Homo emoticus

Richard Firth-Godbehere

Fragmento

Introducción. ¿Cómo te sientes?

Introducción

¿Cómo te sientes?

Mi gata pasa buena parte de su tiempo enfadada. Su manera habitual de demostrar ese enfado consiste en perseguir su propia cola y dar golpecitos con ella mientras suelta chillidos, gruñidos y bufidos. Un observador externo podría pensar que odia su cola y punto, pero yo puedo asegurarle que es una muestra de mal genio y va dirigida hacia mí. Lo hace cuando le doy de comer media hora tarde, o cuando me siento en su sitio en el sofá, o cuando cometo el espantoso crimen de permitir que llueva. Obviamente, Zazzy no es ni mucho menos el único animal de compañía que expresa su ira ante la desobediencia de su dueño. Cualquiera que tenga un gato, un perro, un conejo, una serpiente o cualquier otra mascota sabe que sienten emociones y las expresan siempre que pueden. Son capaces de manifestar enfado, exigencia y afecto, a menudo todo ello a un tiempo. Las emociones parecen invadir a nuestros compañeros animales tan libremente como nos invaden a nosotros.

Sin embargo, las apariencias engañan: en realidad, las mascotas no sienten emociones. Y antes de que te encastilles alegando que «¡Mi gato me quiere!», me apresuraré a decir que no son sólo las mascotas: tampoco los humanos sentimos emociones. Las emociones son sólo un puñado de sentimientos que los occidentales decidimos meter en una misma caja conceptual hará unos doscientos años. El concepto de emoción es una idea moderna, un constructo cultural. La noción de que los sentimientos son algo que acontece en el cerebro se inventó a principios del siglo XIX.[1]

Para la lingüista Anna Wierzbicka, sólo hay una palabra relativa a los sentimientos que podría considerarse universal: el propio verbo sentir.[2] Pero lo que podemos sentir va mucho más allá de lo que en general se entiende por emoción: está el dolor físico, el hambre, el calor o el frío, o la sensación de tocar algo. En la cultura occidental se han utilizado diferentes términos en distintos momentos de la historia para describir determinados tipos de sentimientos. Así, tradicionalmente se ha hablado de «temperamentos» (la forma en que los sentimientos de las personas las hacen comportarse), de «pasiones» (sentimientos que experimenta en un principio el cuerpo pero afectan al alma) o de «sentires» (los sentimientos que uno alberga cuando, por ejemplo, ve algo hermoso o a alguien actuando de manera inmoral). Hoy hemos dejado atrás la mayoría de estos conceptos históricos y los hemos reemplazado por un único término general que describe un determinado tipo de sentimiento procesado en el cerebro: «emoción». El problema es que resulta difícil precisar qué tipos de sentimientos son o no emociones. Hay casi tantos modos de definir las emociones como personas que se dedican a estudiarlas. Algunas incluyen el hambre y el dolor físico; otras no. Tampoco es que el concepto de «emociones» resulte acertado y la noción de «pasiones» desacertada: es simplemente que el concepto de «emoción» constituye una caja conceptual más novedosa; una caja —cabría añadir— cuyos bordes resultan algo difusos. La cuestión, entonces, es la siguiente: si en verdad la emoción es tan sólo un vago constructo moderno, ¿por dónde empezar a la hora de escribir un libro sobre ella?

¿QUÉ ES LA EMOCIÓN?

El mayor problema a la hora de intentar responder a la pregunta «¿Qué es la emoción?» reside en el hecho de que plantearse algo así es un poco como intentar responder a la pregunta «¿Qué es el azul?». Podrían señalarse algunos datos científicos sobre la refracción de la luz y las longitudes de onda, pero el hecho es que «azul» significa muchas cosas diversas para muchas personas distintas. Algunas culturas, como la tribu himba de Namibia, no reconocen el azul como un color en sí mismo. Lo conciben como un tipo de verde, uno de los muchos verdes que les permiten diferenciar entre los sutiles matices de las hojas en las selvas y praderas en las que viven. Para ellos, saber diferenciar una inocua hoja verde azulada de una venenosa hoja verde amarillenta podría significar la diferencia entre la vida y la muerte.[3]

Si diseñáramos un test de colores y les pidiéramos a los miembros de la tribu himba que clasificaran los objetos que se parecen al color de la hierba en una pila y los objetos que se parecen al color del cielo en otra, obtendríamos una pila con muchos verdes y otra con muchos azules. Comprensiblemente, eso podría llevarnos a pensar que los conceptos de verde y azul son universales. Pero si, en cambio, les pidiéramos que clasificaran los objetos en una pila azul y en otra verde, a buen seguro veríamos un montón de cosas azules en lo que un occidental denominaría casi con toda certeza la pila verde. En ese caso, de forma asimismo comprensible, pensaríamos que la percepción del color es un constructo cultural.[4]

De manera similar, podríamos tomar fotografías de personas haciendo muecas basadas en diversas emociones tal como nosotros las entendemos, y luego formular la pregunta equivalente a «¿De qué color es el cielo?» Por ejemplo, podríamos preguntar: «¿Qué cara pondrías cuando comes algo podrido?» Entonces, cuando la tribu señalara la foto de una «cara de asco» (la boca entreabierta con los labios curvados hacia abajo, la nariz arrugada y los ojos entornados: la expresión que muchos en Occidente asocian a la repugnancia), parecería justificado afirmar que la repugnancia es universal. O bien, podríamos tomar fotografías de una serie de expresiones faciales y pedirle a un grupo de personas que las clasificaran en una pila de «repugnancia» y una pila de «enfado». Puede que entonces nos sorprendiéramos al encontrar la cara de asco en la pila del enfado, junto con expresiones de sorpresa, ira, temor y confusión. Si eso sucediera, quizá nos convenceríamos también en este caso de que las emociones son un constructo cultural. La cuestión es, entonces: ¿cuál de estos dos métodos es el correcto? ¿Es cuestión de natura o de cultura? Bueno, como suele suceder cuando se trata de este tipo de preguntas binarias, la respuesta probablemente es sí.

Volveremos a ello de forma mucho más detallada más adelante en este libro; por ahora baste decir que tanto la cultura como la biología cuentan. Nuestra educación y nuestra cultura nos enseñan cómo se supone que debemos comportarnos cuando sentimos algo. Pero nuestros sentimientos en sí mismos pueden compartir un origen evolutivo. De la misma manera que la concepción del color verde de los himbas difiere de la mía, así también el contexto, el idioma y otros factores culturales desempeñan un papel en la forma en que cada ser humano concibe las emociones. Todos podemos sentir cosas similares, aunque nuestro modo de concebir y expresar esos sentimientos cambia de una época a otra y de una cultura a otra. Es en esas importantes diferencias donde mora la historia de la emoción y, por ende, el presente volumen.

¿QUÉ ES LA HISTORIA DE LA EMOCIÓN?

En este libro, pues, estoy plantando firmemente mi bandera en una disciplina en desarrollo denom

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