La chica que dejaste atrás

Jojo Moyes

Fragmento

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1

 

 

 

St. Péronne

Octubre de 1916

 

 

Soñaba con comida. Baguettes crujientes, la miga blanca virginal del pan, aún humeante del horno, y queso fermentado, con los bordes deslizándose hacia el extremo del plato. Uvas y ciruelas apiladas en cuencos, oscuras y perfumadas, llenando el aire con su olor. Estaba a punto de coger una, cuando mi hermana me detuvo.

—Quita —murmuré—. Tengo hambre.

—Sophie. Despierta.

Podía saborear aquel queso. Iba a coger un bocado de reblochon, lo iba a untar en un trozo de pan caliente, y luego me metería una uva en la boca. Ya podía paladear la intensa dulzura, oler el rico aroma.

Pero ahí estaba, la mano de mi hermana sobre mi muñeca, parándome. Los platos empezaron a desaparecer, los olores se desvanecían. Estiré la mano hacia ellos pero comenzaron a estallar, como pompas de jabón.

—Sophie.

—¿Qué?

—¡Han cogido a Aurélien!

Me puse de lado y pestañeé. Mi hermana llevaba un gorro de algodón, como yo, para no coger frío. A pesar de la tenue luz de la vela, tenía el rostro colorado y los ojos abiertos de la conmoción.

—Tienen a Aurélien. Abajo.

Mi mente empezó a despejarse. Del piso de abajo venían ruidos de hombres gritando, voces que retumbaban en el patio de piedra, y las gallinas cacareando en su corral. En la densa oscuridad, el aire vibraba con una terrible determinación. Me incorporé sobre la cama, bajándome el camisón mientras trataba de encender la vela de mi mesilla.

Pasé tambaleándome delante de Hélène hacia la ventana y me asomé para ver a los soldados en el patio, iluminados por las luces delanteras de su automóvil, y a mi hermano pequeño, cubriéndose la cabeza con los brazos para evitar los golpes que le iban dando con la culata de sus rifles.

—¿Qué está pasando?

—Saben lo del cerdo.

—¿Qué?

—Monsieur Suel ha debido de delatarnos. Les oí gritar desde mi habitación. Dicen que se llevarán a Aurélien si no confiesa dónde está.

Nos estremecimos al oír el grito de nuestro hermano. De repente casi no podía reconocer a mi hermana: parecía veinte años mayor de los veinticuatro que tenía. Y sabía que mi cara reflejaba el mismo miedo. Esto era lo que habíamos temido.

—Han venido con un Kommandant. Si lo encuentran —susurró Hélène, con la voz quebrada por el pánico—, nos detendrán a todos. Ya sabes lo que ocurrió en Arras. Serviremos de ejemplo. ¿Qué será de los niños?

Mi cabeza iba a toda velocidad, y el miedo a que mi hermano hablara me aturdía. Me cubrí los hombros con un chal y fui de puntillas hasta la ventana para asomarme al patio. La presencia del Kommandant sugería que no se trataba de un grupo de soldados ebrios con ganas de sacar sus frustraciones con unas cuantas amenazas y golpes; estábamos metidos en un lío. Su presencia significaba que habíamos cometido un crimen que debería tomarse en serio.

—Lo van a encontrar, Sophie. No tardarán más que unos minutos. Y entonces… —El timbre de voz de Hélène se agudizó por el pánico.

Mi mente se fundió en negro. Cerré los ojos. Y luego los abrí.

—Ve abajo —dije—. Finge que no sabes nada. Pregúntale qué ha hecho Aurélien. Habla con él, distráele. Dame un poco de tiempo antes de que entren en casa.

—¿Qué vas a hacer?

Agarré a mi hermana por el brazo.

—Tú ve. Pero no les digas nada, ¿entiendes? Niégalo todo.

Mi hermana vaciló, y entonces corrió hacia el pasillo, con el camisón ondeando tras ella. No creo haberme sentido nunca tan sola como en aquellos pocos segundos, con el miedo atenazándome la garganta y el peso del destino de mi familia sobre mis hombros. Corrí al despacho de padre y rebusqué entre los cajones del escritorio grande, arrojando al suelo su contenido —viejas plumas, trozos de papel, piezas de relojes rotos y facturas antiguas—, hasta que encontré lo que estaba buscando, y di gracias a Dios. Entonces corrí al piso de abajo, abrí la puerta de la bodega, y bajé las escaleras de piedra helada, sintiéndome tan segura en la oscuridad que apenas necesitaba la luz de la vela. Levanté el pesado cerrojo de la parte de atrás de la bodega, que un día estuvo llena hasta el techo de barriles de cerveza y buen vino, aparté uno de ellos y abrí la puerta del viejo horno de pan de hierro fundido.

El cochinillo, que aún no había crecido del todo, pestañeó adormilado. Se puso sobre las cuatro patas, me miró desde su cama de paja y gruñó. Os he hablado del cerdo, ¿no? Lo liberamos cuando requisaron la granja de monsieur Girard. Cual regalo de Dios, se perdió en medio del caos, alejándose del resto de cochinillos que iban subiendo al camión alemán, hasta que se lo tragaron las densas faldas de la abuela Poilâne. Lo habíamos estado engordando a base de bellotas y sobras durante semanas, con la esperanza de que creciera hasta tener un tamaño suficiente para que todos comiéramos algo de carne. La idea de aquella piel crujiente, su carne jugosa, había dado fuerzas a los habitantes de Le Coq Rouge todo el mes.

Afuera, oí a mi hermano gritando otra vez, y luego la voz de mi hermana, rápida y urgente, interrumpida por los tonos bruscos de un oficial alemán. El cerdo me miró con ojos inteligentes y comprensivos, como si supiera la suerte que le esperaba.

—Lo siento mucho, mon petit —susurré—, pero no queda otra, de verdad. —Y dejé caer la mano.

En cuestión de momentos, estaba fuera. Había despertado a Mimi, diciéndole solamente que debía venir conmigo y quedarse callada; la niña había visto tantas cosas en estos últimos meses que obedeció sin rechistar. Me miró mientras cogía a su hermano pequeño, se levantó de la cama y puso su mano en la mía.

El aire era cortante con la llegada del invierno, y aún olía a humo de leña del débil fuego que habíamos hecho esa noche. Vi al Kommandant a través del arco de piedra de la puerta trasera y vacilé un instante. No era Herr Becker, a quien ya conocíamos y despreciábamos. Era un hombre más delgado, bien afeitado, impasible. A pesar de la oscuridad, en su rostro podía ver inteligencia, no ignorancia bruta, y eso me asustó.

El nuevo Kommandant estaba contemplando nuestras ventanas pensativo, tal vez preguntándose si el edificio podía ser un alojamiento más adecuado que la granja Fourrier, donde dormían los oficiales alemanes. Sospecho que sabía que la posición elevada le daría un punto de vista privilegiado sob

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