.
¿Qué más da cómo lo dije?
Pues así como te digo debí sentirlo entonces, sí.
Claro que quería enterrarlo. Olvidarlo todo. Cabrón, había visto el mundo, te estoy diciendo. Y no quería recordar nada que hubiera visto antes.
Vergüenza, eso es lo que debí de haber sentido. O como dice tu hermano Ernesto: me daba oso. Me daba oso comparar lo que veía al abrir los ojos con aquello que veía al cerrarlos.
Imagínate, Emiliano, de repente, salir a caminar y ver cómo levantan un chingado rascacielos. Pararte justo ahí ante la Latino y levantar luego los ojos. O ver cómo hacen un estadio. Y deja tú las construcciones, el tranvía. El chingado tranvía me emocionaba tanto que le robaba dinero a tu abuela para ir a darme una vuelta allí montado.
Y los museos, los parques, los mercados, las estatuas. La gente. La cantidad impresionante de gente. O el aeropuerto, puta madre, el aeropuerto. Era como haber llegado a otro planeta. Como lo que deben de sentir los astronautas que se paran en la luna.
No era que yo viniera de un hoyo perdido, de un pueblito pinchurriento o que sólo hubiera estado en El Vainillo. Era mucho peor: ¡venía de Culiacán! ¡La capital de Sinaloa! ¡Venía de tan lejos y al mismo tiempo de tan putas mierdas cerca! ¡Cómo no iba a...! ¿No me vas a interrumpir?
¿No vas a decirme que otra vez me estoy desviando?
Ajá, cabrón.
O más bien voy entendiendo. Aunque te diga otra cosa, igual y voy sabiendo.
Lo que quieres. O lo que no quieres, pero quieres que te crea que sí quieres.
¿Como tus rusos, no? Con su típico ése es no es que en todos lados meten. No eres el único leído. Aunque eso creas.
¿Ah no?
Quieres que te cuente cómo fue que revivió aunque en el fondo quieres que te diga por qué creo que regresó. Y al final, por qué creo que se hizo el muerto.
Órale pues. Pero este sol está tremendo. Ve nomás cómo estás sudando. Qué pinche asco.
Sí, en mi taller. Vamos ahí dentro.
V
No es un tiradero.
Es mi tiradero y yo lo entiendo. Sé dónde están todas las cosas.
Pues quítalas y siéntate. No seas inútil.
Allí en la mesa.
Sí, debajo de eso hay una mesa.
¿Estamos?
Fue como a los tres o cuatro meses de vivir con nuestra abuela, que era un yogur a punto de pasarse. O de pasarse, pero más. Porque el yogur ya de por sí está pasado, ¿no?
No, no te lo digo por burlarme. Te lo digo porque entonces nuestra abuela ni siquiera se paraba de la cama, pero ese día, cuando Nacho y yo llegamos de la escuela, ni siquiera ella estaba.
Por supuesto, lo primero que pensamos fue que ella, tu bisabuela, finalmente se había muerto. Nada más lejano de lo que estaba sucediendo. Pero claro, imaginarnos aquello otro era imposible.
No, no sé qué habrá pensado Nacho. Pero yo al tiro pensé: chingada madre, nos jodieron otra vez. Vamos de regreso a Sinaloa. Se terminó la vida en la ciudad. Y a punto estaba de enrabiarme cuando tu tío encontró la nota. Habían tenido que irse de emergencia. Por culpa de papá. Bueno, no todos: a la abuela la habían dejado en la casa de junto, con la vecina.
Por suerte, la nota la había escrito Silvina, así que la letra sí podía entenderse. Por suerte y porque a Dolores no la habían dejado ni hacer eso. Si de milagro, decía ella, los agentes le permitieron ir a pedirle a la vecina que se encargara de su madre.
Claro que todo esto lo supimos hasta estar con los demás. Porque la nota únicamente nos decía: vamos al ministerio, allí los vemos, problemas con papá.
¿Cómo voy a recordar qué ministerio? Además eso qué más da.
No, ni así podíamos haberlo imaginado.
Pues por dos cosas: primero, porque problemas con papá podía significar lo que hasta entonces había significado. Es decir, problemas para cobrar su seguro de vida. Y segundo, porque papá, ya te lo he dicho, también podía ser, también era, el tío Polo.
En serio que no. Pero ni cerca.
Aunque después, claro, uno va amarrando cosas. Como tú, Emiliano, vas a intentar hacer con todo lo que aquí te estoy contando. O como yo amarré, por ejemplo, las palabras que alguna vez, en El Vainillo, me había lanzado la tía Prici y que, en su momento, había tomado a broma. Broma cabrona, broma hija de puta, pero broma: qué va a estar muerto tu padre... si por ahí dicen que anda en Mazatlán, paseándose en un yate.
Exactamente. Todo eso, si sucede, sucede después. Nunca en el momento. No cuando sales corriendo de una casa y así también te vas a un ministerio. Hay cosas que no tienen presente. Si hasta hay gente que no tiene presente, ¿no?
Así como lo dije, lo escuchaste. Pero en fin, la cosa es que tu tío y yo llegamos al ministerio sin saber qué hacer ahí ni cómo dar con nuestra madre, cómo encontrar a nuestros otros dos hermanos.
Imagínate, ni siquiera preguntamos. Nos daba miedo. O vergüenza. Vete tú a saber. La cosa es que anduvimos solamente dando vueltas, hasta que un señor nos preguntó: ¿y ustedes dos, qué andan haciendo?
Ese mismo hombre, un viejo bastante mayor, fue quien nos llevó al cuarto donde estaban tu tío Raúl, tu tía Silvina y tu abuela. Era un cuarto pequeño, sucio y que olía a mierda. Lo recuerdo bien porque el hedor aquel se me quedó pegado varios días. Durante una o dos semanas todo me daba asco, no quería comer y cada vez que despertaba —me veo clarito haciendo eso— lo primero que hacía era olerme los dedos, las manos, los brazos.
Puta madre, Emiliano. Voy a hacer como que no dijiste eso.
¿No que muy inteligente? Psicoanálisis de mierda. ¿Cuántas veces te lo dije? ¿Y cuántas veces se lo dije a tu madre? Esa cosa solamente te apendeja. Como cualquier otra chingadera que te ponga a buscar donde no hay nada.
No me estés chingando. Yo estudié filosofía.
Sí, entre muchas otras cosas.
Lo suficiente, cabrón. Por lo menos para entender que yo no soy centro de nada, que ni siquiera quiero serlo.
Por supuesto que te encanta. Siempre has querido eso. A veces creo que hasta por eso te enfermabas. Para que todos te pusieran atención. Para que todos estuvieran preocupados.
No, no digo de niño, ahí sí estabas bien jodido. Pero más jodido fue que te gustara. Que empezaras a usarlo. ¡Dos... dos chingadas veces te enyesaron sin que tuvieras algo serio! Nomás porque querías verte distinto, porque creías que con muletas resaltabas.
A mí qué vas a contarme. ¿O no te acuerdas cuando entraste a arquitectura? No aguantaste la carrera, nos hiciste gastar un dineral y, finalmente, ¿cómo te libraste? ¡Haciéndote el enfermo! ¡Tanto que hasta al pinche hospital tuvimos que llevarte!
Exactamente. No tenías ni una mierda.
¿Ah, sí? ¿También a eso llegaremos? Pues entonces sí quiero apurarme.
Olvidemos esto y lo que dije del olor y vámonos más rápido.
En el cuarto aquel, que ya te dije que recuerdo muy pequeño, había sólo un par de sillas. Por eso en una estaban tus dos tíos, durmiendo —Raúl, que debía tener nueve o diez años, sobre las piernas de Silvina—, y en la otra estaba, como ida, tu abuela.
No, lo dije mal. No estaba como ida, estaba más como metida dentro de sí misma. Como ahí, pero también en otra parte.
Lo que más me extrañó fue verla enfundada en un vestido de flores: se había quitado el luto que llevara tantos años. Luego, claro, me sorprendió ver en su rostro, el rostro de mi madre, un gesto que yo no conocía y que, a partir de aquella tarde, igual que se le habían pegado al cuerpo antes sus telas esas negras, se le habría de quedar pegado a las facciones, como un velo impalpable.
De neurosis. No sé, de coraje.
No, no de tristeza ni tampoco de decepción. De pura rabia.
¿Qué pasó?, le pregunté a Dolores acercándome a su silla y haciendo a un lado a tu tío Nacho, que también quería acercarse a nuestra madre. ¿Que qué pasó... que qué pasó?, me contestó entonces tu abuela: ¡Pues pasó que tu padre no está muerto, que el cabrón ese está bien vivo!
¡Eso es lo que pasó!, sumó después, levantándose de la silla con violencia y aventándome una foto d