¡Calcio!

Juan Esteban Constaín

Fragmento

Como un prólogo

Recuerdo el día en que empecé a escribir esta novela, ¡Calcio!, mi segunda novela. Podría decir incluso que recuerdo el momento exacto en que empecé a hacerlo: me desperté esa mañana de octubre de 2009, me senté en el computador y escribí sin parar el primer capítulo. De un solo golpe, casi idéntico a como está hoy en el libro. La noche anterior, lo juro, me había pasado una cosa rarísima, inverosímil, y es que soñé con Arnaldo Momigliano, un historiador judío e italiano, piamontés, que es uno de mis ídolos intelectuales por su erudición y su gracia, por su forma tan original y tan profunda de acercarse a la Antigüedad, sobre todo a quienes en ella se dedicaban a su mismo oficio, el de escribir la historia y evocar y destejer e inventarse también el pasado, la memoria. Pero por mucho que a uno le guste un autor, por mucho que lo lea y lo disfrute, no deja de ser absurdo que se le aparezca en los sueños; es como un tema incluso para una novela. Otra, quiero decir. Lo cierto es que esa noche soñé con Arnaldo Momigliano, ya ni recuerdo qué, y apenas me desperté fui y abrí una biografía de él que tengo, y que es magnífica. La abrí al azar (jugando a las “suertes virgilianas” de los romanos: con los ojos cerrados y todo) y allí encontré una anécdota que me fascinó, y es la de cuando Momigliano, o “Mom”, como lo empezaron a llamar muy pronto los ingleses, recién había llegado a Oxford como un exiliado de la guerra y del fascismo y unos viejos profesores lo invitaron a participar en una logia delirante de amantes del griego y el latín, de Homero y de Ovidio, que se reunían en un zoológico abandonado. Esa sola imagen me pareció tan bella, tan bella, que sin pensarlo dos veces me senté y empecé a escribir. Así nació este libro, aquí está otra vez.

El problema es que en ese momento yo estaba escribiendo otra cosa: un largo ensayo, que se supone que iba a ser un libro, sobre la independencia de Colombia, sobre el bicentenario de ella en el 2010. Ese texto, lleno de datos e hipótesis, ojalá reflexiones (un día de estos tengo que volverlo a leer hasta donde quedó), se me había demorado demasiado entre las manos y ya se me estaba agriando; me estaba aburriendo, que es lo peor que le puede pasar a un escritor con lo que hace. Así que ese día que empecé a escribir ¡Calcio!, sin saber ni siquiera que lo estaba haciendo, sentí que ese capítulo sobre Arnaldo Momigliano era como un recreo y una distracción: una cosa que yo iba a hacer por un par de horas o de días, luego la dejaba allí a ver qué pasaba, y ya. Luego la retomaba, luego la “escribía” de verdad. Pero entonces terminé el primer capítulo y no pude parar, hice el segundo. Estaba feliz escribiendo, dichoso, no hay mejor sensación que esa, porque es como un milagro en el que uno ve aparecer, de la nada, en la pantalla, una historia que se va tejiendo sola, un universo entero que se revela allí con todo su poder y todas sus vísceras. El escritor es así una especie de instrumento del misterio —de verdad—: un notario y un amanuense de lo que la literatura va obrando en sus manos como lo que es, un acto de magia. Y esto no tiene nada que ver con el resultado; no importa si lo que uno escribe es bueno o malo, allá cada quien. Pero el proceso de la escritura, lo repito, es un milagro: un acto de fe y una revelación.

Aunque cuando terminé de escribir el segundo capítulo me ocurrió algo atroz, y es que por hundir sin querer un botón del computador que tenía entonces, se me borró todo. Desapareció, no quedaba ningún trazo de las veinte o veinticinco páginas que había escrito. Fue tanto mi desconcierto, fue tan grande el desasosiego, que decidí que ya no iba a escribir nada más. No este libro, al menos. Sentí que había sido una señal, un guiño del destino. Pasaron un par de días sin hacer nada pero la verdad es que no podía sino pensar en la historia que estaba escribiendo sobre el profesor Arnaldo Momigliano. Entonces me senté otra vez y volví a escribir el capítulo; traté de recordarlo casi al pie de la letra, y lo logré. Fue cuando supe que tenía que dejar todo lo demás y concentrarme en esta novela, escribirla y ya. Porque además yo ya sabía, ahora sí, para dónde iba, adónde quería llegar. Y esa es la otra parte de esta historia, la del fútbol y su pasado, la del “calcio” florentino y su violento y apasionante destino. Digamos que yo tenía dos tramas distintas que, al rehacer el segundo capítulo, decidí fundir, juntarlas. La primera era la de Momigliano y su vida en Inglaterra; una exaltación de su genio, su humor, su encanto. La segunda era la de una imagen a la que había asistido hacía un año cuando vivía en Italia, en Padova, y fui en el verano a Florencia y me tocó, justo el día en que llegué, el partido de los Rangers de Glasgow y la Fiorentina por la final de la Copa UEFA. Era en realidad como una miniatura medieval y al mismo tiempo renacentista, con los hooligans chapoteando borrachos en las fuentes del siglo XV. Recordé entonces la existencia de ese juego antiguo que se llamaba, y se llama, el “calcio storico”: el calcio florentino, que es como una especie de rugby pero aún más violento. Un deporte que practicaron por igual Dante y Maquiavelo, y cuya evolución histórica tuvo siempre muchísimo que ver con la suerte y el destino de Florencia y sus barrios. Tanto, que en 1529, cuando la ciudad estaba sitiada por las tropas del emperador Carlos V, quien había prohibido dentro de ella todas las celebraciones y diversiones, los florentinos (los “florentines”, como les decían los españoles) se rebelaron y salieron a jugar, en la Plaza de la Santa Croce, sede tradicional del calcio, un partido memorable. Un desafío al poder imperial. Esa era la otra historia que yo quería contar.

Y lo hice: es esta, este libro. Fui muy feliz al escribirlo y siempre me conmueve saber que hay lectores que así lo leen también. Este es un homenaje al fútbol, por supuesto, y a Italia y a Inglaterra, los dos lugares del mundo, además de Colombia, a los que más les debo. Y es también una celebración de Arnaldo Momigliano, uno de mis dioses tutelares, y quien nos enseñó que el rigor académico, la lucidez y el humor pueden convivir dentro de un mismo ser sin morir en el intento.

Que empiece el partido.

Juan Esteban Constaín, Bogotá, 2019

I
El que lee se da cuenta

Me permitirán que recuerde, en este homenaje a Arnaldo Momigliano, sólo los episodios felices de nuestra amistad. Algún lazo los ma

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos