Nunca es demasiado tarde para ser un artista

Julia Cameron
Emma Lively

Fragmento

Artista-3

Introducción

Hace veinticinco años escribí un libro sobre creatividad titulado El camino del artista. En él explicaba, paso a paso, exactamente lo que tenía que hacer una persona para recuperar, y ejercitar, su creatividad. A menudo me he referido a ese libro como «el puente», porque permitía a las personas pasar de la orilla de sus constricciones y miedos a la tierra prometida de una creatividad profundamente satisfactoria. El camino del artista tuvo lectores de todas las edades, pero quienes más me conmovieron fueron mis estudiantes recién jubilados. Detecté en ellos una serie de problemas específicos que venían con la madurez. A lo largo de los años, muchos de ellos me pidieron que los ayudara a abordar problemas específicamente relacionados con el final de una vida profesional activa. El libro que tienes en tus manos es el resultado de un cuarto de siglo enseñando. Es mi intento de contestar «Y ahora ¿qué?» a quienes se disponen a empezar el «acto segundo» de su vida. En este libro encontrarás los problemas comunes a que se enfrentan las personas recién jubiladas: exceso de tiempo, ausencia de horarios, sensación repentina de que nuestro entorno físico se ha quedado anticuado, ilusión por el futuro mezclada con un miedo palpable a lo desconocido. Tal y como se preguntaba, preocupado, un amigo mío hace poco: «No hago otra cosa que trabajar. Cuando deje de trabajar, ¿qué haré? ¿Nada?».

La respuesta es no. No harás «nada». Harás muchas cosas. Te sorprenderá y encantará descubrir el pozo de inspiración que tienes dentro, un pozo del que solo tú puedes beber. Descubrirás que no estás solo en tus anhe­los, que hay herramientas de creatividad que pueden ayudarte a sortear los distintos obstáculos de la jubilación. A los que trabajaron con El camino del artista algunas de estas herramientas les resultarán familiares. Otras son nuevas, o su uso es innovador. Este libro trata de abordar muchos temas tabú para los recién jubilados: aburrimiento, vértigo, miedo a la libertad, irritabilidad, ansiedad y depresión. Busca proporcionar a quienes pongan en práctica sus consejos un sencillo kit de herramientas que, usadas juntas, desencadenarán un renacimiento creativo. Su propósito es demostrar que todos somos creativos, que nunca es demasiado tarde para explorar nuestra creatividad.

Cuando mi padre se jubiló después de treinta y cinco años ajetreados y productivos como ejecutivo de cuentas en publicidad, se refugió en la naturaleza. Compró un terrier escocés negro llamado Blue al que sacaba todos los días a dar largos paseos. También se compró unos prismáticos para observar pájaros y comprobó que dedicar una hora a identificar seres emplumados le llenaba de asombro y alegría. Observaba pinzones, carboneros, juncos, reyezuelos y visitantes más exóticos, como garcetas. Vivía medio año en un velero en Florida y el otro medio a las afueras de Chicago. Disfrutaba de las distintas poblaciones de aves y le cautivaban sus comportamientos. Cuando se volvió demasiado peligroso que viviera solo en el barco, se instaló de forma permanente al norte, en una casita de campo cerca de una laguna. Allí veía cardenales, azulejos, urracas azules, búhos y algún que otro halcón. Cuando le visitaba, me hablaba de su amor a los pájaros. Su entusiasmo era contagioso y terminé comprando láminas de Audubon de las aves que observaba mi padre. Enmarcadas con esmero, estas láminas me alegraban la vida. La nueva afición de mi padre se convirtió pronto en la mía, aunque fuera solo a ratos.

«Solo hace falta tiempo y atención», decía mi padre. Al jubilarse había encontrado ambas cosas. Los pájaros hacían compañía a mi padre. Se puso contentísimo cuando una garza real de gran tamaño anidó en un lugar donde podía verla. Cada vez que visitaba a mi padre, tenía la esperanza de atisbarla. Las garzas eran hermosas y elegantes. Mi padre las esperaba con paciencia. Su paciencia era un regalo de su jubilación. Durante su carrera profesional intensa y llena de estrés, no había tenido ni perro ni pájaros. Pero la naturaleza le había llamado y era una llamada a la que solo pudo responder una vez jubilado.

Cuando tenía 54 años me fui a vivir a Manhattan. A los 64, cuando entraba en mi madurez, me mudé a Santa Fe. Conocía a dos personas que vivían en Santa Fe: Natalie Goldberg, la profesora de escritura, y Elberta Honstein, que criaba caballos de competición de raza Morgan. Podría decirse que tenía cubiertas las bases más importantes: me encantaba escribir y me encantaban los caballos. En mis diez años en Manhattan había escrito mucho, pero no había montado a caballo. Me mudé a Santa Fe por un ejercicio de los incluidos en El camino del artista. Había hecho una lista de veinticinco cosas que me gustaban y en los primeros puestos estaban la salvia, la ericameria, el enebro, las urracas, el mirlo de alas rojas y los cielos anchos. Era, en suma, una lista del suroeste de Estados Unidos y en la que no aparecía Nueva York por ninguna parte. No, mis amores eran la flora y la fauna del oeste del país: ciervos, coyotes, gatos monteses, águilas, halcones. No pensé en mi edad cuando hice la lista, aunque ahora me doy cuenta de que dejar Nueva York por Santa Fe puede haber sido mi última mudanza.

Me di tres días para encontrar un sitio donde vivir, cogí un avión de Nueva York a Santa Fe y empecé a buscar. Hice una lista de todo lo que pensaba que quería: un apartamento, no una casa; cafés y restaurantes a poca distancia caminando; vistas a las montañas. El primer sitio que me enseñó la agente inmobiliaria cumplía todos los requisitos de mi lista, y me horrorizó. Seguimos viendo un apartamento detrás de otro. Muchos de ellos tenían moqueta clara, y de mis años en Taos yo sabía que una moqueta así equivalía a desastre seguro.

Por fin, a última hora de mi último día de búsqueda, la agente me llevó a la última casa.

«No sé por qué le enseño esta casa», fue lo primero que dijo mientras conducía por un laberinto de senderos de tierra hasta una casita de adobe con un jardín sembrado de juguetes. «Vive una mujer con sus cuatro hijos», se disculpó mientras yo observaba la casa. Había juguetes y ropa por todas partes. Los sofás estaban cubiertos de cosas.

«Me la quedo», le dije a mi atónita agente. La casa estaba rodeada de enebros. No tenía vistas a las montañas. Estaba a kilómetros de distancia de restaurantes y cafés. Pero supe que era mi «hogar». El empinado camino de entrada sería traicionero en invierno y tuve el presentimiento de que la nieve me aislaría más de una vez. Pero también tenía una habitación octogonal y acristalada rodeada de árboles. Supe que a mi padre le habría encantado tener una «habitación para mirar a los pájaros» así. La convertí en mi cuarto para escribir y no hay un solo día pasado en ella en que no haya disfrutado aprendiendo un poco más sobre ornitología.

Llevo ya casi tres años viviendo en esta casa de adobe en la ladera de una montaña, coleccionando libros y amigos. Santa Fe ha resultado ser acogedora. Es una ciudad llena de lectores, donde se aprecia mi trabajo. A menudo me reconocen por la fotografía de la sobrecubierta de mis libros. «Gracias por tus libros», me dicen. He puesto mucho cuidado en construir mi vida en Santa Fe. Mis amistades se basan en intereses comunes. Yo creo que la creatividad es un camino espiritual y entre mis amigos hay muchos budistas y wiccanos.

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