Todos los hombres deben morir

James Hibberd

Fragmento

Prólogo. Llegada a Poniente

PRÓLOGO

LLEGADA A PONIENTE

Centenares de hombres gritan.

Los soldados con armadura se lanzan a la carga aullando de rabia y hacen entrechocar espadas y escudos mientras sus botas buscan agarre en el espeso fango. Poco a poco, atrozmente, algunos luchadores se ven obligados a retroceder contra una imponente torre de cadáveres. La pila de cuerpos es una mezcolanza de hombres y caballos masacrados, sus vísceras entretejidas como en una representación gótica del infierno. En la lejanía arden hombres desollados en crucifijos.

Es una visión de barbarie primigenia, como una leyenda de la historia medieval llevada a la vida con implacable salvajismo.

—¡Estáis muriendo! —brama un asistente de dirección—. ¡Eso es lo que más presente debéis tener, que estáis muriendo!

Es octubre de 2014. Seiscientos trabajadores, quinientos actores y setenta caballos están en un campo de Irlanda del Norte rodando la Batalla de los Bastardos.

En medio del tumulto se encuentra Kit Harington, que interpreta al reticente héroe Jon Nieve. Lleva días combatiendo contra soldados de la Casa Bolton, blandiendo con saña su aparatoso espadón frente a un atacante tras otro. Para una toma, realiza una compleja coreografía de una docena de golpes que ha practicado hasta inculcarla a la perfección en su memoria muscular.

Bueno, casi a la perfección. De pronto lo derriban a la pantanosa sopa de fango que es el suelo. Las semanas que llevan rodando la batalla han transformado el terreno en una fétida mezcla de tierra, estiércol de caballo, orina, nieve falsa, sudor, saliva y bichos.

La estrella se levanta con aire cansado.

—«Hazte actor», me decían —rezonga Harington—. «Piensa en la fama y la gloria», me decían...

Al contemplar este espectacular campo de batalla desde las gradas, me maravilló la épica osadía que era la producción de Juego de tronos.

Mi viaje con la dramática serie de HBO había empezado años antes, cuando acepté un encargo rutinario. En las novelas de George R. R. Martin, hasta la decisión más nimia en la vida de un personaje puede tener unas consecuencias apabullantes. Pero el 11 de noviembre de 2008 yo aún no había oído hablar del escritor.

Trabajaba como redactor en The Hollywood Reporter y cuando entrevisté a dos productores novatos que estaban creando su primera serie, David Benioff y Dan Weiss. HBO acababa de aprobar el episodio piloto que habían escrito basado en los libros de Martin, y la serie iba a ser... ¿un drama de fantasía para adultos? A ver, un momento, ¿se referían a algo como El Señor de los Anillos?

No era como El Señor de los Anillos, me explicaron Benioff y Weiss. No había magos ni elfos ni enanos. Bueno, un enano tal vez sí.

«No es una historia en la que salgan un millón de orcos a la carga en las llanuras», dijo Weiss, a lo que Benioff añadió: «Nunca se ha hecho alta fantasía para la televisión, y si alguien puede conseguirlo, es HBO. Han reinventado géneros que parecían agotados, como el de la mafia con Los Soprano o el wéstern con Deadwood».

El texto que redacté fue pura rutina. Su titular, «HBO conjura una serie de fantasía», ni siquiera mencionaba el nombre de la serie, Juego de tronos. La idea de que el canal de televisión más prestigioso del mundo, ganador de múltiples premios Emmy, hiciera una alocada apuesta por una carísima serie de fantasía para adultos se consideró el gancho más relevante para el artículo.

Y ahí debería haber terminado mi relación con Juego de tronos. Pero la intrigante descripción que Benioff y Weiss habían hecho de la historia de Martin se me quedó en la cabeza. Compré un ejemplar de la primera novela de «Canción de hielo y fuego», Juego de tronos. Y, como un sinfín de gente, caí de cabeza sin poder evitarlo en el original y atrevido mundo de Martin. Al cabo de unas semanas ya había terminado el tercer libro de la saga, Tormenta de espadas, que era la sucesión de giros argumentales más emocionante, adictiva y horripilante que había leído en mi vida.

Empecé a cubrir como un obseso los progresos del episodio piloto para HBO. Mis compañeros me preguntaban por qué escribía tanto sobre esa serie, a lo que yo les respondía: «Porque si consiguen adaptar bien los libros, cosa que no creo que pueda hacerse, cambiarán para siempre la televisión».

Cuando se estrenó la primera temporada de Juego de tronos en 2011, yo había pasado a trabajar en Entertainment Weekly, desde donde me embarqué en una serie de visitas anuales al rodaje de la serie. Estuve en el desierto cuando Daenerys se plantó ante las puertas de Qarth, fui testigo de la embarazosa boda de Sansa con Tyrion, presencié la merecida muerte de Joffrey, formé parte de la muchedumbre en el Paseo de la Vergüenza de Cersei, crucé un lago helado durante la expedición de Jon Nieve más allá del Muro y patrullé los adarves de Invernalia en el crucial episodio «La Larga Noche».

Con el paso de los años fui admirando cada vez más la dedicación de todo el equipo para crear la mejor serie posible, un compromiso que a veces conllevaba verdaderos suplicios. Estamos muy acostumbrados a que nos pinten la vida en las producciones de cine y televisión como fácil y cómoda: las estrellas se relajan entre toma y toma en sus lujosas caravanas, los directores van de un sitio a otro en carritos de golf por las soleadas extensiones de la trasera de los estudios, el reparto de héroes rueda ante un fondo verde para que luego los animadores informáticos puedan insertar su actuación en unos entornos hostiles simulados y unos peligros mortales de pega.

Es cierto que esa visión glamurosa y cómoda del mundo del entretenimiento existe en las producciones hollywoodienses de alto presupuesto que ruedan los grandes estudios. Pero Juego de tronos nunca fue así. Esta serie no se parece en nada a ninguna otra producción, cinematográfica o televisiva, que haya visto antes ni después. Trabajar en Juego de tronos suponía pasar once horas mojado y helado, noche tras noche, semana tras semana, y aprender a aceptar que a veces lograr esa toma perfecta iba a suponer una agonía absoluta. Juego de tronos era ser Rory McCann, un actor de metro noventa y ocho al que el pesado traje y las botas de su personaje hacían incluso más voluminoso, y cuya única forma de descansar tras el rodaje de una agotadora escena de acción era acurrucarse en el duro suelo de un remolque diminuto con media cara cubierta de asfixiante látex, pasando calor o frío por culpa de un calefactor y las corrientes de aire de la caravana. Y aunque a veces la producción se apoyaba en pantallas verdes, lo más habitual era q

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