La mirada encendida

Ángel Fernández-Santos

Fragmento

cap-1

Prólogo

Parte de una historia

Al comienzo de los años sesenta, la revista Nuestro Cine hizo su aparición llevada de la mano de su gemela en versión teatral Primer Acto. De publicación mensual ambas, especializadas y minoritarias, tenían un mismo editor, José Ángel Ezcurra, y un único director —verdadero impulsor de las mismas—, José Monleón. Vigiladas muy de cerca por la censura, en su primera época se mantuvieron gracias a la contribución de un número más o menos fijo de suscriptores, y a la constancia de un grupo de entusiastas colaboradores. Su redacción estaba situada en Madrid, en un piso de la calle Malasaña, y fue allí, hacia 1961 según creo ahora recordar, donde encontré a Ángel Fernández-Santos por primera vez.

Ángel formaba parte del equipo de Primer Acto, y yo del de Nuestro Cine. Solíamos coincidir en sus Consejos de Redacción, que se celebraban uno a continuación del otro. La diferencia de edad no fue obstáculo para que pronto congeniáramos; como es natural, el teatro y el cine acapararon nuestras primeras conversaciones. Experto en la materia, Ángel tomó la costumbre de llamar puntualmente mi atención acerca de las representaciones que no debía perderme. Yo trataba de devolverle su ayuda rastreando en la cartelera —había entonces en Madrid más de doscientas salas de cine, la mayoría dedicadas a los programas dobles— aquellos westerns que, por algún motivo, él aún no había visto. Poco a poco nos hicimos amigos.

La relación entre el cine y el teatro, su mutua influencia, ya era entonces uno de los temas que más le interesaban a Ángel. Con frecuencia discutíamos acerca de la supremacía del uno sobre el otro. Era inevitable: yo pensaba que el cine —arte del siglo— le llevaba más de veinte años de adelanto al teatro. Pero si mis argumentos no convencían a Ángel lo suficiente, mucho menos mis exaltadas declaraciones. Era la poesía la que acababa siempre por reconciliarnos: Antonio Machado, Juan Ramón, Neruda...

A sus veintisiete años cumplidos, Ángel Fernández-Santos mostraba una vocación decidida de escritor. Siguiendo lo que tradicionalmente se consideraba una forma de aprendizaje, de vez en cuando hacía incursiones en los ambientes literarios madrileños. En las tertulias, por ejemplo, su actitud era más bien la del observador, la de un tímido que prefiere velar sus armas esperando el momento de lanzarse a la batalla. No era la suya una dedicación constante, pero sí lo suficiente para que a las gentes de Nuestro Cine pudiera transmitirnos retratos muy expresivos de algunos escritores del momento. Le escuchábamos con curiosidad y alguna envidia, que procedían de nuestra condición de espectadores permanentemente refugiados en el interior de las salas de cine. Ellas constituían el territorio casi exclusivo de las aventuras de nuestra imaginación, un reino de fantasía donde nuestros autores más admirados eran, por comparación, seres lejanos, habitantes de un Olimpo que solía lindar con los Campos Elíseos, vía Veneto o Sunset Boulevard.

El espejo en el que a Ángel más le gustaba mirarse era el de la gran literatura del XIX, la rusa y la francesa sobre todo. Pero su referencia más próxima, llena de admiración, era la del escritor Ignacio Aldecoa, que se dejaba caer por una tertulia que tenía lugar en el vecino café Comercial. Se comprende que Aldecoa fuera para Ángel una figura tutelar, una suerte de hermano mayor al que pedir consejo. Representante genuino de una narrativa de la experiencia que buscaba su inspiración en los ambientes sociales más humildes y desfavorecidos, Aldecoa era alguien capaz de embarcarse con los pescadores de altura para hacer un libro, alguien que poseía una aureola de novelista —de estirpe barojiana—, amante del vagabundeo, sensible a la exaltación y al drama del vivir, y que como consecuencia de su tendencia a la autodestrucción caía en largos períodos de silencio y ensimismamiento, que sólo el alcohol parecía ayudarle a sobrellevar. Todo un carácter con un cierto poso de malditismo, exento de simulación, de quien Ángel Fernández-Santos —lejos de los grandes escenarios donde a veces tenía que ejercer su labor, lejos también de su condición de brillante intérprete de sí mismo— incorporó más de un rasgo, haciéndolos suyos en sus horas de misantropía.

Pero me estaba refiriendo a la época de Primer Acto y Nuestro Cine, y ya es momento de decirlo: cuando Ángel hablaba de las películas que veía, siempre lo hacía con mucho sentido común, inteligencia y sensibilidad, sin abusar de las referencias cinéfilas ni caer tampoco en ninguna especie de sectarismo. No es extraño que Claudio Guerin Hill —malogrado cineasta, el primero en morir de mi generación— y yo, buscando una renovación del equipo de redactores, le animáramos a escribir en las páginas de Nuestro Cine. Al principio, mostró más de una duda, en la cual creí percibir un cierto pudor intelectual, como si titubeara en asumir un compromiso que podía llevarle a cambiar de destino. Hasta que la insistencia de Claudio y mía acabó venciendo sus últimas reservas: empezó a publicar de forma periódica en la revista, alternando sus artículos con el trabajo en Primer Acto.

El caso es que, a medida que pasaba el tiempo, Ángel dejó de escribir sobre teatro, de tal modo que no tardó en formar parte del Consejo de Nuestro Cine, llegando incluso a desempeñar el cargo de secretario de Redacción. Su papel en este aspecto fue importante, ya que abrió sus páginas a colaboradores pertenecientes a otras tendencias, haciéndola más plural. Aunque es probable que eso la perjudicara en algún sentido, difuminando su identidad, creo que fue el cine quien a la postre salió ganando. Pero estos cambios yo los contemplé desde la distancia puesto que había dejado ya de pertenecer a la revista, absorbido como cineasta por mis primeros trabajos dentro de la profesión.

Hasta aquí el período que se refiere a la labor de Ángel Fernández-Santos como crítico cinematográfico especializado —donde dio a conocer algunos de los mejores textos que jamás escribió—, capítulo inaugural de una dedicación que, paso a paso, se convertiría en el objeto profesional de su existencia. Al igual que otros colegas de similar procedencia, Ángel no tardó en dar el salto a los periódicos: Diario 16, primero; El País, después.

Debo confesar que, llegado el momento, de todos sus amigos de entonces fui quien más le porfió para que no se dedicara, de manera estable, al ejercicio de la crítica cinematográfica en un diario de gran tirada. Aunque entendí su necesidad de obtener un empleo fijo, un sueldo que le permitiera vivir con un poco de tranquilidad, traté no obstante de disuadirle. Mi principal argumento, el más simple y reconocido: la gran dificultad que, a todos los niveles, entraña ejercer un oficio de ese carácter en un importante medio de opinión, donde la independencia es puesta a prueba cada día. El nuevo compromiso significaba, además, escribir sometido a las exigencias de la actualidad y la urgencia, sin apenas tiempo para la reflexión, asumiendo a la vez el poder de influir en un amplio número de lectores. Por otro lado, era sabido que los grandes críticos europeos en posesión no sólo de una opinión o de una visión sino de una teoría del cine, tra

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