La Sagrada Familia

Gijs van Hensbergen

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

Detrás de la fachada

Gaudí es quizá el arquitecto más profundamente malinterpretado de la historia. Mucha gente se queda con la mera apariencia de sus edificios, estupefacta por su audacia, su orgía de colores, su dominio de la técnica, su osadía sin límites, sus sensuales superficies que reclaman ser tocadas, la fantasía radical de su temática, llena de dragones y de calaveras, y esas casitas como de chocolate que parecen salidas de las desasosegantes páginas del Hänsel y Gretel de los hermanos Grimm; y en muchos casos se olvida de ir más allá del atractivo, a veces turbador, de la fachada.

De entre todos los edificios de Gaudí, la Sagrada Familia (la obra de su vida, en sentido literal) es con diferencia la más enigmática y quijotesca. Su ambición parece ilimitada. Su complejidad narrativa provoca el mismo desconcierto que las visiones de san Juan en Patmos, plasmadas más tarde en el Apocalipsis.

El lector que tenga en sus manos este libro no debe esperar una guía al uso, con un itinerario sin complicaciones y unos cuantos comentarios sencillos seguidos por alguna sugerencia sobre qué otras cosas ver. Con toda la publicidad y las visitas que recibe, con todas las fotografías que se le hacen, la Sagrada Familia se ha convertido en el gran icono de Barcelona, y, en principio, sobran las presentaciones; pero claro, sería muy simplista enfocar así una obra de tan descomunal complejidad como la «catedral» de Gaudí. Desde hace más de un siglo, en realidad, la «auténtica» Sagrada Familia logra esconderse tras la luz cegadora de los focos que la ofrecen a la vista de todos.

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Fachada del Nacimiento de Gaudí.

© Col. Thomas / IEFC.

Tan incomprendido como el edificio es el propio Gaudí, cuya figura fascina por su elenco de contradicciones: un hombre al mismo tiempo revolucionario y profundamente conservador, de ambiciones tan grandes como su humildad, un vanguardista voluntariamente medieval, un personaje tozudo e irritable, pero también paciente y bondadoso, casi un paradigma del franciscano, que encontraba la felicidad máxima en meditar y comulgar con la naturaleza. Catalanista fervoroso, asimismo tendió siempre, valga la paradoja, a lo universal en sus aspiraciones e ideales. La identidad catalana suele describirse como una compleja fusión de los dos extremos creativos encarnados en la oposición dialéctica de dos conceptos: el seny y la rauxa, es decir, el sentido común y la serenidad frente a un arrebato a veces explosivo. Todo esto y más era Gaudí.

Parte de la culpa de que sea tan fácil rebajar a Gaudí a la condición de simple showman la tiene él mismo, o mejor dicho, su accesibilidad. Durante muchos años se le ha considerado demasiado popular, demasiado insustancial, para que los historiadores de la arquitectura lo tomaran en serio (fuera de Cataluña). También era visto como un personaje excéntrico y estrafalario en exceso, alguien cuyo surrealismo, en Cataluña (la tierra natal de Salvador Dalí), resultaba demasiado obvio; o una rara avis, sin más.

Gaudí fue un personaje irrepetible; no obstante, en lo que respecta al obsesivo interés de Dalí por su figura, hay que decir que no le hizo ningún favor. En 1933, en su artículo «De la belleza aterradora y comestible de la arquitectura Modern Style», publicado en la revista surrealista Minotaure, el pintor le dedicó los más encendidos elogios solo para sacrificarlo en el altar de su propio y perverso ego. En este, como en tantos otros casos, Dalí fue mucho más perspicaz de lo que él mismo creía. La arquitectura de Gaudí, sensual, blanda y erótica, incitaba a ser tocada; era como una «tarta de confitero» ornamental, sostenía el pintor, y estaba en lo cierto: la obra gaudiniana contiene vagos ecos de las grandes pièces montées de chocolate, glaseado y caramelo hilado edificadas por el legendario Antonin Carême para los banquetes de los zares, reyes y emperadores. De hecho, fue Carême (el primer chef superestrella) quien, henchido de orgullo profesional, proclamó, no sin un punto de necedad, que «la arquitectura es la más noble de las artes, y la pastelería, la forma más alta de la arquitectura»; y el chocolatero más famoso, en la actualidad, de Cataluña, Christian Escribà, de vez en cuando aún construye y moldea cuidadosas recreaciones de las casas de Gaudí, en directo homenaje a sus dos maestros, los dos Antonios (Carême y Gaudí).

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Diseños de Carême para la decoración de pasteles, publicados en su obra Le Pâtissier Royal parisien. Plato número 28.

© Bibliotheque des Arts Decoratifs, Paris, France / Archives Charmet / Bridgeman Images.

De todos es sabido que Ferran Adrià, el cocinero más famoso del mundo, se ha inspirado a menudo en Gaudí.

Lo que ocurre es que, en el caso de Adrià, su adulación remite nada menos que al quid del problema. Cuando estamos seducidos por la superficie es más difícil que miremos entre bastidores. Llegados a ese punto, el cocinero puede echarnos una mano, porque en sus singulares creaciones culinarias se aprecia una búsqueda de los aspectos científicos y las estructuras ocultas de los alimentos. A fuerza de ahondar en su naturaleza, Adrià se ha embarcado, como en su momento hizo Gaudí, en la laberíntica persecución del propio origen de la creatividad.

Es indiscutible que el aplauso de Dalí a la arquitectura gaudiniana (tan «delirante», según él) ponía el dedo en la llaga. Gaudí goza de una enorme popularidad. Da gusto verlo; fa goig, como habría dicho él en catalán, pero solo lo logra a costa de sufrir, de someterse a una rigurosa autodisciplina, de realizar minuciosas investigaciones, y también de ser genial en el plano constructivo, por no hablar, obviamente, del papel central de su profunda fe católica, verdadero meollo, irrompible e intacto, de su obra: la Sagrada Familia es tan única, y es tan estrecha su vinculación a Barcelona, que a menudo se olvida que nació en una época de renacimiento católico paneuropeo.

Hoy, cuando tantas veces se repite que la religión ha entrado en su agonía (salvo cuando se manifiesta como un buen motivo para entrar en guerra, por supuesto), puede parecer extraño que siga en marcha un proyecto constructivo de la magnitud de la Sagrada Familia.

Se trata de un proyecto excepcional, que poco a poco se aproxima al esperado momento de su finalización. Si se cumple lo previsto, en 2026 ya estará rematada la gigantesca torre central (que multiplicará por dos la altura actual del templo), para celebrar el centenario de la muerte de Gaudí. Como en la construcción de cualquier templo, el principio se encuentra en el final, y en eso la Sagrada Familia no será una excepción.

Mi esperanza es que, leyendo estas páginas, el lector se adentre en el genio creativo de Gaudí. Pretendo seguir la evolución de la Sagrada Familia desde sus principios como templo expiatorio hasta su designación como basílica, y abrir una ventana a su compleja narración cristiana. Se trata de una historia fascinante, que nació a mediados del siglo XIX como el sueño de un excéntrico librero barcelonés cuyo mayor deseo era ensalzar a la Sagrada Familia. Hoy asist

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