SUPERHOMBRE DE MASAS, EL

Umberto Eco

Fragmento

38 el superhombre de masas uno de los motivos del éxito de Love Story radique precisamente en la frase con la que da comienzo el libro: «¿Qué puede decirse de una chica muerta a los veinticinco años?».

Según la estilística de la intriga, la aparición de la enfermedad debería caer como un lance imprevisto que cambia el color emocional de los acontecimientos anteriores, convirtiendo el idilio en drama y enfocando bajo una luz problemática todo lo que había venido contándose hasta ese momento.

Por el contrario, avisar desde un principio al lector de que se dispone a asistir a las peripecias sentimentales, aparentemente alegres, de dos jóvenes marcados por un trágico destino, favorece la aceptación del shock final, poniéndolo bajo el signo de la necesidad y privándole de toda capacidad de provocación; ayuda además al lector a saborear de antemano, página tras página, el giro que, según se ha dicho, van a tomar los acontecimientos. De nuevo estamos ante un suicidio narrativo, aunque, eso sí, dicho suicidio obedece a unas necesidades de carácter estrictamente consolatorio: en vez de la tragedia del absurdo que podía ser, el libro se convierte en una elegía de la resignación. En la novela popular de todas las épocas la realidad viene siempre dada: o se la modifica periféricamente o se la acepta sin más; lo que no puede hacerse nunca es darle la vuelta.

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EUGÈNE SUE: EL SOCIALISMO Y EL CONSUELO

4.1. Je suis socialiste

Eugène Sue comienza la publicación por entregas de Los misterios de París el 19 de junio de 1842. Hace apenas un año salía de la casa de un obrero, al que había conocido esa misma noche, gritando: «¡Je suis socialiste!». Sabe que está escribiendo una gran novela popular, pero su tesis es todavía demasiado genérica. Probablemente haya quedado fascinado por la exploración de los bajos fondos de la capital que —para documentarse mejor— está efectuando no solo en las páginas de su libro, sino también en la vida real. Le falta, sin embargo, todavía una idea precisa de qué es lo que está a punto de desencadenar. Habla del «pueblo», pero el pueblo aún es una realidad extraña para el escritor aposentado que es, para el dandy profesional que se ha zampado el patrimonio familiar despilfarrándolo en coches fastuosos y en gestos grandilocuentes de esteta maldito.

Solo cuando el novelista se pone a describir la buhardilla de los Morel, la familia del tallista de piedras preciosas, honrado e infeliz, con una hija seducida y preñada por el pérfido notario Jacques Ferrand, que para colmo la acusa de infanticidio, con otra hija de cuatro años muerta de privación en un jergón de paja, los demás hijos carcomidos por el frío y el hambre, la esposa moribunda, la suegra loca y babeante que

40 el superhombre de masas pierde los diamantes que le habían sido confiados, los alguaciles a la puerta de su casa dispuestos a arrojarlo a la cárcel..., pues bien, solo entonces es cuando Sue averigua cuál es la fuerza que tiene su pluma. Entre los centenares de cartas que le llegan, rodeado de damas que, ebrias de pasión, le abren la puerta de su alcoba, de proletarios que lo proclaman apóstol de los pobres, literatos de fama que se honran con su amistad, editores que se lo disputan enarbolando contratos en blanco, el periódico fourierista La Phalange que lo glorifica como al hombre que ha sabido denunciar la realidad de la miseria y de la opresión, obreros, campesinos, grisettes de París que se reconocen en sus páginas, la publicación de un Diccionario del argot moderno, obra indispensable para la comprensión de Los misterios de París, del señor Eugène Sue, seguido de un compendio fisiológico de las cárceles de París, historia de una joven presa de Saint-Lazare relatada por ella misma, y dos canciones inéditas de dos célebres reclusos de Sainte-Pélagie, los gabinetes de lectura que alquilan los ejemplares del Journal des Débats a razón de diez sueldos la media hora, los analfabetos que piden a los porteros eruditos que les lean los episodios de la novela, los enfermos que esperan al final de la historia para morirse, los ataques de cólera que le dan al presidente del gobierno cuando no sale el anhelado episodio, los juegos de la oca inspirados en los Misterios, las rosas del Jardín des Plantes bautizadas con los nombres de Rigolette y Fleur-de-Marie, las coplillas y canciones inspiradas en la Goualeuse y en el Chourineur, peticiones desesperadas, como por lo demás conoce ya y aún habrá de conocer la historia del folletín —«¡Haga volver de Argelia al Chourineur! ¡No deje que muera Fleur-deMarie!»—, el abate Damourette que funda un hospicio para huérfanos movido por la lectura de la novela, el conde Portalis que es nombrado presidente de una colonia agrícola creada siguiendo el modelo de la granja de Bouqueval descrita en la tercera parte de la obra, las condesas rusas que se eugène sue: el socialismo y el consuelo 41

aventuran a emprender larguísimos viajes para obtener una reliquia de su ídolo...: en medio de estas y otras delirantes manifestaciones de éxito, Eugène Sue alcanza la cima soñada por cualquier novelista, hace realidad aquello que Pirandello solo será capaz de imaginar: recibe del público dinero para socorrer a la familia Morel. Y un obrero cesante llamado Bazire le pide la dirección del príncipe de Gerolstein, para recurrir a ese ángel de los pobres y defensor de los indigentes.

A partir de ese momento, como veremos, Sue no escribe ya Los misterios de París; la propia novela se escribe sola, con la colaboración del público.

Todo lo que ocurra después es absolutamente normal, no puede dejar de suceder. El hecho de que el desgraciado señor Szeliga, crítico literario de la Allgemeine Literaturzeitung realice una serie de acrobacias dialécticas en correcta clave hegeliana sobre los personajes y las situaciones del libro, puede hacernos reír, como justamente hacía reír a Marx y Engels, pero desde luego se trataba de algo perfectamente normal. Tanto es así, que, como es sabido, Engels y Marx escribieron La sagrada familia usando prácticamente Los misterios de París como objeto polémico y como hilo conductor (es decir, los utilizaban no solo como documento ideológico, sino como obra capaz de suministrarles personajes «típicos»).

Es normal que, antes incluso de que acabe de publicarse el folletín, empiecen a aparecer las traducciones italianas, inglesas, rusas, alemanas y holandesas; que solo en Nueva York se vendan ochenta mil ejemplares en unos cuantos meses; que Paul Féval se lance a imitar la fórmula; que por todas partes aparezcan Misterios de Berlín, Misterios de Munich, y hasta Misterios de Bruselas; que Balzac se vea arrastrado por el furor popular a escribir los Misterios de provincia; que Hugo empiece a pensar en redactar sus Miserables; o que el propio Sue se vea obligado a realizar una

42 el superhombre de masas adaptación teatral de la obra deleitando al público parisino con siete horas consecutivas de angustias espectaculares.6

Y es normal porque Sue no escribió una obra de arte —como tendrá ocasión de notar el lector, cuando, por fascinado que esté, se vea obligado a avanzar por un montón de páginas cargadas de reflexiones virtuosas, sístole y diástole de una máquina saca-lágrimas que, en un afán desesperado y explícito de producir a toda costa efectos irresistibles, llega al límite de lo insoportable—; pues si solo hubiera escrito una obra de arte, la historia se habría percatado de ello, pero no desde luego sus contemporáneos, y menos de esa forma tan rápida, subitánea y unánime. Inventó, sin embargo, un mundo y lo pobl

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