Vilnis

Bárbara Mingo

Fragmento

Vilnis

Durante un tiempo tuve que cruzar varias veces al día un paso alto que estaba protegido por mamparas de vidrio. El puente salvaba una gran depresión y marcaba una línea perpendicular que dividía la ciudad en dos, de modo que a cada lado quedaba una ciudad muy diferente de la otra, aunque el contraste quizá no se notaba al recorrerla a pie, porque los cambios eran progresivos. Un puente es un atajo.

Cuando cruzaba el puente por las mañanas la parte antigua de la ciudad estaba recién amanecida. Contra el pan de oro del cielo se recortaban las cúpulas de las iglesias, y el contorno de las agujas tenía la textura de una visión medieval, de fondo brumoso y silueta definida. El mundo parecía inalterable y generoso.

Si se cruzaba el puente por la noche, en la mampara opuesta el reflejo de aquellas cúpulas iluminadas te acompañaba flotando, al ritmo de tu paso. Exagera la zancada: la imagen brincará contigo. Me gustaba mucho esa distorsión de la imagen, porque era evidentemente una distorsión y a la vez era nítida como un dibujo esquemático. La cúpula arrancada del cuerpo del edificio flotaba como un globo estático unido a tu cuerpo y a su ritmo sobre los barrios occidentales, que estaban animados por una enorme cantidad de luces, fijas en las casas y móviles en los coches que iban hacia ellas, sugiriendo a esas horas una mezcla de cobijo y desamparo.

Contemplar esos espejismos me alegraba. Nuestra vida está atravesada de visiones como estas, como si nos trajesen un mensaje. Hay otros mundos, hay otras leyes, o simplemente «¡Alégrate!» o «¡Descansa!» o «¡Mira lo que hago!». Las cosas son bellas porque sí, y que muchas veces sean también disparatadas es un rasgo de su belleza manirrota. La idea de que alguien en la ciudad (yo) estuviese disfrutando de ver una cosa distorsionada me proporcionaba un empuje vital loco. Aquellas eran visiones fijas, de las que se repiten a horas fijas si nos colocamos en un punto de vista determinado, y aunque modesto, representan un cierto tipo de milagro al ofrecerse en los rincones cotidianos, porque casi siempre es en las obras de arte, si no es a través del amor, donde vemos la transfiguración de los seres y las cosas. Es al verlo pintado cuando podemos advertir el aire de aparición que tenía el original. Y durante un segundo nos parece comprender que es de la aparición misma de donde emana el original.

Cruzando la plaza de Oriente al atardecer me fijo en la luna creciente en el cielo, con una estrella encima. Por encima de ellas pasa una bandada de gaviotas, y abajo veo los árboles aún sin hojas, sus ramas finas y negras, y la línea superior del palacio. Pienso que esa misma imagen habrá podido verla alguien del año 1921, de 1857, del siglo XVIII, y me concentro en la idea de estar viendo lo mismo. Y pienso en cómo el cine y la pintura han fijado estas y otras vistas, nos han permitido ver en qué era idéntico el mundo de entonces al nuestro. Y en cómo en la pintura de los antiguos hay algo documental, pues vemos sus ropas, la ropa de su tiempo, los interiores de su tiempo, sus peinados y negocios. Y pienso en que también en la pintura abstracta hay algo de ese aspecto documental. Y en cómo la pintura abstracta, que para nosotros ya es antigua, participa en la evolución de lo que está documentando algo: cómo era lo abstracto de su época. Y si es que la pintura abstracta procede de la pintura y no de la música, con su desarrollo plástico se desenvuelve también su aspecto documental, y nos trae tanto la emoción liberada del tiempo como las abstracciones de nuestros antepasados, en el año 13, en el 27, en el 70. Qué abstracciones y qué campos psíquicos se movían entonces, junto al avance en el estilo del brochazo.

Fui a Lituania a ver los cuadros de Mikalojus Konstantinas Čiurlionis, un pintor que primero se dedicó a la música, que llegado un momento se lanzó a pintar frenéticamente y que murió a los treinta y cinco años en 1911, dejando una mujer y una niña de seis meses a la que nunca llegó a ver, trescientos cuadros que son como estampas de un mundo esquivo y trescientas cincuenta piezas musicales que suponen la base de la música culta lituana. Quiero escribir de su vida y de sus asombrosos cuadros, y lo haré a través del viaje y a él lo llamaré a veces MKC, que así firmaba, cuando lo hacía, y a veces Kastukas, que era el nombre que le daba su familia.

Preparé (mal) el viaje y desembarqué en Vilna con ánimo investigador, de detective de campo. Quería descubrir por qué Čiurlionis había cambiado la música por la pintura, por qué se había puesto a pintar con tanto ardor y qué relación tenían ese cambio y ese frenesí con su muerte prematura. Porque sin duda, me dije, algo tuvieron que ver.

Čiurlionis es un pintor fundamental para Lituania. ¿A la altura de Goya en España? Sí, me respondieron al unísono la directora y las conservadoras de su museo, cuando fui a visitarlo en Kaunas. En su país me di cuenta de que en cierto modo él fue no sólo uno de los inventores de Lituania, sino también el tótem alrededor del cual se entrelazaron los lazos del folclore y de la modernidad, y lo fue entregándose a pintar unos cuadros en los que algunos detectan el nacimiento de la abstracción, otros ven rasgos de esquizofrenia o Art Brut y a otros los dejan embelesados. Romain Rolland dijo que era el Colón de un nuevo continente espiritual. El poeta Aleksis Rannit que a la humanidad le llevaría quinientos años comprender su obra.

Algunas impresiones rápidas de la llegada a Vilna: el aeropuerto, las jardineras con flores de todos los colores, las casas de fachada rugosa, el autobús. En el aeropuerto de Vilna me gustó el frontispicio de la entrada principal, con sus gruesas columnas y las esculturas con figuras de trabajadores de los oficios clásicos, o de titanes, aunque es chocante el uso de la piedra en un edificio proyectado para el vuelo. Cogí un autobús para llegar al centro. Un anciano con gabardina y un pañuelo muy vistoso me dio buena impresión, como un primer augurio de lo que iba a encontrar. Me pareció un Guido Ceronetti zíngaro que te adivina lo que quieras en dos frases cabalísticas. Su exotismo se extendió a los demás pasajeros, pues yo buscaba reductos de Europa en una Europa ya muy similar a sí misma y estaba muy dispuesta a encontrarlos donde fuera.

Me perdí en el centro de la ciudad, hice una foto a un restaurante chino llamado Hongkongas, pasé tres veces por delante de un parque cada vez más oscuro donde vociferaban los estorninos. Traté de hacer un vídeo del árbol desde el que chillaban su canción vespertina, pero lo que me salió no transmitía la potencia del atardecer urbanita, con todas sus posibilidades, su entusiasmo y su caos. Me vino entonces la idea de que el artista verdadero toma un detalle, en este mundo infinito no hay más remedio que discriminar, pero en el detalle late todo lo que está fuera del encuadre, el propio encuadre genera un mundo verdadero, armonioso y completo alrededor. Se estaba haciendo demasiado de noche. Borré el vídeo fallido, me pregunté si es imposible transmitir a los demás intactas las sensaciones que nos asaltan, sentí un repentino y grandísimo deseo de vivir, cené en un restaurante vagamente japonés y me fui

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