El camino de la autodependencia

Jorge Bucay

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Seguramente hay un rumbo posiblemente y de muchas maneras personal y único.

Posiblemente haya un rumbo seguramente y de muchas maneras el mismo para todos.

Hay un rumbo seguro y de alguna manera posible.

De manera que habrá que encontrar ese rumbo y empezar a recorrerlo. Y posiblemente habrá que arrancar solo y sorprenderse al encontrar, más adelante en el camino, a todos los que seguramente van en la misma dirección.

Este rumbo último, solitario, personal y definitivo, sería bueno no olvidarlo, es nuestro puente hacia los demás, el único punto de conexión que nos une irremediablemente al mundo de lo que es.

Llamemos al destino final como cada uno quiera: felicidad, autorrealización, elevación, iluminación, darse cuenta, paz, éxito, cima, o simplemente final... lo mismo da. Todos sabemos que arribar con bien allí es nuestro desafío.

Habrá quienes se pierdan en el trayecto y se condenen a llegar un poco tarde y habrá también quienes encuentren un atajo y se transformen en expertos guías para los demás.

Algunos de estos guías me han enseñado que hay muchas formas de llegar, infinitos accesos, miles de maneras, decenas de rutas que nos llevan por el rumbo correcto. Caminos que transitaremos uno por uno.

Sin embargo, hay algunos caminos que forman parte de todas las rutas trazadas.

Caminos que no se pueden esquivar.

Caminos que habrá que recorrer si uno pretende seguir.

Caminos donde aprenderemos lo que es imprescindible saber para acceder al último tramo.

Para mí estos caminos inevitables son cuatro:

1. El camino del encuentro definitivo con uno mismo, que yo llamo El camino de la Autodependencia.

2. El camino del encuentro con el otro, del amor y del sexo, que llamo El camino del Encuentro.

3. El camino de las pérdidas y de los duelos, que llamo El camino de las Lágrimas.

4. Y el camino de la completud y de la búsqueda del sentido, que llamo El camino de la Felicidad.

A lo largo de mi propio viaje he vivido consultando los apuntes que otros dejaron de sus viajes y he usado parte de mi tiempo en trazar mis propios mapas del recorrido.

Mis mapas de estos cuatro caminos se constituyeron en estos años en hojas de ruta que me ayudaron a retomar el rumbo cada vez que me perdía.

Quizá mis libros puedan servir a algunos de los que, como yo, suelen perder el rumbo, y quizá, también, a aquellos que sean capaces de encontrar atajos. De todas maneras, el mapa nunca es el territorio y habrá que ir corrigiendo el recorrido cada vez que nuestra propia experiencia encuentre un error del cartógrafo. Sólo así llegaremos a la cima.

Ojalá nos encontremos allí.

Querrá decir que ustedes han llegado.

Querrá decir que lo conseguí también yo.

J. B.

LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE

Un día de octubre, una voz familiar en el teléfono me dice:

Salí a la calle que hay un regalo para vos.

Entusiasmado, salgo a la vereda y me encuentro con el regalo. Es un precioso carruaje estacionado justo frente a la puerta de mi casa. Es de madera de nogal lustrada, tiene herrajes de bronce y lámparas de cerámica blanca, todo muy fino, muy elegante, muy «chic». Abro la portezuela de la cabina y subo. Un gran asiento semicircular forrado en pana bordó y unos visillos de encaje blanco le dan un toque de realeza al cubículo. Me siento y me doy cuenta que todo está diseñado exclusivamente para mí, está calculado el largo de las piernas, el ancho del asiento, la altura del techo... todo es muy cómodo, y no hay lugar para nadie más. Entonces miro por la ventana y veo «el paisaje»: de un lado el frente de mi casa, del otro el frente de la casa de mi vecino... y digo: «¡Qué bárbaro este regalo! Qué bien, qué lindo...». Y me quedo un rato disfrutando de esa sensación.

Al rato empiezo a aburrirme; lo que se ve por la ventana es siempre lo mismo. Me pregunto: «¿Cuánto tiempo uno puede ver las mismas cosas?». Y empiezo a convencerme de que el regalo que me hicieron no sirve para nada.

De eso me ando quejando en voz alta cuando pasa mi vecino que me dice, como adivinándome:

¿No te das cuenta que a este carruaje le falta algo?

Yo pongo cara de qué-le-falta mientras miro las alfombras y los tapizados.

Le faltan los caballos —me dice antes que llegue a preguntarle.

Por eso veo siempre lo mismo —pienso—, por eso me parece aburrido...

Cierto —digo yo.

Entonces voy hasta el corralón de la estación y le ato dos caballos al carruaje. Me subo otra vez y desde adentro grito:

¡¡Eaaaaa!!

El paisaje se vuelve maravilloso, extraordinario, cambia permanentemente y eso me sorprende.

Sin embargo, al poco tiempo empiezo a sentir cierta vibración en el carruaje y a ver el comienzo de una rajadura en uno de los laterales.

Son los caballos que me conducen por caminos terribles; agarran todos los pozos, se suben a las veredas, me llevan por barrios peligrosos.

Me doy cuenta que yo no tengo ningún control de nada; los caballos me arrastran a donde ellos quieren.

Al principio, ese derrotero era muy lindo, pero al final siento que es muy peligroso.

Comienzo a asustarme y a darme cuenta que esto tampoco sirve.

En ese momento, veo a mi vecino que pasa por ahí cerca, en su auto. Lo insulto:

¡Qué me hizo!

Me grita:

¡Te falta el cochero!

¡Ah! —digo yo.

Con gran dificultad y con su ayuda, sofreno los caballos y decido contratar a un cochero. A los pocos días asume funciones. Es un hombre formal y circunspecto con cara de poco humor y mucho conocimiento.

Me parece que ahora sí estoy preparado para disfrutar verdaderamente del regalo que me hicieron.

Me subo, me acomodo, asomo la cabeza y le indico al cochero adónde quiero ir

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