Aprender a morir para poder vivir

Xavi Argemí

Fragmento

Cuando tenía entre dos y tres años mi lenguaje era muy limitado y mis padres me veían un poco parado, con tendencia a estar solo. Obviamente, yo no lo recuerdo; es lo que me han contado. Incluso pensaron que era autista o que tenía algún tipo de retraso mental.

Vaya por delante que mi padre es pediatra de profesión, y mi madre, enfermera. Así que hicieron lo que cabría esperar: ir de médicos. La sorpresa vino cuando descubrieron que, en realidad, tenía una sordera por una otitis serosa. El 27 de octubre de 1998 me pusieron unos drenajes en la oreja y me quitaron las vegetaciones. Tenía poco más de tres años. Eso cambió mucho mi comunicación con el resto: dejé de ser un presunto autista y me espabilé un poco. Bueno, lo que sería de esperar en niños de esa edad.

Pero la tranquilidad no duró mucho. A pesar de ser capaz de expresarme mejor, era bastante torpe en la movilidad y me caía a menudo. Tenía unos gemelos muy gruesos, y algunas amigas de mi madre le pronosticaron que sería un buen futbolista. Pero a principios de 1999 me hicieron una analítica al sospechar ya de una enfermedad muscular.

Aquí la hipótesis estuvo mejor enfocada que en las sospechas de autismo. En esta segunda ocasión, efectivamente, las analíticas detectaron unos niveles muy altos de una enzima que se llama creatinfosfocinasa; la tenía en 40.000, cuando lo normal en mi caso debería haber sido 30.

Y así llegó el 11 de marzo de 1999. Aquel día me hicieron una biopsia, que había solicitado el día 1 de marzo el doctor Colomer, neurólogo. Ya veréis que en lo que se refiere a los datos y las fechas, en general seré muy escrupuloso.

La biopsia me hizo mucho daño, a juzgar por los gritos que di; eso, al menos, es lo que recuerda mi madre. Yo no lo recuerdo porque tenía tres años. El resultado fue claro: tenía una enfermedad rara que recibe el nombre de «distrofia muscular de Duchenne». Era, pues, un Duchenne, además de ser un Argemí Ballbè.

Eso, lógicamente, fue un impacto para mi familia. Yo no tenía uso de razón, y me iría dando cuenta con el tiempo. Lo que me dicen es que ese día mis padres se reunieron con algunos de mis hermanos y hermanas y trataron de explicarles la noticia de la forma más precisa y sencilla posible. Eso sí lo tienen mis padres, lo de no poner muchos adornos a la hora de explicar la realidad de las cosas. Cada uno por su cuenta, luego, fue a buscar la expresión «Distrofia muscular Duchenne» en las enciclopedias y los manuales.

Y más de uno lloró. La perspectiva que dibujaban esos textos no iba desencaminada desde el punto de vista médico, por lo que hemos ido viendo después: se trataba de una enfermedad incurable y progresiva que iría limitando mi movilidad y mi capacidad muscular en general. Una cosa distinta es la manera como mis hermanos, mis padres y yo mismo teníamos que responder a esa nueva circunstancia. De esa respuesta es de lo que quiero tratar en este libro. A propósito de esto, permitidme un salto temporal para viajar hasta el 10 de agosto de 2019.

Aquel día me faltaban solo cuatro años para cumplir los veinticuatro. Cuando uno cumple años, a veces la gente se pone a hacer balance. En mi casa hemos celebrado mucho los cumpleaños, siempre, y en efecto voy viendo que todo el mundo tiene sus proyectos y sus ilusiones. Y yo las mías, también.

Aquel día estaba, precisamente, reflexionando con uno de mis hermanos acerca de lo que había sido mi vida hasta entonces. Sobre de dónde vengo.

El escenario de esa conversación ya era ilustrativo de por sí: él estaba bañándose en una piscina y yo lo miraba desde mi silla de ruedas eléctrica. No es que le tuviera envidia. Yo mismo le había dicho que estaría encantado si se zambullía un rato. Antes, años atrás, yo también me habría dado un chapuzón, pero desde hacía un tiempo todo era ya demasiado complicado. Bajarme hasta el agua implicaba moverme con una especie de minigrúa y, con lo frágil que ya estaba, fácilmente podía hacerme daño. Hace un tiempo que ya no puedo mover muchos músculos, aunque sí los de las manos. No puedo acercarme una cerveza hasta los labios —de hecho, ya casi no puedo tomarla—, pero sí puedo teclear en el teléfono móvil, gestionar los comandos de la silla motorizada y manejar un ratón de ordenador.

En esa estampa, él en la piscina y yo en la silla, reflexionábamos a propósito de la vida pasada. Y mi percepción no tiene marcado un 11 de marzo de 1999, sino alguna fecha indeterminada cuando iba camino de cumplir diez años. La distrofia es de nacimiento, pero, al ser una enfermedad degenerativa, sus efectos se van notando con el paso del tiempo.

Hay una fotografía que plasma muy bien aquella época en la que me di cuenta de que algo fallaba. Es la única foto que me han hecho de estudio. En realidad, no solo a mí: todos los hermanos y las hermanas, a escondidas de nuestros padres, participamos en una sesión de fotos para dar una sorpresa a mi madre en su cincuenta cumpleaños, que fue en septiembre de 2004. Nos las hizo en casa un amigo de mi hermano Marc, Mariano, un fotógrafo argentino con mucho talento, como se ha visto después.

Ahora que pienso en ella, esa foto supone el punto que marca bastante el paso de caminar a no poder hacerlo. Ese día yo tenía un moratón enorme sobre el ojo. La foto está colgada en una pared del pasillo que lleva a mi habitación, y la verdad es que no me gusta mucho: parece una de esas fotografías de niños hambrientos y sucios de una de aquellas ciudades adonde llegaban los aliados después de días de duros combates. Dicho sea esto con todo el respeto por Mariano, pues la foto está muy bien hecha, lo que pasa es que yo me había caído unas semanas antes. Hacía relativamente poco que, para no cansarme, solía utilizar una silla sencilla, como de niño, que mis compañeros de clase podían mover de aquí para allá sin complicaciones. El día del pequeño accidente me caí hacia delante mientras bajábamos una rampa en la escuela. Nada que hiciera necesarios ni hospitales ni puntos. Eso sí, la cara me quedó hecha un cromo.

La foto, en conjunto, fue del agrado de mi madre. Pero a mí me recuerda el castañazo. Marca el momento en que fui tomando conciencia de que algo pasaba. No fue el primer golpe en la cabeza que me di aquellos meses. Cuando veía que me caía, me decía: «Ya tengo claro que no estoy bien». No hay que ser muy lúcido. Pero no es como el 11 de marzo de 1999 para mis padres. En mi caso, es completamente diferente. Es como si poco a poco fuera subiendo la temperatura de una habitación, y tras un buen rato te das cuenta de que estás ardiendo y sabes que tienes que quitarte ropa. Duchenne es un compañero de viaje que se va mostrando poco a poco, como algo natural. Tan natural para mí como desconocido para el resto. Con esto quiero decir que te vas dando cuenta en la medida que también te puedes ir comparando con los demás: cosas que a los otros les salían de manera natural yo necesitaba Dios y ayuda para hacerlas... Hasta que llegó el momento en el que ya no me lo podía ni plantear.

Me parecía geni

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