1
Los domingos al atardecer son iguales en cualquier lugar de la tierra: difícilmente se escapa de su aire desolado, de su irremediable sensación de vacío. Y si el cielo se tensa en un azul sin nubes, su serenidad nos perturba todavía más, porque pareciera abismarnos a una especie de revelación inminente. Desde la ventana de su mansarda, Ana contempló los distintos verdes del paisaje, la carretera polvorienta, los tejados de las fincas cercanas, y sintió que la invadía el desasosiego. El silencio que reinaba en la casa parecía haberse apoderado del resto del mundo. Proserpina levantó una patica como espantando un mal sueño. Echada en su rincón, la gata, pesada y gris, parecía un viejo chal olvidado por su dueña.
Al regresar del aeropuerto, horas antes, Ana había revisado el contestador automático, con la esperanza de encontrar la llamada que de antemano sabía inexistente. Había un mensaje de Malena, otro de su hermana, otro más de un viejo amigo escultor: ninguno de ellos era el que quería oír, el que esperaba oír desesperadamente. Pensó en trabajar un rato, pero se sentía incapaz de concentrarse. Dio vueltas erráticas por la casa, se hizo un café, buscó sin éxito la novela que estaba leyendo. Entonces, cediendo a un impulso repentino, entró a la habitación que acababa de acondicionar como su nuevo estudio. Allí estuvo mirando sus cuadros recientes, examinándolos unas veces de lejos, otras de cerca, otras como si no los viera, sentada en una butaca de madera. De pronto, aquellos lienzos que días antes habían logrado ocupar toda su energía, que habían despertado su imaginación y su ímpetu, que le habían proporcionado aire para sobrevivir y satisfacciones hacía tanto tiempo ya olvidadas, empezaron a parecerle odiosos, desprovistos de sentido, limitados, inocuos. No es que fueran torpes o mediocres. Por el contrario: como había dicho Juan Luis, tenían fuerza, desde un punto de vista técnico eran impecables, y sobre todo, tenían la impronta inconfundible de un estilo. Pero a ella, a ella que sabía qué se había propuesto, que había pasado días enteros luchando por llevar a la superficie las aguas amargas de su turbio fondo, de repente se le revelaba la dimensión de su derrota. Poco a poco, pues, mientras los miraba y remiraba, sintió que dejaban de interesarle, que pasaban a hacer parte de una realidad ajena, que ya no le pertenecía. Un ramalazo de lucidez la llevó a concluir que esta vez sí era su fracaso definitivo y, en todo caso, parte de su fracaso absoluto, que abarcaba todos los otros aspectos de su vida. Miró a su alrededor y vio, ya no el mundo relativamente ordenado, matizado y distanciado por las veladuras del arte, sino una realidad hecha trizas, desmembrada, que resultaba imposible de recomponer.
Esa certidumbre tuvo en ella un primer efecto: el de una irritación incontenible. Sintió deseos de agarrar el bisturí y rasgar esas telas que de repente odiaba, que le mostraban el abismo entre su ambición y su capacidad. Pero Ana detestaba los énfasis, los tremendismos, los dramas inútiles: la imagen de sí misma destruyendo los lienzos le pareció vanidosa y vulgar. El efecto siguiente fue entonces el de una aceptación amarga e irónica, que excluía toda conmiseración, así que volvió a ponerlos delicadamente en su sitio, y subió de nuevo a su altillo.
Llamó a Malena por teléfono, pero una máquina le indicó que no estaba. Pensó entonces en llamar a alguien más, pero pasó revista en su mente a los nombres de sus amigos y conocidos y se dio cuenta de que en realidad no quería hablar con ninguno. Estuvo un rato sentada en la cama, sin saber muy bien qué hacer. Entonces decidió darse un largo baño caliente.
La ropa que hacía poco se había quitado colgaba ahora descuidadamente en una silla, y Ana, recostada en sus almohadas y envuelta en su bata blanca de algodón, bebía, a pequeños sorbos, un vaso de whisky. Tomarse uno o dos tragos al final de la tarde era una costumbre que había adoptado en los últimos meses, y que quizá habría asombrado a sus amigos más cercanos, que conocían bien su condición espartana, el proverbial ascetismo de sus costumbres. Pero ella disfrutaba enormemente de este nuevo hábito: ya entrada la noche, invadido su cuerpo de una suave laxitud, daba un corto paseo por los alrededores, o simplemente oía música tumbada en el sofá de su estudio hasta que Memé la llamaba a comer. Después trabajaba dos o tres horas, hasta que la vencía el cansancio.
Había sido un día largo y tenso, y ahora hacía consideraciones y recuentos en un estado de ánimo extraño, en el que se mezclaban una tristeza sin efusiones y la serenidad sin méritos que suele seguir a la constatación de un hecho irremediable. Muy temprano, ella y María José habían tenido una larga reunión con el abogado y el contador, y habían revisado informes y balances que hablaban de una situación económica delicada, casi catastrófica. Sabía que no era fácil, pero estaba decidida a vender aquella casa, que de un tiempo para acá le resultaba ya insoportable; el lunes mismo la inscribiría en una agencia inmobiliaria. Por la tarde habían ido al aeropuerto, donde la muchacha debía tomar su vuelo para Francfort, su escala antes de llegar a Viena.
—¿Vas a salir vestida así? —le había preguntado María José a la hora del desayuno.
—¿Qué tiene? ¿Qué es lo que no te gusta? —replicó Ana, sorprendida.
—No es que no me guste, mamá. Es que no entiendo —María José la miraba a los ojos, con los suyos abiertamente acusadores.
—¿Qué no entiendes?
En el tono de Ana había una impaciencia contenida. Empezaba a comprender de qué se trataba y no quería una discusión. Se había peleado con su hija al menos tres veces en los últimos quince días.
—Tu suéter.
Ana echó un vistazo a su impecable y juvenil suéter amarillo.
—¡Ay, María José! —suspiró, con una ligera sonrisa no exenta de ironía—. No te criamos así. Tú sabes que el duelo es una cuestión íntima. Te has vuelto muy convencional.
—Y tú, muy rara… —La muchacha se retiró el pelo de la frente, tomando aliento para seguir—. Bueno, creo que siempre lo fuiste. Pero, la verdad, esta vez podías haber disimulado un poco.
Ana sintió que una oleada de calor le subía a la cara. En las tres semanas que María José había estado en la casa había hostigado a Memé y la había zaherido a ella constantemente, con una insidia que había ido descubriendo con estupor.
—¿Disimular qué? ¿De qué hablas ahora, si puede saberse? Deja de decir frasecitas misteriosas y dime lo que me quieras decir.
—Ay, mamá. Todo el mundo se dio cuenta de que no te importó nada. Todo el tiempo estuviste como si no fuera contigo, y no derramaste ni una lágrima… Era evidente…
Ana interrumpió a María José extendiendo su mano, en un gesto decidido, autoritario, que contrastaba con su voz, que era opaca, desganada, la voz de alguien que está aburrido o cansado.
—Evidente es que estás yendo muy lejos, muchachita. ¿Qué sabes tú de lo que yo pueda estar sintiendo?
La muchacha no se ablandó. Por el contrario. En su argumentación Ana encontró una insolencia que añadía vibraciones en su voz y ponía a brillar sus ojos con frialdad de cuarzo. Las pupilas de la muchacha eran de un verde seco y ligeramente estrábicas como las de su padre. De él lo había heredado todo: la nariz imperiosa y las cejas desordenadas, la boca delgada, la cerebralidad al tomar decisiones. Hasta esa manera de disponerse a atacar, tensa y silenciosa, como la de ciertos animales. Era como si en su concepción Ana no hubiera aportado nada, salvo el vientre, donde su hija había crecido como una flor exótica en un invernadero. Su boca, de la que se desprendían ahora duros reproches, se le antojó la de un muñeco de ventrílocuo, o el instrumento de un médium a través del cual su marido levantaba la voz desde la tumba. Como en los años atormentados de su matrimonio, sintió que se rebelaba contra la omnipotencia de la acusación con una ferocidad dolida. Arrepentida de su actitud agresiva, intentó entonces una conversación amigable.
—Sabes que los dos últimos años no han sido fáciles, María José.
—No hablo de los últimos dos años, mamá. Tu egoísmo es de toda la vida. Desde cuando estaba chiquita, jamás respondías de inmediato a mis preguntas. Siempre estabas pensando en otra cosa… ¿Y qué tal antes de yo irme? —María José bajó la cabeza y añadió, como para sí misma, después de morderse el labio—: apenas si interviniste en los preparativos de mi viaje; dejaste todo en manos de mi papá. Y el día anterior duraste perdida toda la tarde y la mitad de la noche. ¿Te acuerdas o no te acuerdas?
Ana no respondió a aquella inculpación; estaba demasiado cansada para entrar en explicaciones que de antemano sabía muy frágiles. Los acontecimientos de los últimos meses habían debilitado sus nervios, su voluntad, su autoestima. A menudo estaba al borde del llanto, pero en los días en que todos esperaban que mostrara aflicción permaneció impasible, reacia a que la compadecieran, hosca y difícil. Era consciente de que esto había podido herir a María José, pero algo le impedía ahora reconocerlo, tal vez la conciencia de que una sola palabra suya podía desencadenar en su interior un tumulto tal de emociones que la haría caer derrumbada a los pies de su hija, delatándose. Así que se encargó de poner fin abrupto a la conversación.
—Es posible, querida. El destino de los padres es siempre la equivocación. Así que ve ahorrando para el sicoanalista. Y si te importa mucho el qué dirán, me cambio el suéter amarillo.
Y añadió, para que no quedara duda de que hasta ahí llegaba su diálogo:
—¿Vas a dejar el café servido?
Ahora, tendida en la cama, Ana recordaba con tristeza sus propias palabras. Estaba ofendida, pero sobre todo espantada de su dureza y arrepentida de haber herido a su hija, de no haber sido capaz de enfrentar la situación con una conversación descarnada y tal vez sanadora. El abrazo final había sido silencioso y distante, evidentemente dolido.
Tratando de distraerse de sus pensamientos, encendió la televisión. En el noticiero, un periodista, con su chaleco de múltiples bolsillos, se paseaba por entre los escombros de un pueblo antioqueño. Con voz acezante y atropellada, como la de los narradores de fútbol, se jactaba de que el medio al que pertenecía era el primero en llegar al sitio de la noticia. Un hombre, de espaldas, trataba de explicar cómo todo el mundo en el pueblo sabía de antemano de la incursión paramilitar. La cámara se regodeaba en los cadáveres de seis hombres muertos a tiros, con los pies todavía atados, tumefactos y azulosos como bombas de cumpleaños que se desinflan. Asqueada, cambió varias veces de canal. Se sirvió un segundo, un tercer trago, entre tortugas malayas y locas carreras de carros y muchachas de pelo fucsia que cantaban una y otra vez la misma tonada.
No eran aún las diez de la noche cuando se incorporó, asustada, tomando conciencia de que se había quedado dormida y con la impresión de haber escuchado algo. Estuvo unos momentos inmóvil, con el cuello tenso y los ojos fijos, como una mirla que se dispone a emprender vuelo; fue entonces cuando oyó los primeros ruidos. Tal vez no habría que hablar en plural, sino de un solo y extraño ruido, un sonido hueco y distendido, como el de un objeto con el que alguien tropieza y rueda, un balde quizá, un cubo de pintura. Ana no era una persona temerosa, y en veinte años que hacía que habitaba esa casa jamás se había detectado en ella ni en sus alrededores una presencia amenazante. La suya era una zona tranquila y la seguridad parecía doblemente garantizada por la presencia de Manuel, el celador, una especie de ángel guardián asalariado que tenía su casa apenas a unos metros de la suya, donde vivía sólo con su perro. Así que no le dio importancia —a pesar de que la gata también había advertido algo, pues levantó la cabeza y tensó las orejas— y se relajó de nuevo sobre las almohadas.
Por la ventana vio la noche, densa, sin estrellas, sin asomos de luna. Una fría noche de principios de abril, pálida y silenciosa. Tomaría algo para dormir. Fue al baño, abrió el botiquín, puso en su mano una pastilla de xanax. Al levantar la cabeza, se vio en el espejo, y comprendió que estaba ligeramente borracha. Quizá no fuera conveniente doparse. Mientras vacilaba, sintiendo el frío de las baldosas en las plantas desnudas, volvió a oír un sonido extraño, algo similar, esta vez, al sonido de unos pies que caen al suelo con un golpe seco. Un estremecimiento la recorrió. Con el corazón latiendo sin control descendió hasta el primer descanso de la escalera. Allí se detuvo y escuchó unos momentos. Nada. Apenas si el chirriar acompasado de algún grillo. Preguntó “¿Hay alguien ahí?”, y el sonido de su voz la estremeció a la vez que la hizo sentir ridícula. “Estoy muy nerviosa”, pensó, “o quizá tanta ansiedad me esté enloqueciendo”. Entonces bajó el siguiente tramo y entró a la sala. El gran ventanal no tenía cortina, de modo que se apreciaba el jardín, enorme y deliberadamente agreste, sin ley, con su magnolio de flores inmensas y sus sietecueros como dulces presencias protectoras. Sin saber muy bien por qué, tal vez buscando la certeza de que todo estaba en su imaginación, Ana se acercó a la ventana. Lo primero que vio fue su propio reflejo, el de una mujer semidesnuda, con el cabello todavía mojado detrás de las orejas y los ojos achinados muy abiertos. Entonces aproximó su frente al vidrio. Lo que vio hizo que una especie de descarga, de estremecimiento helado, la sacudiera, sumiera su cerebro en un momentáneo limbo de desconcierto, antes de comprender, por fin y para siempre.
2
Tratar de comprender era lo que había estado haciendo Ana durante el último año, sin lograrlo. Una avalancha de acontecimientos diversos —el abandono de Martín, la enfermedad repentina de Emilio— la habían mantenido chapaleando en medio de un pantano de confusión y dolor, sobreviviendo apenas, sostenida de troncos precarios e inestables, siempre a punto de naufragar. Desde hacía seis meses, sin embargo, otros hechos, si así vale llamar al mínimo de circunstancias que habían venido a incidir en los variables estados de su corazón, habían cambiado de improviso el rumbo y la naturaleza de sus días.
Cuando Ana, confusa y maltrecha, intentaba reconstruir el proceso que había desencadenado el último coletazo de sus venturas y desventuras, se remitía inevitablemente al día en que Gabriela cruzó el umbral de su casa, acompañada de ese primo suyo desparpajado y sin maneras, trastornando el orden que con minucia de artesano ella había logrado reconstruir precariamente en los últimos tiempos.
También había sido aquella una tarde de domingo, en el último octubre. Ana acababa de escribir el séptimo capítulo del libro que le habían encomendado y estaba satisfecha. Era un manual universitario, un texto donde se revisaban nociones generales de arte y se invitaba a ver éste de una manera distinta. Había leído línea por línea los últimos párrafos y había hecho las correcciones finales, meticulosamente y sin desgano, a pesar de que le dolía la espalda. Después verificó el número de páginas que había logrado escribir en la tarde: cuatro, 12.227 caracteres. A ese paso, pensó, quizá podría cumplir con los plazos estipulados. Alrededor del computador había un número considerable de libros abiertos, colocados en un orden que, pareciendo caótico, era en verdad implacable. Los cerró uno por uno, cerciorándose de dejar señaladas sus páginas, se estiró, pensó que su vida era como un tiovivo que da vueltas y vueltas animado por la misma música monocorde.
Se servía su trago habitual cuando el timbre la sobresaltó como a un niño al que han pillado haciendo una travesura. Era Manuel que venía a traer un recibo de las medicinas compradas para Arú, su perro akita, un hermoso ejemplar de ojos aguamarina que una amiga le había regalado a Ana siendo un cachorro y que ella había cedido al celador después de un tiempo porque Emilio no lo soportaba. La semana anterior el animal había estado enfermo y Ana lo había llevado al veterinario. Manuel era un hombre joven y musculoso, con unos dientes tan sanos y brillantes como los de su perro. Aunque Ana no lo conocía demasiado, porque llevaba apenas un año al cuidado de la portería que las tres fincas compartían, simpatizaba con él. Tenía una cara afable, de facciones mestizas y ojos atentos, un sentido del humor delicado, que no se correspondía con sus manos de boxeador, y era respetuoso y dispuesto sin aquiescencia ni zalamerías. Ana le ofreció un café y lo compartieron en la cocina, sentados en las bancas de madera y mirando el jardín embellecido por los resplandores de la tarde. Mientras hablaban advirtió que la mirada de Manuel se detenía una y otra vez, como si no pudiera evitarlo, en sus pechos, realzados aquel día por una blusa de seda, y se sintió incómoda. Pero por la expresión alelada que había en sus ojos entendió que no había en él malicia, sino tal vez la ingenuidad y la curiosidad naturales de alguien que ha sido criado entre tapujos y represiones. “Un hombre como tantos en este país de machos llenos de inmadurez”, pensó y lo olvidó de inmediato.
Cuando Manuel se despidió, Ana subió al segundo piso. Entró a una de las habitaciones y se acercó a la cabecera de la cama. Buscó los ojos en la oscuridad y vio que estaban abiertos.
—¿Por qué no llamaste? —preguntó.
Nadie contestó su pregunta. Ana fue hasta la ventana y abrió las pesadas cortinas. La luminosidad de la tarde entró con una violencia invasora, dejando ver la figura de un hombre en la cama revuelta.
—Ya son las cinco y media —dijo Ana, mirando su reloj de manera mecánica—. Dormiste más de la cuenta. Esta noche vas a estar desvelado.
Se sentó al borde de la cama.
—Debes tener sed —dijo en voz muy baja, hablando como para sí misma. Sirvió agua de la jarra y con movimientos decididos y precisos ayudó a su marido a incorporarse sobre las almohadas. Dos cosas en él habrían llamado inmediatamente la atención de un recién llegado: el color de su piel, del gris mortecino de la lava, y el gesto del rostro, que hacía pensar en un viejo emperador desdeñoso. Su párpado izquierdo caía abultado, como el de un saurio, sobre el ojo, apagándolo, y el labio del mismo lado se inclinaba hacia abajo en un rictus poderoso y atroz. Ana puso el vaso de agua en la mano derecha del hombre y éste lo llevó con lentitud hacia la boca y bebió. Un hilito de agua resbaló sobre su barbilla.
—Hoy escribí toda la tarde —dijo Ana, mientras le pasaba una servilleta por el mentón— y logré terminar el capítulo. Pero todavía no estoy segura de poder entregar dentro de los plazos.
Hablaba, en realidad, para sí misma, porque de nuevo la había asaltado la angustia del tiempo. El hombre la miró con su ojo sano, que, tenso y penetrante como el de un pájaro, se convertía en el centro vivo de su rostro. Calcular su edad habría sido ahora imposible, pero la verdad es que llevaba a su mujer casi quince años. A ésta, el óvalo del rostro moreno, enmarcado por un cerquillo infantil, y los ojos ligeramente rasgados, la hacían parecer más joven: tenía cuarenta y siete años recién cumplidos, pero cualquiera que los viera juntos pensaría en un padre y su hija.
Cuando Ana le preguntó si quería que pusiera la película que no había acabado de ver la noche anterior, Emilio la miró sin contestar. Ella repitió la pregunta. Su voz tenía un tono neutro, ni solícito ni impaciente. El hombre asintió con un sonido extraño, primero bronco y luego muy débil, e hizo un gesto con la cabeza ladeada.
Mientras colocaba la cinta, Ana oyó el ruido de un motor en la carretera y se extrañó porque no estaba esperando a nadie. Cuando se asomó a la ventana vio que una camioneta destapada de color rojo frenaba bruscamente frente a la puerta, levantando una polvareda momentánea que brilló como escarcha dorada bajo el sol de la tarde. Un hombre joven se apeó de un salto. Su figura, de espalda muy ancha y cintura delgada, y su pelo rizado cayéndole en desorden sobre la frente, trajeron a su cabeza la imagen oscura de un trapecista de circo, posiblemente visto en las páginas de algún libro remoto. Una muchacha, también muy joven, se apeó del otro lado. Entonces Ana, como volviendo de un sueño, recordó, no sin cierta incomodidad, que la estudiante que le habían recomendado debía llegar esa tarde.
Quince días antes, una crisis en el entendimiento con la enfermera, huraña y negligente, fue el pretexto perfecto para que Ana prescindiera de sus servicios. La situación económica la obligaba a restricciones, los médicos habían dicho que era necesario forzar a Emilio a tener una mayor independencia valiéndose por sí mismo, y ella necesitaba, por un plazo muy corto, una auxiliar de investigación que ajustara detalles formales y la aliviara de las tareas más mecánicas. Pactó, pues, con Memé, que ésta asumiera parte de los cuidados del enfermo, y aceptó la sugerencia de un amigo, quien le recomendó a una joven estudiante de arte que había abandonado durante un tiempo la universidad y que, necesitada de dinero, estaría dispuesta a trabajar hasta mediados de diciembre. En sus ratos libres la muchacha podría leerle a Emilio y ayudarlo con las actividades de estimulación. Por quedar la casa relativamente lejos de Bogotá, la muchacha dormiría en ella de lunes a viernes.
Cuando Ana abrió la puerta se encontró con una jovencita de aspecto andrógino que, en cuclillas, metía en desorden en la maleta lo que, al abrirse, se había desparramado por el suelo. Ana percibió vagamente unas prendas escasas, libros, papeles, una caja de pasteles, casetes, que la chica recogía con una sonrisa inhibida. Un muchacho con unos extraños ojos de pupilas acarameladas salpicadas de puntitos negros esperaba a su lado, ajeno al asunto, con una grabadora en la mano. Cuando lo miró, Ana, que unía una tendencia romántica a una imaginación literaria, pensó que poseía una belleza bárbara, como de príncipe de Las mil y una noches. Al mismo tiempo encontró, sin embargo, que en su aspecto, en el aire desfachatado con que esperaba allí apoyado en la puerta, había algo decididamente vulgar, una tosquedad del gesto y una actitud grosera que la irritó en forma vaga. A su lado, la muchacha, con el pelo castaño cortado al rape y la piel de un color desvaído, le pareció un niño sin gracia.
Se llamaba Gabriela y, según supo Ana días después, aquél era su primo, Javier. En el cuarto que antes era de la enfermera y que comunicaba con el de Emilio, el jovencito se dedicó a husmear todos los rincones de la habitación con un enorme desenfado; tomó de encima de la repisa una estatuilla africana y la estuvo examinando con la curiosidad desconcertada con que se mira una moneda extranjera. Ana le pidió a la muchacha que se pusiera cómoda; más tarde, a la hora de la comida, se verían en el comedor y allí hablarían sobre las rutinas que le esperaban.
Desde la cocina, mientras preparaba unos huevos para Emilio, oyó que la camioneta arrancaba, con gran estrépito. Saber que había ahora una presencia nueva en la casa, un extraño al que debía dedicar algo de energía y atención, la mortificaba. Acompañó a su marido en silencio, frente al televisor encendido, viéndolo masticar dificultosamente los pedazos que llevaba con torpeza a la boca, resistiendo el impulso de ayudarlo. De vez en cuando, como los médicos le habían recomendado, le traducía en palabras lo que pasaba en la pantalla. Una hora más tarde, apenas se terminó la película, sintonizó el canal internacional de noticias, le dijo a Emilio que timbrara si la necesitaba, y subió a su estudio, abrió un libro e intentó leer. Pero su pensamiento se apartaba de la novelita de Handke una y otra vez. Oyó, con una desazón inexplicable, la música apagada de la grabadora de la muchacha en el piso de abajo. Era una canción hermosa y nostálgica, una cancioncita ligera que volvía triste la tarde de aquel domingo que se apagaba. Proserpina vino a acurrucarse a su lado. Ana pensó en el lunes, en la cita médica de media tarde, en las tareas que la esperaban en la galería. Pensó en la muchacha estirándose en su cama y en que a las nueve debía dar el epamín a Emilio. Viendo cómo brillaba Venus como un pedazo de hielo verde en el cielo oscurecido, recordó aquella vez, antes de casarse, en que Emilio, que pasaba un verano en Houston, la llamó por teléfono. Al despedirse, y para mostrarle su amor, ella le había dicho una de aquellas tonterías que suelen decir los enamorados: “Esta noche, antes de acostarte, busca a Venus en el cielo y piensa en mí”. Emilio, que era hombre práctico, le había contestado razonablemente: “Ana, por Dios, tengo tantas cosas qué hacer que no tengo tiempo de mirar el cielo”. Pensó en sus veinte años, incapaces de medir la significación de aquella frase. Cerró los ojos, aletargada. En su mente abandonada a