Mallorca, año 1990. Un niño con problemas de kilos y acné va al cine con sus padres. Él, un hombre con sobrepeso y huellas de acné, cinéfilo como pocos, propietario de cines de pueblo, videoclubs de barriada y distribuidor autonómico. Ella, una contable inquieta, rigurosa y culta, con peinado de película de Bardem y mentalidad de Calle Mayor. La sala se llama ABC, pero muchos la conocen por «Abre Bien el Culo»: cicatriz de un pasado como local de cine porno, cuando acudían más homosexuales de Mallorca buscando refugio en su penumbra, que cinéfilos ahora que dedica su programación al cine de autor.
Una noche de viernes, media entrada para ver el estreno de Átame, de Almodóvar.
Corta los tíquets V., un portero exhibicionista de parque y gabardina. Ojos a lo Peter Lorre, dientes a lo Max Schrek, bisoñé que nunca lava. Si no fuese portero, sería un personaje de Bigas Luna. Arriba, en la sala de proyecciones, subimos a saludar a M., el propietario del cine. Junto a él, un ruidoso proyector de 35 milímetros y dos ataúdes a medio hacer. Todo el dinero que pierde en la sala lo recupera en el único negocio que siempre aumenta su valor: la muerte. Entre bobina y bobina, martillazos y barniz.
M. se preocupa más por la comodidad de los muertos que por la de los vivos. El ABC huele a lejía, a mantequilla y a ambientador. Sus butacas acumulan chicles secos en su tapicería de color tinto mesón. Es enero, hace frío y el cine no tiene ni tendrá calefacción. Y allí, en la única fila sin chicles en las butacas, siempre pasillo, los Ripoll Vaquer nos sentamos a ver la nueva obra del director que tanto dinero había hecho ganar a la familia con la distribución en VHS de su anterior película, Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Esperamos comedia y recibimos incomodidad. Minuto 25: Victoria, la bañera y el submarinista.
Quien haya visto Átame recordará la escena. Para el resto: una masturbación femenina que llega pronto, dura poco y se hace eterna si eres un niño de once años y tienes a tus padres de cuarenta sentados a tu lado. Ella quiere taparme los ojos, él que los mantenga abiertos, y yo solo quiero salir corriendo, pues me doy cuenta de que los submarinistas me interesan bastante, pero esas excursiones hacia cavernas femeninas muy poco.
Tras la película, silencio incómodo que rompe la contable que mi madre lleva dentro:
—D’aquesta no en vendrem ni la meitat.
En mi casa el cine siempre ha sido mitad pasión, mitad negocio.
Mi padre programó los cines de Mallorca cuando no había cumplido los treinta, gestionó el de su pueblo, Alaró, hasta que pasó los cuarenta y de allí hasta su muerte a los cincuenta y cinco fue propietario de videoclubs con nombres icónicos —Casablanca, Metropolis y Hollywood—, mientras se encargaba de la gestión comercial en Baleares de Lauren Films, Weekend Video y Manga Films.[1] Mi madre lo acompañó en casi todas sus aventuras, cuadrando números que no siempre cuadraban, cobrando facturas a clientes que no siempre querían pagar y pasando las tardes detrás del mostrador en un videoclub dedicado al Betamax cuando este ya había perdido la guerra con el formato VHS. Lo que no sabían ni mi padre ni mi madre cuando salieron del cine ABC, preocupados porque su hijo había visto una vagina peluda proyectada en una pantalla de 12 metros, es que dos semanas después ellos vivirían: El momento en que después todo es diferente.
El día 25 de enero de 1990 nacían las televisiones privadas en España —y vendrá la muerte y tendrá sus ojos—. Los videoclubs se quedaron sin clientes y solo los que tenían catálogo, personalidad o buena ubicación evitaron la quiebra. En mi casa solo quedó uno, el Casablanca. Tenía clásicos, un escaparate vistoso empapelado con pósteres pegados con celo de más y un mostrador enorme de formica blanca que invitaba a pasar la tarde; un confesionario del que uno salía con ficciones y sin oraciones de penitencia.
Nueve años más tarde las televisiones privadas ya no eran novedad, y los videoclubs vivieron una segunda juventud. Algunos seguían siendo confesionarios, aunque la mayoría eran impersonales almacenes de plástico gestionados por un monstruo de metal que abría a todas horas. El videoclub pasó de recomendar a expender, y sus clientes pagaban no solo el alquiler, sino también los múltiples recargos. En algún momento a alguien le pareció una buena idea, pero distanciar al cliente, multarlo día sí noche también, eran clavos para un ataúd en el que nadie se fijaba en 1999. No olvidemos que despedíamos el siglo en estado de optimismo sin resaca y con una de las mejores cosechas cinematográficas que se recuerdan: El dilema, Magnolia, Cómo ser John Malkovich, El club de la lucha, Matrix, El proyecto de la bruja de Blair, El sexto sentido, American Beauty, El viaje de Chihiro, Las vírgenes suicidas, Eyes Wide Shut, Election, Notting Hill, Tres Reyes, Una historia verdadera, eXistenZ, American Pie, La milla verde… Todas ellas, además, disfrutarían de las bondades de una revolución que cambiaría la industria del cine para siempre: el formato digital. Llegó el DVD, surgió una legión de coleccionistas, y el cine en casa quedó un paso más cerca del cine en sala. La imagen ganaba nitidez, tanto si era un clásico de los cuarenta como el retorno de Star Wars; los actores hablaban un idioma que no siempre era el nuestro y llegaron las franjas negras, y con ellas los usuarios indignados porque la imagen no ocupaba toda la extensión de la pantalla de un gigantesco televisor recién comprado junto con media docena de altavoces que, en su gran mayoría, servían para afear salones, molestar a los vecinos y aburrir a los amigos.
Pero toda fiesta tiene invitados inesperados —y vendrá la muerte y tendrá sus ojos—. Mi padre fallecía el mes de abril de 1999 y el cine ABC cerraba definitivamente sus puertas ese mismo otoño. A uno le falló el corazón; al otro lo mataron los multicines. Unos meses después yo abandoné mi carrera de dirección cinematográfica en Barcelona para regresar a Mallorca, y ese mismo año Almodóvar acabó ganando el Oscar por una película que definiría mi vida a partir de ese momento: Todo sobre mi madre.
A ella le dedico este libro de recuerdos compartidos. Cuarenta años de cine que empezaron en sala y han seguido en casa, que van desde el entusiasmo adolescente al desencanto actual. He hecho un viaje de espectador a distribuidor, del placer al trabajo, y ahora abordo estas memorias con la esperanza de que restauren parte de la ilusión perdida y permitan al lector descubrir y recuperar obras que posiblemente han significado tanto en su vida como lo han hecho en la mía. Al fin y al cabo, el cine es una experiencia solitaria que se disfruta en compañía.