Alguien tiene un secreto

Karen M. McManus

Fragmento

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CAPÍTULO UNO

ELLERY

VIERNES 30 DE AGOSTO

Si creyera en los presagios, este sería de los malos.

Solo queda una maleta en la cinta de recogida de equipajes. Es rosa chillón, está empapelada con pegatinas de Hello Kitty y, definitivamente, no es mía.

Ezra, mi hermano, la ve pasar frente a nosotros por cuarta vez, apoyado en el tirador de su enorme maleta. La multitud que rodeaba la cinta casi se ha dispersado por completo, salvo por una pareja que discute sobre quién de los dos tendría que haber estado pendiente de la reserva del coche de alquiler.

—Igual deberías cogerla —sugiere Ezra—. Aparentemente, el dueño o la dueña no iba en nuestro vuelo, y me apuesto lo que quieras a que tiene un fondo de armario interesante. Seguramente, muchas cosas con lunares. Y con purpurina. —Le suena el móvil y lo saca del bolsillo—. Nana está fuera.

—No me lo puedo creer —murmuro y le propino un puntapié al costado metálico de la cinta con la puntera de la zapatilla—. Mi vida entera estaba en esa maleta.

Es una ligera exageración. Mi vida entera estaba en realidad en La Puente, California, hasta hace aproximadamente ocho horas. Junto con unas cuantas cajas que enviamos la semana pasada a Vermont, la maleta contenía el resto.

—Creo que deberíamos dar parte. —Ezra inspecciona el mostrador de equipajes perdidos mientras se pasa una mano por el pelo rapado. Antes, los rizos gruesos y oscuros, idénticos a los míos, le colgaban sobre los ojos, y yo sigo sin acostumbrarme al corte que se hizo este verano. Inclina el manillar de la maleta y se dirige hacia el mostrador de información—. Seguramente sea por aquí.

El chaval delgaducho que hay tras el mostrador tiene pinta de que perfectamente podría estar en el instituto, con ese sarpullido de espinillas enrojecidas que le salpican el mentón y las mejillas. La identificación dorada que lleva clavada (y torcida) en el chaleco azul reza «Andy». Los finos labios de Andy se contraen cuando le comento el asunto de mi equipaje, y gira el cuello hacia la maleta de Hello Kitty, que sigue dando vueltas en la cinta.

—¿Vuelo 5624, procedente de Los Ángeles? ¿Con escala en Charlotte? —Asiento con la cabeza—. ¿Estás segura de que esa no es la tuya?

—Completamente.

—Pues vaya. Aunque terminará apareciendo. Solo tienes que rellenar esto. —Abre un cajón y saca un formulario que desliza sobre la mesa hacia mí—. Por ahí debe haber un boli —murmura y toquetea con desgana un montón de papeles.

—Tengo boli.

Desabrocho la cremallera de la mochila y saco un libro que deposito en el mostrador mientras palpo el interior en busca de un bolígrafo. Ezra enarca las cejas al ver la maltrecha tapa dura.

—¿En serio, Ellery? —pregunta—. ¿Te has traído A sangre fría para el avión? ¿Por qué no lo enviaste con el resto de tus libros?

—Es muy valioso —respondo a la defensiva.

Ezra pone los ojos en blanco.

—Sabes que el autógrafo no es de Truman Capote, ¿verdad? A Sadie la timaron.

—Da igual. Lo que cuenta es la intención —murmuro. Mi madre me compró en eBay un ejemplar «autografiado» de la primera edición cuando interpretó al «segundo cadáver» en un episodio de Ley y Orden hace cuatro años. A Ezra le regaló un disco de los Sex Pistols con un autógrafo de Sid Vicious en la cubierta que probablemente era igual de falso. En lugar de eso, deberíamos haber renovado el coche por uno que tuviera frenos decentes, pero Sadie nunca ha tenido mucha longitud de miras—. De todas maneras, ¿qué mejor lectura para viajar a la ciudad que acoge Murderland que un libro sobre asesinatos?

Por fin consigo sacar un boli y comienzo a garabatear mi nombre en el formulario.

—Así que vais a Echo Ridge, ¿eh? —pregunta Andy. Hago una pausa tras la segunda «C» de mi apellido y él añade—: El parque ya no se llama así, ¿sabes? Y habéis llegado demasiado pronto. No abre hasta dentro de una semana.

—Lo sé. No me refería al parque temático, sino a la… —dejo la frase a medias antes de decir «ciudad» y guardo A sangre fría en la mochila—. Da igual —comento, y vuelvo a centrarme en el formulario—. Aproximadamente, ¿cuánto tardaré en recuperar mis cosas?

—No debería demorarse más de un día. —Los ojos de Andy se posan alternativamente en Ezra y en mí—. Os parecéis un montón, chavales. ¿Sois mellizos?

Asiento y sigo escribiendo. Ezra, educadísimo como siempre, responde:

—Sí.

—Yo debería haber tenido un gemelo —comenta Andy—. Pero el otro se absorbió en el útero. —A Ezra se le escapa un resoplido de sorpresa y yo tengo que reprimir una carcajada. A mi hermano le pasa esto constantemente: la gente le cuenta las cosas más estrafalarias. Tenemos prácticamente la misma cara, pero en quien confía todo el mundo es en él—. Siempre he pensado que habría sido guay tener un gemelo. Puedes hacerte pasar por el otro y quedarte con la gente. —Cuando alzo la vista, Andy vuelve a mirarnos con los ojillos entrecerrados—. Bueno, aunque supongo que vosotros eso no lo podéis hacer. No sois tan mellizos como deberíais.

—Desde luego que no —responde Ezra con una sonrisa impasible.

Yo apuro la escritura y le tiendo el formulario completo a Andy, que arranca la primera página y me devuelve la copia amarilla que el papel carbón ha rellenado.

—Me llamará alguien, ¿verdad? —pregunto.

—Sí —responde Andy—. Si mañana no has tenido noticias, llama al número que aparece abajo. Pasadlo bien en Echo Ridge.

Ezra suspira exageradamente cuando nos dirigimos hacia la puerta giratoria, y le sonrío por encima del hombro.

—Qué amigos tan guais haces siempre.

Se encoge de hombros.

—Ahora no puedo dejar de pensar en ello. «Absorbido». ¿Cómo pueden pasar esas cosas, siquiera…? ¿Le…? No. No pienso hacer cábalas. No quiero saberlo. Qué raro crecer sabiendo algo así, de todas maneras, ¿no? Ser consciente de lo poco que faltó para que fueras el gemelo equivocado.

Al cruzar la puerta salimos a una ráfaga de aire sofocante y contaminado que me pilla desprevenida. A pesar de que estamos a finales de agosto, esperaba que en Vermont hiciera más frío que en California. Me aparto el pelo del cuello mientras Ezra desliza el dedo por la pantalla del teléfono.

—Nana dice que está dando vueltas porque no quería pagar aparcamiento —me informa.

Le miro con las cejas enarcadas.

—¿Te está escribiendo mientras conduce?

—Eso parece.

Llevo sin ver a mi abuela desde que nos visitó en California hace diez años, pero, por lo que recuerdo, no parece un comportamiento demasiado propio de ella.

Esperamos un rato, recociéndonos al sol, hasta que una ranchera verde bosque, un Subaru, aparca a nuestro lado. La ventanilla del asiento del copiloto desciende y Nana asoma la cabeza. Está bastante parecida a como la hemos visto por Skype, aunque el denso flequillo canoso parece recién cortado.

—Venga, dentro

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