Salvajes de una nueva época

Carlos Granés

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

1

 

Son reveladoras las notas de los poetas latinoamericanos que hace cien años veían cómo sus ciudades sufrían una transformación pasmosa. En los suburbios tropicales empezaban a crecer postes de luz y enmarañados cables donde antes solo había bananeras. Las redes del tranvía se esparcían por la metrópolis. Cualquier mortal podía experimentar ahora la inverosímil sensación de velocidad. En Bogotá sonaban timbres, como diría el poeta Luis Vidales, revolucionario invento que reemplazaba a la rústica aldaba y al arcaico grito. Los aviadores recortaban distancias y se convertían en héroes. No solo Lindbergh, también latinoamericanos como el cuzqueño Alejandro Velasco Astete, a quien Martín Chambi inmortalizó en uno de los homenajes que le hicieron, avivaban la imaginación con sus hazañas a bordo de un avión sobre los Andes.

El claxon, los motores y las hélices fueron las nuevas musas. La sentimentalidad romántica, con sus decorados lunares y decadentes, fue reemplazada por el brillo del metal y la simultaneidad de la urbe. Tanta novedad hizo sentir a los jóvenes de Brasil, de Perú, de México como una horda de primitivos que conjuraba su asombro escribiendo sobre aviones, automóviles y avisos luminosos, el fabuloso inmobiliario de la recién llegada modernidad. Dejaban de ser decimonónicos que oteaban las constelaciones desde su torre de marfil y empezaban a bajar a la calle a untarse de gente, de conflictos sociales, de anarquismo; a ser mordidos por esa serpiente bicéfala, el radicalismo político, que proyectó a unos hacia el comunismo y a otros los lanzó a las trincheras opuestas del fascismo.

En efecto, eran salvajes de una nueva época. Con esas mismas palabras definió a su generación Oswald de Andrade: primitivos colmados de entusiasmo y fantásticos presagios que trataban de entender las transformaciones sociales generadas por inventos llegados del otro lado del mundo. Y como primitivos que se sentían, fueron en busca de los primitivos reales: en Perú los quechuas y aimaras de los Andes, en Argentina los gauchos de la pampa, en Brasil los tupíes selváticos, en Colombia el linaje de la diosa Bachué, en el Caribe los negros africanos, en México el campesinado y los herederos de Teotihuacán.

Para defenderse del mundo moderno buscaron la raíz nacional que, por arcaica y desconocida, resultaba completamente nueva: una fuente espiritual vigorosa que les permitía bailar con singular gracia en un ambiente cada vez más cosmopolita. Querían ser —y en efecto fueron— salvajes que hablaban inglés y francés y sabían de París más que los parisinos. Aunque hubo poetas salvajes y nacionalistas, enemigos de todo lo extranjero excepto del fascismo de Mussolini y de la Acción Francesa, fueron los cosmopolitas quienes abrieron caminos novedosos para el arte latinoamericano. De lo más antiguo y arcano a lo más nuevo y universal. La mezcla de estos dos mundos revolucionó la poesía y la plástica de los años veinte, y de ahí en adelante. Era, en realidad, un reflejo de lo que ya había ocurrido en Europa. Hastiados de modernidad y de burguesía, luego desencantados de Occidente por culpa de la Primera Guerra Mundial, los artistas renegaron de sus tradiciones y empezaron a pintar, esculpir y comportarse como salvajes.

Hoy en día volvemos a ser primitivos de una nueva época. Ya no es el ascensor ni las máquinas de pistones lo que nos fascina, sino el smartphone y el vínculo directo con un mundo virtual de redes sociales que no sabemos bien si dominamos o si nos domina. Por ahí andamos, con el mismo pasmo, con la misma euforia, tratando de ubicarnos en una realidad entablada con imágenes virales, memes, fake news, insultos, linchamientos y nuevos relatos que buscan la hegemonía; tratando de entender una nueva lógica de comunicación en la que todos participamos en caliente, al instante, en función de la simpatía o el odio que inspire el interlocutor. El resultado es una violencia en el debate público que no se veía desde los años treinta. Si durante setenta años la civilización intentó frenar los extremismos, desplazarlos a los márgenes de la actividad política y desactivar su poder seductor, la visceralidad del entorno virtual los ha revivido con enorme fuerza. Es alarmante comprobar que, cada vez con más frecuencia, la sensatez y las posturas moderadas resultan dudosas como táctica para ganar unas elecciones. Abiertas todas las compuertas, violados ciertos tabúes y pudores que matizaban los odios y las filiaciones tribales, vuelve a lanzar su aullido el salvaje.

 

 

2

 

Este ensayo trata sobre el más estricto presente. Es decir, sobre ciertas tendencias culturales, sociales y políticas que se han configurado en los últimos cinco años, y que seguramente tendrán continuidad en el lustro que viene. A veces se remite al pasado, pero solo para explicar las raíces de fenómenos actuales. Su tema es, a la vez, muy simple y muy complejo: las relaciones no siempre libres de tensiones y conflictos que se dan hoy en día entre la producción cultural, el capitalismo y determinados proyectos políticos.

Para dar comienzo no sobra recordar que la gracia del arte radica en que es la actividad libre por excelencia. Eso ya lo justifica; con eso basta para celebrar su existencia. Pero esta actividad libérrima y creativa ha sido rondada permanentemente por dos amantes peligrosas. Al menos a lo largo del siglo XX, la política y el capitalismo han tratado de multiplicar sus fuerzas fundiéndose con ella. Una ha querido convertir el arte y la estética en un epifenómeno de la lucha ideológica, incluso en un arma que aplasta y apabulla al enemigo; el otro tiende a reducir los productos del intelecto a simples mercancías culturales o insumos que estimulan el turismo, la gentrificación, las industrias creativas o lo que hoy se conoce como «marca país»: un lifting a la imagen internacional operada por las instituciones culturales del Estado.

Algunos episodios históricos han demostrado que estos dos son objetivos antagónicos. Al pelear por la cultura, el capitalismo y la política terminan repeliéndose. Mientras el arte preste sus servicios al capitalismo, difícilmente los prestará a la política, y mientras los presta a la política, lo más probable es que atemorice a los capitalistas. Un pequeño adelanto: de la festiva y estetizada Cataluña huyeron miles de empresas después de octubre de 2017. Convertida en arma política, la estética ha transformado a Barcelona en el escenario de grandes dramas ideológicos, poco favorables a la actividad económica. Por el contrario, inserto en las industrias culturales, el arte puede ofrecer la más insurgente de las propuestas, la más revolucionaria de las críticas, el más transgresor de los espectáculos, y su resultado será un público eufórico y deseoso de participar en el suculento ne

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