Valeria en blanco y negro

Elísabet Benavent

Fragmento

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1

EMPEZAMOS FUERTE

 

 

 

 

Víctor estaba arrodillado en la cama, desnudo. Glorioso desnudo el de Víctor, por cierto. Llevaba el pelo revuelto y tenía las sienes húmedas por el esfuerzo. Sus brazos y sus muslos se ponían en tensión rítmicamente, acompañados por el compás de unos jadeos que empezaban a ser secos y violentos. Su pecho se hinchaba… Ese pecho tan masculino, marcado, fuerte y cubierto de la cantidad perfecta de vello que se estrechaba hacia abajo hasta recorrer su estómago en una delgada línea. Y debajo de ella el vaivén entre sus caderas y las mías.

Me tenía cogida por los muslos y me levantaba a su antojo para permitir la penetración. Yo estaba arqueada, desmadejada y a su merced, porque no sé qué tenía aquella postura que siempre hacía que me olvidara de todas mis penas y, sobre todo, de ese nuevo régimen que regulaba nuestra relación. Ya se sabe. No somos novios, no nos pedimos explicaciones, no sabemos del otro más que lo que el otro quiere que sepamos. Un asco, vamos; al menos para mí. Yo lo que quería era otra cosa: una relación, de las que cuando se termina con el sexo se jura amor eterno.

Pero vaya, que cuando Víctor me sostenía las piernas así, ya podía decirme que a partir de ese día me iba a mandar solo telegramas en morse, que a mí me iba a dar igual.

Víctor echó la cabeza hacia atrás y gimió de esa manera que me gustaba tanto, con los dientes apretados. Ese gemido activó un interruptor interior que a su vez me provocó un cosquilleo en las piernas y un leve temblor que me recorrió en dirección ascendente. Me contuve. No quería terminar tan pronto. Balanceé las caderas hacia él sintiendo más fricción cuando su erección se me clavaba.

—Me tienes loco… —murmuró—. Soy adicto a esto, joder. No dejaría de follarte nunca.

Lancé algo que quiso ser un suspiro contenido pero que sonó a alarido y me agarré a las sábanas.

—Más, más… No pares —le pedí.

Víctor aceleró el movimiento y los pezones se me endurecieron cuando una corriente eléctrica me azotó entera, insistiendo en mi sexo. Ni siquiera pude gritar cuando sentí que mi cuerpo explotaba en un orgasmo intenso y jugoso. Me quedé desplomada en la cama, como en coma, y dejé que Víctor siguiera moviéndose hasta que empezó a correrse dentro de mí y ralentizó su movimiento.

—Joder… —gruñó.

El vaivén entre los dos paró del todo y Víctor se quedó unos segundos en mi interior, con los ojos cerrados. En aquellos segundos siempre daba la sensación de que paladeaba despacio el momento, como si fuéramos una pareja que hace el amor y no dos personas que follan. Después, como siempre, se desvaneció esa impresión y se dejó caer a mi lado en la cama, mirando al techo.

A veces Víctor se giraba y me decía algo. Algo tonto, claro, porque ¿qué vas a decir en ese momento si no es «te quiero»? Pues algo como «guau», «ha estado genial» o «dame media hora para repetirlo». Yo prefería aquellas veces que, como esta, se quedaba callado. Las mujeres somos así. Nos gusta más el silencio porque en él caben todas las cosas que preferiríamos que ellos sintieran o pensaran. Es mejor la incertidumbre que saber a ciencia cierta que en realidad está canturreando internamente o pensando en que le apetece una cerveza.

Víctor se giró hacia mí en la cama y se arrulló en la almohada. Me hizo un mimo, me dio un beso en el cuello y me preguntó si quería darme una ducha con él. Víctor y la puñetera ducha poscoito. Esa ducha larga y fría que, no obstante, solía terminar siempre en segundo asalto.

—No, qué va. Me voy a ir ya. Mañana tengo muchas cosas que hacer —dije recuperando el aliento.

—¿Como qué?

—La maleta. Y mandarle a mi editor o agente o lo que quiera Dios que sea un artículo.

—¿Un artículo? —Frunció el ceño y me miró muy interesado.

—Una posible colaboración con una revista. No sé si saldrá. Por mi salud financiera espero que funcione.

—Qué bien. —Se acomodó en la cama y se tapó un poco con la sábana—. ¿Cuándo te ibas?

Durante unas milésimas de segundo pensé que se refería a por qué no me estaba yendo ya de su cama y casi enrojecí, pero luego me di cuenta de que estaba hablando de mi próximo viaje.

—Pasado mañana —contesté.

—¿A qué hora sale tu avión?

—A las seis y veinte, creo. Pero no me hagas mucho caso. Tendría que mirarlo en los billetes.

—¿Te llevo al aeropuerto? —preguntó mientras su mano me acariciaba un brazo.

—No hace falta. Cogeré un taxi —contesté girándome hacia él.

—No, no, pasaré a por ti. A esas horas un taxi… no me hace gracia. Puedo quedarme a dormir en tu casa, si te parece. Así te llevo antes de ir a trabajar y te ayudo con la maleta.

—Bueno. —Sonreí.

En el fondo estábamos continuamente manteniendo un pulso, pero un pulso con nosotros mismos. A mí ese rollo de la seudopareja moderna no me iba, pero jugaba a ir de dura y a fingir que no lo tenía en cuenta en mi vida y que lo usaba siempre que me venía en gana, cuando la verdad era que me encantaba ver que a él se le escapaban gestos un poco más íntimos que el sexo, aunque esos gestos, bien mirado, no tenían por qué ser amor.

A eso jugaba él consigo mismo; para Víctor la postura en la que estábamos era la más cómoda, y no me refiero a la que habíamos practicado en la cama, sino a no verse obligado a dar explicaciones y no tener una novia al uso. Era a lo que estaba acostumbrado y supongo que así se veía libre de la presión de tener que hacer las cosas bien.

Iba conmigo a cenar, a tomar una copa, a la cama o me llamaba para, simplemente, pasar el domingo conmigo en mi casa, sin sexo de por medio. Eso sí, todo esto sin ninguna obligación. Seguro que les decía a sus amigos que yo solo era la chica con la que se acostaba. Me parecía inmaduro e ilógico porque, además, para poder encajar nuestra relación en aquel molde mantenía una lucha continua consigo mismo para controlar ciertos impulsos que le salían de forma natural y que distaban mucho de parecerse a un «sin compromiso». Al final, los dos teníamos que esforzarnos por mantener aquello dentro de los límites del nombre que él prefería ponerle. Pero yo ya estaba empezando a cansarme.

Estirando la mano cogí las braguitas, que habían caído

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