La última misión de Gwendy (Trilogía La caja de botones de Gwendy 3)

Stephen King
Richard Chizmar

Fragmento

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1

Es un bonito día de abril en Playalinda, Florida, no muy lejos de Cabo Cañaveral. Corre el año de nuestro señor 2026, y ya solo unos pocos de la multitud congregada en la orilla oriental de la ensenada Max Hoeck llevan mascarilla. En su mayoría son gente mayor, que se acostumbró a ponérsela y ya lo hace casi por inercia. El coronavirus sigue dando vueltas, como un invitado que se resiste a marcharse de la fiesta, y aunque muchos temen que pueda mutar de nuevo e inutilizar las vacunas, de momento la batalla está empatada.

Algunas personas llevan prismáticos —de nuevo, los más mayores, quienes ya no tienen tan buena vista—, pero son las menos. El grupo que posa para las fotos en la plataforma de lanzamiento de Playalinda es el más numeroso que haya tripulado jamás una misión que vaya a despegar desde la Madre Tierra. Con una masa total de 2,07 millones de kilos, el cohete se gana con creces su nombre de Eagle-19 Heavy. Una neblina de vapor cubre los últimos quince de sus ciento veinte metros de altura, pero incluso quienes tienen la vista algo deteriorada distinguen las tres letras que descienden en vertical por el lado de la astronave:

T

E

T

Y no es necesario gozar de un oído perfecto para escuchar los aplausos cuando arrancan. Un hombre lo bastante mayor para recordar que oyó la crepitante voz de Neil Armstrong anunciando al mundo que la Eagle había aterrizado se vuelve hacia su esposa con lágrimas en los ojos y la piel de gallina en los brazos flacos y morenos. El anciano es Douglas Brigham, alias Dusty. Su esposa es Sheila Brigham. Hace diez años se jubilaron y se mudaron al pueblo de Destin, pero ambos son oriundos de Castle Rock, Maine. Sheila, de hecho, trabajaba como oficial de comunicaciones en la oficina del sheriff.

En la plataforma de lanzamiento de la Corporación Tet, a dos kilómetros y medio de distancia, el aplauso continúa. A oídos de Dusty y Sheila suena flojo, pero debe de ser mucho más estruendoso al otro lado de la ensenada, porque las garzas despiertan de su reposo matutino en una perezosa nube blanca.

—Para allá que van —dice Dusty a la que es su esposa desde hace cincuenta y dos años.

—Dios bendiga a nuestra chica —responde Sheila, y se santigua—. Dios bendiga a nuestra Gwendy.

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2

Ocho hombres y dos mujeres caminan en fila india por el lado derecho del centro de control de la Corporación Tet. Los protege una pared de plexiglás, porque llevan doce días en cuarentena. Los técnicos se levantan detrás de sus ordenadores y aplauden. Hasta ahí solo están cumpliendo con la tradición, pero ese día también hay vítores. Llegarán más aplausos y aclamaciones de los quinientos empleados de Tet que esperan fuera, con parches en las camisas, chaquetas y monos que los identifican como los Tet Rocket Jockeys. Cualquier misión tripulada ya es un acontecimiento, pero esa es más especial.

En penúltimo lugar de la fila camina una mujer de cabello largo, ya entrecano, recogido en una coleta que el cuello de su traje de presión hace invisible casi por completo. Su cara apenas tiene arrugas y es todavía hermosa, aunque se distinguen unas finas líneas en las comisuras de los ojos y la boca. Se llama Gwendy Peterson, tiene sesenta y cuatro años y, antes de que transcurra una hora, será la primera senadora estadounidense en activo que viaje en cohete a la nueva estación espacial MF-1. Entre los colegas políticos de Gwendy hay cínicos que afirman que las siglas MF corresponden a cierto concepto sexual incestuoso[1], pero en realidad significan Many Flags, «muchas banderas».

Los tripulantes llevan el casco bajo el brazo por el momento, de modo que nueve de ellos tienen una mano libre para saludar y agradecer los vítores. Gwendy, que sobre el papel pertenece a la tripulación, no puede hacerlo sin sacudir el pequeño maletín blanco que lleva en la otra mano. Y esa no es una opción.

Así que en lugar de saludar, grita:

—¡Muchas gracias, os queremos! ¡Esto es un paso más hacia las estrellas!

Las aclamaciones y los aplausos se redoblan. Alguien vocifera: «¡Gwendy a la Casa Blanca!», y unos cuantos más repiten la frase, pero no muchos. Gwendy es popular, pero no tanto, y menos en Florida, que pasó a votar republicano (de nuevo) en las últimas elecciones generales.

La tripulación sale del edificio y monta en el tranvía de tres coches que los llevará a la Eagle Heavy. Gwendy tiene que estirar el cuello todo lo que su traje reforzado le permite para ver la punta del cohete. ¿De verdad voy a subirme en ese trasto?, se pregunta, y no por primera vez.

En el asiento de al lado, el biólogo alto y rubio del equipo se inclina hacia ella para hablarle en voz baja.

—Aún estás a tiempo de echarte atrás. Nadie te lo reprocharía.

Gwendy ríe. La carcajada le sale nerviosa y demasiado aguda.

—Si te crees eso, también creerás en Papá Noel y el Ratoncito Pérez.

—Bueno, es cierto —dice él—, pero qué más dará lo que opine la gente. Si tienes el temor, por mínimo que sea, de que cuando enciendan los cohetes vas a entrar en pánico y ponerte a gritar que te lo has pensado mejor y que paren la nave, mejor retírate ahora. Porque cuando arranque ese motor, ya no habrá vuelta atrás, y lo último que queremos llevar a bordo es una política frenética. O un multimillonario frenético, ya puestos.

El biólogo mira hacia el coche de delante, donde un hombre está taladrando el oído de la comandante de operaciones. Con su traje de presión blanco, el hombre recuerda un poco al Poppy Fresco, la mascota de la empresa de repostería Pillsbury.

El tranvía de tres coches empieza a moverse. Hombres y mujeres vestidos con monos aplauden a su paso. Gwendy deja el maletín blanco en el suelo, encajado con firmeza entre los pies. Ya puede saludar.

—Estaré bien. —No está completamente segura de que sea así, pero se dice a sí misma que debe estarlo, por el maletín blanco. A ambos lados lleva letras rojas grabadas en relieve que componen las palabras MATERIAL CLASIFICADO—. ¿Y tú?

El biólogo sonríe y Gwendy cae en la cuenta de que no recuerda cómo se llama. Ha sido su compañero de entrenamiento durante las anteriores cuatro semanas, y hace escasos minutos han hecho las últimas comprobaciones al traje del otro antes de salir de la zona de espera, pero Gwendy no se acuerda de su nombre. Eso es M. A., como lo habría llamado su difunta madre: mal asunto.

—No habrá problema. Es ya mi tercer viaje, y cuando el cohete empieza a ascender en serio y sientes la p

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