Detrás de cada historia

Jordi Amenós Álamo

Fragmento

1. Un tesoro en la playa

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Un tesoro en la playa

HARRY: ¿Estás loco?

CALVIN: ¿Lo loco es la situación o yo?

Ruby Sparks

Quiero empezar este libro narrando una anécdota personal que viví hace unos años. Sucedió un mes de agosto. Yo paseaba por los alrededores de Cadaqués, un pueblo precioso en la Costa Brava catalana. Estaba disfrutando de los paisajes cuando encontré un lugar privilegiado para observar el atardecer: una pequeña cala escondida entre bosques y colinas.

Al llegar, me senté en aquel manto de piedras que cubría el suelo y observé el mar y el horizonte en una actitud respetuosa y meditativa. A mis oídos llegaron unas voces, oí que alguien conversaba en alemán a pocos metros de mí. Me giré hacia un lado y vi que en el extremo de la playa dos jóvenes de unos veinte años preparaban sus utensilios de excursionistas para pasar la noche: un saco de dormir, una pequeña bombona para calentar comida y poco más. De forma cordial, los excursionistas y yo nos saludamos y cada uno siguió con sus quehaceres: ellos preparando su cena y yo meditando en aquel bello entorno.

El mar estaba en calma y solo se oían las olas, algún pájaro, el viento... y poco más. Pero de pronto surgió de la lejanía un sonido de motor que se hacía cada vez más ruidoso y en el mar aparecieron dos grandes lanchas a toda velocidad directas hacia la orilla. A medida que se acercaban, pude ver con claridad que había mucha gente en cada lancha. El mar se llenó de olas por el paso veloz de las embarcaciones y el sonido de los motores retumbaba cada vez más cerca. Al final, las dos lanchas llegaron hasta la orilla y procedieron al desembarco.

De cada embarcación, eran enormes, saltaron con alegría niños que venían de excursión a la pequeña playa para hacer un picnic y cenar bajo las estrellas mirando el mar, por supuesto acompañados de sus padres. Eran seis adultos y nueve niños. Los pequeños debían de tener entre seis y once años, aproximadamente. Los adultos empezaron a descargar neveras portátiles, sillas de camping, toallas, manteles y todo lo necesario para un gran picnic en la playa. Ante el caos que se impuso en el desembarco, con unos chiquillos queriendo conocer el lugar, otros buscando en las neveras y los adultos asegurando las barcas en la orilla, una de las madres encontró una solución para que el grupo de niños permitiera que los adultos charlaran con calma mientras preparaban la cena. Así que aquella mujer reunió a todos los niños y les dijo: «Escuchadme bien: os voy a contar algo de esta playa. —Todos los niños, viendo el tono de suspense con el que la mujer envolvía la frase, callaron al instante y escucharon con atención—. En esta playa... hay un tesoro escondido. —Todos pusieron cara de sorpresa—. ¡A ver quién lo encuentra!». Y dicho esto, todos los niños salieron en alegre alboroto corriendo por la cala para encontrar el tesoro.

Yo observaba que todas las criaturas le ponían empeño y convencimiento a la búsqueda del supuesto tesoro... y, a la vez, me preguntaba cómo acabaría aquella escena, pues era evidente que el comentario del tesoro había sido una treta para quitarse a los chicos de encima.

Los pequeños corrían de punta a punta de la playa, convencidos de la existencia de un tesoro secreto que nadie había encontrado jamás. Buscaban entre las rocas, en la vegetación, levantaban piedras... Pero pasaba el rato y el tesoro no aparecía. Algunos de los chicos empezaron a expresar su frustración y su desesperación por no encontrar el tesoro que les habían anunciado.

Entonces vi a uno de los niños en el extremo de la playa. Había metido los pies en el agua y miraba el fondo del mar. De pronto, su gesto se tornó en una expresión de enorme sorpresa y alegría, y con todas sus fuerzas gritó: «¡He encontrado el tesoro!».

Inmediatamente, los otros infantes que había por la playa corrieron, en medio de un enorme griterío, hacia el lugar donde se encontraba el joven explorador. Pero no fueron los únicos que se pusieron a correr por la playa, pues los jóvenes alemanes también salieron a la carrera hacia la orilla donde todos esperaban impacientes a que el pequeño que había gritado sacara el tesoro del agua.

El niño puso las manos en el agua y levantó el tesoro por encima de su cabeza; los chicos exclamaron asombrados. El objeto en cuestión era una gran botella de cerveza que los jóvenes alemanes habían puesto en el agua para que se refrescara para la cena. Pero la escena aún no había llegado al punto álgido, pues entonces el pequeño, con el tesoro en alto, empezó a correr hacia las lanchas gritando alegre mientras todos sus amigos lo acompañaban chillando más aún. Detrás de ellos, los jóvenes alemanes perseguían su botella de cerveza, que los chicos transportaban a toda velocidad a la otra punta de la playa.

Los adultos, que ya habían preparado su picnic, se percataron del error y empezaron a reír. El niño les entregó el tesoro y una de las mamás les devolvió la botella a los jóvenes, mientras todos se reían de la divertida anécdota, aunque el joven explorador no acababa de entender lo que había pasado.

He querido empezar con esta anécdota porque en ella se reflejan varios aspectos de cómo funciona la dimensión narrativa en el ser humano.

Hay un tesoro en la playa

Cuando la mujer le dice al niño que hay un tesoro en la playa, este se lo cree. La mujer es una persona adulta y, por lo tanto, el pequeño confía totalmente en que lo que le dice es verdad. Sale a la búsqueda orientándose gracias a esa historia que lo llevará a descubrir los rincones de la playa secretos y desconocidos a primera vista.

Lo que está viviendo el chico lo vivimos todos internamente a lo largo de nuestra vida. Para los seres humanos, las historias son nuestra verdad, y más en la infancia. Esto sucede porque cuando tenemos más o menos dos años, nuestro neocórtex frontal empieza a estar activo y en él, según los científicos, se produce la comprensión de cómo funciona un argumento.

Desde ese momento, entendemos los relatos y traducimos en historia lo que va sucediendo en el mundo en general y en nuestro mundo interno. Hasta los cinco o seis años, el pensamiento mágico será el predominante. Nuestra naturaleza humana hace que nos construyamos sobre imágenes internas, que sea la imaginación una de las principales maneras de reconocernos internamente. Desde hace miles de años, la fuerza de estas imágenes ha sido el cimiento sobre el que se han creado las mitologías que guiaban a las sociedades. Vemos el mundo de forma imaginativa y también de forma poética, pues generamos metáforas del mundo que invoquen sutilidad y misterio para poder conocerlo, pues también nosotros somos conciencia y misterio continuamente. Ese lugar interno y colectivo que es el origen creativo de historias, cantos, versos y numerosas expresiones artísticas nos convierte en seres míticos y poéticos sin que seamos conscientes de ello. Por lo tanto, l

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