La verdad de las mentiras

Mario Vargas Llosa

Fragmento

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Prólogo

La primera edición de este libro (1990) contenía veintiséis ensayos. Ésta tiene treinta y seis, y, además, los de la edición original han sido revisados y algunos enmendados. Como colofón, he añadido un texto sobre la siempre debatida, nunca aclarada del todo, relación de la literatura con la vida de los lectores.

Se trata de ensayos independientes pero unidos por un denominador común: todos ellos analizan novelas y relatos aparecidos en el siglo XX. Aunque, desde luego, faltan muchos autores y títulos imprescindibles para hacerse una idea cabal de la narrativa escrita en ese siglo, creo poder asegurar que, en la arbitraria selección incluida en este libro —pues no responde a otro criterio que a mis preferencias de lector—, se vislumbra la variedad y riqueza de la creación novelesca en el siglo que hemos dejado atrás, tanto por la abundancia y originalidad de los asuntos como por la sutileza de las formas experimentadas. Aunque es verdad que el XIX —el siglo de Tolstoi y Dostoievski, de Melville y de Dickens, de Balzac y Flaubert— merece con toda justicia haber sido llamado el siglo de la novela, no es menos cierto que el siglo XX lo fue también, gracias a la ambición y la audacia visionaria de unos cuantos narradores de distintas lenguas y tradiciones capaces de emular a quienes habían llevado tan alto las cimas de la novela. El puñado de ficciones materia de este libro prueba que, pese a las profecías pesimistas sobre el futuro de la literatura, los deicidas merodean aún por la ciudad fabulando historias para suplir las deficiencias de la Historia.

Agradezco a mi amiga y colaboradora Rosario de Bedoya la ayuda que me prestó en la preparación de este manuscrito.

Lima, febrero de 2002

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La verdad de las mentiras

I

Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el blanco.

Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en la América española apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron acaso los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.

En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho.

¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Franz Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada de nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis suelen ser espejismos.

¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay, sin embargo, algo diferente, mínimo pero esencial. Que, en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etcétera, sino exclusivamente por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo» al fetichismo del botín). D

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