Tú también puedes

Carlota Corredera

Fragmento

cap1

imagen

CARLOTA-CORREDERA-Ph-Luis-Malibran.jpg

© Luis Malibrán

Las páginas que estás a punto de leer y que yo acabo de escribir no pretenden ser un libro de autoayuda. Ni siquiera puedo soñar con salvar a nadie que lo lea. Desde que conté públicamente mi historia, mi batalla contra la obesidad después de dar a luz, se han puesto en contacto conmigo centenares de personas. La mayoría para lanzarme un SOS desesperado a través de las redes sociales. Desde el 1 de junio de 2016, día en que la revista Semana tituló en portada: «He perdido 50 kilos en un año», mi vida no ha vuelto a ser la misma. No solo por mi proyección mediática, que pegó un subidón inesperado. Mi vida cambió porque confesar mis problemas con la comida, explicar cómo ha sido mi eterna guerra contra los kilos de más, me ha convertido en referente involuntario para las personas que sufren esta grave enfermedad. Y esa es una gran responsabilidad. Responsabilidad que asumo al escribir este libro. No puedo contestar a todos los mensajes que me llegan por Twitter, Facebook o Instagram. No puedo tomarme un café con cada una de las personas que me piden que las motive. Pero sí puedo vaciarme en estas páginas, sincerarme y hacer un relato fiel de lo que he vivido.

Han sido muchos meses de lucha. No ha sido un camino de rosas. Aun así, las espinas que me he encontrado no han podido con mis ganas de recuperar la salud. Ningún mal día, ningún bajón, ningún bache, que desde luego los ha habido a lo largo de todo el proceso, han conseguido vencer a mi fuerza de voluntad, que se ha ido alimentando gracias a los resultados que iba consiguiendo. No he estado sola. He contado con muchísima ayuda: la de familia, amigos, doctoras, entrenadora personal, fisioterapeuta, esteticista..., todos han hecho su labor, una gran labor de equipo. Sin embargo, perder más de 60 kilos sin pasar por el quirófano, rebajar en más de siete niveles la peligrosísima grasa visceral, pasar de una talla 60 a una 44 y reducir más de 50 centímetros de abdomen no se logra únicamente gracias a los apoyos externos. No solo se trata de dieta y ejercicio. Los sacrificios y las renuncias por una buena causa, la mejor de todas —tu salud—, solamente se superan con la fe: la fe en uno mismo, la fuerza que te da creer que otra vida es posible. Pero nadie regala nada. Ni la fuerza de voluntad se puede comprar con dinero. Por eso no pienso permitir que nadie le reste méritos a mi victoria. Sí, sé que no debo confiarme. Que no puedo bajar la guardia. Que más duro será mantenerse. A pesar de todo lo he conseguido. Y tú también puedes lograrlo.

cap1

imagen

Portadilla-Relacion-Comida.tif

cap1

imagen

Nada más nacer, mi pediatra avisó a mis padres: «La niña va a ser grandota». No se equivocaba. Cuando tenía tan solo ocho años, ese mismo pediatra decidió ponerme a dieta. Su intención no era, obviamente, que adelgazase como un adulto. Su objetivo principal era que no siguiese ganando peso con la prodigiosa facilidad con que lo hacía. Para que mis padres tomasen aún más conciencia del problema, les alertó de que con el desarrollo que ya tenía, mi primera menstruación podía estar más próxima de lo esperado. Para mi pediatra era muy preocupante que me hiciese mujer con kilos de más porque sabía que desde ese momento a mi cuerpo le costaría un mayor esfuerzo perderlos, además de que aumentaban las probabilidades de padecer obesidad de adulta.

Esa visita médica me pilló por sorpresa. Aunque ya era consciente de ser la niña más grande y alta de mi clase, y de que por eso siempre me sentaban en la última fila de pupitres, no entendía qué relación tenía mi tamaño con lo que comía o, mejor dicho, con lo que comía y que tanto me gustaba. Mis padres se enfrentaron a partir de entonces a una dura batalla que les resultaba familiar. Mi madre llevaba desde la adolescencia lidiando con los kilos de más. La lotería genética decidió que de los tres hijos de mis padres solo yo, la mayor, la única niña, heredase esa tendencia a engordar. De hecho, las diferencias en la alimentación con mis hermanos serían uno de los mayores obstáculos de mi nueva vida. Por ejemplo, mientras ellos desayunaban cada día leche con cacao en polvo y un montón de ricas galletas, a mí me tocaba un aburrido vaso de leche desnatada con cereales en polvo junto a unas insípidas tostadas de pan integral con quesito descremado. Vamos, más o menos lo mismo que mi abuela Maruja. Qué alegría tan inmensa nada más despertar.

Así me subía al autobús rumbo al colegio Alborada. El primero de los cuatro trayectos diarios que me esperaban. Al entrar en clase, el profesor tomaba nota de qué alumnos querían bocadillo para el recreo. Le pasaban la lista al bar de al lado de la escuela, y de allí traían a cada aula los bocatas encargados antes de salir al patio. Recuerdo perfectamente el olor a chorizo, a queso, a jamón y a pan blanco fresco que emanaba de aquellas cestas. Mmm... En lugar de bocadillo yo tomaba alguna pieza de fruta u otra tostada de pan integral. Planazo. Por si esto fuera poco, durante el recreo los alumnos de octavo vendían todo tipo de dulces y chuches para recaudar fondos para el viaje de fin de curso. A cambio de 25 pesetas podías engullir una buena pieza de repostería casera variada. Se me hacía la boca agua solo de pensarlo, mientras masticaba mi fruta de temporada. Lo cierto es que no fue nada fácil cambiar de hábitos a esa edad. Sobre todo siendo la única que comía manzanas en el recreo.

Bebe.tif

Esta foto está tomada en mi habitación de la calle Zamora, en la que me crié junto a mis padres y hermanos. Quedaba poco para cumplir mi primer año y mi tamaño ya no pasaba inadvertido, en especial en las piernas que, como se puede apreciar, ya eran por entonces regordetas. Tengo cara de acabar de despertar de la siesta. Fui un bebé muy feliz, alegre y extrovertida y, a partir del año, también una niña tragona.

En casa me acostumbré poco a poco a lo hervido frente a lo frito, a la plancha frente a lo empanado. Un suplicio, también para mis padres, que no alcanzo a imaginar lo que sufrieron por tener que decirme tantas y tantas veces: «No, Carla, tú no puedes comer eso». Recuerdo perfectamente que cada vez que íbamos de visita a alguna casa, en cuanto nuestro anfitrión nos preguntaba si que

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos