Prólogo
por Sara Ruiz Sardón
¿Alguna vez os ha pasado recordar algo con muchísima claridad, pero no estar seguras de si realmente ocurrió? A mí me sucede con un recuerdo que, al pensarlo fríamente, parece bastante improbable.
Recuerdo con total nitidez estar en brazos de mi madre —o quizá mi padre— entrando al cine y ver en la pantalla el título inicial de Pocahontas. Lo tengo grabado como si hubiese ocurrido, pero sé que es poco probable porque la película se estrenó en España en noviembre de 1995, cuando yo tenía poco más de un año.
Sea como sea, mi niña interior, mi subconsciente, recuerda esa pantalla.
Y recuerda esa película.
Cuando era pequeña tuve la inmensa suerte de tener una madre y un padre que nos llevaron, a mi hermana y a mí, todos los fines de semana al cine. Recuerdo, esta vez de verdad, ver Fantasía 2000 y que mi hermana empezara a llorar en la escena de las ballenas; recuerdo no dejar a mi padre comer palomitas hasta que empezara la película; recuerdo hacer sesiones dobles…, ¡incluso triples!
El cine es uno de mis lugares favoritos porque las películas forman una parte esencial de lo que soy como persona, de cómo entiendo lo que me rodea y de cómo miro a los demás.
Estoy segura de que, como yo, hay muchas niñas que han creado sus primeros recuerdos, su manera de entender el mundo y su forma de mirar a los demás a través de las pantallas, del cine y de las series. Hay muchas niñas que, mirando la tele, han pensado: «¿Esa soy yo?», «¿Puedo ser Ariel aunque ella sea blanca?», «¿La novia de mi padre se convertirá en la madrastra de la Cenicienta?», «¿Puedo jugar al fútbol como Oliver y Benji?», «¿Puedo ver las pelis de chicos o mis películas son solo las de princesas?»… Pero, cuando somos pequeñas, hacemos esas preguntas de una forma inocente. Estamos intentando entender el mundo y usamos todas las herramientas que tenemos al alcance.
Y una de esas herramientas, unas de las más importantes —si me permitís decirlo—, es la ficción.
Muchas veces no llegamos a ser conscientes de todos los mensajes que nos mandan las películas, de cómo las series determinan nuestro comportamiento o de que te compraste una chaqueta de cuero porque te encantó Grease.
El control que tienen los medios sobre las personas es algo que no nos atrevemos a mirar de frente. Por eso, libros como Damas, villanas y lolitas son tan importantes.
Si tuviera que decir un motivo egoísta de por qué el libro que ha escrito Sandra es importante, sería que es el libro que siempre quise tener durante mis largos años estudiando la carrera de Comunicación Audiovisual. Estoy segura de que, de ser así, no habría tenido que ocultar que Princesa por sorpresa es mi película favorita o no habría tenido que alabar, forzosamente, a todos esos «señores del cine».
Y no lo habría hecho porque este libro, de manera magistral, nos da otra forma de mirar la ficción. Otro ángulo que no está bajo el estrictísimo modelo del discurso único. Ese que solo salva, protege y representa al hombre blanco cis heteronormativo.
Ojalá le hubiera podido enseñar a muchos de mis profesores el listado de arquetipos femeninos tan completo que hay en este libro para que me dejaran de enseñar a la mujer como «un tipo de personaje». Pero mejor sigo por otro lado porque no quiero hacer ningún spoiler.
Como os he dicho, este era un motivo egoísta, pero no hace falta que hayas estudiado cine o algo relacionado con el mundo audiovisual para que puedas entender que, si alguna vez te has sentido observada por los hombres, si has sentido que las otras mujeres eran enemigas y no amigas y si has apagado la tele mil veces porque no te sentías representada, no es tu culpa.
Es responsabilidad de un sistema que ha usado la narración para lanzar un mensaje muy específico a todas las personas que hemos sido consideradas como «las otras».
Y esto, amigas, se explica de maravilla en este viaje que estáis a punto de comenzar.
Pero, antes de que empecéis, dejadme deciros una última cosa.
Para adentraros en este libro tenéis que estar preparadas para repensar y revisar todo lo que habéis aprendido sobre el cine y la televisión, porque esta lectura es una oportunidad increíble para volver a mirar todo lo que habíamos visto, abrazar todo eso que descartamos por ser demasiado «rosa» y entender que el cambio es posible si todas las personas trabajamos juntas para conseguirlo.
Entiendo que podáis pensar que es una tarea difícil, pero no os preocupéis porque lo vais a hacer acompañadas de la mejor guía que os podéis imaginar. Una autora valiente, que se ha atrevido a mirar a su niña interior y a preguntarle de dónde viene todo lo que es ella ahora: una activista incansable, que lucha día tras día por hacer del mundo audiovisual un lugar seguro para todas; una amiga que, como tal, va a colocar cada palabra de este libro dentro de vuestros corazones y de vuestras cabezas, y una cineasta que os va a ayudar a utilizar esas «gafas moradas» y que, después de esto, no os vais a querer quitar.
Tenéis muchísima suerte de empezar Damas, villanas y lolitas por primera vez.
Y estoy segura de que no será la única vez que querréis leerlo.
Antes de empezar
Evocar el cine del pasado puede ser una actividad bonita y melancólica, llena de anécdotas y recuerdos edulcorados. Pero cuando la mirada a ese pasado es crítica y feminista, este ejercicio se vuelve amargo e incómodo. No es tan agradable.
Este libro está escrito desde un saber situado. Es decir, que además de tener formación y una trayectoria en el cine, y perspectiva de género, todo lo que leerás aquí parte principalmente de mi percepción, de cómo el séptimo arte me ha atravesado a lo largo de mi vida y de cómo yo lo he ido transitando desde bien pequeña. Si me pongo a pensar en cómo y cuándo empezó mi pasión por el cine, todos los recuerdos que me vienen se asemejan bastante a los que tienen mis amigas: el videoclub, el cine y la bolera, cantar bandas sonoras en casa, calcar las portadas, coleccionar VHS, empapelar la habitación con pósteres, etc.
Creo que, simplemente, cuando era pequeña encontré en el cine un refugio y ahí me quedé.
Sería mucho más fácil escribir sobre aquello que me enamoró del cine con el que crecí, hacer de este libro una carta de amor a aquellas películas y series que, con solo evocarlas, se nos llena el corazón de nostalgia. Ese amor al cine que difundo a diario en las redes sociales. Pero aquí encontraréis precisamente todo lo contrario. En estas páginas me centraré en lo que cojea, lo que chirría y gotea, en los arquetipos, patrones, estereotipos y ausencias que poco a poco van mermando para dar paso a un cine más inclusivo, diverso y completo.
Este libro reduce la mirada del cine a una mirada sesgada, con perspectiva de género y centrada en las mujeres. El cine puede analizarse desde tantos puntos de vista como deseemos, podemos ponerle tantos filtros como nos plazca. Yo he decidido aplicarle los que he creído convenientes para exponer el machismo y la poca diversidad que había en el cine de nuestra infancia y adolescencia. Mi objetivo no es demonizar las películas y series de nuestro pasado; lo que busco es identificar los problemas que presento a lo largo del libro y que podamos ver el cine con una mirada crítica mientras lo seguimos disfrutando.
De cada capítulo podría escribirse un libro, y si no lo hago no es por falta de ganas, sino de tiempo, así que he tenido que ser concreta y selectiva a la hora de desarrollar los temas que quería tratar. Me enfocaré principalmente en el cine de mis primeros años e intentaré ser cercana, para que me leáis como si fuera una amiga que os habla de cine desde el amor que siente por él y desde la reivindicación que la mueve a exponer la presencia de las mujeres en la ficción en pantalla.
¿Somos lo que vemos?
1
EL CINE COMO ESPEJO
Existe una pregunta parecida a la del huevo y la gallina:
¿La vida imita al cine o el cine imita a la vida?
¿Por qué es importante esta pregunta? Al fin y al cabo, si tanto la vida como el cine se hacen mutuamente de espejo, ¿qué más da cuál imite a cuál? Ambos acaban yendo de la mano.
La importancia reside en la responsabilidad consciente que recae sobre nosotras, las personas, de cambiar la imagen que vemos en el espejo, sea cual sea el original o el reflejo. Si la vida imita al cine, tenemos el poder y la responsabilidad de mostrar en la pantalla los cambios sociales que anhelamos. Y si el cine imita la vida, debemos cambiarlo, porque este ha sido terreno masculino durante demasiado tiempo y ha invisibilizado muchas realidades.
El ser humano que vive en una sociedad capitalista está condenado al deseo insaciable de poseer, y el cine nos incita constantemente a desear poseer objetos, relaciones, viviendas, prendas, coches, animales, viajes, alimentos, cuerpos y realidades. Queremos consumir y atesorar todo lo que nos muestran en la pantalla. Cosa veo, cosa quiero. No es casualidad que la publicidad en el cine sea tan cara. Nos burlamos del product placement cuando vemos una clara promoción de un refresco en una película, pero ¿a cuántas de nosotras no nos ha apetecido «de repente» tomarse ese refresco? ¿Quién no ha querido comprarse el outfit de esa protagonista, tener el coche de ese héroe, vivir en la casa de esa familia, hacer ese viaje a Italia, tener el cuerpo de esa villana, etc.?
En 2014, el investigador Stefano Ghirlanda publicó un estudio[1] en el que revelaba las diez películas que más habían alterado las razas de perros en la historia. Entre ellas se encuentra, por ejemplo, la raza collie, cuya presencia en los hogares aumentó un 40 % en dos años tras el estreno de Lassie en 1943. En 1961, con el éxito de 101 dálmatas, estos perros se pusieron de moda y ese año se registraron, solo en Estados Unidos, 185.000 cachorros más. Esto volvió a repetirse con la live action de la película: aumentaron las compras y las adopciones y, como era de esperar, también los abandonos. Un refugio de Miami llegó a recibir ciento treinta dálmatas en tan solo un mes después del estreno.
Pero el cine no solo nos incita al deseo de posesión, también puede inocularnos el temor hacia algo, como ocurrió con Tiburón. «Esa película fue un punto de inflexión sobre la percepción que se tenía del gran tiburón blanco»,[2] comentó a la BBC Oliver Crimmen, quien fue durante cuarenta años curador del Museo de Historia Natural de Londres. Añade que empezó «a notar ese gran cambio cuando se publicó el libro de Peter Benchley en 1974 y después cuando se hizo la película (basada en el libro)».
Los relatos que leemos y vemos cambian nuestra percepción del mundo.
Quizá estéis pensando: tenerle miedo a un tiburón es normal, es un animal peligroso, la película no impuso ninguna falsa creencia. Pues os diré que precisamente la falsa creencia que instaló en nosotras es la peligrosidad de este animal. George Burgess, director del Programa de Protección del Tiburón en Florida, apunta que «el número de tiburones en la costa del este de América del Norte decreció un 50 % después del estreno de la película».[3] La población de otras especies de tiburones también se redujo significativamente. Este odio irracional hacia los tiburones ya se había desatado después del incidente de 1916 en el que está levemente inspirado el libro en el que se basó la película de Spielberg. Es sorprendente cómo una película puede tener casi tanto impacto como un suceso real. El miedo a los tiburones nace de la ficción, pero el terror es tan auténtico como si las muertes causadas en aquellas películas por este animal hubiesen de verdad ocurrido. Deep Blue Sea, Mar abierto, Megalodón, Infierno azul, A 47 metros…, todas ellas han alimentado el mito del tiburón como uno de los animales más peligrosos cuando lo cierto es que el número de víctimas anuales por ataques de tiburón es absurdo.
Según datos del Museo de Historia Natural de Florida, la probabilidad de que una persona sea atacada por un tiburón es de una entre 11,5 millones, y de que esa persona muera como consecuencia del ataque es de una entre 264,5 millones.[4]
Antes de 1975, la percepción de los tiburones era distinta. No existía en el imaginario colectivo nada que los vinculara al peligro y a la muerte. El cine, sobre todo el cine mainstream, capaz de llegar a millones de personas, tiene el poder de crear un imaginario colectivo que se transmite de generación en generación hasta incluso provocar consecuencias globales.
Para hablar del deseo y el temor que nos transmite el cine, hemos recurrido a los animales, pero lo mismo sucede con las personas. El racismo y la xenofobia, por ejemplo, han sido profundamente aliment