Optimismo y salud

Luis Rojas Marcos

Fragmento

1. Optimismo: vacuna contra la desesperanza

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Optimismo: vacuna contra la desesperanza

A lo largo de los años, tanto en mi vida personal como en mi trabajo en el mundo de la medicina, la psiquiatría y la salud pública, he tenido oportunidad de confirmar, en incontables ocasiones, que nuestra forma de percibir e interpretar las situaciones que nos plantea la vida ejerce un inmenso poder sobre nuestras emociones, juicios, decisiones y conductas.

Estudiar a fondo la relación entre nuestra perspectiva más o menos positiva de las cosas y la satisfacción con la vida en general ha sido siempre una de mis prioridades. Por eso, hace unas tres décadas me incorporé al grupo de profesionales de la medicina que, más allá del tradicional tratamiento de enfermedades, se volcaron en investigar los rasgos de la personalidad y las actividades que fomentan y protegen la salud en su más amplio sentido: el estado de completo bienestar físico, psicológico y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.[1]

Esta nueva medicina de la calidad de vida comenzó a manifestarse en la promoción de actividades físicas estimulantes en los años noventa del siglo pasado. Su objetivo no consistía solo en fortalecer nuestro sistema inmunológico y prevenir dolencias cardíacas o metabólicas; también se orientaba a aumentar la resistencia al estrés e inducir estados de ánimo positivos derivados del ejercicio físico.[2]

Pero, además, la medicina de la calidad de vida tuvo ejemplos memorables en campos como la farmacología, empezando por la píldora anticonceptiva, que cambió la vida de millones de mujeres en todo el mundo. Comercializada en 1960, esta combinación de estrógeno y progesterona no cura ninguna enfermedad, pero liberó a la mitad de la humanidad al poner en sus manos la crucial decisión sobre la maternidad. Y tampoco olvidemos esas pequeñas tabletas azules, compuestas de sildenafilo, conocidas como Viagra, que restauran el vigor sexual en muchos hombres afligidos por el estrés, la diabetes u otras dolencias metabólicas.

Al igual que sus colegas médicos, los especialistas en salud mental se volcaron desde el principio en hallar formas de mitigar los síntomas que arruinaban la vida de los enfermos mentales, y a menudo también la de sus familiares. Era una misión que no resultaba nada fácil, pues el estudio del funcionamiento del cerebro siempre ha planteado un enorme desafío. Además, los aspectos positivos de la mente humana se habían ignorado hasta entonces, porque tanto la psicología como la psiquiatría estuvieron influenciadas desde sus comienzos por el fatalismo filosófico.[3] Sin embargo, a principios de este siglo, un grupo creciente de psiquiatras y psicólogos fue más allá de las dolencias emocionales, para investigar los rasgos de la personalidad que contribuyen al bienestar emocional y la satisfacción con la vida de las personas. Hoy está sólidamente establecida la asignatura Psicología Positiva.[4]

Profundizar e invertir en las cualidades naturales de las personas para ver la vida desde una perspectiva positiva y esperanzadora no debe interpretarse como una forma de infravalorar o ignorar los aspectos negativos y dolorosos de nuestra existencia. Se trata más bien de reconocer que, para vivir una vida saludable y completa, no basta con curar los males que nos aquejan; es igualmente importante conocer y fortificar los aspectos favorables de nuestra naturaleza, que nos ayudan a motivarnos para superar los retos que nos plantea la vida y alcanzar nuestras metas.

A nivel personal, permitidme que comparta brevemente un ejemplo que viví en primera persona durante mi infancia y adolescencia. Desde los siete años mi adaptación al mundo que me tocó vivir fue bastante turbulenta. La hiperactividad, la curiosidad insaciable, la atracción por las aventuras y el hecho de que cualquier mosca podía cautivar mi atención me conducían con regularidad a fracasos escolares y situaciones arriesgadas que preocupaban a mis padres y a mis maestros. Recuerdo hacerme interiormente la pregunta «¿Y quién demonios soy yo?». Las repuestas reflejaban los calificativos que los adultos más cercanos solían utilizar para describirme: «Un niño travieso que no para quieto», «más malo que la quina», «un rabo de lagartija». En mi pequeño mundo de entonces, la impotencia para regular mi bullicioso temperamento se traducía en fallidos propósitos de enmienda.

Mi madre, siempre comprensiva y a quien a veces incluso mis diabluras le hacían gracia, había bautizado mi hiperactividad con el nombre inventado de furbuchi. Me convenció muy pronto de que contenía una buena dosis de creatividad, por lo que el quid de la cuestión estaba en saber encauzarla. En ese sentido, fomentó en mí la ilusión por la música, lo que se convirtió en un protector muy eficaz de mi autoestima.

Sin embargo, mi perpetuo estado de marcha y distracción me robaban una gran parte de la concentración necesaria para asimilar las materias escolares. Los tropiezos colegiales culminaron a los catorce años, en cuarto de bachillerato, curso que suspendí sin remedio y precipitó mi salida del colegio.

Pasé un año dando bandazos «por libre» en varias academias. Mis padres comenzaron a pensar que, con vistas al futuro, quizá lo mejor para mí podía ser aprender algún idioma u oficio que no requiriese el bachillerato. Como última oportunidad, decidieron matricularme en un instituto conocido por aceptar a muchachos «cateados» de otros centros de enseñanza. Este nuevo reto, sin embargo, abrió inesperadamente un esperanzador capítulo en mi vida.

La protagonista fue doña Lolina, la temida directora del colegio. De mirada expresiva y penetrante, doña Lolina era una mujer seria, fuerte, perceptiva y, sobre todo, experta en la vida y milagros de adolescentes problemáticos. La primera orden que me dio fue que en el aula me sentara en la primera fila —hasta entonces mi sitio, preferido por mí y por mis maestros, siempre había sido la última—, y cuando intuía que tenía dificultad con alguna asignatura, me animaba a que hablase con el profesor y negociara amistosamente la solución con él. Estoy convencido de que ella antes, sin decírmelo, había preparado el terreno.

Con la confianza y mi motivación estimuladas por el nuevo y receptivo ambiente escolar, a los quince años comencé a practicar lo que en psicología se conoce como «funciones ejecutivas». Por ejemplo, aplicar el freno a la impulsividad, controlar en lo posible mi comportamiento y fijarme algunos objetivos alcanzables. Recuerdo que en este tiempo descubrí los beneficios de conversar conmigo mismo. Estos diálogos y debates íntimos me ayudaban a analizar y explicarme de forma positiva los sucesos que me afectaban. También me sirvieron para montar estrategias que me facilitaban el aprendizaje. Por ejemplo, advertí la utilidad de dividir la materia en partes, hacer esquemas y resúmenes, y estudiar en lugares sin moscas, ni vistas ni música que me distrajesen. Al mismo tiempo acepté que, a la h

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