Cuando digo no, me siento culpable

Manuel J. Smith

Fragmento

Prólogo

Prólogo

La teoría y las técnicas verbales de la terapia asertiva (o afirmativa) sistemática son resultado directo de los trabajos efectuados con seres humanos normales, en el curso de los cuales se intenta enseñarles algo acerca de la manera de enfrentarse eficazmente con los conflictos que a todos nos plantea el hecho de la convivencia con otros. Mi motivación inicial para establecer un método sistemático encaminado a enseñar a «estar a la altura», a reaccionar de manera asertiva, arranca de mi nombramiento como Oficial de Evaluación sobre el Terreno, en el Centro de Formación y Perfeccionamiento del Cuerpo de la Paz, situado en las colinas próximas a Escondido, California, durante el verano y el otoño de 1969. En el curso de dicho período observé, descorazonado, que las técnicas tradicionales —conocidas, pintorescamente, con el nombre de «armamentarium» del psicólogo clínico (o de cualquier otra disciplina terapéutica, para el caso)— resultaban harto limitadas dentro de aquel marco de formación. La intervención en caso de crisis, el asesoramiento o la psicoterapia individuales, y los métodos o procesos de grupo, incluidos los de formación de la sensibilidad o los de crecimiento-encuentro en grupo, poco hacían para enseñar a los reclutas relativamente normales del Cuerpo de la Paz a resolver los problemas cotidianos de la interacción humana que la mayoría de los voluntarios veteranos habían visto planteárseles en el extranjero, en sus países huéspedes. Nuestro fracaso en el intento de ayudar a aquellos entusiastas jóvenes de ambos sexos se hizo patente al cabo de doce semanas de adiestramiento práctico y teórico intensivo, cuando, por ejemplo, se les practicó la primera demostración de un rociador portátil de insecticida. Sentados sobre sus talones en un campo polvoriento, para simular un grupo de labradores latinoamericanos, había un abigarrado conjunto de doctores en filosofía y psicólogos, un psiquiatra, instructores de lenguaje y voluntarios veteranos disfrazados con sombreros de paja, pantalón corto, sandalias, botas de soldado, zapatos de tenis o simplemente descalzos. Mientras los alumnos llevaban a cabo su demostración sobre el terreno, los pretendidos labradores mostraban escaso interés por el rociador de insecticida, por el aparato en sí, y gran interés en cambio por los forasteros que habían aparecido en los campos de su aldea. Si es cierto que los alumnos eran capaces de dar respuestas acertadas a toda clase de preguntas sobre agronomía, lucha contra las plagas, regadío o fertilización, ni uno solo de ellos pudo dar una respuesta creíble a las preguntas que con toda probabilidad serían las primeras que les formularían aquellas gentes a las que deseaban ayudar: «¿Quién os ha enviado aquí a vendernos ese aparato?» «¿Por qué os empeñáis en que lo empleemos?» «¿Por qué habéis venido desde el otro extremo de América para explicarnos esto?» «¿Qué ganáis con ello?» «¿Por qué habéis venido primero a nuestro pueblo?» «¿Por qué tenemos que conseguir mejores cosechas?», etc. Mientras todos y cada uno de los alumnos trataban, exasperados, de hablar del aparato rociador, los pretendidos labriegos no cesaban de formular preguntas acerca de las razones de su visita. Ni un solo alumno, que yo recuerde, respondió asertivamente más o menos con estas palabras: «Quién sabe... ¿Quién conoce la respuesta a todas vuestras preguntas? Yo no. Yo solo sé que deseaba venir a vuestro pueblo y conoceros y mostraros cómo este aparato puede ayudaros a cultivar más alimentos. Si deseáis aumentar vuestras cosechas, tal vez yo os pueda ayudar en ello». Sin esa clase de actitud no defensiva y de respuesta verbal asertiva, cuando se encontraron en la posición indefendible de ser interrogados en busca de motivos poco honestos, la mayoría de los alumnos vivieron una experiencia turbadora e inolvidable.

Aunque les habíamos dado una buena preparación lingüística, cultural y técnica, no les habíamos preparado en absoluto para enfrentarse de manera asertiva y confiada a un examen personal crítico, efectuado en público, de sus motivos, sus deseos, sus debilidades y aun de sus fuerzas; en breve, para un examen de sí mismos en tanto que personas. No les habíamos enseñado a resolver una situación en la que el alumno se empeñaba en hablar de agronomía mientras que los fingidos campesinos (como lo hubieran hecho los de verdad) solo querían hablar de los propios alumnos. No les habíamos enseñado a reaccionar en parecida situación porque en aquel entonces no sabíamos qué debíamos enseñarles. Todos teníamos ideas vagas acerca de la situación, pero ninguna de ellas nos resultaba muy útil. No enseñamos a los alumnos a afirmarse a sí mismos sin tener que justificarse o dar una razón para todo lo que hacen o quieren hacer. No enseñamos al alumno a decir simplemente: «Porque quiero...» y a dejar luego lo demás al buen criterio de las personas a las que iba a tratar de prestar ayuda.

En las pocas semanas que quedaban antes de la ceremonia del juramento y de su marcha, llevé a cabo un sinnúmero de experimentos con toda clase de variaciones e improvisaciones de adiestramiento terapéutico con todos los alumnos que se mostraron bien dispuestos a ello. A medida que se acercaba la última semana, el número de los alumnos que me evitaban iba en aumento. Ninguna de las ideas brotadas de mi cerebro dio por el momento resultado alguno, ni pareció siquiera prometedora. Pero hice, eso sí, una observación importante: los alumnos que se mostraban menos capaces de enfrentarse a un examen personal crítico se comportaban, en su trato con otras personas, como si no pudieran admitir el menor fracaso; parecían persuadidos de que tenían que ser perfectos.

Hice esta misma observación durante mis cargos clínicos, en 1969 y 1970, en el Centro de Terapia del Comportamiento, de Beverly Hills, California, y en el Hospital de la Administración para Veteranos, en Sepúlveda, California. Durante el tratamiento y la observación de pacientes cuyo diagnóstico iba desde manías normales o leves hasta graves perturbaciones neuróticas y hasta esquizofrenias, descubrí que muchos de ellos tenían la misma incapacidad para mostrarse a la altura que los jóvenes reclutas del Cuerpo de la Paz, solo que en grado mucho mayor. Muchos de aquellos enfermos parecían incapaces de enfrentarse con afirmaciones o preguntas críticas acerca de sí mismos formuladas por otras personas. Uno de los enfermos, en particular, se mostraba tan marcadamente reacio a hablar de nada que guardara relación con él, que en cuatro meses de terapia tradicional solo se consiguió arrancarle unas pocas docenas de frases. A causa de su mutismo y su aislamiento de otras personas y de la manifiesta ansiedad que le producía la proximidad de otros, se le diagnosticó como un caso grave de ansiedad neurótica. Guiado por la intuición de que se trataba simplemente de un caso extremo del síndrome de los alumnos del Cuerpo de la Paz, dejé de «hablarle» de sí mismo para hablarle de las personas que más conflictos le habían causado en la vida. Durante un período de semanas averigüé que sentía terror y hostilidad al mismo t

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