Princesas y lobas

Marta Mississippi

Fragmento

cap-2

EL PESO DE LA CORONA

«Mamá, quiero ser una princesa.»

¿A cuál de todas ellas no le sonará esta autopetición? ¿Alguna de ellas no habrá querido nunca serlo? Me pregunto mientras escudriño con cuidado a todas y cada una de las mujeres que están sentadas en el autobús en el que voy subida de camino a casa. Me lo pregunto gracias a que algo ha despertado en mí con fuerza, en forma de curiosidad que necesita ser satisfecha, tras leer el pequeño libro que tienes en tus manos. Me pregunto cómos, pero sobre todo porqués. Me pregunto cómo llegamos las mujeres a asumir en nosotras mismas, en forma de sumisa obediencia aceptada —y casi parece que nos enorgullezcamos de ello—, el papel cansado e inservible de la Historia. Me pregunto por qué lo adoptamos tan sencillamente, sin rechistar siquiera. Por qué llegamos a pensar que eso es lo correcto y lo que está bien, y por qué la mayoría de nosotras no piensa nunca en cambiarlo y en que en realidad está mal, en que realmente nuestro papel en este cuento no es el que nos encontramos destinadas a representar, sino el que nos obligan a aprendernos de memoria.

Todas estas mujeres han crecido consumiendo este tipo de visión del mundo: la que se muestra a través de la óptica de la princesa.

La princesa es esa mujer cuyo tiempo y fuerza se consumen mirando desde la ventana de su torre. Esa chica cuidadamente normativa y correctamente estática que no es capaz de enrolarse en aventura alguna si no tiene como ulterior objetivo encontrar el amor, o cuyo medio es quedarse sentada en el baile de gala de palacio con las piernas muy juntas, acicalándose cada cierto tiempo para estar presentable y conseguir su fin: poder encontrar pretendientes masculinos que la encuentren a ella lo suficientemente apetecible. Esa princesa es la misma mujer que ha hecho de institutriz para todas y cada una de nosotras, y todas —estoy prácticamente segura—, todas las mujeres, incluidas las que hoy viajan conmigo en este autobús, hemos querido ser como ella alguna vez.

Todas estas mujeres que observo han vestido o deseado vestir como ella, emperifollada, maquillada al extremo, portando corpiños asfixiantes para entrar en las formas marcadas por el canon de belleza impuesto y tacones de cristal que duelen y moderan la rapidez y el estilo de sus pasos. Su figura y comportamiento se nos han mostrado como un bucle incesante e insaciable, repetido en las películas y dibujos animados que se retrasmitían en las pantallas delante de las cuales nos sentábamos a pasar el tiempo y aprender la vida. Desde que nacemos y a lo largo de todo nuestro desarrollo, nuestro género define nuestra posición política a ocupar dentro del sistema. Si una es mujer, entonces se le instruye poco a poco, desde el inconsciente y el reforzamiento, desde el aprendizaje vicario (aquel que se adopta gracias a la imitación de modelos) para ser la mujer que el sistema necesita que sea. Se trata de un proceso relativamente sencillo porque es arduamente facilitado. Básicamente todo lo que circunda a la niña que mira esa televisión alimenta lo que visualiza. La familia, el colegio, las otras familias, las otras niñas, los juegos, los juguetes, los niños, la comunidad, la televisión, los libros, los comentarios. El proceso de «conversión en princesa» se retroalimenta en un feedback constante niña-sociedad-estereotipo, que culmina en el perfecto estilo de mujer deseado. Si la niña fuera una escultura, el boceto a tallar sería la educación; la pica que modela, su piedra, su socialización, y el artista que termina por obrar la mujer —la princesa— que se plasma en el boceto, el propio sistema patriarcal.

¿Qué princesa te gusta más? ¿De qué princesa las vestimos este carnaval?

Vuelvo a mirar a mi alrededor, a todas esas mujeres.

«Mamá, quiero ser una princesa.»

¿A cuál de ellas no le sonará esto?

Al comenzar a leer a Marta Fornes, una se hace preguntas como esta, y tras terminar de leerla acaba por responderse sola: es extremadamente probable que todas y cada una de ellas haya querido ser una princesa, y esa aspiración engloba dentro de sí muchísimas otras cosas, ¡muchísimas! Exclamo para mí misma casi en voz alta desde mi asiento.

Pero, ¿cuál es el peso de la corona? ¿En qué consiste querer ser princesa y, sobre todo, qué implica ser aspirante a?

El estereotipo de princesa, tan bien insertado en nuestras cabezas faltas de acción: maquíllate, siéntate correctamente, yergue tu espalda, pero no tu espíritu ¡eso no! ¡las princesas no piensan en otra cosa que no sea en ser agradables y casarse para comer perdices! Tampoco comas muchas perdices, por si engordas, peina tu cabello largo hasta los pies, espera, espera, espera al príncipe. Peina y espera; peina y espera; peina y espera. No pienses: peina, no pienses. Espera, no actúes. Ahí está la clave: espera al príncipe. Ser una princesa conlleva convertirse en la mujer ideal, y la mujer ideal es aquella mujer bella, delicada, cuidada y observada cual flor hasta que se marchita y ya no es admirada por nadie, siempre esperando desde el inmovilismo femenino impuesto a que un hombre la rescate y mantenga porque —está claro— ella no puede moverse y observar el mundo desde sus propios ojos, sino que la deben llevar a lomos de un caballo para mostrárselo; ella no puede decidir por sí misma; no puede continuar estando soltera por mucho tiempo y mucho menos puede decidir estar con una mujer; ella no puede —no debe— meterse en problemas ni solucionar sus propios problemas o vivir su propia vida y resolver un sino que no sea el estipulado. Las princesas son queridas únicamente por ser consumibles y encajar en el estereotipo que explica cómo ser mujer, que suplica y reza y pelea (¡no! ¡pelea no! ¡Quédate quieta, las chicas no pelean!) por el hombre que la hará sentir una mujer completa —porque sin un hombre no eres. No eres nada. Toda princesa necesita un príncipe.

De todo esto nos habla Marta. En sus escritos, nos retrata a mujeres que han caído en la trampa y —sorpresa— de mujeres que se liberan solas (¡solas!) de ella. Nos presenta a nuevas princesas que descubren que son republicanas, que no quieren tener esclavas y que prefieren renunciar a sus poderes para poder empoderarse a ellas mismas. La autora nos habla del poder real, que no tiene nada que ver con ostentar un título, tener un castillo y vestidos caros, si no que consiste en alzar el puño y luchar por tus derechos y por los de todas las mujeres, enarbolando la bandera de la libertad.

Las princesas siempre suspiran por en mayor medida que aspiran a, y no tienen otra cosa que hacer que vivir por amor y morir por lo mismo, y nunca existir por ellas mismas: las princesas son en realidad verdaderas mujeres muertas a las que las normas del género asesinan la vida.

«Mamá, quiero ser una princesa.»

Quiero no ser nunca yo; no llegar a descubrirme;

convertirme en el estandarte de lo correcto.

«Mamá, me duele la cabeza.»

Peina y espera; peina y espera.

«Me sigue doliendo, mamá.»

Quizá sea el peso de la corona, hija.

 

Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?

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