Piensa como un artista

Will Gompertz

Fragmento

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Somos una especie característicamente imaginativa. La capacidad para concebir ideas complejas y hacerlas realidad requiere una serie de procesos cognitivos que están más allá de las capacidades de cualquier otra forma de vida o máquina. Para nosotros, no es demasiado complicado. Lo hacemos todo el tiempo, cuando cocinamos o cuando enviamos a un amigo un mensaje de texto ingenioso. Estas tareas nos pueden parecer banales, pero aun así nos exigen imaginar y ser creativos. Se trata de un fantástico don de la naturaleza que, cultivado de manera apropiada, puede ayudarnos a conseguir cosas extraordinarias.

Usar la imaginación aviva y enriquece tanto la mente del ser humano como su experiencia vital. Cuando ejercitamos la mente, cuando pensamos, entramos en contacto con nosotros mismos. No conozco a ningún artista, de ningún tipo, que no sea curioso o al que todo le sea indiferente. Lo mismo ocurre con los cocineros, los jardineros y los entrenadores de éxito. Así son todas las personas que se entusiasman de verdad por lo que hacen y quieren innovar. Tienen un brillo en los ojos que irradia una fuerza vital casi palpable. Es el efecto de ser creativo.

El mero acto de hacer y de crear procura una profunda satisfacción. Es gratificante y alimenta el optimismo.

Entonces, ¿cómo sacar provecho de ese talento innato? ¿Cómo quitar el piloto automático y dejar libre nuestra creatividad para tener ideas originales y audaces que hagan mejores nuestras vidas y quizá las de muchas otras personas? Y, más concretamente, ¿cómo alimentar la imaginación para alumbrar conceptos innovadores que puedan convertirse en algo real, que merezca la pena?

Llevo casi tres décadas haciéndome estas preguntas. En un primer momento, porque me fascinaban las buenas ideas y la gente con talento y, más tarde, por mi trabajo como editor, productor, escritor, presentador y periodista especializado en arte.

He tenido el privilegio de conocer y estudiar a algunos de los máximos exponentes del pensamiento creativo actual, desde el arriesgado artista británico Damien Hirst a la multioscarizada actriz estadounidense Meryl Streep. Obviamente, hay grandes disparidades entre unos y otros, pero existe al menos un aspecto en el que no difieren tanto.

Con los años se me ha hecho bastante evidente que todas las personas creativas con éxito comparten una serie de rasgos claramente identificables, ya sean directores de cine, científicos o filósofos. Y no hablo de llamativas cualidades sobrehumanas, sino de procedimientos y hábitos que ayudan al talento a florecer, y que también pueden ayudarnos a los demás a dar rienda suelta a nuestra creatividad latente.

Todos tenemos talento creativo, no hay duda. Es cierto que a algunos se les da mejor componer música que a otros, pero eso no convierte a los que no saben componer en personas «no creativas». El hecho es que todos somos perfectamente capaces de ser artistas de un tipo u otro. Todos y cada uno de nosotros tenemos la capacidad de forjar conceptos, de salirnos del tiempo y el espacio y de reflexionar sobre ideas abstractas y asociaciones de ideas que no guardan relación entre sí ni con el momento que estamos viviendo. Lo hacemos cuando soñamos despiertos, cuando especulamos y hasta cuando mentimos.

La confianza es fundamental. Los artistas no piden permiso para pintar, escribir, actuar o cantar: lo hacen y punto.

El problema es que algunos de nosotros nos hemos convencido a nosotros mismos de que no somos creativos o de que todavía no hemos encontrado el camino apropiado. La confianza en nuestra creatividad puede menguar. Y eso no es bueno. La confianza es fundamental. Según mi experiencia, los artistas, como muchos de nosotros, temen «que los desenmascaren». Sin embargo, de alguna manera, se las arreglan para encontrar la suficiente confianza en sí mismos y las dudas terminan disipándose. Tal confianza es el seguro de vida de su creatividad. The Beatles eran cuatro chavales con tiempo libre que aprendieron a confiar en sí mismos y se convencieron unos a otros —y luego al resto del mundo— de que eran músicos.

No esperaron a que les preguntaran. Los artistas no piden permiso para pintar, escribir, actuar o cantar: lo hacen y punto. Lo que normalmente los distingue, les da su poder y marca su objetivo en la vida no es la creatividad en sí: todos somos creativos. No, es el hecho de que los artistas logran centrarse en ello e identificar un área de interés que ha encendido la mecha de su imaginación y dado alas a su talento.

Fui testigo de ese fenómeno por primera vez en la década de 1980, cuando yo tenía veintipocos años y trabajaba como tramoyista en el teatro Sadler’s Wells, en Londres. En aquel momento yo aún no había descubierto el arte ni, de hecho, muchas otras cosas. Pero me atraía esa mezcla de ilusión y oficio artesanal que es el teatro.

El trabajo antes y durante el espectáculo siempre era duro. Una vez caía el telón y el público se marchaba, salíamos en tropel a tomar algo tranquilamente en el pub, y al rato se nos unían los actores y los «creativos». Ese era el momento en que se difuminaban las estrictas jerarquías que existen en el teatro. El rango perdía relevancia y al final yo siempre terminaba sentado junto a alguna vaca sagrada de los escenarios, normalmente del mundo del ballet (la sala estaba especializada en danza).

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Una noche podía ser la grandiosa dama Ninette de Valois, bailarina de los Ballets Rusos de Diáguilev y después fundadora del Royal Ballet. Otro día, Sir Frederick Ashton, coreógrafo jefe, compartía los últimos chismes mientras golpeteaba con los dedos el borde de su copa de Chablis. Para el joven ingenuo criado en la Inglaterra rural que yo era, aquellas noches eran increíblemente embriagadoras y exóticas.

En ese tiempo conocí a los primeros artistas de verdad, por decirlo así: espíritus independientes que se ganaban bien la vida y se labraban toda una reputación a base de inventiva. Destacaban incluso en un entorno tan mundano como puede ser la puerta de un pub de mala muerte de la capital británica. De Valois y Ashton llamaban la atención sin pretenderlo y raramente sufrían el ultraje de ser interrumpidos. Se mostraban fuertes, resueltos y vehementes, y esa entereza y fuerza interior cara a la galería sorprendían y fascinaban a todos.

En nuestra era digital, la mejor manera de encontrar satisfacción es, probablemente, siendo creativos.

Sin embargo, eran hombres y mujeres corrientes: adolecían de tantas inseguridades

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