La decadencia de la mentira

Oscar Wilde

Fragmento

decadencia-8

DIÁLOGO

CYRIL.[1] —(Entrando por la ventana abierta que da a la terraza.) Mi querido Vivian, no te recluyas así todo el día en la biblioteca. Hace una tarde realmente deliciosa. El aire es primoroso. Y se cierne sobre la arboleda una bruma semejante a esa delicada eflorescencia purpúrea que envuelve las ciruelas. Vamos a echarnos sobre la hierba y a fumar un pitillo gozando de la Naturaleza.

VIVIAN. —¡Gozar de la Naturaleza! Celebro poder decir que he perdido en absoluto esa facultad. La gente afirma que el Arte nos hace amar la Naturaleza más de lo que antes la amábamos, y que nos revela sus secretos, y que después de un estudio minucioso de Corot y de Constable vemos en ella cosas que habían escapado a nuestra observación. Pero mi propia experiencia me dice que, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos cuidamos de la Naturaleza. Lo que el Arte nos revela realmente es la falta de todo propósito en la Naturaleza, sus singulares crudezas, su extraordinaria monotonía y su condición de todo punto inconclusa. La Naturaleza tiene buenas intenciones, desde luego, pero, como dijo hace tiempo Aristóteles, no puede llevarlas a cabo. Cada vez que miro un paisaje, no puedo menos de advertir todos sus defectos. Claro está que es una suerte para nosotros que la Naturaleza sea tan imperfecta, pues de otro modo no existiría arte alguno. El Arte es nuestra vivaz protesta, nuestra valerosa tentativa de enseñarle a la Naturaleza el lugar que le corresponde. En cuanto a la infinita variedad de la Naturaleza, es un puro mito. En todo caso, esa variedad no se encuentra en la Naturaleza misma, sino que reside en la imaginación, la fantasía o la refinada ceguera del hombre que la contempla.

CYRIL. —Bien; no mires el paisaje, si no quieres. Pero puedes echarte sobre la hierba y fumar, y charlar.

VIVIAN. —Pero ¡la Naturaleza es tan incómoda…! La hierba es dura y está apelmazada y húmeda, y llena de esos horribles bichejos negros. De hecho, hasta el obrero más torpe de Morris[2] podría confeccionarte un asiento más confortable que la Naturaleza entera. La Naturaleza palidece ante el mobiliario de «la calle que de Oxford ha tomado su nombre», como tan torpemente parafraseó el poeta al que tanto amas.[3] No es que yo me queje, no. Si la Naturaleza hubiese sido cómoda, la humanidad no habría inventado la arquitectura, y la verdad es que prefiero las casas al aire libre. En una casa, todos nos sentimos proporcionados, con la proporción adecuada. Cada cosa está en ella subordinada a nosotros, hecha para nuestro uso y nuestra satisfacción. Hasta el egoísmo, que tan indispensable es para el justo sentimiento de la dignidad humana, es enteramente el resultado de la vida casera. Al aire libre se vuelve uno abstracto e impersonal. Nuestra individualidad nos abandona por completo. Además, la Naturaleza es tan indiferente, tan desdeñosa… Cada vez que doy una vuelta por el parque, comprendo que soy para ella exactamente lo mismo que el ganado que pace en la ladera o la bardana que florece en la zanja. Nada es más evidente que el odio de la Naturaleza al pensamiento. Pensar es la cosa más insana del mundo, y hay gente que muere de ella como de cualquier otra enfermedad. Por fortuna, en Inglaterra al menos, el pensamiento no es contagioso. Nuestro espléndido físico nacional se debe por completo a nuestra estupidez nacional. Sería muy deseable que conserváramos este gran baluarte histórico de nuestra felicidad todavía muchos años, pero me temo que estamos empezando a instruirnos demasiado; al menos, todo el que es incapaz de aprender se ha dedicado a enseñar —y en esto es, realmente, en lo que ha venido a parar nuestro entusiasmo por la cultura—. Pero, bueno, por ahora lo mejor que podrías hacer es volverte a tu aburrida e incómoda Naturaleza y dejarme corregir en paz estas pruebas.

CYRIL. —¿Pruebas de un artículo? Me parece que eso no está muy de acuerdo con lo que acabas de decir…

VIVIAN. —¿Y quién necesita estar de acuerdo consigo mismo? Solo esa gente tediosa, estúpida y doctrinaria que se empeña en llevar sus principios al amargo extremo de la acción, a la reductio ad absurdum de la práctica. Desde luego, yo no. Como Emerson, escribo sobre la puerta de mi biblioteca: CAPRICHO. Además, mi artículo no es, en realidad, sino una útil y saludable advertencia. Si se le hiciera caso, podría darse un nuevo renacimiento del arte.

CYRIL. —¿De qué trata?

VIVIAN. —He pensado titularlo: La decadencia de la mentira: Protesta.

CYRIL. —¿De la mentira? ¡Y yo que creía que nuestros políticos conservaban esa costumbre!

VIVIAN. —Pues te aseguro que no es así. Nuestros políticos nunca llegan más allá de la deformación, y de hecho hasta condescienden a demostrar, discutir y argumentar. ¡Qué diferencia respecto al temperamento del verdadero mentiroso, con sus afirmaciones rotundas e intrépidas, su magnífica irresponsabilidad y su desprecio tan saludable como natural por cualquier prueba! Después de todo, ¿qué es una buena mentira? Simplemente, aquello que contiene en sí su propia prueba. Si un hombre carece a tal punto de imaginación que aduce alguna prueba en apoyo de su embuste, más le valdría, por cierto, empezar diciendo la verdad. No, los políticos no cultivan como es debido la mentira. Acaso algo más podría decirse a favor del Foro. El manto del sofista parece haber caído sobre sus hombros. Sus ímpetus fingidos y su falsa retórica son deliciosos. Consiguen presentar lo malo como lo bueno, igual que si acabasen de salir de las escuelas leontinas,[4] y sabido es que han logrado arrancar a los jurados más recalcitrantes los más victoriosos veredictos de absolución para sus defendidos, hasta en casos, como suele pasar, en que dichos defendidos eran a todas luces inocentes. Se ven vencidos por la prosa de la vida y no se avergüenzan de recurrir a los precedentes. A pesar de sus esfuerzos, la verdad acaba por abrirse paso… Sí, hasta los periódicos han degenerado. Actualmente, hasta puede uno fiarse de ellos. Esto ya se nota al recorrer sus columnas. Siempre sucede lo ilegible. Sí, me temo que no pueda decirse mucho en favor del jurista ni del periodista. Por otra parte, yo defiendo la mentira en el arte. ¿Quieres que te lea lo que he escrito? Quizá te haga mucho bien.

CYRIL. —No tengo inconveniente con tal de que me des un pitillo. Gracias. A propósito, ¿a qué revista piensas enviar tu artículo?

VIVIAN. —A la Revista Retrospectiva. Me parece haberte dicho ya que los elegidos la habían resucitado.

CYRIL. —¿A qué te refieres con lo de «los elegidos»?

VIVIAN. —¡A los Hedonistas Cansados, como es natural! Es un club al que pertenezco. Se supone que en nuestras reuniones llevamos rosas marchitas en el ojal y que profesamos una especie de culto por Domiciano. Temo que no seas elegible. Eres demasiado aficionado a los placeres sencillos.

CYRIL. —Me excluirían por mi exceso de vitalidad animal, ¿no es eso?

VIVIAN. —Probablemente. Además, eres demasiado mayor. No admitimos a nadie de nuestra misma edad.

CYRIL. —Bueno, juraría que todos los socios estáis bastante aburridos unos de otros.

VIVIAN. —Por supuesto. Como que esa es una de las finalidades del club. Ahora, si me prometes no interrumpir con demasiada frecuencia, te leeré mi artículo.

CYRIL. —Soy todo oídos.

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