Retratos, semblanzas, perfiles

José Francisco Yvars

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Al lector invisible

Siempre me han fascinando las figuras indefinidas, los personajes huidizos, las imágenes brumosas e imprecisas de clasificación difícil. Me admiran, así es, todos aquellos documentos gráficos o visuales que nos aproximan a escenas y objetos lo suficientemente desdibujados como para motivar la curiosidad y la imaginación. El ejercicio, siempre azaroso y audaz, de identificación. Me intriga esa suerte de realismo finisecular puntilloso y diría mágico contagiado por el surrealismo literario y provocador emergente. Pero, en arte, ¿qué significa «realismo»?, remachaba oportuna e inoportunamente Lionello Venturi en sus lecturas romanas finales: «Una obra de arte es al mismo tiempo una impresión de la realidad y una expresión hiriente del artista. La distinción entre pintores realistas y pintores idealistas solo puede ser relativa o caprichosa». Una consecuencia diáfana, en definitiva, de la eclosión de las vanguardias que dominó la presencia de la imagen desde los inicios del siglo XX, deudora sin trampa ni disimulo de la experiencia fotográfica en alza. El magnético mundo del arte moderno, tal como lo ha considerado nuestra tradición europea, clasicista a su pesar en las raíces y formalista en mayor medida que historicista en sus complejas realizaciones, que aún responden al enunciado genérico de «obras de arte» o, mejor todavía, «objetos de cultura visual» ajustando la lente. Obras, además, que responden a un canon ilusorio, un canon figurativo, que transcienden y contradicen desde la dinámica del proceso de concreción que estructura y define su realización sensible: el enigma del arte.

En esta argumentación entreverá el lector de hoy las huellas de mi actividad de comunicador artístico, espero que flexible, continuada a lo largo de más de cuarenta años: once volúmenes en edición de bolsillo que espuman mi tarea crítica sin apenas pretensiones eruditas y cruzan puntuales intervenciones periodísticas con trabajos de mayor respiro introductorios de exposiciones antológicas y monográficas de calado y ambición diversos. La presente recapitulación de ensayos —es decir, intentos tentativos de comprensión artística— llega ahora a las manos del lector y ordena papeles dispersos en un peculiar abecedario personal que secunda el despliegue de apuntes sobre figuras de la cultura del siglo XX. Artistas preferentemente, esenciales a mi manera de ver, que han acompañado y complementan el quehacer del crítico y puntúan la síntesis provisional de movimientos, tendencias y escuelas de la mirada moderna más cercanos a mis querencias artísticas.

Recuerdo, y es momento de traerlo a colación, dos selecciones de textos previos que destacan entre otras notas de trabajo: el itinerario del arte moderno trazado de una manera abiertamente transversal en mi libro Trencar les formes, cuyo original catalán publicó la efímera colección Art 62 de Barcelona en 2009, hace pues más de dos lustros. Sin olvidar, y es de justicia, la sagaz propuesta de Àlex Porcel que reunió también en catalán —Papers perduts— una muestra somera pero eficaz de escritos que el editor dispuso de perfil, con una destreza y buen hacer que agradezco de nuevo, sobre dos ejes convergentes: la cronología y la comparación según exige la historiografía artística, pero anclados, de hecho, en dos pivotes complementarios, ahora diría descriptivos, el formalismo metodológico y una segura estela de motivos plásticos que los sitúa a contraluz de su tiempo.

En esta ocasión, sin embargo, la recopilación y reescritura que unifica las semblanzas de los artistas y personajes que pueblan los relatos, como ahora presuntuosamente se sostiene, me ha obligado a la necesaria depuración de puntos de vista y estrategias narrativas. Una secuencia de nombres señeros de la cultura artística de ayer más que de hoy unificados por la exigencia de legibilidad que requieren los tiempos híbridos que habitamos, tutelados por la informática que hace del ordenador y sus programas la fuente de erudición imprescindible. Como quizás culpablemente carezco de ese salvífico instrumento, mis trabajos se nutren del modesto taller de mi biblioteca, ajeno a la presión globalizadora y el ansia de totalización que suele dirigir la atención del estudioso actual. Paciencia y barajar, como aconseja el castizo.

Los textos que siguen solo pretenden alcanzar la suficiente cercanía con el lector, ahora visible, para permitir la complicidad que, debo confesarlo, afortunadamente tantas veces nos ha acompañado. Me parece oportuno, llegados aquí, convocar al diálogo un extravagante y complicado alegato del heterodoxo historiador del arte y africanista a su manera Carl Einstein, que data de los lejanos años de simulación conspiradora del arte nuevo en el arranque del siglo XX. La narración punzante y sugestiva se titula también de manera oblicua Bebuquin o los diletantes del milagro (1913), en la que el protagonista aspira a representar simultáneamente, en la escena dramática de la vida, las funciones del narrador mediado de tramoyista, un cometido a todas luces frágil que enciende la vivencia olvidada de la asimetría que cubistas y surrealistas ayudaron enérgicamente a configurar. Una categoría creciente, vaya por dónde, en la deriva figurativa contemporánea. Pero escuchemos a Einstein: «Principio: evitar el equilibrio y la ponderación narrativa. Sostenerse sobre una pierna y atreverse a amputar heroicamente la otra». Una transfiguración milagrosa que resulta estimulante: hacer del artista un lector y a la inversa, ni más ni menos. Una porfía incluso divertida.

En el capítulo de los agradecimientos, cómo no a mis editores Juan Díaz, Míriam Paulo y Lucía Luengo, actual responsable de las colecciones, como asimismo a los curtidos amigos de La Vanguardia: Llàtzer Moix, Ignacio Orovio, Teresa Sesé, Xavi Ayén, Justo Barranco y Maricel Chavarría. Al igual que Casilda Ybarra, María Casas y Rosa Maria Piñol, coeficientes cortafuegos contra la llama deslumbradora del tiempo. Qué decir de mi leal e imprevisible colaboradora Muntsa Holgado, un tercer ojo, es verdad, vigía de mi angosta caligrafía a la vez que lectora fiable e inmisericorde de unos textos manuscritos o dictados, faltaría más. A los museos, galeristas, coleccionistas, críticos y demás solidarios habitantes del mundo en declinación irregular del arte, que en alguna medida han colaborado a lo largo de los años en el origen y definición de estos papeles sueltos, el gesto de agradecida complicidad de siempre. Algunos continúan en la brecha y otros son ya lamentablemente historia, personas y lugares. A todos, la sonrisa amiga.

Y para concluir, cómo no, el gesto afable a Martín Schifino por el esfuerzo final, sin duda feliz, en la conclusión del libro.

J. F. Yvars