Teatro

Albert Camus

Fragmento

Prólogo del autor

Prólogo del autor[1]

Las obras que conforman esta colección se escribieron entre 1938 y 1950. La primera, Calígula, se redactó en 1938, después de una lectura de la Vida de los doce Césares, de Suetonio. Me la reservaba para el teatrito que había montado en Argel, y mi intención era simplemente hacer el papel de Calígula. Los actores novatos son así de ingenuos. Y además yo tenía veinticinco años, una edad en la que uno duda de todo, salvo de sí mismo. La guerra me impuso modestia y Calígula se estrenó en 1946, en el teatro Hébertot de París.

Calígula es pues una obra de actor y director. Pero, por supuesto, se inspira en las cuestiones que me inquietaban por entonces. La crítica francesa, que con todo ha acogido muy bien la pieza, a menudo ha hablado, para mi gran asombro, de obra filosófica. ¿Qué hay de ello exactamente?

Calígula, hasta entonces un príncipe relativamente amable, se da cuenta tras la muerte de Drusilla, su hermana y amante, de que el mundo tal y como es no le satisface. En adelante, obsesionado por un imposible, envenenado de desprecio y horror, trata de ejercer, mediante el asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, una libertad que, como acabará descubriendo, no es la mejor. Rechaza la amistad y el amor, la simple solidaridad humana, el bien y el mal. Interpreta literalmente a quienes lo rodean, los somete a su lógica, arrasa todo su entorno con la fuerza de su rechazo y la furia destructiva que le inspira su pasión por la vida.

Sin embargo, si bien su verdad consiste en rebelarse contra el destino, su error es negar a los hombres. Nadie puede destruirlo todo sin destruirse a sí mismo. Y por eso Calígula asuela el mundo que lo rodea y, fiel a su lógica, hace todo lo necesario para armar en su contra a los que acabarán por asesinarlo. Calígula es la historia de un suicidio superior. Es la historia del error más humano y trágico de todos. Infiel al hombre, Calígula acepta morir por fidelidad a sí mismo, puesto que ha comprendido que ningún ser puede salvarse solo y nadie puede ser libre en oposición a los demás.

Se trata, pues, de una tragedia de la inteligencia. De ello se ha concluido, naturalmente, que el drama mismo era intelectual. Por mi parte, creo conocer bien los defectos de la obra. Pero en vano busco la filosofía en sus cuatro actos. O, si existe, se encuentra al nivel de la siguiente afirmación pronunciada por el héroe: «Los hombres mueren y no son felices». Una ideología muy modesta, como se ve, y que creo compartir con el señor Perogrullo y la humanidad entera. Para el dramaturgo, la pasión por el imposible es un objeto de estudio tan lícito como la codicia o el adulterio. Mostrarla en toda su furia, ilustrar sus estragos, detonar su fracaso: ese era mi objetivo. Y sobre esa base se tiene que juzgar la obra.

Unas palabras más. A cierta gente la pieza le pareció provocadora, aun cuando considera normal que Edipo mate a su padre y se case con su madre, o admite los triángulos amorosos, si bien solo dentro de los límites de los barrios elegantes. No obstante, tengo en poca estima al arte que elije ofender a falta de saber persuadir. Y si, por desdicha, llegase a resultar escandaloso, sería solo debido al gusto desmesurado por la verdad que un artista no puede repudiar sin renunciar él mismo a su arte.

Escribí El malentendido en 1941 en la Francia ocupada. Vivía, de mala gana, en medio de las montañas del centro de Francia. Esa situación histórica y geográfica bastaría para explicar la especie de claustrofobia que padecía entonces y que se refleja en la obra. En ella se respira mal, es así. Pero en aquellos días a todos nos faltaba el aliento. Eso no impide que la negrura de la pieza me incomode tanto como ha incomodado al público. Para animarlo a abordarla, propondría al lector: 1) aceptar que la ética de la obra no es completamente negativa; 2) considerar El malentendido como un intento de crear una tragedia moderna.

Un hijo que quiere darse a conocer sin tener que pronunciar su nombre, y que es asesinado por su madre y su hermana a raíz de un malentendido, ese es el asunto de la obra. Sin duda, se trata de una pintura muy pesimista de la condición humana. Pero puede conciliarse con cierto optimismo en lo relativo al hombre. Porque, en definitiva, significa que todo habría sido diferente si el hijo hubiese dicho: «Soy yo, este es mi nombre». Significa que, en un mundo injusto o indiferente, el hombre puede salvarse, y salvar a los demás, por medio de la sinceridad más sencilla y la palabra más justa.

El lenguaje de la obra también causó rechazo. Me lo esperaba. Pero, si hubiese vestido con peplos a mis personajes, quizá todo el mundo habría aplaudido. Mi intención, por el contrario, era hacer que los personajes contemporáneos hablasen la lengua de la tragedia. Ni que decir tiene, nada es más difícil, pues hay que buscar un registro lo bastante natural para que lo pronuncien nuestros contemporáneos y lo bastante inusitado para que alcance el tono trágico. A fin de acercarme a este ideal, fomenté el distanciamiento entre los personajes y la ambigüedad en los diálogos. De ese modo, el espectador debía experimentar al mismo tiempo una sensación de familiaridad y de extrañeza. El espectador, y el lector otro tanto. Pero no estoy seguro de haber dado con la proporción justa.

En cuanto al personaje del criado anciano, no simboliza necesariamente el destino. Es él quien responde cuando la sobreviviente del drama invoca a Dios. Pero tal vez se trate de un malentendido más. Si contesta que «no» a la persona que le pide ayuda, es porque en efecto no tiene intención de ayudarla, y porque ante cierto grado de sufrimiento o injusticia nadie puede hacer nada por nadie y el dolor es individual.

Por lo demás, no me parece que estas explicaciones sean muy útiles. Sigo considerando que El malentendido es una obra de fácil acceso, siempre y cuando se acepte su lenguaje y se esté dispuesto a reconocer el pleno compromiso del autor con la materia. El teatro no es un juego; de eso estoy convencido.

Cuando se estrenó en París, El estado de sitio se granjeó sin ningún esfuerzo la unanimidad de la crítica. Con toda certeza, pocas obras han recibido un vapuleo tan general. Esa reacción es muy de lamentar, en especial teniendo en cuenta que, con todos sus defectos, El estado de sitio siempre me ha parecido, de todos mis escritos, quizá el que mejor me representa. El lector es libre de decidir si esa imagen, aun siendo fiel, le cae simpática. Pero, con el fin de añadir fuerza y derecho a esa apreciación, antes debo refutar algunos prejuicios. Convendría saber, por lo tanto:

1) que El estado de sitio no es en modo alguno una adaptación de mi novela La peste. Sin duda he dado a uno de mis personajes este nombre simbólico. Pero, al tratarse de un dictador, la denominación es correcta.

2) que El estado de sitio no es una obra de factura clásica. Se la podría asociar, en cambio, con aquellas otras que, en la Edad Media francesa, se denominaban «mor

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