El límite te lo pones tú

Alex Roca Campillo

Fragmento

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A los seis meses tuve una encefalitis vírica herpética. Es un herpes que normalmente sale en la piel, pero a mí me salió en el cerebro. Los médicos que me trataban les dijeron a mis padres que podían pasar dos cosas: que me muriera o que me quedara en estado vegetativo. Por suerte, ninguna de estas dos opciones sucedió, y aquí estoy.

Una de las frases que he oído más veces en mi vida desde muy pequeño es «No podrás»: «No podrás andar», «No podrás conducir», «No podrás vivir solo»... Pero yo no soporto el NO y, de momento, con veintisiete años, ando, he corrido varias carreras de cinco y diez kilómetros, he participado en triatlones y un acuatlón y, desde hace unos meses, vivo con Mari Carme, mi novia. Como podéis imaginar no ha sido un camino fácil, he luchado mucho y no me he rendido nunca, pero esta es mi manera de encarar la vida.

Gracias a un medicamento que hacía pocos años que existía y que estaba en fase experimental, los médicos pudieron frenar la evolución del herpes y me salvaron la vida. Los profesionales del Hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona aseguraron que, si no hubiera sido por aquel medicamento, no habría sobrevivido.

El herpes vírico me provocó secuelas como una parálisis física del 76 % del cuerpo que me afecta sobre todo la mitad izquierda del cuerpo y el habla y también tuve una hemiplejia. Me operaron dos veces los tendones porque tenía una curvatura muy pronunciada en el pie. También tenía el brazo izquierdo pegado totalmente al cuerpo, pero gracias al constante trabajo de los fisioterapeutas durante años, he mejorado mucho la movilidad.

Hablo con lengua de signos porque, a pesar de que puedo articular sonidos ya que las cuerdas vocales no me quedaron afectadas, tengo la boca paralizada. De pequeño no controlaba la fuerza con la boca y, si intentaba beber agua en un vaso de vidrio, a veces lo rompía. Mis padres tuvieron que ir corriendo a urgencias más de una vez para asegurarse de que no me había quedado ningún trozo de vidrio dentro de la boca. Por suerte, ahora controlo mejor mi fuerza y ya no me pasan estas cosas.

Además, de niño, también tenía serios problemas para comunicarme y lloraba mucho porque nadie me entendía. Señalaba las cosas, pero aun así no siempre conseguía que me entendieran. Era muy frustrante y hacía que me sintiera muy mal.

No obstante, los médicos vieron que intelectualmente, por suerte, no estaba afectado, y el logopeda de Sant Joan de Déu propuso a mis padres que aprendiésemos la lengua de signos. Todos los fines de semana mis padres, mi hermano y yo íbamos a un centro para aprender a signar. Aquello nos cambió la vida a todos porque pude empezar a comunicarme con mi familia y explicarles qué quería. Ya no volví a salir llorando del súper cuando mi madre no entendía que quería que me comprara mis galletas favoritas.

Pero no os penséis que utilizo la lengua de signos como todo el mundo. Como tengo problemas de movilidad en el brazo izquierdo, no puedo hacer los signos como el resto de las personas y me he inventado mi propio lenguaje. De niño, cuando conocía a alguien que no sabía la lengua de signos, le dibujaba las letras en el brazo y le iba escribiendo las palabras. Así es como empecé a comunicarme con mi gran amigo Arnau en el patio del colegio. Aquel método era efectivo pero muy lento... También encontré la forma de hablar por teléfono con los amigos: para responder una pregunta afirmativamente hacía un sonido, y para decir que no, hacía dos sonidos.

Cuando aprendí la lengua de signos, pude entrar en el colegio Costa i Llobera, un centro público ordinario de Barcelona. Fui después de haber acudido un año a la escuela de educación especial Nadís. Aquel fue un momento clave en mi vida. En el Costa i Llobera me trataban como a un alumno más y me sentía muy querido. Además, una vez por semana venía una profesora a enseñar a signar a mis compañeros. Esto me ayudó mucho porque así todos los niños y niñas de la clase podían comunicarse conmigo. El primer año, en P3, ya cantamos la canción de Navidad con lengua de signos.

Aprender a andar tampoco fue fácil. En esto tuvo mucho que ver una persona que es tanto o más terca que yo: mi abuelo. Cada vez que venía a verme a casa, me ponía de pie apoyado en la pared y me animaba a soltarme. Pero a mí me daba mucho miedo porque no me sentía las piernas y pensaba que me caería de morros al suelo. Entonces decía: «Vamos, Alex, agárrate de mi dedo y da un paso». Y así una y otra vez. Era persistente. Y cuando lo conseguía, exclamaba contento: «Vamos, ¡ahora dos más!». Y, gracias a mis intentos y a su tenacidad, conseguí andar. Gracias, abuelo, ¡sin ti no hubiera llegado tan lejos!

Me gusta perseguir los objetivos que me propongo y luchar por conseguirlos. Mi hermano Víctor dice que soy la persona más valiente y alegre que conoce. Y un luchador nato. Pero yo creo que todos somos valientes y luchadores, que todos podemos conseguir lo que nos propongamos si trabajamos y creemos en ello.

A pesar de mi parálisis, no he dejado de hacer nada en la vida: he estudiado, juego al fútbol, viajo, conduzco, salgo de fiesta con mis amigos, he participado en cuatro triatlones y un acuatlón, en la Pilgrim Race, en la Monegros, en la Media Maratón de Barcelona y dos veces en la Titan Desert, la prueba más dura del mundo en bicicleta de montaña (más de 640 kilómetros en seis días por el desierto del Sáhara). Pero siempre tengo nuevos retos que superar.

No dejéis que los demás os digan lo que podéis hacer, poneos vosotros mismos vuestros límites. Yo nunca he hecho caso de lo que me han dicho y he conseguido hitos impensables. Si estáis motivados, os lo proponéis firmemente y no desistís, lograréis hacer muchas cosas. Solo tenéis que proponéroslo.

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