I
Sábado, 6 de junio de 1992, 8 h
Esta mañana no salÃa agua del grifo.
Glu, glu, dos eructillos de recién nacido, y nada más.
He llamado a la puerta de la vecina: en su casa todo bien. Habrá cerrado usted la llave de paso, me ha dicho. ¿Yo? Ni siquiera sé dónde está, hace poco que vivo aquÃ, ya sabe usted, y vuelvo a casa que ya es de noche. Dios mÃo, ¿y cuando se va una semana fuera no cierra ni el agua ni el gas? Yo no. Menuda imprudencia, déjeme entrar, que ya le enseño yo.
Ha abierto el armarito que está debajo del fregadero, ha movido algo, y el agua ha llegado. ¿Lo ve? La habÃa cerrado. Perdóneme, soy tan distraÃdo. ¡Es que ustedes los singles! Exit vecina, que ya hasta usted habla inglés.
Nervios bajo control. No existen los poltergeist, solo en las pelÃculas. Y no es que yo sea sonámbulo, porque aun siendo sonámbulo no hubiera sabido de la existencia de esa llave, si no, la hubiera usado estando despierto, porque la ducha pierde y siempre corro el riesgo de pasarme la noche con los ojos como platos sin dejar de oÃr esa gota un solo instante, parece como si estuviera en Valldemossa. Y claro, me despierto cada dos por tres, me levanto y voy a cerrar la puerta del baño, y la que está entre mi cuarto y la entrada, para no oÃr ese maldito goteo.
No puede haber sido, qué sé yo, un contacto eléctrico (la llave de paso es una llave, requiere una mano que la maneje, válgame la redundancia) y tampoco puede haber sido un ratón que, aunque hubiera pasado por ahÃ, no habrÃa tenido fuerza para mover el artilugio. Se trata de una rueda de hierro a la antigua (todo en este piso se remonta a hace por lo menos cincuenta años) que, además, está oxidada. RequerÃa una mano, pues. Humanoide. Y no poseo una chimenea por la que pueda haber pasado el orangután de la calle Morgue.
Razonemos. Cada efecto tiene su causa, por lo menos eso dicen. Descartemos el milagro, no veo por qué ha de preocuparse Dios por mi ducha, que claramente no es el mar Rojo. Asà pues, a efecto natural, causa natural. Anoche, antes de acostarme, me tomé un Stilnox con un vaso de agua. Y, por lo tanto, hasta entonces salÃa agua. Esta mañana ya no salÃa. Por lo tanto, querido Watson, la llave ha sido cerrada durante la noche, y no por ti. Alguien, uno, o más de uno estaban en mi casa y tenÃan miedo de que, más que el ruido que hacÃan ellos (eran la mar de sigilosos), me despertara el preludio de la gota, que les molestaba incluso a ellos, y a lo mejor hasta se preguntaron cómo no me despertaba. Asà pues, astutÃsimos, hicieron lo que también hubiera hecho mi vecina: cerraron el agua.
¿Y luego? Los libros están dispuestos en su desorden normal, podrÃan haber pasado los servicios secretos de medio mundo y haberlos hojeado página a página, y no me darÃa cuenta. Es inútil que mire en los cajones o que abra el armario del recibidor. Si querÃan descubrir algo, hoy en dÃa no tienen más remedio que fisgar en el ordenador. Quizá para no perder tiempo lo han copiado todo y se han vuelto a casa. Y solamente ahora, abre que te abre cada archivo, se han percatado de que en el ordenador no habÃa nada que pudiera interesarles.
¿Y qué esperaban encontrar? Es evidente —quiero decir, que no veo otra explicación— que buscaban algo relacionado con el periódico. No son tontos, habrán pensado que debà tomar apuntes de todo el trabajo que hacemos en la redacción; y, por lo tanto, que, si sé algo del asunto Braggadocio, deberÃa de tener escrito algo en algún sitio. Ahora se habrán imaginado la verdad, que lo tengo todo en un disquete. Naturalmente, esta noche habrán visitado también los despachos, y no habrán encontrado rastro de disquetes que me pertenezcan. Por lo tanto, están llegando a la conclusión (pero solo ahora) de que a lo mejor lo tengo yo en un bolsillo. Qué gilipollas, si es que somos una pandilla de gilipollas, estarán diciéndose, tenÃamos que haber registrado la chaqueta. ¿Gilipollas? Mamones. Si llegan a ser listos no habrÃan acabado haciendo un trabajo tan sucio.
Ahora lo volverán a intentar, supongo que al menos les llega para lo de la carta robada: hacen que me ataquen por la calle unos falsos salteadores. Por lo cual tengo que darme prisa, antes de que lo vuelvan a intentar, mandar el disquete a una lista de correos y ver luego cuándo pasar a recogerlo. Pero qué tonterÃas se me pasan por la cabeza, aquà ya ha habido un muerto y Simei se ha pirado. A ellos no les sirve ni siquiera saber si sé, ni qué sé. Por prudencia, me quitan de en medio, y sanseacabó. Y tampoco puedo ir a la prensa con el cuento de que no sabÃa nada de ese asunto, porque al decirlo, hago saber que algo sabÃa.
¿Cómo me he metido en este jaleo? Creo que la culpa es del profesor Di Samis y de que yo sabÃa alemán.
¿Por qué me viene a la cabeza Di Samis, un tema de hace ya cuarenta años? Es que nunca he dejado de pensar que Di Samis tuvo la culpa de que no me sacara la licenciatura y, si me he metido en este embrollo, es porque nunca acabé la carrera. Por otro lado, Anna me abandonó tras dos años de matrimonio porque se dio cuenta, palabras textuales, de que yo era un perdedor compulsivo; vete a saber qué le contarÃa yo antes, para presumir.
Nunca llegué a terminar la carrera porque sabÃa alemán. Mi abuela era del Alto Adigio y, de pequeño, lo hablaba con ella. Desde el primer año de universidad acepté traducir libros del alemán para costearme los estudios. Por aquel entonces saber el alemán ya era una profesión. Se leÃan y traducÃan libros que los demás no comprendÃan (y que por aquel entonces se consideraban importantes), y estaban mejor pagados que las traducciones del francés e incluso del inglés. Me parece que hoy en dÃa les pasa lo mismo a quienes saben el chino o el ruso. En cualquier caso, o traduces del alemán o te sacas la licenciatura, ambas cosas no se pueden hacer a la vez. En efecto, traducir significa quedarse en casa, con frÃo o con calor, y trabajar en zapatillas, aprendiendo además un montón de cosas. ¿Por qué deberÃa uno ir a clase a la facultad?
Por vaguerÃa decidà matricularme en un curso de alemán. Asà tendré que estudiar poco, me decÃa, a fin de cuentas ya me lo sé todo. La lumbrera era, por aquel entonces, el profesor Di Samis, que habÃa creado lo que los estudiantes llamaban su nido de águilas en un edificio barroco desvencijado, donde se subÃa una escalinata y se llegaba a un gran vestÃbulo. A un lado se abrÃa el instituto de Di Samis, al otro estaba el aula magna, como la llamaba pomposamente el profesor, que no era sino un aula donde cabÃan unas cincuenta personas.
En el instituto se podÃa entrar solo si se calzaban pantuflas. En la entrada habÃa suficientes para los ayudantes y dos o tres estudiantes. Los que se quedaban sin pantuflas esperaban su turno fuera. Todo estaba encerado, creo que incluso los libros de las paredes; y la cara de los ayudantes, viejÃsimos, que llevaban esperando desde tiempos prehistóricos su turno para llegar a la cátedra.
El aula tenÃa una bóveda altÃsima y ventanales góticos (nunca entendà por qué en un edificio barroco) y vidrieras verdes. A su hora, es decir a la hora y catorce, el profesor Di Samis salÃa del instituto, seguido a un metro por el ayudante anciano, y a dos metros por los más jóvenes, que rayaban los cincuenta. El ayudante anciano le llevaba los libros, los jóvenes la grabadora: las grabadoras, todavÃa a finales de los aÃ