La arquitectura de la felicidad

Alain de Botton

Fragmento

1.

Una casa adosada en una calle bordeada de árboles. Esta misma mañana, más temprano, resonaban en la casa ruidos de niños gritando y voces de adultos, pero a partir del momento en que el último ocupante se ha marchado (con su cartera escolar) hace unas horas, la han dejado sola disfrutando de la mañana. El sol se ha elevado sobre los tejados de los edificios de enfrente y ahora penetra a través de las ventanas de las plantas bajas, pintando las paredes interiores de un amarillo mantecoso y calentando la fachada de ladrillo rojo granulado. En los haces de la luz del sol, las motas de polvo se mueven como si, obedientes, siguieran los ritmos de un vals silencioso. Desde el vestíbulo se detecta el murmullo tenue de los coches que aceleran unos bloques más allá. A veces, el buzón se abre con un chirrido para admitir un melancólico folleto.

La casa da señales de disfrutar del vacío. Está reacomodándose tras la noche, limpiando sus tuberías, y sus articulaciones chasquean. Esta criatura digna y veterana, con venas de cobre y pies de madera acurrucados en un lecho de arcilla, ha aguantado de todo: pelotas arrojadas contra las paredes laterales de su jardín, portazos de rabia, tentativas de hacer el pino a lo largo de sus pasillos, el peso y los suspiros de los aparatos eléctricos e incursiones en sus entrañas a cargo de fontaneros poco experimentados. Una familia de cuatro miembros, a la que se suma una colonia de hormigas en torno a los cimientos y, en primavera, nidos de petirrojos en el cañón de la chimenea, se refugia en ella. También presta su hombro a un guisante de olor delicado (quizá solo indolente) que se apoya contra la pared del jardín, permitiendo el cortejo extravagante de un enjambre de abejas.

La casa se ha convertido en un testigo avezado. Ha participado en seducciones precoces, ha visto hacer los deberes, ha observado a bebés recién llegados del hospital, ha sido sorprendida en medio de la noche por conversaciones susurradas en la cocina. Ha vivido noches invernales en que sus ventanas estaban tan frías como bolsas de guisantes congelados y atardeceres veraniegos en los que sus paredes de ladrillo conservaban el calor del pan recién horneado.

Ha proporcionado asilo no solo físico sino también psicológico. Ha sido centinela de la identidad. A lo largo de los años, sus propietarios volvían tras pasar temporadas fuera y, al mirar a su alrededor, recordaban quiénes eran. Las baldosas del piso de abajo hablan de serenidad y elegancia antigua, mientras que la regularidad de los armarios de la cocina ofrece un modelo de orden y disciplina que no intimida. La mesa del comedor, con su hule de grandes flores amarillas, sugiere un estallido de alegría apaciguado por una adusta pared de hormigón cercana. A lo largo de la escalera, pequeños bodegones con limones y huevos dirigen la atención hacia la complejidad y belleza de las cosas cotidianas. En una repisa debajo de una ventana, una jarra de cristal con acianos ayuda a resistir la tendencia al abatimiento. En el piso superior, una habitación estrecha y vacía ofrece espacio para trazar proyectos de restauración, con su luz natural deja al descubierto nubes impacientes que migran rápidamente sobre grúas y chimeneas.

Aunque a esta casa le falten soluciones para muchos de los males de sus ocupantes, estos, sin embargo dan fe de una felicidad a la que la arquitectura ha aportado su contribución particular.

2.

No obstante, la preocupación por la arquitectura nunca ha estado libre de cierto grado de sospecha. Surgían dudas acerca de la seriedad del tema, de su valor moral y su coste. Curiosamente, muchas de las personas más inteligentes del mundo han menospreciado el interés por la decoración y el diseño, y han logrado, en cambio, su satisfacción a través de asuntos inmateriales.

Se dice que Epicteto, el filósofo griego estoico, le dijo a un amigo del alma cuya casa había ardido por completo: «Si realmente comprendes lo que rige el universo, ¿cómo puedes lamentarte por pedacitos de piedra y simple roca?». (No se sabe cuánto tiempo más duró su amistad.) La leyenda cuenta también que, tras oír la voz de Dios, la ermitaña cristiana santa Alejandra vendió su casa, se encerró en una tumba y nunca volvió a mirar el espacio exterior, mientras que su compañero ermitaño Pablo de Esceta dormía sobre una manta en el suelo de una choza de barro sin ventanas, recitaba trescientas oraciones todos los días, y solamente sufría al saber que otro santo había logrado recitar setecientas y dormido en un ataúd.

Tal austeridad ha sido una constante histórica. En la primavera de 1137 el monje cisterciense san Bernardo de Claraval bordeó todo el lago Lemán sin darse cuenta siquiera de su existencia. Asimismo, tras cuatro años en su monasterio, san Bernardo no podía asegurar si el refectorio tenía el techo abovedado (lo tiene) o cuántos vanos había en el altar de su iglesia (tres). En una visita a la cartuja de Dauphiné, san Bernardo sorprendió a sus anfitriones al llegar en un magnífico caballo blanco diametralmente opuesto a los valores ascéticos que profesaba, pero les aseguró que lo había tomado prestado de un pariente rico y no se había percatado del aspecto del animal durante los cuatro días que había durado su viaje por Francia.

3.

Sin embargo, tales esfuerzos por desdeñar la experiencia visual se han combinado siempre con intentos igualmente esforzados de moldear el mundo material para conseguir resultados agradables. Son muchos los que han acabado con dolor de espalda tallando flores en las vigas de los tejados y se han dejado la vista bordando animales en las mantelerías, han dedicado fines de semana a ocultar cables tras las estanterías, han meditado cuidadosamente acerca de las encimeras apropiadas para la cocina, se han imaginado viviendo en las casas de precios desorbitados que salen en las revistas y se han sentido tristes, como nos ocurre al cruzarnos con algún desconocido que nos resulta atractivo en una calle concurrida.

Parecemos divididos entre la urgencia de anular nuestros sentidos y permanecer insensibles a nuestro entorno y el impulso contrario de reconocer en qué medida nuestra identidad está conectada y lo seguirá estando con nuestros emplazamientos. Una habitación fea puede dar pie a pensar sobre lo triste de la vida, mientras que una con luz natural y baldosas de piedra caliza de color miel puede alentar nuestro lado más optimista.

La fe en la importancia de la arquitectura se basa en la noción de que, para bien o para mal, somos personas diferentes en lugares diferentes, y también en la convicción de que el objetivo de la arquitectura es hacer visible lo que podríamos ser.

4.

A veces sí nos alegra darnos cuenta de la influencia de lo que nos rodea. En el cuarto de estar de una casa de la República Checa vemos un ejemplo de cómo las paredes, las sillas y el suelo se combinan para crear un ambiente en el que lo mejor de nosotros sale a relucir. Aceptamos agradecidos el poder que posee una simple habitación.

Pero la sensibilidad por la arquitectura también tiene sus asp

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