Vindicación de los derechos de la mujer

Mary Wollstonecraft

Fragmento

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Prólogo

ELOGIO AL HARTAZGO

Vindicación de los derechos de la mujer, cuyo título en inglés reza A Vindication of the Rigths of Womans: with Strictures on Political and Moral Subjects constituye quizá la obra de ensayo más conocida y leída de Mary Wollstonecraft, filósofa y escritora de origen británico a la que el lector puede que ya conozca como «abuela» de Frankenstein (Wollstonecraft es madre de Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida como Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo). Ambas hijas de dos revoluciones —la una escribe esta obra en el marco de la Revolución francesa; la otra escribe su obra en el seno de la Revolución industrial—, retratan de forma magistral tanto el racionalismo ilustrado como la subjetividad romántica de los movimientos intelectuales, artísticos y sociales que circundan y nutren sus existencias.

El presente ensayo es escrito en el año 1792 y confiere una respuesta de su autora a los principales postulados teóricos y reflexiones filosóficas del siglo XVIII sobre la situación y posición de las mujeres. Estos análisis, formulados en su abrumante mayoría por autores e intelectuales masculinos, basaban las justificaciones de sus premisas en el relego de las mujeres al plano de la secundariedad civil y social, fundamentando sus textos y discursos en falacias segregativas —formuladas con pensada y elocuente vehemencia—, que las abocaban indefectiblemente al ámbito doméstico, elogiando —en una suerte estratégica de perpetuación de su estado de inferioridad— su subordinación, instándolas a la debilidad y vacuidad intelectual y alimentando los estereotipos sexistas a través de un negacionismo artísticamente adornado, que terminaba por acorralar cualquier atisbo de intento por conseguir un aumento en la igualdad entre géneros en cualquier esfera. [1]

Quizá, una de las observaciones más interesantes que puedan hacerse en comparativa con otras obras de la autora como lo son Reflexiones sobre la educación de las hijas (1787) y Vindicación de los derechos del hombre (1790) es su evolución hacia el radicalismo filosófico y su acercamiento a lo que todavía, en dicha época, no existía como Feminismo. La obra que nos acontece es —sin duda y pese a su precocidad y su cosmovisión burguesa— considerada una de las primeras obras de corte feminista de la Historia de la literatura.

Mary Wollstonecraft basa su discurso en la exposición, no por breve menos completa, de estudiadas razones de peso, que desmontan la premisa general del panorama literario e intelectual de su época; esa que afirma que las mujeres no deben recibir una educación igual a la que reciben los hombres por constituirse naturalmente inferiores a los mismos.

Vindicación de los derechos de la mujer es, sobre todo, un manifiesto que contradice, y lo hace sin miedo, apoyándose en lo fáctico y en la síntesis racional, en la contraposición de la razón frente a los sentidos —presentados ambos conceptos en dualidad y dicótomos, constituyendo casi un recurso alegórico a las construidas esencias de lo masculino y femenino—. Así se expresa la autora: si las mujeres no son iguales a los hombres —si las unas, en teoría, son atraídas naturalmente a la sensibilidad y los otros son atraídos naturalmente a lo racional—, no merecen, por tanto, las mismas consideraciones; si no pueden ejercer sus deberes en grado equivalente a sus compañeros, entonces no son merecedoras de los mismos derechos que a ellos se le garantizan y de los que estos se sirven; pero todo ello no puede esgrimirse como si de una verdad universal se tratara sin haber sido antes siquiera probado. Wollstonecraft explica entonces que las inclinaciones de cada género, tomadas como connaturales, no son otra cosa que construcciones basadas en una división sexista y construidas basándose en la diferencia de educación entre dichos géneros, y afirma —recurriendo al uso de la ejemplificación y en ocasiones de la metáfora—, que es esa misma diferencia educacional entre mujeres y hombres lo que les conforma y sociabiliza en dichas disparidades que, pese a ser falsas, terminan convirtiéndose en realidades desiguales, que llevan a los hombres a ocupar todo puesto en ese contrato social roussoniano juzgado en la obra presente [2] un contrato que habla de igualdad y libertad entre todos los hombres mientras excluye deliberadamente a las mujeres. ¿Dónde están las mujeres en su contrato, señor Rousseau? Uno no puede jactarse de hablar, en absoluto, de igualdad social real, cuando esta solo es garantizada en exclusiva a la mitad de la sociedad; y sus escritos no representan ningún ideal de igualdad justa si no incluyen en sus intenciones una aspiración sincera de conseguirla. Y esa intención solo se verá materializada si se considera por igual a todos los iguales. Ahora bien, claro es que, si ni siquiera se considera parte de esos iguales a las mujeres y se las excluye de la sociedad como conjunto, esa supuesta igualdad que aspira a garantizarse, se convierte de facto en su concepto contrario, y no hallamos más que desigualdad en el Estado que resulta de un contrato social que no es sino en su misma esencia injusto.

Wollstonecraft se enfrenta, hastiada, al desafío de desafiar a lo establecido. Y pese a ser de las primeras no será la única: prácticamente todo escrito filosófico y tratado social de corte feminista parte en su génesis de un estado de angustia melancólica —casi podría afirmarse como estado de tristeza— producido por la maltrecha e injusta situación en la que la mujer se descubre en sociedad. No es cuestión baladí —y como tal debe tratarse y reflexionarse sobre ello— que dichas emociones negativas despertadas en una conciencia activa sean las que hayan impulsado en primer término a las mujeres a hablar y repensar su lugar en el mundo, y hayan dado pie a los análisis que más tarde conformarían el tronco de las teorías de género feministas. En efecto, la propia Wollstonecraft —reitero, considerada para muchos la primera autora feminista de la historia— comienza su ensayo más reivindicativo aludiendo a dichas sensaciones: «He suspirado», confiesa intimista al lector. El suspiro que deviene al hartazgo es una constante en la Historia de las mujeres. El suspiro de la madre, del ama de casa, de la sirvienta, de la intelectual que no es tomada en serio, de la ponente a la que se interrumpe constantemente, de la mujer feminista harta de explicar los motivos que la llevan a considerarse como tal. Me atrevo a afirmar como mujer feminista, que una mujer harta constituye siempre una puerta abierta al feminismo, una posibilidad de plantearse indagar en las razones del posicionamiento secundario de su género. Es por ello por lo que realizo, en cierto modo y desde esta perspectiva, mi elogio personal al hartazgo.

Vindicación de los derechos de la mujer constituye no solo un breviario y un rezo público, sino una muestra primera de esa hartura como instante definitivo, bisagra, punto de inflexión en la reflexión social femenina, que lleva a plantearse la siguiente cuestión: si la realidad transmuta en verdad y esta verdad debe ser general, la realidad también debe ser descrita por todas las partes de la misma, y todas las partes de dicha realidad deben participar de y en ella. El Contrato social de Jean-Jacques Rousseau no incluía a todas las partes porque no consideraba a una de

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