La sinfonía de la libertad

Antoni Batista

Fragmento

cap-1

Preludio

El preludio de Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner, es una obra efectivamente maestra del gran maestro de preludios. Fluye en la proporción áurea de la tonalidad de do mayor, el metro patrón de platino e iridio, definido poéticamente como «la distancia que recorre la luz en el vacío en un intervalo de 1/299 792 458 de segundo». Una medida de energía en el tiempo, la tierra de nadie entre la física y la metafísica en la que se ubica la música ubicuamente.

El do mayor es la medida de todas las músicas, es el sonido de la primera nota de la escala y sus armónicos, de las consonancias que lleva dentro y que extiende a otras notas que se atraen como imanes por simpatía, la unión de empatías, como la sinfonía es unión de sonidos. El preludio de Los maestros cantores de Nuremberg rompe el silencio con estruendosa armonía, sustantiva con acordes, adjetiva con escalas, sube y baja a través de intensidades que van del susurro al potenciómetro alto de un gran altavoz, sin necesidad de una megafonía que todavía no se había inventado cuando Wagner la escuchó en su corazón antes de que se escuchara en ningún auditorio.

He aquí mi preludio.

La música es un universo expresivo en el que el ser humano no atisba horizonte. A lo sumo, el espejismo de doce sonidos, que por sí mismos no son música, como las palabras no son por sí mismas literatura, como el mármol no es escultura, ni el color pintura. Es el arte el que los trasciende y los hace ser otra cosa. El arte evapora la materia, sólo así puede penetrar la materia en el espíritu. Para eso la naturaleza nos ha dotado de los sentidos, las antenas que captan esas ondas.

El campo musical es, sin embargo, más amplio que el literario. Cuando tratamos de verbalizar la música, ya la estamos reduciendo o trivializando. La música es polisemia, infinidad de mensajes para infinitud de significados, un mensaje para cada persona, un mensaje para cada audición. Como mínimo. Basta comprobar a cuántos espacios nos trasladamos sin movernos de la butaca sedentaria del oyente cuando nos dejamos llevar por la música. Podemos ir al territorio de la reflexión, al de la memoria, al de la evocación…, y desde esos lugares desplazarnos a muchos otros. La música emite tantos mensajes como seamos capaces de asociarle. Su abstracción invita a esos viajes iniciáticos. Ningún otro arte, excepto la poesía lírica, en contadas ocasiones, o esa novela fantástica que ha conseguido que disfrutemos leyendo sin saber qué leemos, nos proyecta a la ubicuidad mental.

Georg Lukács, uno de los más completos filósofos de la belleza, dedicó multitud de páginas a explicarnos que la música es un lenguaje asemántico, que no significa nada en sí misma. Lo leí en la traducción castellana de Manuel Sacristán y añadí que el triple código —ritmo, melodía, armonía—, que recibimos por medio de dos antenas —razón e intuición, cerebro y sistema neurovegetativo—, permite que le atribuyamos un número indeterminado de mensajes.

Triple código, doble recepción, n mensajes. Con el consejo de Sacristán, que vivía en un piso luminoso de la Diagonal de Barcelona, donde nos manifestábamos los universitarios, dediqué mis primeras investigaciones académicas a explorar tales complejidades. Fue años después, cuando ya ejercía el periodismo político y la crítica musical, que llegué a desdoblarme yo mismo: un lector me preguntó si era el Antoni Batista que escribía sobre política o el que escribía sobre música, última bipolaridad a lo Jekyll y Hyde. Le dije que era los dos, y aquí estoy con este libro para explicarlo mejor.

La música proyecta su enorme capacidad expresiva a los agudos emocionales. Nacer, amar, morir. Ningún arte como la música acompaña tan bien las intensidades vitales de nuestra existencia. Del nacimiento de Dios del Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach, al nacimiento de la primavera de Vivaldi. Sin el amor, la ópera no existiría. La muerte ha dado uno de los géneros musicales cuya inmensidad se nos escapa: el réquiem en el que se dispara la creatividad de Mozart y Brahms, de Victoria y de Verdi, Cherubini, Berlioz, Dvořák, Fauré, Bruckner, Stravinski, Lloyd-Weber…

¡Cómo no iba la música a expresar también la política! En el Libro de la Política, Aristóteles recomienda al legislador que incorpore la música a la educación de los jóvenes, y a cultivarla y disfrutarla, los adultos. Reconoce a la música una propiedad definidora del carácter y generadora de entusiasmos, y sin carácter y entusiasmos no habría política posible. El impulso hacia el bien común, el ansia de libertad.

Resulta más que anecdótico que el gran filósofo clásico recomiende empezar a educar musicalmente a los bebés ya con el sonajero. Aristóteles atribuye el tan primario instrumento a Arquitas, pitagórico amigo de su maestro Platón, pero también general y político que proporcionó el bienestar a sus conciudadanos de la Magna Grecia, lo que hoy es el sur de Italia. Aristóteles no tuvo tiempo de frecuentarlo, pues Arquitas falleció en 360 a. C., cuando él sólo tenía catorce años y no había salido de Macedonia. Pero cita su sonajero.

La música y la política se alzaron juntas desde los albores de la civilización, mucho antes de Arquitas y Aristóteles, cuando alguien convirtió un hueso cúbito de buitre en una flauta vaciándolo de médula y horadándole tres orificios, treinta mil años antes de Cristo, en las artísticas cuevas de la cornisa cantábrica, donde también inventaron la pintura. En su tratado La música, Plutarco repasa nuestro arte desde sus orígenes hasta su realidad, a mediados del siglo I. Cuenta que los espartanos usaban el aulós con finalidades militares. Aulós significa «flauta», aunque el referido es doble y se toca con lengüeta de caña, por consiguiente, se parecería más a un oboe, que acompañaba el paso de la infantería y se tañía para arengar a los soldados antes de que entraran en combate. Derivó en el pífano, considerado un instrumento casi estrictamente militar: la «Marcha Real», himno de España, nació para los pífanos de los granaderos. En el polo sur de lo «áulico», la traducción latina «tibia» —el hueso hueco de los instrumentos de viento prehistóricos— derivación poética del aulós y, cómo no, acepción política: los consejeros áulicos que susurran y sugieren como sones agudos.

La política se ha cruzado tanto con el ser y el hecho humanos que forma parte de su esencia. Se puede aseverar que hace política incluso quien dice no hacerla o la detesta: la omisión de la política o apolítica no hace sino afirmarla. Lo apolítico es un sofisma que dícese de centro y generalmente vota a la derecha. Y entre ambos, Mesopotamia, el paraíso terrenal hedonista de la «divina acracia» de lo apolítico apolíneo.

La música ha estado, está y estará en un entorno político, a veces en el centro mismo de la política. Resultaría prolijo hacer un compendio general de dicha relación, y no es tal la pretensión de esta obra, ya que es probable que tal informe lo convirtiese en un libro imposible. He colisionado con ese imponderable cada vez que he intentado buscar un común denominador en la música, porque su absoluto siempre acaba desbordando la pretensión de concretar.

Así pues, mi ensayo sobre música y política es

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