Percy Jackson y los héroes griegos (Percy Jackson)

Rick Riordan

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Introducción

Perseo quiere un abrazo

Psique birla crema cosmética

Faetón suspende el examen de conducir

Otrera inventa las amazonas (y las amazonas Premium)

Dédalo inventa básicamente todo lo demás

Teseo mata al poderoso... ¡Uy, mira! ¡Un conejito!

Atalanta contra tres frutas: el combate a muerte definitivo

Pase lo que pase, Belerofonte no tiene la culpa

Cirene boxea con un león

Orfeo se marca un solo

Los doce disparatados trabajos de Hércules

Jasón encuentra una alfombra que une a todo el reino

Epílogo

Créditos

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Para Becky,
que siempre ha sido mi heroína

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Introducción

A ver, que yo sólo me metí en esto por la pizza.

El editor me dijo:

—¡El año pasado lo bordaste con el libro sobre los dioses griegos! ¡Ahora queremos que escribas otro sobre los héroes de la Antigua Grecia! ¡Será una pasada!

Y yo contesté:

—Chicos, que soy disléxico. Ya tengo bastante faena con leer libros...

Pero entonces me prometieron un año entero de pizza de pepperoni gratis y todos los caramelos Jelly Beans azules que quisiera.

Y me vendí.

Tampoco es mala idea, en realidad. Si tienes previsto salir por ahí a luchar contra monstruos, estas historias pueden ayudarte a evitar algunos de los errores más comunes, como mirar a Medusa a la cara, o comprar un colchón usado a un tío al que llaman «el Estirador».

Pero la mejor razón para leer sobre los héroes de la Antigua Grecia es que hace que te sientas mejor. Por más que te parezca que tu vida es un asco, aquellos tipos lo tenían mucho más chungo. Ellos sí que lo pasaban mal de verdad.

Por cierto, por si no me conocéis, me llamo Percy Jackson. Soy un semidiós contemporáneo: hijo de Poseidón. En su momento pasé por algunas malas experiencias, pero los héroes de los que os voy a hablar son casos clásicos de infortunio épico. Unos valientes que fueron capaces de fastidiarla donde nadie la había fastidiado antes.

Vamos a escoger a doce. Con esos tendremos de sobra. Y si para cuando terminéis de leer sobre sus desdichadas vidas —llenas de envenenamientos, traiciones, mutilaciones, asesinatos, parientes psicópatas y animales de granja carnívoros— no os habéis reconciliado con vuestra propia existencia, pues, en fin, yo ya no sé qué lo conseguirá...

Así que coged vuestra lanza flamígera, poneos la capa de piel de león, sacad brillo al escudo y aseguraos de que tenéis flechas en el carcaj. Vamos a retroceder en el tiempo unos cuatro mil años para decapitar monstruos, salvar algún reino que otro, disparar a unos cuantos dioses en el trasero, saquear el inframundo y robar a gente muy mala.

Y luego, para acabar de rematarlo, sufriremos muertes trágicas y dolorosas.

¿Listos? Perfecto. Vamos allá.

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Perseo quiere un abrazo

Tenía que empezar con este tío.

Al fin y al cabo, es mi tocayo. Tenemos padres divinos diferentes, pero a mi madre le gustaba la historia de Perseo por una razón muy sencilla: Perseo sobrevive. Ni lo descuartizan, ni lo condenan a un castigo eterno. Para ser un héroe, el colega tuvo un final feliz.

Lo cual no quiere decir que su vida no fuera un asco. Y es verdad que mató a un montón de gente, pero ¿qué se le va a hacer?

La mala suerte de Perseo empezó incluso antes de que naciera.

En primer lugar, debéis entender que en aquellos tiempos Grecia no era un país. Estaba dividida en un montón de reinos diminutos. Nadie iba por ahí diciendo: «¡Hola, soy griego!» La gente te preguntaba de qué ciudad estado eras: Atenas, Tebas, Esparta, Zeuslandia, lo que fuera. La Grecia continental era un verdadero cúmulo de parcelas. Cada ciudad tenía su propio rey. Y dispersas por el Mediterráneo, había cientos de islas, y cada una de ellas era también un reino aislado.

Imaginaos que la vida fuera así hoy en día. Ponle que vives en Manhattan. Pues el rey local tendría su propio ejército, sus propias reglas, haría pagar sus propios impuestos... Si infringieras la ley en Manhattan, podrías fugarte a Hackensack, Nueva Jersey. Y si el rey de Hackensack te diera asilo, Manhattan no podría hacer nada (a menos, por supuesto, que los dos reyes se aliaran, en cuyo caso lo llevarías crudo).

Las ciudades se atacarían unas a otras constantemente. Igual al rey de Brooklyn le daba por declarar la guerra a Staten Island. O el Bronx y Greenwich (Connecticut) podían formar una alianza e invadir Harlem. Ya veis que la vida sería muy interesante.

En fin, que una de las ciudades del territorio griego se llamaba Argos. No era la más grande ni la más poderosa, pero tenía un tamaño considerable. Los que vivían allí se hacían denominar «argivos», probablemente porque de haberse llamado «argositas» los hubieran confundido con una bacteria o algo así. Acrisio, su rey, era un mal bicho. Si fuera el vuestro, seguro que querríais huir a Hackensack.

Acrisio tenía una hija muy guapa que se llamaba Dánae, pero con eso no le bastaba, porque en aquella época lo importante era tener varones, para que el primogénito llevara el apellido familiar, heredase el reino a la muerte del rey y blablablá. ¿Que por qué no podía una chica heredar el reino? Pues ni idea. Es una idiotez, pero así eran las cosas entonces.

Total, que Acrisio no paraba de gritarle a su mujer: «¡Ten hijos varones! ¡Yo quiero varones!», pero no le sirvió de nada. Entonces, cuando su mujer murió (seguro que del estrés), el rey empezó a ponerse nervioso de verdad. Si se moría sin haber tenido hijos varones, su hermano gemelo, Preto, heredaría el reino; y los dos hermanos se odiaban.

Desesperado, Acrisio acudió al Oráculo de Delfos para que le dijeran la buenaventura.

A ver, eso de ir al Oráculo no es lo que se dice una buena idea. Primero hay que hacer un largo viaje hasta la ciudad de Delfos, luego hay que ir hasta una cueva muy oscura que está en las afueras y, una vez allí, te recibe una señora cubierta con un velo, que se pasa todo el santo día sentada en un taburete de tres patas, respirando vapor volcánico y teniendo visiones. Luego hay que dejar una ofrenda muy cara a los sacerdotes que gobiernan la puerta, y al fin puedes hacerle

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