La sangre de los Dioses

Joseph Michael Brennan

Fragmento

I. Equinoccio

I

Equinoccio

El silencio de aquella noche no era como el de ninguna otra. La brisa que soplaba desde el poniente venía cargada de aromas desconocidos y, al pasar sobre el angosto valle, los dejaba caer delicadamente. Ahí, evocarían paisajes lejanos y viejos recuerdos, hablando en susurros acerca de otros lugares y otros tiempos. Giraba invisible en los jardines ya desiertos, atrapando y mezclando a su paso el olor de la tierra y la madera quemada. El verano había quedado atrás y la vida se recluía sin aspavientos, sin que nadie hiciera alboroto, cediendo dócil en las hojas doradas, escondiéndose bajo la corteza, entre las ramas exhaustas de los árboles frutales. La oscuridad ya era completa: sobre las colinas, el horizonte occidental había apagado hacía poco sus últimos arreboles de esmeralda. Las ventanas abiertas, reluciendo como lámparas ceremoniales, perfilaban las calles que subían por las laderas. De las cocinas encendidas emanaba el olor del pan recién horneado y un rumor bendito de voces pacíficas. Con los primeros fríos, el fuego había regresado a los hogares y, junto a ello, el tabaco y los pasteles de calabaza, las historias y los juguetes de latón y madera pintada. Por allá, quién sabe dónde, empezaba a sonar la música de una flauta y un tamboril. Luego, ya desnuda y vacía, la brisa subiría por las pendientes boscosas, tomaría fuerza en los pedregosos desfiladeros y, al final, convertida en ráfaga y ventisca helada, escalaría solitaria para morir en las cumbres de las Montañas Sagradas, muy cerca de las estrellas. Pero allá abajo, sigilosa, mecía apenas los estandartes verdes y blancos del ciervo y el águila; rozaba el follaje viejo de los robles y los manzanos y la superficie de las aguas incontables de la Ciudad de las Fuentes. Era como si —provista de entendimiento y voluntad— quisiera pasar desapercibida, para no perturbar el descanso tan anhelado de los hombres y de las bestias que les sirven. Después de todo, el otoño llegaba como un enorme crepúsculo, coronando la hora del descanso. Sí. Aquel silencio era algo sagrado y el universo de las cosas tangibles lo acogía con ternura reverencial.

El mundo, desde esa terraza, se le mostraba al muchacho manso como un animal de tiro, como un rumiante inmenso. Familiar, amigable, predecible y leal. En ese lugar, el hombre y la tierra habían hecho alianza hacía mucho, y se trataban el uno y la otra con respeto religioso. Se entendían, se conocían bien, con sus necesidades y sus caprichos. El agua que ambos precisaban descendía como lluvia y vertiente abundante desde lo alto. Dorada y cobriza bajo los rayos del sol, plateada a la luz de la luna, corría por acequias abiertas, llenando a su paso cisternas y fuentes atiborradas de nenúfares. Saciaba primero la sed del hombre en las casas de piedra, lavaba después su ropa y sus sábanas blancas, servía en sus molinos y en sus forjas y en sus talleres, y llegaba al final a humedecer el morro del caballo y del asno, del buey y de la vaca lechera, y también las tierras bajas que descansaban de la cosecha. Aquel silencio viviente, lleno de aromas y rumores, era como el sello del antiguo pacto de dos partes honestas entre las cuales está todo dicho y todo se respeta. La paz fértil y laboriosa, la rueda del tiempo que seguía su marcha. La noche, el silencio de la noche, volvía al mundo para aliviar el cansancio, para premiar el esfuerzo de la tierra y el hombre por igual. Todos lo comprendían, en las casas y en los campos, incluso sin darse cuenta: el viejo pacto, más antiguo que la memoria de los Sabios, se renovaba, y en cada corazón se recibía la noticia con un profundo sentimiento de alivio. Los últimos trabajadores emprendían el camino de regreso a casa, cargando las gavillas, cansados y orgullosos, pensando en la vendimia que estaba por venir.

El silencio de aquella noche era como el de cualquier otra noche de equinoccio en el Sur, pero Ataru no lo sentía así. Aquel mundo extraño se desplegaba único antes sus ojos, con la intensidad de toda primera vez, y ese silencio doloroso le punzaba el pecho cual estaca mal afilada que demoraba ya demasiado en penetrar la piel. «Débil, blando», se repetía, «apenas está vivo». Los arces rojos y los olmos amarillos le parecían enfermos, moribundos. Sabía que no era así: el ciego se lo había explicado cuando lo descubrió examinando las hojas en el jardín. Sabía que era parte de un ciclo natural y que en aquellos parajes las estaciones eran diferentes. Y sin embargo hallaba algo abominable en esa plácida oscilación, en ese sucederse acompasado de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Los dioses de esa tierra, pensaba, debían ser perezosos y ancianos, lánguidos, envilecidos por la paz y la fatiga. Los colores le parecían siempre demasiado pálidos, las formas demasiado amables, como si le hubiera faltado vigor a la mano creadora.

Quizá lo que más le repugnaba de aquella jaula donde se hallaba era hasta qué punto reflejaba su propio defecto: en su fragilidad, la tierra de los simios pálidos le recordaba constantemente la suya propia, su insuficiencia, su cobardía. Hubiera gritado, hubiera rugido como una fiera para rasgar el maldito silencio como si fuera un sudario, pero ya no tenía energías para hacerlo. Ya no tenía fuerza suficiente para rebelarse, para revolverse contra sí mismo. Ni siquiera le quedaban lágrimas que derramar en secreto en ese lecho sofocante y apestoso donde lo hacían dormir. Se había quedado sin voz en las entrañas de la tierra, cuando el muchacho de cabellos como el maíz lo había arrastrado lejos del cuerpo muerto de Kiran. Las lágrimas se le habían secado completamente en el mar de arena, viajando atado a esa especie de caballo jorobado. Camello, pensó. Odiaba cómo el idioma de los simios se colaba en su mente, obligándolo a entender más y más de sus cacareos. Para cuando habían llegado por fin, exhaustos y famélicos, a esa aldea sobrepoblada que llamaban la Ciudad de los Ríos, Ataru ya no hacía más que dejarse empujar y tironear de un lado a otro, mudo, incapaz de pensar o sentir con lucidez. Perdía la consciencia a menudo, y se quedaba dormido cada vez que podía. En la oscuridad de su interior podía ver a Kiran con claridad, una y otra vez, como esa última noche en el jardín. Podía escuchar su voz rasposa que cantaba aún, entre trago y trago, «Las ramas del sauce». Podía fingir que aún estaba vivo, que todo aquello no había sido más que una pesadilla. Pero cada vez que un sonido demasiado fuerte o unas manos ásperas lo traían de vuelta, un torbellino de rostros pálidos y velludos le recordaba la verdad: Kiran estaba muerto, y era su culpa. Fue él quien insistió en hacerse acompañar por Aisha en su misión. Fue él quien se dejó engañar por sus embrujos. Fue él quien resultó demasiado débil para defenderse de los secuestradores, incapaz de hacer nada por salvar al valiente capitán. Y entonces escuchaba, muy lejana, la voz de Razen que le repetía desde la Cámara de los Susurros: «Me traerás a mi amado de vuelta». El dolor se volvía insoportable, pero no le quedaban fuerzas ya para gritar. Volvía en cambio a dormirse, o a desmayarse, y se refugiaba otra vez en sus recuerdos… El sonido de un golpe sordo y un chasquido lo sacaron de sus cavilaciones. Miró en dirección al ciego. Era tan sigiloso que a menudo Ataru se olvidaba de su presencia completamente. Estaba sentado sobre la balaustrada, con las piernas colgando hacia el vacío, y sostenía las dos mitades de un extraño fruto rosáceo, lleno de brillantes granos rojos.

—Perdóname —dijo el ciego, sonriendo—. No quise distraerte. ¿Quieres un poco? Se llama granada. Lo que se come son las semillas que están al interior. ¡Ten! Prueba —lo exhortó ofreciéndole una mitad. Ataru no la tomó.

Era fácil ignorar al ciego, pero Ataru sabía que siempre estaba ahí. Desde su llegada a la Ciudad de las Fuentes, donde había pasado la primavera y el verano, le habían quitado las amarras, le habían dado una habitación para él solo y lo habían dejado en paz. Podía levantarse y dormirse a su antojo, recorrer aquel «palacio» e incluso salir a pasear por los jardines. Pero el ciego siempre estaba ahí, a su lado. Comía cuando él comía y parecía no dormir jamás. Era un anciano de cabellos blancos a quien todos llamaban maestro Remian. No era demasiado alto y se veía endeble como una rama seca. Pero Ataru había comprobado cuán engañosa era su apariencia. En sus primeros días en la Ciudad de las Fuentes, habiéndose encontrado libre y algo más recuperado del extenuante periplo, había intentado huir, pero aquel delicado anciano lo había detenido sin esfuerzo alguno. Intentó atacarlo, pero las extrañas habilidades que había visto en el chico del cabello claro y en el maldito hombre tatuado, el ciego las poseía en grado superlativo, por lo que su esfuerzo fue en vano. De algún modo, aún privado del sentido de la vista, podía adelantarse a todos sus movimientos. Su velocidad y su técnica solo podían compararse con las de los mejores guerreros de su estirpe, y lo hicieron recordar el duelo entre Razen y su padre, el difunto Asuravar-Tharisag. El ciego, sin embargo, no le había hecho ningún daño. Apenas lo había inmovilizado y le había dicho, con su voz suave como el otoño: «Tres cosas, y solo tres cosas, te impediré: huir, hacerle daño a los que te rodean y hacerte daño a ti mismo». Un solo intento había sido suficiente para hacerlo desistir y para drenar el poco vigor que le quedaba. Aun con sus brazos y sus piernas desatadas, aun sin barrotes ni murallas, estaba prisionero de los simios pálidos del Sur. Y aquel maldito anciano era su carcelero.

—Llevas un enorme peso —le dijo el ciego, sin volverse hacia él—. Harías bien en dejar un poco de él atrás y darle espacio a cosas nuevas dentro de ti.

—¿Como qué? —preguntó Ataru en un gruñido. El idioma de esa gente, tan sencillo, se le pegaba al paladar y a los dientes. Las palabras salían con dolor y desprecio.

—¡Quién sabe! —respondió el anciano, radiante y desenfadado—. La noche está llena a reventar de promesas y misterios… ¿Sabes qué es lo que te tiene siempre exhausto? El enorme esfuerzo que haces para impedir que su presencia te toque. Te desgastas en cerrar los ojos y en agitar la tormenta que llevas dentro, a ver si los truenos pueden acallar el sonido del agua y de la brisa.

—Llevo dentro de mí la memoria de un mundo cuya gloria no puedes imaginar, anciano. —Ataru alejó la vista de su interlocutor y apretó con fuerza el mármol de la balaustrada, obligándose a no estallar en cólera contra aquel simio insolente—. Los rostros de héroes y dioses cuyas presencias te harían enmudecer y desesperar. ¿Qué puede tener este pobre mundo tuyo que se le compare a la riqueza de mis recuerdos?

El ciego empujó otra vez la mitad de la granada en dirección a él.

—Sabor, perfume, textura —contestó con la boca llena de granos carmesíes—. La simple ventaja que tiene lo vivo sobre lo muerto, el encuentro sobre la nostalgia, la presencia más humilde sobre la más dulce ausencia.

Ataru no respondió. A menudo las palabras del ciego le resultaban incomprensibles, y entonces sencillamente las dejaba caer en el vacío. La granada quedó ahí, a un palmo de su antebrazo, intacta.

—¿Qué hay para ti ahí adentro? —insistió el anciano.

—¿Dónde?

—En tu interior.

—No entiendo tu pregunta —murmuró y se alejó unos pasos. Quería acabar aquella conversación, cosa que solo a veces resultaba.

—Qué hay para ti en tu interior… ¿Qué es lo que buscas sin cesar cuando te internas en ti mismo, desesperadamente? —continuó su carcelero, sin moverse de su inestable asiento.

Ataru guardó silencio y suspiró, como queriendo recuperar la calma. Estaba agitado. Le ocurría a menudo durante sus breves conversaciones con el viejo. Intentó internarse más en la penumbra de su habitación. El ciego lo dejaría en paz, como siempre que se negaba a responderle. Pero la pregunta volvería más tarde, sin lugar a dudas. Podía tardar un día o dos, incluso una semana, pero el maldito jamás olvidaba las cosas. Esta vez decidió encarar su desafío.

—Dentro de mí me encuentro a mí mismo —contestó por fin—. Mi estirpe y mi historia. El honor de mi sangre. Mi deber.

—Tu estirpe, tu historia. El honor de tu sangre. Tu deber. Todas esas son cosas que te pertenecen, pero ¿quién eres tú, que las posees?

—Yo soy un vástago de la Casa de las Espinas, hijo de Asuarvar-Tharisag —dijo Ataru con voz firme, pero contenida. Estaba harto de aquella interrogación—. Soy un dios guerrero, de la estirpe de Asur-Gabankir. Soy un fiel servidor de Asuarvar-Tayak, dios de dioses, el Emperador Dragón.

—Pero ¿no tiene la Casa de las Espinas cientos de vástagos? ¿No consta la estirpe de Asur-Gabankir de miles de dioses guerreros? ¿No tiene el Emperador Dragón decenas de miles de servidores?

—¡Claro que sí!

—Y así, pues, ¿quién eres tú? ¿Quién eres tú a solas, aquí, tan lejos de tu casa? ¿En este preciso momento, a la entrada del otoño?

«Yo soy aquel al que con razón dieron el nombre de Asur-Davashir, “el dios que llora”. Soy el más débil de los dioses. Soy el que se dejó enamorar por una niña presa. Soy el que se dejó engañar por una bruja traidora. Soy el que dejó morir al incomparable Asur-Harashad. A Kiran. Soy la vergüenza de mi casa, y quizás su ruina.» Aquella verdad le oprimió el corazón en el pecho, pero se obligó a no exponerse.

—¿Quién eres tú entonces, anciano?

—¿Yo? Yo soy Remian.

—¿Y eso era todo? ¿Solo estabas preguntándome mi nombre?

—Un nombre no es una cosa cualquiera —susurró el ciego dejándose mecer por la suave brisa como si jugara, como si todo su cuerpo estuviera hecho de seda—. El nombre designa el misterio que somos, aquello que se encuentra bajo la superficie de nuestra apariencia y de nuestra historia. A diferencia de las demás palabras, un nombre no describe nada, no explica nada. No exige nada de ti. Simplemente está ahí, sobre ti, y te recuerda que eres algo más que la memoria de un pasado extinto y la promesa de un futuro incierto.

El joven dios se quedó mirando al anciano con sus palabras vibrándole aún en los oídos. No le respondería. Unas voces conocidas llegaron hasta él, subiendo desde el jardín. Necesitaba distraerse. Se acercó a la balaustrada para echar un vistazo.

*

El silencio de aquella noche no era como el de ninguna otra, y el decimosexto equinoccio de Tahmuz era como si fuese el primero. El frío que pasaba entre los árboles en la oscuridad era como un fantasma, una exhalación siniestra, cargada de malos augurios. A su alrededor, la vida se apresuraba a refugiarse en lo profundo, como si supiera lo que estaba por venir. La primavera y el verano habían quedado atrás, y en el futuro se escondía la hora en que habría que hacer frente al horror. El silencio de esa noche, como el viento en la Ciudad Alta, era una presencia ominosa que le oprimía el pecho y le retenía el aliento. La brisa agitaba las llamas de las antorchas, animando las sombras en el jardín desierto, descubriendo a ratos su escondite. No importaba. No había nadie ahí para verlo, acurrucado en un rincón como un niño asustado, como el huérfano que jamás había dejado de ser.

De la mañana a la noche, lo rodeaban rostros y voces amigas. Desde el alba hasta la última hora del crepúsculo, jamás estaba solo. Había música, risas, el barullo de la ciudad, y el canto heroico de las espadas en los patios de entrenamiento. Pero en cada grieta, en cada pliegue, en cada segundo de silencio, Tahmuz veía asomarse la mirada del abismo. Cada segundo que pasaba distraído se lo llevaba muy lejos de ahí, sobre bosques y llanuras, más allá del Gran Río y el desierto. A la Ciudad de las Gemas. En cada parpadeo veía el rostro ensangrentado de Alek y aún sonriente. Podía escuchar su voz. Y entonces tenía que buscar un apoyo, pues sus piernas no eran capaces de sostenerlo. Miedo. Soledad. Desesperación. Levantó la mirada hacia el firmamento jaspeado de nubes entre las que brillaba el disco purísimo de la luna llena. Su luz apagaba el resplandor de las estrellas, borrando el mapa celestial que le era tan conocido. El firmamento estaba vacío. No había consuelo para él en la Morada de los Eternos.

—Que no le falte la sabiduría, que no le falte el valor —murmuró, sin pensar en las palabras—. Que no flaquee su espíritu, que su cuerpo conserve el vigor. Que recuerde su lugar, que afirme su libertad, que honre el destino al que ha sido llamado. Que encuentre paz en la verdad.

Era la «Plegaria por un hermano» de Talasian el Bardo, legendario fundador de la Ciudad del Gran Delta. La había leído por primera vez cuando era apenas un niño, en alguno de los libros de Doenal, y la había memorizado sin que su protector se lo ordenara. Tantas veces, pensando en sus padres desconocidos, la había pronunciado en la oscuridad de su lecho, mucho antes de saber nada acerca de Sheela y Lyam del Juramento. Entonces había encontrado consuelo en aquellas viejas palabras: los versos de Talasian, en su imaginación, le daban un rostro a quienes no tenían siquiera un nombre y, de alguna forma, lo hacían sentirse cercano a ellos. Pero el mundo había cambiado a su alrededor, y quizás también él había cambiado. Aquella noche de equinoccio, la oración le dejó un sabor amargo. Era inútil. Las palabras se apagaban apenas pronunciadas, disueltas al igual que el vaho en el aire frío. Solo él podía oírlas. Se las decía a sí mismo como si de reconfortarse se tratara. Pero a Alek no le servían de nada. Alek estaba solo, y era su soledad la que a Tahmuz le atenazaba el corazón.

—Te haces difícil de encontrar, Tahmuz —dijo Doenal. No lo había sentido acercarse—. Es poco el tiempo que nos queda y haces mal en desperdiciarlo. —Tahmuz levantó la vista y se lo quedó mirando, sin saber qué decir. La luz blanca lo hacía ver mayor y echaba sombras profundas sobre sus ojos celestes. Con el cabello corto y la barba bien cuidada, envuelto en una enorme capa azul cobalto y con su espada al cinto, el maestro Arkharon parecía más vivo y fiero que nunca. Las dos llaves de plata colgaban ahora a la vista sobre su pecho: la suya y la que su hermano Lyam había dejado atrás. Le tendió una mano—. Levántate.

—Perdóname. Pensé que el entrenamiento había terminado por hoy —replicó Tahmuz débilmente.

—Para los demás puede que sí. Pero en cuanto a ti, seré yo quien diga cuándo puedes retirarte.

—¿Ha habido…?

—No, no ha habido noticias del Norte —lo cortó el viejo espadachín—. Como no las había tampoco esta mañana. Te enterarás en seguida cuando haya algo de lo que enterarse. Mientras tanto, te necesito aquí, ¿entiendes?

Los ojos de Doenal se clavaron en los suyos. Conocía bien esa sensación fría, como una mano de hierro que lo obligaba a levantar la barbilla y prestar atención: era la Puerta de la Armonía, en cuyos misterios él mismo se estaba iniciando. La angustia desapareció de improviso, disipada por la presencia imponente del juramentado. Tahmuz sonrió aliviado, mientras las sombras retrocedían en torno a ellos.

—Gracias —musitó el muchacho poniendo la mano sobre el hombro de su amigo, y luego agregó, burlón—: Gracias por ocupar en mí tu precioso tiempo, maestro Arkharon. ¡Es bueno saber que aún soy especial!

Doenal resopló y echó mano la pipa que llevaba metida en el cinturón, junto a su espada. Llenó la cazoleta y se apresuró a encender el tabaco. Las volutas se dispersaban rápido en la brisa, pero el familiar perfume le traía a Tahmuz recuerdos de un tiempo más pacífico. Doenal cerró los ojos para saborear el humo y soltó una enorme bocanada. Se veía cansado. Después de todo, con Alek cautivo y Remian vigilando constantemente a Asur-Davashir, casi todas las responsabilidades del Juramento recaían sobre sus hombros. Apenas podía encontrar un momento para disfrutar de su tabaco.

—Créeme que de mi «precioso tiempo» hago el mejor uso que puedo —comentó Doenal, sombrío—. Pero no creo que sea suficiente. Ciertas cosas no pueden apresurarse…

Desde la caída de Galkirion y el fin de la Guerra de los Hombres Libres el Juramento había sido refundado solemnemente, con la bendición del príncipe Tarian y con Remian como Gran Maestre. La noticia había corrido por los caminos de todo el Sur: la antigua hermandad se había levantado de sus cenizas. Desde el Gran Delta hasta la Bahía de los Remolinos, hombres y mujeres jóvenes se habían puesto en marcha y habían venido a buscar admisión. Hubiera recaído sobre Doenal el deber de recibir y examinar a cada uno de ellos, si el mismo viento que había traído a los aspirantes no hubiera sacado de su escondite también a algunos veteranos. La maestra Madlen, quien había pasado todos esos años encarcelada en la Ciudad de los Caminos sin revelar su identidad, había llegado hasta ellos el día después de la entronización del príncipe. El anciano maestro Norvan, paralítico y casi ciego, había estado al cuidado de los Sabios de un colegio secreto en las costas boscosas del sudeste. Los dos apoyaban a Doenal como mejor podían, pero las decenas de postulantes y nuevos aprendices eran demasiado, incluso para los tres.

—Son chicos valientes —dijo Doenal con los ojos bajos, arrastrando un poco la voz—: han venido sabiendo de la lucha que nos espera. Pero ni las mejores intenciones pueden apresurar el camino y muchos de ellos no llegarán a dominar ni siquiera la Llave del Silencio antes de que estalle la tormenta.

—¿Qué hay de Felim? —preguntó Tahmuz, mientras ambos emprendían el camino hacia una de las terrazas inferiores del Palacio de las Enredaderas.

—¿El chico que trajiste de la Ciudad de las Gemas? Se esfuerza más que todos los otros, eso puedo decírtelo. Pero hasta que logre dominar la furia que tiene dentro, no será más que un buen soldado.

—A diferencia de ti o de mí, ha visto muy de cerca el horror que está por venir, Doenal —repuso Tahmuz.

—Lo dices como si ese no fuera justamente su problema, muchacho. Vino aquí con el corazón lleno de dolor y con el deseo equivocado.

—¿Justicia, quieres decir?

—No, Tahmuz. La justicia es la restitución del orden original, la marcha recta de las cosas hacia su destino. Lo que tu Felim quiere es venganza. No lo culpo. Lo entiendo mejor que muchos. Pero no tiene caso que te engañes, ni que se engañe él mismo. Puede azotarse la cabeza contra las Puertas cuanto le plazca: no es así que se abren.

—Tal vez si pasara más tiempo con él podría ayudarlo.

—No eres tú quien elige a nuestros hermanos de armas, Tahmuz hijo de Lyam —sentenció el maestro—. El destino del chico no está en tus manos, no te pertenece, y bien puede ser otro muy diferente. Harías bien en aprender de mis errores.

Las palabras de Doenal golpearon a Tahmuz como un puño en el estómago y por un instante sintió deseos de responderle. Pero el viejo guerrero tenía razón. Debía dejar que las cosas siguieran su marcha y que la verdad acerca de Felim se manifestara en libertad.

—¿Para qué me buscabas? —preguntó por fin el aprendiz, decidido a cambiar el tema.

—Ya que lo preguntas, hay alguien más que necesita de ti, y cuya compañía te hará mucho bien —dijo Doenal. Entonces Tahmuz percibió una silueta que los miraba a ambos desde la terraza, recortada contra la luz de las antorchas. Estaba perfectamente quieta, como si se tratara de una de las muchas esculturas de mármol. Los esperaba con el largo cabello rubio y la capa negra meciéndose en la brisa. Tahmuz se detuvo de golpe y miró atónito al maestro. Doenal, muy serio, le devolvió la mirada—. Desde hoy, y al menos una hora cada día, entrenarás con Asyel. Es una orden, hermano.

Tahmuz la miró fijamente, molesto. Ella no debía estar ahí con ellos, sino encadenada en alguna mazmorra. Muchos hubieran estado de acuerdo con él, como muchos se habían opuesto al «gran perdón» concedido por Tarian a los partidarios de Galkirion que se habían rendido al terminar la guerra. Pero el joven Príncipe de los Cuatro Vientos había conseguido convencer a los arcontes que lo apoyaban. «Para la lucha que está por venir necesitamos todas las manos capaces de levantar una espada o de tensar un arco para defender la República», había dicho, y tenía razón: el Emperador de los Condenados estaba por llegar y el Sur dividido no tendría oportunidad alguna contra él. La rebelión de la Ciudad de los Sabios, con Bagrat a la cabeza, ya era suficiente problema. No podían darse el lujo del rencor y la venganza mezquina, de convocar tribunales y levantar patíbulos y asignar responsabilidades. Los arcontes habían accedido, pero el pueblo toleraba con dificultad la magnanimidad de Tarian, especialmente en la Ciudad del Gran Delta, donde habían visto rodar la cabeza de su anciano arconte por orden del comandante Vindor, de las disueltas Águilas Negras.

En la Ciudad de las Fuentes, Tahmuz había recibido la noticia del indulto con alegría: Tarian le había revelado sus intenciones la última vez que los dos se habían visto, en la Atalaya de la Primera Ciudad. Después de todo, así era el príncipe por el que había luchado. Pero las cosas cambiaron la noche que Asyel Trimor, la única hija de Galkirion, llegó a tocar la puerta del Palacio de las Enredaderas, buscando ser aceptada como aprendiz del Juramento. ¿Cómo se atrevía? ¿Había olvidado acaso el foro de la Ciudad de las Tormentas donde intentó apresar a Tarian a traición, donde había dado la orden a sus soldados de que los exterminaran como ratas, a él y Doenal, a los que ahora osaba llamar hermanos? Él lo recordaba a la perfección…

—Tahmuz, ¿me oíste? —inquirió Doenal con voz perentoria.

—Perfectamente —contestó entre dientes. Asyel lo saludó con una rápida inclinación. La joven ya no llevaba el uniforme militar, pero sus modales no habían cambiado. ¿Cómo había podido recibirla Remian? ¿No era Asyel Trimor la suma y el símbolo de la tiranía que Galkirion había intentado sobreponer a los auténticos ideales de la República? Se lo preguntaba en vano. Si Asyel estaba ahí, en el Palacio de las Enredaderas, era porque el Gran Maestre había visto en ella los signos del llamado. Debía aceptarlo. Se obligó a responder su saludo con cortesía, pero sin afabilidad.

—Asyel ha mostrado mayor progreso que cualquier otro de los aprendices. Ya ha dominado a la perfección la Llave del Silencio y está abriendo la Puerta de la Armonía —explicó Doenal. Sin querer, Tahmuz frunció el ceño. El maestro Doenal lo notó, pero continuó, algo mordaz—. Lo que quiere decir, Tahmuz del Juramento, que ella y tú están casi al mismo nivel. Estoy seguro de que entrenar juntos les resultará provechoso a ambos.

El joven aprendiz se quedó mudo, con un nudo en la garganta y un molesto ardor en las mejillas. ¿En solo seis meses lo había alcanzado? Eso quería decir que, o bien Asyel era un prodigio, o bien él era un completo inútil. No era algo que se pudiera decir en voz alta, claro está: «El camino del Juramento es un laberinto, diferente para cada cual, y las Puertas se presentan a su debido tiempo», recordó. Pero esas antiguas sentencias se habían compuesto en una época muy diferente, cuando el Juramento contaba con cientos de hermanos y hermanas, y cuando la única amenaza que enfrentaba eran las naciones bárbaras. Ahora, en cambio, el tiempo apremiaba. Lo podía ver en los ojos cansados de Arkharon y lo escuchaba en el latir de cada corazón en aquella ciudad. Suspiró. Doenal tenía razón. Sea como fuera, debía tomar esa oportunidad y aprender de ella. Se separó de Asyel unos pasos, desenvainó y asumió una posición defensiva. La Puerta del Silencio se abrió, obediente a su voluntad, amplificando los sonidos y los olores de la noche a su alrededor. Concentró entonces su atención en la chica: dejando caer la capa negra, Asyel desenfundó su espada larga y levantó la hoja verticalmente, escogiendo una guardia más sofisticada. Tahmuz escuchó la sangre que corría por sus venas, entre los latidos fuertes y tranquilos de su corazón. Clavó la mirada en sus ojos, tan parecidos a los de Galkirion, e intentó abrir la Puerta de la Armonía. Quizás qué había encontrado Remian en su interior… Tal vez también él podría verlo. ¿Vergüenza? ¿Arrepentimiento? ¿Dolor? No, nada de eso… Aquellos ojos grises que le sostenían la mirada le parecían completamente vacíos.

*

Se movían como dioses, pensó Ataru para sí. El chico de cabellos como el maíz y aquella muchacha hombruna de la capa negra bien podrían haberse medido en velocidad con muchos guerreros de la casa de su padre. Su técnica, por otro lado, era deficiente: las hojas rectas de sus espadas chocaban como las cornamentas de los ciervos, resonando cual campanas ceremoniales, poniendo a prueba la resistencia del metal y trabándose a menudo en un torpe forcejeo que rompía la fluidez de sus movimientos. En cada golpe, imbuían toda la fuerza de sus cuerpos y aprovechaban en su plenitud el peso del acero. ¿No sabían distinguir acaso entre una espada y un martillo de guerra? El dios prisionero sonrió para sí, satisfecho de su propia superioridad. Si le pusieran una espada en las manos, ¡con qué gusto les recordaría su lugar a aquellos simios pálidos! Eran ágiles, no cabía duda, pero ¿no lo eran también las bestias escurridizas de la selva?

—Tahmuz está asustado porque no entiende a su contrincante. Lucha a la defensiva, esperando una sorpresa mortífera. Al mismo tiempo, se siente humillado al creer que Asyel puede ver en él más de lo que él ve en ella —dijo el ciego a su lado—. Asyel, en cambio, es implacable y rígida. Ha aprendido a utilizar la Llave de la Armonía para ocultar sus emociones y sus pensamientos. Ella piensa que es mejor así… Es un error común, ¿no estás de acuerdo?

—¿Qué cosa?

—Creer que, para ser fuertes, debemos ser invulnerables.

—¿Y acaso no es así?

—Los grandes señores que acumulan oro y gemas preciosas, guardan sus tesoros en bóvedas inexpugnables y apostan centinelas para vigilar la entrada. Los guerreros, cuando parten al combate, protegen las partes más delicadas de su cuerpo con placas de armadura —musitó el anciano—. Pero el cielo inmenso, ¿qué hace para custodiar sus tesoros? ¿Y el árbol cargado de frutos?

—¿Qué tienen que ver en esto el cielo y los árboles, anciano?

—Quien es verdaderamente rico, deja abiertas las puertas de su casa, porque nunca se seca el vino en su copa ni se termina la mies en sus campos —sentenció el ciego—. El guerrero que baja la guardia sin miedo, que ofrece abierto su costado: ese es invencible.

—Un demente, es lo que es… —gruñó el prisionero, displicente, y el anciano guardó silencio. Sin embargo, entendía lo que quería decir. Lo estaba viendo con sus propios ojos. Las espadas curvas del ciego reposaban sobre una mesa, a muchos pasos de distancia, bien enfundadas, sin que él les prestara la más mínima atención. El que llamaban Remian estaba ahí, a su lado, sentado en la baranda, medio suspendido sobre el abismo, en un precario equilibrio que una ráfaga demasiado fuerte hubiera podido romper. El mensaje era claro: el viejo no tenía miedo de él. Sabía que sus capacidades estaban tan por sobre las de Ataru como el firmamento lo está sobre la tierra, y que nada de lo que pudiera hacer su prisionero constituía una auténtica amenaza. El joven dios cerró los ojos para aplacar el horrible sentimiento de impotencia que lo embargaba. Con las yemas de los dedos palpó las cicatrices rituales que marcaban sus antebrazos. Razen. ¿Se habría enterado ya de la muerte de Kiran? ¿Qué habría dicho? ¿Estaría Aisha con él? Su esposa, su sacerdotisa, la traidora… ¿Sería capaz su hermano de descubrir su engaño? Sin duda, le habría dicho a Razen que sus enemigos lo habían tomado prisionero, esperando que el magnífico Emperador se resignara a negociar con el príncipe de los simios pálidos para recuperarlo sano y salvo. Y Razen tendría que escoger entre la vida de su hermano y el sueño de su padre. Entre la salvación del débil y miserable Ataru y la gloriosa conquista que debía traer la paz prometida por Asuravar-Tharisag. «Olvídate de mí» repetía en su interior, como si Razen pudiera oírlo. «¡Olvídate de mí y acaba con todos! ¡Venga a Kiran y honra la sangre de los dioses!» Pero entonces su mente volvía a aquella noche en la recámara imperial, cuando su padre moribundo le había dicho que no podía morir. Podía escuchar aún la voz del Emperador: «Razen te ama demasiado, Ataru. Te necesita, mucho me temo. Asur-Tayak, mi orgulloso heredero, en quien depositaré el destino de toda la estirpe, tiene en ti su debilidad y su mayor fortaleza». Razen había puesto en peligro su propia vida y el honor de su Casa el día de su Transfiguración, cuando lo salvó de su propio fracaso y escondió la debilidad de su hermano menor. ¿Sería posible que volviera a hacerlo, que estuviera dispuesto a sacrificarlo todo por él? La sola idea lo abrumaba. Miró el vacío que tenía delante, donde la luz de la habitación se consumía en la oscuridad del exterior. La terraza estaba a buena altura. Un salto bastaría para liberar a Razen de aquella elección terrible, para quitarle de encima el peso de su propia miseria. La muerte. Había pensado en ella mil veces desde la noche de su captura, cuando lloró desconsolado junto al cuerpo inerte de Kiran. Un salto y nada más, y en su pobre sacrificio, Razen quedaría desencadenado para asolar y someter ese mundo decadente. Quizás en ello redimiría por fin sus incontables faltas, quizás así lavaría su vergüenza, convertido en la chispa que encendiera el infierno.

Pero ahí estaba el maldito ciego, en su serena indefensión. «Tres cosas te impediré», había dicho «y solo tres cosas: huir, hacerle daño a los que te rodean y hacerte daño a ti mismo». El anciano no lo dejaría saltar. No había caso.

—¡Tahmuz! ¡Deja de retroceder! —exclamó allá abajo el tutor que supervisaba el combate de los aprendices. La chica había acorralado a su contrincante contra la pared cubierta de hiedras. Entonces una idea iluminó su mente como un relámpago y le sacó una sonrisa sombría. Veía claramente tres caminos ante sí, pero el ciego le cerraba el paso en cada uno: le impediría huir, lo mantendría con vida y protegería a otros de su venganza. Pero ¿podría hacer todo aquello a la vez? Bastaría asir la próxima oportunidad que se presentase ante él: obligaría al anciano a elegir entre la vida de su rehén y las de sus aprendices. Así, de una forma u otra, Ataru se libraría de sus captores.

II. Una nueva era

II

Una nueva era

El sol se había escondido y la luz de la luna llena entraba por una estrecha ventana. Empezaba el otoño: según había leído en los códices de la biblioteca, la cosecha del trigo ya había terminado en las ciudades del Sur y se estarían preparando para la vendimia. En la Ciudad de las Gemas, los árboles frutales habían teñido de rojo y amarillo su follaje, para sorpresa de los dioses. Pero ella había estado esperando el cambio pacientemente, deseosa de ver el fenómeno con sus propios ojos, tal como los lugareños se lo habían descrito. Sacó un higo de su faja, lo partió con las uñas y saboreó la dulce pulpa sin hacer ruido. El silencio reinaba en el palacio: los dioses habían perdido su ánimo festivo hacía mucho. En realidad, no creía que hubiera peligro, pero convenía esperar la señal, solo para estar segura.

En la oscuridad de su escondite, Aisha se sentía inquieta. Siempre había sido así. Era algo en lo que no se parecía en nada a su madre. La Dama Syati podía pasar horas completas en silencio, mirando el sol reflejado en la superficie del lago, sin tener nada con que entretenerse. De pequeña, Aisha intentaba imitarla, sentándose a sus pies, entre los pliegues de su toga. Pero la niña rápidamente se aburría y su mente vagaba buscando en qué distraerse. A menudo interrumpía la meditación de su madre con preguntas de todo tipo; Syati no siempre le respondía y Aisha pensaba que tal vez ni siquiera podía escucharla. Se asomó a la curva del pasillo, débilmente iluminado por una lámpara de aceite. No había nadie ahí, pero la señal no se dejaba oír aún. Suspiró, desilusionada, y se acomodó para seguir esperando. En su mente, empezó a repetir lo que había aprendido. «Las ciudades que conforman la República de los Cuatro Vientos son nueve: la Ciudad de las Tormentas, la Ciudad de los Caminos, la Ciudad de los Sabios, las Ciudades del Mar, la Ciudad de las Gemas, la Ciudad de los Ríos, la Ciudad del Gran Delta, la Ciudad de las Fuentes, y la Primera Ciudad, donde reside el príncipe Tarian. Los fundadores de dichas ciudades fueron…» Pero su mente vagabunda abandonó la lección. ¿En cuál estaría ahora Ataru? ¿Estaría con el príncipe? ¿Habría cumplido el joven Tahmuz su promesa y lo estarían tratando bien? En verdad quería creerlo. Sabía que habían sobrevivido al cruce del desierto: un halcón había llegado hasta la Ciudad de las Gemas unas pocas semanas después de la muerte de Kiran informando a los invasores que Ataru era prisionero de la República, que su vida dependía del bienestar de la población cautiva de la Ciudad de las Gemas y que el príncipe Tarian deseaba negociar los términos del rescate. Asur-Zoraj, de la Casa de las Espinas, quien había asumido el mando de la guarnición, había decidido no responderle a aquel «simio arrogante», pero desde entonces habían dejado en paz a los aterrados lugareños. Así pues, por el momento, había paz en la urbe ocupada, y Aisha se alegraba de ello. Sabía que duraría poco. Al otro lado de las Montañas Prohibidas, la temporada del monzón estaba por terminar, y el mundo no tardaría en conocer la voluntad del Dragón. Los mensajeros habían partido al norte sin dilación: sin duda, Asuravar-Tayak se había enterado ya de la muerte de su amado y de la captura de su hermano menor.

Tres golpes metálicos llamaron su atención. Luego vino un silencio, y luego tres golpes más. Era la señal. Se levantó presurosa y se acercó a la puerta de la celda. Asur-Injak esperaba, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Dama Aisha —la saludó el veterano, con la misma mirada de reproche que la esperaba cada vez—. Parece que esta no será la noche en que entres en razón y aprendas algo de prudencia.

—¿Y por qué debía ser distinta esta noche de todas las demás, querido amigo? —preguntó la joven sacerdotisa sonriéndole al adusto guerrero. Asur-Injak meneó la cabeza de un lado a otro, resignado, y sonrió a su vez.

—Tienes razón. Lo que no aprendiste de tu venerable madre en el Palacio de las Luciérnagas, no veo por qué habrías de aprenderlo de un momento a otro en este lugar.

—He aprendido mucho aquí. Y tú también podrías, si te animaras a escuchar. ¿De cuánto tiempo dispongo?

—Lo de siempre, Dama Aisha. Asur-Trijon me relevará de la guardia al amanecer.

—Y para entonces, como de costumbre, yo estaré sana y salva en mi habitación. —Aisha apoyó la frente en el hombro de su querido guardián—. Despreocúpate, te lo ruego.

—Mi Dama, si me lo permites… La Doctrina ha sobrevivido gracias a la prudencia de tus predecesoras —murmuró el guerrero—. ¿Crees que tu venerable madre hubiese aprobado los riesgos que has elegido correr? ¿Revelándote ante tu esposo? ¿Aliándote con extranjeros desconocidos?

—Mi madre vivió tiempos diferentes de los míos, AsurInjak. Ya no se trata solo de sobrevivir.

—¿Tal es la opinión de tu misterioso profeta?

Aisha lo miró a los ojos duramente. Asur-Injak había estado a su servicio desde antes de que ella tuviera memoria: se había ganado sobradamente su respeto y su gratitud. Pero el escepticismo del veterano le colmaba la paciencia cada vez más rápidamente.

—Mi madre, que te enseñó todo lo que sabes acerca de nuestra Doctrina, que te acogió en nuestra casa y te confió nuestros secretos, creía en el Buen Discípulo. Confiaba en su sabiduría. Y yo también creo. Por primera vez, desde los días de Asuravar-Neershai, hoy nos atrevemos a soñar con la salvación de nuestra raza. Yo tomé mi decisión, a pesar de tus aprensiones, Injak. No me arrepiento.

—Perdona mi insolencia, Dama Aisha —se disculpó Injak—. Mi deber es protegerte.

—Y el mío es servir a la Doctrina del Dragón Blanco.

El veterano bajó la mirada, hizo girar la llave en la cerradura y empujó la puerta para dejarla pasar. El interior de la celda estaba envuelto en la más absoluta oscuridad.

—Estaré aquí afuera, si es que me necesitas.

—No lo creo, viejo amigo.

—Tampoco yo.

La puerta se cerró a sus espaldas con un repiqueteo metálico. Ya se había acostumbrado al aire viciado y maloliente del calabozo. A tientas, buscó en el piso la lámpara de aceite.

—Siempre fiel y puntual, señora mía —dijo el prisionero en voz baja. La luz vacilante iluminaba las toscas facciones de su rostro moreno y sacaba reflejos plateados de las cadenas que lo tenían suspendido de las muñecas. Sus pies descalzos apenas tocaban el piso.

—Sabes que disfruto de nuestras conversaciones —respondió Aisha, mientras ponía en orden los materiales que había traído consigo. Se acercó al hombre y con delicadeza le despejó la frente. El cabello del prisionero, negro como la brea, se sentía grasoso entre sus dedos—. Claro que las disfrutaría más si pudieras darte un baño.

—Aunque no tengo la culpa, lo lamento de todo corazón —dijo Alek, riendo. Aisha llenó de agua un cuenco de metal y se lo acercó a los labios partidos por la sequedad. El guerrero lo bebió todo de golpe y luego bebió otro más—. Gracias, señora mía. Si algo he aprendido en estos meses, es que el agua pura puede saber mejor que el vino.

—De seguro has aprendido mucho más que eso, buen Alek —replicó la sacerdotisa. Cogió un higo, lo abrió y con cuidado le dio de comer la pulpa rojiza—, como también yo he aprendido.

—Temo haberte molestado en vano con mis preguntas.

—¿Por qué en vano?

—No quiero ofenderte, pero el conocimiento que me has revelado… de poco me sirve en este encierro.

—El conocimiento nunca es inútil. Además, no estarás aquí para siempre. —Aisha le levantó a Alek el jubón y se lo pasó por detrás de la cabeza. Palpó sus costillas con detenimiento: ya estaban completamente soldadas. Examinó luego la horrible cicatriz de su cuello, donde los dientes de Kiran le habían abierto la carne—. Llevarás esta marca de por vida, pero considérate bendecido.

Alek le debía la vida, desde luego, y no solo porque hubiera cuidado sus heridas durante todo ese tiempo. Si los dioses se hubieran enterado de que había sido él quien acabó con la vida de su héroe, Asur-Harashad, lo habrían destrozado con sus propias manos en frente de toda la ciudad. Pero la sacerdotisa lo libró de tan horrible destino con una mentira oportuna: en lo que respectaba a los dioses guerreros, Alek había combatido contra el capitán, resultando derrotado. Su asesino, en cambio, había sido aquel otro juramentado, «un temible espadachín de cabello claro», que se había llevado consigo a Asur-Davashir. Al enterarse, Alek había reído de buena gana: «Acepto a regañadientes que Tahmuz se quede con la gloria», le dijo.

—Estoy en deuda contigo y no lo olvidaré mientras viva. Pase lo que pase.

—«Pase lo que pase.» —Aisha acercó un pequeño taburete de madera y se subió para examinar las muñecas de su interlocutor. Los grilletes de acero bruñido se le clavaban profundamente en la piel. Limpió las heridas con gasa empapada en aguardiente—. Hablas como uno que ha perdido la esperanza.

—Un viejo amigo, al que contuvieron estas mismas cadenas, te diría que, para sostener la esperanza, es mejor no hacernos ilusiones. Tal vez salga con vida de este calabozo. Tal vez no. Como sea, está bien: ahora mismo, incluso encadenado, soy libre, porque libremente he entregado mi vida por algo más grande que ella.

—Un viejo amigo, dices. Remian el Vendaval. —Aisha pasó sus manos por los formidables eslabones. Según el testimonio de los códices, aquellas cadenas habían sido forjadas por maestros del Juramento, haciendo uso de sus misteriosas habilidades, para contener a los rebeldes de Vladrim el Traidor—. «Maestro incomparable de la espada, capaz de remontar los vientos y correr sobre la superficie del agua». —Los ojos negros de Alek la miraron, atónitos. Satisfecha, Aisha sonrió—. ¿Sorprendido? ¿Crees que paso mi tiempo libre agazapada afuera de tu puerta, juramentado?

—Desde luego que no. Me asombra que haya libros acerca de la hermandad en la biblioteca de la Academia. Bagrat y sus secuaces se encargaron de destruir la mayoría…

—No hay libros, en efecto, pero pude encontrar bastante información en los anales de la ciudad. Y aún queda más de un Sabio que recuerda los años de la Cacería, cuando esta celda tuvo que contener brevemente al célebre espadachín.

—No dejas de maravillarme, señora —confesó Alek al tiempo que Aisha ofrecía el taburete que estaba a sus pies, para que el juramentado descansara sus brazos extenuados.

—Me pregunto cómo forjaron los juramentados estas cadenas irrompibles —inquirió la sacerdotisa acomodándose en el suelo.

—Y con gusto te lo diría, señora. Pero creo que esta noche es tu turno de responder a mis preguntas.

—Mis disculpas. Pensé que, junto con la esperanza, te había abandonado la curiosidad —comentó la joven riendo—. ¿Qué quieres saber?

—Háblame de aquello que te hace tan diferente de los demás de tu estirpe. Enséñame acerca del Dragón Blanco, Asuravar-Neershai.

Aisha vaciló un instante. Podía imaginar los ojos rojos de Asur-Injak mirándola con desaprobación.

—No es algo de lo que esté permitido hablar en el Imperio, juramentado —dijo al fin, indecisa.

—Hemos intercambiado secretos por secretos, mi gentil señora. Además, el Imperio no se extiende aún al sur de las Montañas Muertas —replicó Alek, burlón.

Aisha asintió. Le agradaba la sonrisa astuta del prisionero, que jamás había visto extinguirse. Ni el dolor ni el miedo parecían tener efecto alguno sobre su ánimo. Encadenado como estaba, privado incluso de la luz del sol, Alek se mantenía digno y cortés. Y aunque no podía entender todo lo que el juramentado le decía, algo en su presencia la reconfortaba.

—El Dragón Blanco, dices —empezó la sacerdotisa—, pero en las casas de los dioses, a Asuravar-Neershai se lo conoce con otro nombre: lo llaman el Dragón Desquiciado y el Emperador Maldito. Con su muerte, terminó la Primavera de los Dioses. Su padre fue Asuravar-Dovimor, el sexto Dragón: el último Emperador en trascender pacíficamente y en legar el imperio a un heredero. Cuando ascendió al trono, Asuravar-Neershai tenía solo dieciocho años. Como su padre antes de él y como todos los Emperadores que habrían de venir, se unió en matrimonio con seis sacerdotisas: una por cada casa divina. Pero Asuravar-Neershai no amaba a ninguna de ellas: su corazón le pertenecía a otra. Se dice que se trataba de un espíritu del bosque, un demonio en forma de mujer. En los rollos de nuestros eruditos su nombre está borrado, pero la Casa de las Sombras ha atesorado siempre su memoria: Muazin, la madre de nuestra estirpe. Era una djuina, la hija de un jefe salvaje, y vivía como esclava en el Palacio Arcoíris. El joven Emperador estaba perdidamente enamorado de ella y, para horror de los miembros de la corte, la tenía siempre a su lado. Era su confidente, su consejera y su amante. Pero nadie odiaba más a Muazin que las esposas del Dragón. Fue entonces que la Dama Nizjar, una de las sacerdotisas del Emperador, acudió a su padre, el poderoso Asur-Shaanlok de la Casa de las Fieras. Le rogó que obligara a su esposo a deshacerse de la indeseable muchacha. El señor guerrero, acompañado de su séquito, se presentó en la Ciudad Encendida y encaró al Dragón diciendo: «Si eres en verdad de la estirpe de Asur-Gabankir, si eres en verdad vástago de la sangre divina, si eres nuestro Emperador, danos prueba ahora mismo: caza, pues, y consume la carne de esta presa inmunda con la que has profanado el lecho imperial». Pero Asuravar-Neershai se negó, diciendo: «No tengo hambre de su carne ni sed de su sangre. Deseo que Muazin, mi amada, viva para ver mil amaneceres. Esta es mi voluntad». Desde aquel día, rechazando la venerada tradición de los dioses, se rehusó a comer carne humana y se lo prohibió a todos en la Ciudad Encendida. Temerosos de la majestad imperial, los señores de las seis casas lo dejaron en paz, al menos por un tiempo. Cada día, al atardecer, el Emperador se reunía con un grupo de jóvenes dioses y sacerdotisas en la Cámara de Ónix, y les enseñaba su nueva doctrina, que debía reemplazar la enseñanza sanguinaria de Asur-Gabankir. —Aisha cerró los ojos, recogiendo las palabras sagradas, y recitó con voz solemne—: «La presa huye despavorida. La fiera la persigue. Muere la presa, si deja de huir. Muere la fiera, si deja de perseguir. El dios soberano no huye ni persigue. Su senda es la de la paz. Su lenguaje, el de la piedad. Las bestias solo conocen el miedo. El dios solo conoce la piedad».

El rostro de Ataru emergió entonces de sus recuerdos, sin que pudiera evitarlo. Una punzada de dolor le atravesó el pecho. Lo vio claramente, como lo había visto aquella noche en la que le había revelado su verdad. Ahí estaban otra vez, ante ella, los ojos dorados de su gentil esposo, llenos de horror y desolación. «Bruja», la había llamado. «Traidora.»

—¿Mi señora? —La voz de Alek la arrancó del amargo trance. El juramentado la miraba fijamente, preocupado—. ¿Qué ocurre?

—¿Crees que Ataru esté bien? —preguntó, incapaz de reconocer el sonido de su propia voz.

—Que está sano y salvo, puedo jurártelo, Aisha… Aunque tu compañía debe hacerle mucha falta.

«Cuán equivocado estás, mi querido Alek» pensó la chica, con un nudo en la garganta.

—¿Fue Muazin la que le enseñó a Asuravar-Neershai su doctrina? —inquirió el juramentado.

—Es lo que piensa la mayoría, pero no lo sé en realidad —confesó Aisha, obligándose a retomar el relato—. Nadie lo sabe con certeza. Mi madre no lo creía así. Ella estaba persuadida de que la verdad les fue revelada a ambos, en virtud de su mutuo amor.

—Comprendo.

—¿«Comprendes»? —Aisha rio, curiosa—. Pues un día, oh, sabio entre los sabios, tendrás que explicármelo.

—¡Tal vez durante tu próxima visita! —respondió alegremente el guerrero encadenado, celebrando la ironía de la sacerdotisa—. Pero ahora dime, ¿qué ocurrió luego con el Emperador y su amada?

—Asuravar-Neershai sabía que, si la Doctrina debía sobrevivir, necesitaba un heredero. Muazin, su amada, era estéril y, aun si hubiera podido concebir, los dioses jamás aceptarían un mestizo en el trono imperial. Así pues, el Dragón Blanco se procuró descendencia de cada una de sus sacerdotisas: cinco hijos y una hija que nació con los ojos blancos.

—Como tú.

—Como yo, en efecto…

De pronto, un sonido lejano los interrumpió. Era una única nota, larga y clara, que se colaba a través de las sólidas paredes de la celda. Era la voz de un cuerno divino. Pero ¿cómo podía ser? Era demasiado pronto. La temporada del monzón aún no había pasado… Sin perder otro instante, Aisha se puso de pie y reunió a toda prisa sus pertenencias. La puerta se abrió de golpe, azotándose contra la pared. La figura alta y delgada de Asur-Injak se recortó contra la luz del pasillo.

—Lo has oído también tú. Vamos, antes de que te vean —dijo el veterano. En su rostro arrugado se adivinaba la urgencia.

—¿Qué ocurre? —Alek los miraba a los dos, confundido. La chica devolvió el taburete a su lugar y apagó la lámpara de un soplido—. ¡Aisha!

—Baja la voz, simio mugroso —gruñó amenazador Injak, en la lengua divina.

Aisha le dedicó una última mirada al prisionero, apenas visible en las tinieblas del calabozo.

—Ya están aquí, Alek. Los dioses están aquí.

Aisha recorrió como una exhalación los pasillos del palacio, cuidándose de no ser vista. Dioses y semidioses, desperezados de improviso, se apresuraban hacia las torres. La llamada siniestra resonó de nuevo, esta vez más cercana, y el eco de las cumbres le respondió a mil voces. Con el corazón desbocado, entró a la alcoba que alguna vez había compartido con Ataru y cerró la puerta tras de sí, sin hacer ruido. Se quitó la sencilla túnica de lino, se envolvió en su toga de seda roja y se echó sobre los hombros una amplia capa bordada. Sentada delante del espejo, se obligó a aquietar sus latidos, tal como su madre le había enseñado. Debía asumir una vez más el rol que tan bien conocía. Sonrió plácidamente y entrecerró los ojos con timidez. Con un suave pincel, se pintó los labios: bermellón, para hacer juego con la toga. El color de la Casa de las Espinas. Se retocó los párpados y las mejillas con polvo de oro y eligió un sencillo tocado de seda y granates. En la sacerdotisa que le devolvió la mirada desde el espejo apenas podía reconocerse a sí misma. Ahí estaba otra vez la Dama Aisha, la del Palacio Amatista, la de Ataru. Tan frágil, gentil e ingenua. De niña, la había odiado. Con los años, sin embargo, había llegado a encariñarse con su máscara, que bien le había servido para moverse entr

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