El amante japonés

Rani Manicka

Fragmento

La anciana y la escritora

La anciana y la escritora

Kuala Lumpur, 2008

En el interior de la enorme casa todo permanecía a oscuras, salvo la despensa, iluminada por el resplandor blanco azulado de una farola que se colaba a través de una ventana alta sin cortinas. Acurrucada en el escaño y tapada con una manta fina, Marimuthu Mami contemplaba el recuadro iluminado que se reflejaba en el suelo de cemento. Empezaba a amanecer. Y todavía no había pegado ojo.

El día anterior había observado tras los visillos del salón a la chica que aparcaba el coche junto a la verja. Bueno, no era una jovencita precisamente, pero llevaba vaqueros y, para Marimuthu Mami, de noventa y dos años, cualquiera que llevara vaqueros tenía que ser joven. El viento —estaban en plena estación del monzón— había vuelto del revés el endeble paraguas de la joven, quien había acabado cruzando la entrada asfaltada a la carrera, bajo la lluvia. Estaba apoyando el paraguas roto contra la pared del porche cuando Marimuthu Mami llegó a la puerta.

En circunstancias normales, la anciana no debía abrir la verja a nadie —la ciudad estaba plagada de inmigrantes ilegales procedentes de Indonesia que robaban y delinquían incluso a plena luz del día—, pero las riadas habían retrasado a su hija, quien la había avisado por teléfono y le había dado permiso para abrir las puertas.

La chica se sentó en el borde de un sillón de ratán. Al final resultó ser una escritora que deseaba conocer la vida de su anfitriona.

Marimuthu Mami parpadeó incrédula. ¡Su vida!

La mujer interpretó aquella reacción como una señal de reticencia.

—Le pagaré, por descontado —se apresuró a añadir la joven, mencionando a continuación una suma nada desdeñable.

No obstante, al tener la impresión de que el silencio se eternizaría, le aseguró que conocía el tipo de vida tranquila que Marimuthu Mami había llevado, la de una esposa y madre tradicionales, y que no aparecerían ni secretos sórdidos ni revelaciones morbosas. Se inclinó hacia delante.

—Lo que en realidad busco es material sobre la ocupación japonesa de la península de Malaca. Ya sabe, cosas como qué significó para usted y sus amigos. Ni siquiera aparecerá su nombre, si así lo prefiere —prometió—. En realidad, nadie la reconocerá.

Marimuthu Mami se la quedó mirando fijamente.

—O tal vez podría limitarse a hablar sobre la comunidad en general. Solo se trata de una mera colaboración —insistió, aunque cada vez con menos fe en la misión que la había llevado hasta allí.

Con todo, Marimuthu Mami siguió en silencio. No podía hablar. Las manos, fuertemente apretadas en un puño, acechaban entre los pliegues del sari. ¿Hablar sobre el pasado, allí, en la casa de su hija? Después de haber logrado dominar el arte del olvido. Ahora, que incluso tenía que anotar en una libreta si se había tomado la medicación. A veces deambulaba hasta la cocina en busca de algo que llevarse a la boca, cuando su hija le recordaba con tacto que acababa de comer. «Ah, sí, claro.»

Además, en los últimos tiempos se despertaba completamente en blanco, incapaz de recordar quién era o dónde estaba. La primera vez que le ocurrió, se puso a chillar, aterrada, hasta que su hija y su yerno acudieron corriendo a su lado.

Al verlos, recuperó el contacto con la realidad e inmediatamente recordó que vivía allí con ellos, en su casa. «Sí, sí, claro —había asegurado ante aquellos rostros preocupados—. Ya sé quiénes sois.»

Pese a todo, la llevaron al médico, quien les confirmó que la anciana estaba bien, aunque les recomendó que hiciera crucigramas para mejorar la memoria. Su yerno le dio el New Straits Times abierto por la página de pasatiempos y le dijo que nadie tenía por qué hacerse viejo. Los antiguos rishis habían observado que los humanos solo envejecen porque ven cómo lo hacen los demás. La mujer se sentó con docilidad: ella lo había visto envejecer.

—Intente recordar cosas —la animó—. Puede que el pasado le resulte más complicado, así que empiece por lo que hizo ayer.

Si él supiera… cuán hondamente enraizado en el pecho tenía aquel pasado, lo formidables que eran el tronco y las ramas. Se quedaría mudo de asombro si supiera que lo recordaba todo, hasta el más mínimo detalle. Creían que el pasado estaba muerto y enterrado porque nunca hablaba de él, ni siquiera cuando se levantó aquel revuelo generalizado tras el programa que emitieron por televisión sobre los crímenes de guerra cometidos por los japoneses.

La joven se adelantó un poco más, muy seria, suplicante.

—No le pido que me cuente intimidades sobre las demás mamis ni nada por el estilo.

¿Mamis? Y así, sin más, ahí estaban. Todas. Resucitadas, las mujeres que llegaban bajo sombrillas negras para matar el tiempo durante aquellas largas y calurosas tardes de tantos años atrás.

La chica abrió el bolso y sacó un paquete.

—No tiene que darme una respuesta ahora, pero si al final decide ayudarme, esto le vendrá bien —dijo, y dejó las cintas sobre la mesita de café.

Sonriente, se levantó y se volvió para irse, aunque luego pareció vacilar y, al darse media vuelta para mirar a Marimuthu Mami, había dejado de ser la joven suplicante al borde del sillón que fingía andar detrás de insignificantes migajas de información. Aquella mujer había olido un tesoro escondido y lo quería.

—Al menos hable de la gran cobra.

Marimuthu Mami se vio obligada a apartar la vista de la codicia que brillaba en los ojos de la visita. Se despidió, cerró la verja y se sentó a esperar en la habitación cada vez más oscura a que su hija regresara.

Sonó el teléfono. Su hija parecía angustiada.

—¿Ha ido esa mujer? ¿Ya se ha marchado? ¿Has cerrado con llave? Estás rara. ¿Va todo bien?

Marimuthu Mami le aseguró que no pasaba nada y volvió a sentarse. Cuando su hija por fin llegara a casa, seguramente la regañaría. «No volverás a estar sentada a oscuras, ¿verdad?» Aunque tal vez ese día, solo ese día, se apiadaría de su pobre y anciana madre y le tocaría el brazo con suavidad, apenas un instante. A su hija no le gustaba tocar ni que la tocaran.

El aire de la mañana era frío y Marimuthu Mami se estremeció. No deseaba remover el pasado, sino morir en paz, sin molestar a nadie. Se estiró, poco a poco, con cuidado, articulación tras articulación, pues a primera hora de la mañana era cuando las sentía más agarrotadas. Se incorporó y retorció los pies para enfundarlos en sendas chanclas de goma para no tocar el suelo. El frío aliento de la tierra no era bueno para nadie, y mucho menos para unos huesos envejecidos. La luz de la farola se apagó. A través de la ventana, la silueta de las hojas de los plátanos se recortaba contra un cielo cada vez más luminoso, saludándola sin prisa. Había plantado aquellos árboles con sus propias manos.

Arriba, oyó a su yerno

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